Portada: La encantadora familia Dumont. Juan Aparicio Belmonte
Portadilla: La encantadora familia Dumont. Juan Aparicio Belmonte

 

Edición en formato digital: abril de 2019

 

Esta novela fue beneficiaria de la Convocatoria 2015
de Ayudas de la Fundación BBVA a Investigadores y Creadores Culturales (Beca Leonardo). La Fundación BBVA no se responsabiliza de las opiniones, comentarios y contenidos incluidos en el proyecto.

 

En cubierta: fotografía de © iStock.com/Nastasic

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Juan Aparicio Belmonte, 2019

© Ediciones Siruela, S. A., 2019

 

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Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17860-31-8

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1 Árbol

2 Invasión

3 Vida

4 Liberto

5 Peligro

6 Ambulancia

7 Visita

8 Celebración

9 Marcianos

10 Aquelarre

11 Piojosos

12 Jedi

13 Berlín

14 Regreso

15 Discusión

16 Unión

17 Aparición

18 Optimismo

19 Ruptura

20 Zombi

21 Factura

22 Teatro

23 Rescate

24 Enemigos

25 Amanda

26 Vecinos

27 Propuesta

28 Negocio

29 Golpe

30 Delirio

31 Fiesta

32 Recuperación

33 Patria

34 Reunión

35 Ideología

36 Noticias

37 Bomba

38 Turbulencias

39 Panfletos

40 Lluvia

41 Ilusión

42 ¿Dumont?

43 Escarmiento

44 Viaje

45 Luz

 

A la memoria de José Belmonte González;

y no porque fuera hijo de Nicolás Belmonte Dumont,

sino por el cariño que le tuve.

 

A Nicolasín.

1

Árbol

Paula y yo sabíamos que la timidez a cierta edad es mala educación.

Y aunque aquella confesión inesperada de nuestro vecino nos provocó vergüenza ajena, alipori, ganas de huir, no retrocedimos ni le dimos la espalda por pura cortesía. Se había trastabillado por las escaleras delante de nosotros, y cuando le ayudamos a incorporarse, en vez de darnos las gracias como una persona normal, quiso que escucháramos el relato de su triste vida. Padecimos su aciaga, atropellada y confusa narración durante más de media hora. Pero aquellos días no estábamos en la mejor tesitura para cargar, siquiera unos minutos, con la desesperación de nadie.

Ya teníamos la nuestra.

Soportábamos las horas en el local descubriendo que el paso del tiempo, aunque paliativo con ciertas desgracias del pasado, puede ser muy enervante si el futuro asoma ruinoso.

Y nuestro negocio no terminaba de arrancar.

Para estar como estábamos, tan mal, habíamos renunciado a parte de nuestros ingresos como técnicos del servicio de urgencias psiquiátricas de Madrid. Trabajábamos sábado, domingo y lunes en la papa, como se conoce coloquialmente a la ambulancia psiquiátrica, y librábamos el resto de la semana. Ese era el plan hasta que el negocio, recién inaugurado, nos permitiera una vida mejor: cuatro días esperando a clientes en el local y tres esperando un aviso para activar el código 2, viajar a algún pueblo cercano o remoto de la provincia y amordazar a un demente o a un psicótico intoxicado con hachís, alcohol, LSD o cocaína, o a un viejo hediondo con síndrome de Diógenes. El negocio infalible que habíamos importado de Francia y Alemania y anunciado por los colegios e institutos del distrito, repartiendo personalmente los folletos de color verde, hubiera sol o lluvia, estaba resultando un fiasco.

Lo habitual era que los pocos peatones que asomaban por el local lo hicieran dubitativos, sin saber dónde se metían, para preguntar si era una peluquería de perros o cualquier otro comercio disparatado, como si el letrero refulgente no advirtiera con claridad lo que podía esperarse del sitio.

El propio vecino, simpático pero malintencionado —quizá por el rencor que le provocaba su nombre risible—, nos había preguntado varias veces por la charcutería, aunque, por supuesto, nuestro comercio tampoco era tal cosa.

Para no volvernos locos pensando más de la cuenta en el fracaso, navegábamos por internet, sin encontrar nada que nos sacara del pasmo, o nos acariciábamos, sabedores de que nadie nos molestaría, y terminábamos haciendo el amor, sin reparos ni precauciones, en la parte trasera del local. Pero la angustia nacía de esa penumbra deshabitada, con eco y sin clientes, y enseguida regresaba a nuestros cuerpos aunque se hallaran enlazados como el yin y el yang tras el enorme y placentero esfuerzo de la gimnasia amatoria.

Hasta que encontramos un portal de investigaciones genealógicas creado en Utah, Estados Unidos, por la Iglesia de los Santos de los Últimos Días (o sea, los mormones) y nos distrajimos más de la cuenta. Todo por el apellido Dumont, tan raro en España, que dio pie a nuestro primer beso dieciséis años atrás, cuando descubrimos, recién incorporados al servicio de salud psiquiátrica, que no solo compartíamos papa, sino también apellido materno de sonoridad francesa y enorme curiosidad por conocer su origen. Éramos, milagros de la vida, primos lejanos, y nos acabábamos de conocer en una salida con la ambulancia hacia el centro de la capital. Gracias a ese portal, conseguimos averiguar quién era nuestro antepasado común, un tal Nicolás Dumont Ruiz, guardia civil nacido en el año 1826 en Bérchules, las Alpujarras, y fallecido en 1889 en la ciudad manchega de Albacete. Imaginábamos que la clave de nuestra coincidencia en carácter radicaba en ese Nicolás Dumont, como si una destilación milagrosa de sus genes hubiera llegado hasta nosotros transmitiéndonos su manera de estar y de ser en el mundo; por eso éramos tan parecidos, casi iguales, y estábamos tan enamorados.

Tras este descubrimiento, profundizamos en la búsqueda, indagando en otras fuentes.

Localizamos a un individuo que hablaba en susurros, con voz un tanto inquietante, que se apellidaba también Dumont y había construido un extenso árbol genealógico sobre la familia al que solo se podía acceder previo pago de una suscripción a su página web. El hombre tuvo a bien desvelarnos la procedencia del tal Nicolás Dumont Ruiz sin cobrarnos apenas nada. Pudimos conocer e imaginar el viaje de su padre, Etienne, desde Soueich, un pueblecito francés de los Pirineos, hasta Granada, a finales del siglo XIX, cuando aún era un adolescente. Ahí estaba el documento de empadronamiento, recopilado por nuestro interlocutor. El chico viajó con su tío, que comerciaba con juguetes de hojalata, como soldaditos, animales de granja, carromatos en miniatura o canicas, y tenía fama de practicar la brujería, pues también trapicheaba con hierbas, ungüentos y drogas naturales. Algo debió de ir mal, algún hechizo o alguna estafa, y tío y sobrino se mudaron a España. Con el tiempo, Etienne Dumont se casó con la alpujarreña Ana Ruiz y nació Nicolás, nuestro querido y común tatatarabuelo (el abuelo de nuestros bisabuelos, vaya). Nos preguntábamos por qué esos occitanos franceses cambiaron su paisaje de nacimiento por las remotas Alpujarras y no por una zona más a mano.

—Eso no es difícil —dijo nuestro interlocutor—. Es imposible saberlo.

De hecho, resultaba imposible averiguar por qué nosotros nos habíamos metido en el desvarío comercial que nos tenía atrapados, así que nuestros ancestros seguramente olvidaron pronto la razón de su emigración al rincón más lejano de Andalucía.

Éramos los Dumont riéndonos pese al porvenir gris, y había otro Dumont al teléfono: su voz rumorosa se afianzaba en el local como una sustancia del aire.

—Me alegra escuchar tanta felicidad —dijo.

Y como si la sangre en común nos colocara en el disparadero hacia una solución para nuestros problemas económicos, supimos que el tipo se dedicaba a un negocio más o menos emparentado con el nuestro.

—¿Y le va bien? —le preguntamos.

—Fenomenal —respondió—. ¿Y a ustedes?

—Fatal.

Se ofreció a ayudarnos en la consecución de clientes, o eso insinuó con un sinnúmero de circunloquios. Sus explicaciones, cargadas de tecnicismos y vocabulario culto, eran excursiones hacia no sabíamos dónde en las que eludía lo principal. Lo principal, el cogollo, se parecía mucho a una oferta ilegal.

—¿Nos está queriendo decir —le cortamos, impacientes— que usted tiene un método para lograr que nuestro negocio funcione y que ese método no es necesariamente aceptable ni legal ni socialmente...?

—Estoy queriendo decir lo que estoy queriendo decir —respondió sin perder la precaución—. Aunque por mi acento no lo parezca, porque he hecho el esfuerzo de adaptarme a la madre patria, soy medio cubano y tal vez mi aproximación a lo sustancial sea distinta a la de ustedes, por mucha sangre ancestral que compartamos.

Hablaba como si se sintiera espiado o como si quisiera calibrar nuestra moralidad y elegía con tanto cuidado las palabras que hasta él mismo parecía perder el hilo de su discurso. Más que medio cubano, parecía medio gallego, si nos atenemos al lugar común o prejuicio con que los gallegos son descritos. Finalmente, consiguió comunicarnos, casi en clave, en qué consistía el método y cuánto nos costaría. Después de debatirla abriendo una botella de buen rioja, aceptamos su propuesta, aferrándonos irracionalmente a la confianza que nos daba compartir tan peculiar apellido con él y también empujados por la desesperación y la necesidad de producir algún cambio radical y urgente en nuestro negocio ante su previsible fracaso. Aceptando su oferta le agradecíamos, además, que nos hubiera ayudado a completar la rama del árbol genealógico que tanto habíamos deseado conocer.

Oímos el funcionamiento de una cisterna. El hombre, al otro lado, carraspeó y pidió perdón, se excusó diciendo que estaba cocinando y pasó de hablar en susurros a emplear un asombroso tono campanudo; cambió de voz como si se diera cuenta de que ahora, una vez aceptadas sus premisas ilegales, estaba en el papel de mero vendedor, y no en el de delincuente.

Fue curioso escucharle hablar del producto que acababa de vendernos como si lo estuviera haciendo de cualquier otra cosa, de colonia, de pan de molde o de coches de lujo, y sorprendente la transformación de su voz, de pronto grave y acariciadora, de esas profundas, viriles, que te ponen la carne de gallina. Hasta la mercancía menos atractiva podía ser presentada como perfume de lavanda con aquel instrumento musical. Quedamos en pasar a media tarde por la dirección del distrito de Hortaleza que nos proporcionó. Nuestro propio distrito. Otra feliz coincidencia, pensamos.

2

Invasión

Rodeada de edificios de cristal o metacrilato, que parecían hechos de hielo, la vivienda número 13 de la plaza —13, sí, ¡ya es casualidad!— en la que nuestro contacto decía vivir nos sorprendió mucho. No cuadraba con la idea que nos habíamos hecho de él. Era una vieja casona grande y estrafalaria, oscura o sucia, casi mineral, que había sobrevivido milagrosamente a la conversión del barrio en tejido urbano. Se trataba de una reliquia inesperada, la última reminiscencia de un pueblo transformado en urbe a golpe de chapuza o corrupción, cuando no ambas, y así estaba enclavada en un barrio mostrenco de callejuelas y avenidas irregulares, con edificios cada uno de su padre político y de su madre constructora. Tuvimos desde el principio la impresión de que el hedor a especias picantes que se respiraba en la plaza provenía de aquella casona sombría y enorme, y lo confirmamos cuando nos situamos frente a la desvencijada cancela de un metro de altura que rechinaba como un llanto suave de gatito. Casa Dumont, decía el letrero, de hierro forjado, negro, sobre la puerta maciza.

—Impresionante —dijo Paula con cierto deje irónico—. Hemos vivido al lado de un palacio de nuestra familia sin saberlo.

Las plantas trepadoras y tripudas, gruesas y abiertas como estómagos sajados, rodeaban las paredes de piedra como si colaboraran con su fealdad en la defensa de una construcción irredenta. Las ventanas tenían barrotes también negros, pero la pintura se había desprendido en muchos tramos y dejaba ver la herrumbre amarillenta del metal. Estuvimos a punto de regresar por donde habíamos venido, repelidos por el olor y el aspecto desastrado de la vivienda, pero le debíamos nuestra presencia a aquel hombre apellidado como nosotros que nos había desvelado a cambio de una minucia el origen de un ancestro en el que tantas cualidades e ilusiones depositábamos.

El rostro de una mujer joven, atractiva, rubia, pero también morena, como si su cabello cambiara de color, apareció en una de las ventanas. Nos contemplaba sin moverse, como una estatua. El tiempo parecía detenido, pero entonces desapareció, como si hubiera sido un espejismo.

—Vamos —dijo Paula, sacándome del pasmo.

La cancela se abrió y cerró violentamente al paso de nuestros cuerpos. Plas, un lamento de gatito, y plas, otro. Llamamos a la puerta golpeándola con la aldaba —una D gigante, de trazo gótico—, y aguardamos en vano a que la joven o alguien nos abriera. A nuestro alrededor, en los edificios imponentes pero fríos, se subían persianas y corrían cortinas y los oficinistas y vecinos aparecían en las ventanas para contemplarnos con curiosidad o recelo; sus caras eran globos blancos, a veces amarillos —producto, sin duda, del tono que toma la piel cuando se trabaja demasiado bajo la luz titilante de los dañinos halógenos—, globos que de pronto se pinchaban para inflarse y brotar dos cristales más allá.

No habíamos reparado en la figura encogida que se afanaba con una azada muy cerca de nosotros. El hombre arrancaba cebollinos y los apilaba en una cesta de mimbre cochambrosa, confundiéndose con la misma tierra, hasta que se incorporó y dimos un respingo.

—¿De qué se asustan? —dijo—. ¿Qué quieren?

Reconocimos el tono susurrante con la primera pregunta, y el tono radiofónico, de vendedor curtido y viril, con la segunda, esas dos voces dispares que tanto nos habían impresionado por teléfono, pero esta vez ambas nos sonaron abruptas, casi violentas, tal vez porque aquella presencia tan desaseada —pantalones beis anchos y largos, pantuflas de cuadros embarradas, camisa rosácea abierta con la barriga lampiña al aire— se compaginaba mal con el tipo de persona que nos habíamos figurado, menos rústica, más moderna y urbana.

—Somos nosotros... —dijimos—. Paula Casado Dumont y Julián Ojea Dumont.

—¿Quiénes?

—Los Dumont.

El hombre dejó caer la azada y, después de abrir la puerta, nos pidió que entráramos en la vivienda con una reverencia que no supimos si era seria o cómica.

—Por supuesto, dejen el dinero en la entrada. Roberto Dumont, para servirlos. Es una alegría conocerlos.

Allí dentro no se veía nada, solo bultos que, suponíamos, eran los muebles desperdigados sin ton ni son, que ocupaban el espacio con un desorden absoluto, y que en sombra semejaban perros o lobos al acecho. Es más, sentíamos en las pantorrillas y los muslos un cosquilleo como si nos amenazara un mordisco. Se adivinaban los movimientos del hombre en la negrura como se perciben los de un animal del que se desconoce si es amistoso u hostil. Depositamos a ciegas los euros convenidos en el aparador junto a la puerta, de superficie resinosa, y recibimos un recipiente de cristal dentro de una bolsa de plástico arrugada y cerrada con un apretado nudo marinero.

—Úsenlo con pericia y obtendrán clientes para varios meses... —dijo la voz grave en la oscuridad—. Garantizado... Y, sobre todo, discreción.

En el umbral de la puerta, cuando esta se abrió para dejar pasar el aire y la luz, sentimos que nos librábamos de un ambiente sofocante, casi angustioso. Y pudimos apreciar un rostro grande y fiero, de ojos tan brillantes como los de un príncipe nórdico quemado por el sol. Era un hombre guapo nuestro vendedor, un verdadero Dumont, nos dijimos más tarde quizá para despejar nuestra desconfianza, de piel caoba y ojos claros y cuya presencia transmitía una rara seguridad, una energía entre invasora y atractiva. Lástima de pelo apelmazado y seco, pena de nido de cuervos sobre la frente; más limpio y mejor peinado, aquel tipo no habría tenido ese aire estrambótico similar al de tantos locos a los que nosotros trasladábamos por la fuerza en la ambulancia.

Se despidió con un gesto de extrañeza.

—¿Acaso no quieren tomar algo?

—No, gracias.

—La próxima vez, entonces.

No habrá próxima vez, nos dijimos.

Aunque nos encontrábamos cerca de casa y podíamos ir caminando, tomamos el metro, pues la tensión nos había agotado y el viento era cada vez más antipático, casi violento.

Estábamos en uno de esos vagones abiertos que convierten los convoyes en un larguísimo pasillo móvil. Nos rascábamos la cabeza con aprensión. Lo hacíamos vueltos hacia el cristal para que nadie reparara en nuestros movimientos, pero muchos viajeros nos miraban. Treinta segundos en aquella cochambre de Casa Dumont podían ser suficientes para contraer cualquier enfermedad infecciosa, pensábamos, y esta preocupación acrecentaba nuestro rascado, por más que intentáramos reprimirlo. La atmósfera de la vivienda había impregnado nuestro cuerpo, hasta la última célula, y el picor era tan insoportable como la curiosidad que despertábamos entre los demás viajeros allí sentados.

Bajamos en nuestra parada y llegamos a casa, dejando atrás una niebla muy espesa que ni siquiera el viento lograba mover.

Nos duchamos.

El tarro de cristal, dentro de la bolsa de plástico de El Corte Inglés, transmitía la impresión de leve temblor cuando lo depositamos sobre la mesa de la cocina. El señor Dumont nos había dicho que lo aconsejable era deshacerse cuanto antes de tan incómoda mercancía. Tendríamos que tocar con ella a niños que serían vigilados por algún adulto, profesor o padre, y que nos obligaría a una actuación convincente para no despertar sospechas.

—Vaya lío —nos dijimos.

Sacamos la mercancía de la bolsa como se extrae un explosivo de su caja. Un mugriento y deshilachado trapo envolvía a su vez el tarro de cristal. Cuando la desdoblamos, la goma elástica que presionaba el recipiente salió disparada igual que un saltamontes, sobresaltándonos, y el trapo cayó al suelo, adhiriéndose a él como una ventosa. Manteníamos el tarro en alto, retirando el rostro con una mezcla de repugnancia y prudencia, pero intentando descifrar qué bullía en su interior.

—No sé si ha sido buena idea... —dijo Paula.

Apenas podíamos ver a través del cristal. Estaba manchado por su cara interior con una película de moho, aunque se intuía movimiento en la pelambrera enmarañada y negrísima. Había allí dentro una palpitación excesiva, eso era evidente, pero nos parecía más una ilusión producto de los nervios que una constatación.

—En realidad, lo más fácil sería usar a nuestro hijo como difusor de la mercancía —dije yo.

—Pero eso no lo vamos a hacer —repuso Paula.

—No, claro.

—Solo imaginármelo me resulta insoportable...

—A mí también.

Recuperamos, entonces, la lucidez, y nos dijimos que debíamos devolver el bote a quien nos lo había vendido, porque el plan era moralmente inaceptable, casi criminal, amén de muy complicado de llevar a cabo. Lo que no deseábamos para nuestro propio hijo no podíamos quererlo para los demás.

Íbamos a meter el tarro de nuevo en la bolsa cuando sonó el teléfono fijo. Y como si respondiera a la señal de los timbrazos, de entre la pelambrera del tarro emergió un bicho que golpeó el cristal tratando de romperlo y escapar o atacarnos. Perdimos contacto con el recipiente, que cayó con una lentitud que ahora sabemos ficticia —fruto del estupor extremo—, y al golpear el suelo se rompió en mil pedazos que semejaban otros tantos diamantes. Más de una docena de cucarachas se ocultaron, despavoridas, bajo los muebles de la cocina. Cuando solo la maraña de pelo seco y los falsos diamantes quedaron sobre las baldosas blancas, quisimos creer que aquello no había sucedido. Empezamos a lamentarnos y maldecir nuestra suerte mientras el vendedor telefónico nos preguntaba por la calidad de nuestro wifi.

—¡Oigan! —decía por el manos libres—. ¿Están ahí?

La pelambrera negra permanecía a nuestros pies, quieta, vacía, señal de que también unas cucarachas negras —y hasta moradas— se habían llevado consigo todo el movimiento y ahora poblaban la cocina de nuestro hogar. Estuvimos un rato excesivo mirándonos con pura rabia. Nos habríamos golpeado el rostro —cada uno el suyo—, con la palma de la mano abierta, si eso hubiera hecho posible volver atrás en el tiempo, pero sabíamos que solo era un impulso producido por la frustración.

Buscamos el insecticida, desordenando cajones y armarios. Cuando por fin hallamos el espray en lo alto de una alacena, en un cuenco de aluminio con trapos para limpiar, rociamos la cocina tirándonos al suelo, moviendo los electrodomésticos, provocando su tambaleo y la caída de los huevos de la nevera: uno de ellos se rompió manchando los melocotones. Mientras limpiábamos la piel de la fruta con el agua del grifo, el vendedor, erre que erre, continuaba con su retahíla de argumentos a favor de su fibra óptica.

—¡Nuestro ADSL funciona fatal, sí! —le gritamos—, ¡pero ahora tenemos otros problemas!

Y colgamos.

Abrimos la ventana para ventilar la cocina porque corríamos el riesgo de intoxicarnos con tanto veneno en el aire, pero la niebla persistía y aquel patio de luces era tan exiguo que no ayudó en mucho a la ventilación. La poca luz que daba equivalía a su poco aire y contribuía a la condensación de la ponzoña. Teníamos ganas de regresar a la casa del señor Dumont para ajustarle las cuentas. Ahora sus palabras asegurando que volveríamos a vernos cobraban un sesgo belicoso. Eran, a la vista de lo sucedido, no un capricho, ni siquiera una broma con mala uva, sino una declaración de guerra, el aviso irónico, sarcástico, de un estafador que solo deseaba nuestro mal. ¿Cómo podíamos haber confiado en alguien que vivía en semejantes condiciones de insalubridad, con todas las trazas de necesitar un ingreso en un centro psiquiátrico? En vez de fiarnos del instinto profesional, de la aversión instantánea que nos causó su aspecto y su hogar, nos fiamos de su rostro agradable y del deseo de encontrar a un salvador para nuestro negocio. ¿Cómo podíamos ser tan obtusos de haber confiado en él solo por compartir ancestros, ignorando las señales de un trastorno mental inflamable?

Los bichos habían desaparecido, como si hubieran encontrado un refugio para salvarse del insecticida y atacar más adelante. Esperarían a la noche para salir y... Dios santo, qué situación.

Otro telefonazo nos dejó tan asombrados que casi lo agradecimos. Supuso un descanso en la pesadilla.

Al descolgar, sin embargo, distinguimos con claridad el timbre de voz grave, el de nuestro primo lejanísimo, como él mismo se anunció con socarronería.

—Perdóneme, chica —nos dijo, esta vez sí, con un remoto acento cubano—. Creo que ha habido un error... Les he dado el bote equivocado... No lo abran...

—Tarde para eso...

—Son cucarachas americanas, las más resistentes, pueden vivir sin comida hasta tres meses, y sin oxígeno cuarenta y cinco minutos... Si dejan escapar una sola de las quince, tienen un problema. Tráiganmelas.

Apenas podíamos hablar de la rabia que sentíamos, pero aun así logramos expresarnos con claridad tras un silencio largo en el que no nos salían las palabras. Él se mantuvo expectante. Voceamos que lo que queríamos no era solo una devolución de nuestro dinero, sino una compensación económica seria, una indemnización elocuente. Le dijimos que él debía hacerse cargo de los gastos para la erradicación de la plaga. Esperamos su asentimiento en vano, porque el tipo no dijo nada.

Respiraba con estrépito, como si estuviera enfurecido o tuviera un ataque de asma, o como si pretendiera burlarse.

—¿Oiga? —logramos decir.

Solo escuchábamos su aliento, más de animal que de hombre. Esperábamos sus palabras con desánimo, porque demostraba calma, una mentalidad calculadora. Estábamos impacientes por saber si su voz sería campanuda o susurrante, si nos encontraríamos ante el hombre de negocios o ante el patibulario.

—No les debo nada —dijo.

—Tenemos un buen abogado —mentimos—, no descansaremos hasta que repare lo que nos ha hecho.

Volvió a guardar silencio, como si nuestro comentario le hubiera golpeado donde más le dolía.

El tipo debía de estar rumiando una reacción conciliadora, tal vez una exculpación convincente, quizá un precio para hacerse perdonar. Nada de eso. Nos sorprendió su risotada franca.

—¿Y quieren que sus vecinos sepan que han intentado llenar de piojos el barrio para que luego acudan a su ruinoso negocio a quitárselos? Díganselo al abogado... Sería como pegarse un tiro en el pie, o en el estómago.

Y puso su tono más grave, de tenor, para recomendarnos «una buena empresa fumigadora con armas nucleares». Se bastaba a sí mismo para interpretar los dos papeles arquetípicos de los mejores abusones, el de policía buen hombre y el de policía pendenciero.

—Y, entretanto, mantengan todo muy limpio, nada de migas de pan en la cocina ni de trocitos de chocolate... —añadió—. No faciliten la alimentación a esos enemigos...

No dijimos nada.

—También pueden aprovechar la tesitura y hacerme la competencia... —continuó con insultante buen humor—. Esos bichos se venden muy bien en el mercado negro. Muchas empresas de fumigación las compran con intenciones idénticas a las suyas... Los Dumont podemos ser problemáticos, pero no hemos inventado la corrupción, muchachos.

Y colgó como si la conversación no necesitara de una despedida.

Nosotros nos desmoronamos en el sofá.

Aquel día fue tal nuestro disgusto que ni siquiera pudimos hacer el amor.

3

Vida

Menos mal que bastaba con mirarnos para saber que la derrota no era un camino aceptable para nosotros. De nuestra unión surgía la furia para buscar y encontrar la salida del laberinto en el que nos habíamos metido por miopía o, quizá, hipermetropía. En los momentos críticos, como aquel, nos daba por hablar y elaborar teorías sobre cómo habíamos llegado a tal situación crítica, teorías muchas veces absurdas, descabelladas pero analgésicas, que nos ayudaban a convivir con el miedo y a veces eludirlo para buscar la salida. Tal vez las películas de Hollywood, con toda su acción disparatada, provocaban en nosotros, como espectadores de televisión involuntariamente expuestos a ellas, una búsqueda de problemas, de experiencias que fueran más allá de la lucha para pagar las facturas domésticas...

Los conflictos son necesarios para vivir sin aburrimiento y, si no existen, el ciudadano medio tiende a inventárselos a imagen y semejanza de los problemas de las ficciones que presencia en la televisión. Nosotros éramos ciudadanos medios, vulgaris, con una expectativa de supervivencia vinculada al día a día laboral, sin rentas ni predios, razonable pero ajustada a un presupuesto rígido, que nos agobiaba en ocasiones. Se nos ocurrió fundar un negocio para mejorar nuestra vida y entrar en un peliculero conflicto que no necesitábamos y que se agravaba con el tiempo.

No éramos mejores que nuestros vecinos, sino igual de dóciles y atontados.

¿Y si hacíamos las maletas y desaparecíamos con nuestro hijo en dirección a Buenos Aires o Berlín, dos capitales que siempre habíamos querido conocer? ¿Y si emulábamos a nuestro ancestro francés, que un día dejó los Pirineos occitanos para perderse en las exóticas Alpujarras, una aventura de la que éramos el lejanísimo resultado? Tal vez él también había fundado un negocio que fracasó y del que quiso huir —ungüentos y objetos mágicos de hojalata, nos había dicho el señor Dumont—, dejando atrás malas deudas y malas pulgas. Nos vino a la memoria un programa de televisión de los años noventa sobre personas desaparecidas, Quién sabe dónde. Algunos individuos localizados por el equipo de investigadores del programa declinaban no solo reencontrarse con los familiares que los buscaban y reclamaban, sino dar pistas de su paradero. Habían optado por despojarse de su sello familiar, dejar de ser reconocibles por la identidad que heredaron y desaparecer para bautizarse con un nombre, incluso con un rostro, de elección propia. Soñamos un rato, en clave lúdica, con hacer lo mismo, pero en realidad nuestro exilio radical, nuestro cambio y desaparición ya los habíamos hecho. Comenzó el día en que decidimos dejar de ser lo que otros creían que éramos, o lo que querían que fuésemos, para vivirlo todo juntos, con radical cercanía, como un solo individuo o una sola persona, aunque la partida de nacimiento o el DNI dijera que éramos dos. No fue una decisión difícil: nuestras personalidades eran la misma, un idéntico y lejano grupo de genes había llegado invicto hasta nosotros a través de generaciones en una destilación laberíntica, inesperada y milagrosa, tomando de nuevo vida en dos cuerpos muy distintos —uno de hombre y otro de mujer—, que, sin embargo, rápidamente se reconocieron y se sintieron imantados. Formaba parte de nuestra identidad ir contra cualquier corriente, comportarnos como un matrimonio genuino, serlo, luchando contra la opinión convencional y acaso natural de nuestros vecinos, amigos y familiares. Formaba parte de nuestra vida íntima disfrazarnos y jugar al sexo divertido. Aquella tarde nos trasladamos a la parte trasera del local. Fuera del alcance visual del visitante improbable, Batman y Robin fueron acercándose con insinuaciones más o menos lúbricas, muy intencionadas. Robin, al agacharse para recuperar su puñal del suelo, rozó con las manos partes muy sensibles de la anatomía de Batman. El juego se hizo más excitante porque los dedos de Batman también se afanaron en adentrarse por vericuetos peligrosos. Abrí la blusa de Batman y sus pechos se ofrecieron a mis labios como dos limones tiernos y dulces, y su cabello se expandió al desprenderse de la máscara que sostenía el moño. Era su carne un manjar para mis dientes, y durante uno de mis mordiscos ella me arañó la espalda, arrojándose luego sobre el colchón del suelo con una mirada salvaje y codiciosa. Nos apretamos hasta no distinguir bien dónde estaba el deseo y dónde la voluntad, como si el pensamiento se volviera pura ceguera sensorial. Humedad y fuego, eso era ella, sangre y amor, esto era yo. En realidad, ambos lo éramos todo. Al cabo, entré en Paula, ya no más Batman, sin quitarme el antifaz de Robin, y su sexo me atrapó como un brasero que me succionara. Y el mundo desapareció durante minutos llenos de fuego, de carne, de sangre y de sudor.

«La vida es enfrentarse a los problemas, no estar a verlas venir», decía un argentino por el hilo radiofónico del negocio mientras recuperábamos nuestras prendas íntimas y disfraces desperdigados. Por eso nos desesperaba permanecer en el local, tan vacío, tan inmóvil, tan cárcel, sin poder hacer frente a nadie ni a nada. La vida lo era todo, qué bobada, desde actuar hasta quedarse en la cama, desde hacer el amor con lujuria hasta enclaustrarse y morir virgen, desde triunfar hasta resultar perfectamente desechable y derrotado. Todo cabía en la vida. La luna y el sol cabían en ella. Nuestro fracaso y nuestro éxito, también.

4

Liberto

Nosotros habíamos dado la vuelta completa al círculo de la depresión antes de conocernos, y quedaba su poso, o sea, que entrábamos en estados de decaimiento íntimo, muy de vez en cuando y juntos; aún nos ocurre. Pero precisamente porque conocíamos bien nuestras depresiones casi formaban parte de nuestra personalidad profunda y sobrepasábamos ese umbral del dolor que asuela a la mayoría de depresivos para llegar a una especie de ataraxia en la que todo nos resbalaba con una pasividad muy cercana a la lucidez zen, por así decir, bien es verdad que reforzada por la química que nos recetaba nuestro médico de cabecera en las épocas malas, cuando nos sentíamos más agredidos por el entorno que no nos comprendía y que nosotros, huelga decir, no comprendíamos. Nuestro hijo, sin pastillas ni depresión, tampoco tenía el don de tomarse los contratiempos con alegría. Él también parecía desear en ocasiones desintegrarse, reinventarse en algún lugar remoto de Rusia o Irán, sus países favoritos. Estaba harto de ser nuestro hijo —nos decía—, y por eso se pasaba el tiempo visitando páginas de turismo en internet y se trasladaba con el corazón y la fantasía donde no le llevaban ni los pies ni las certezas.

En un programa de radio sobre asuntos policiacos, un sargento de la Guardia Civil aseguró que muchos crímenes dentro de la pareja son producto de una paradoja: aquellos tipos que no se atreven a decirle a su mujer que han perdido una cantidad grande de dinero en el casino o que han contraído una enfermedad venérea con una prostituta, son capaces de asesinarla precisamente para eludir un acto de confesión y contrición que sería infinitamente menos traumático. La temeridad —venía a teorizar aquel sargento— sería hija de la cobardía y no de la valentía. Irse a la Argentina o a Alemania de incógnito, desaparecer, borrarse por un hatajo de bichos que podían ser erradicados con un insecticida potente, qué estupidez... ¿Acaso éramos tan poca cosa como para dejarnos llevar por la cobardía sin presentar batalla? ¿Acaso no teníamos por costumbre asumir los contratiempos con naturalidad y pelear contra ellos? ¿Es que no éramos el matrimonio Dumont con sus seis letras formidables?

Sí, lo éramos, pero la idea de regresar a una casa invadida por cucarachas americanas, sabiendo que estaban en ella reproduciéndose, nos colmaba de horror.

Ni siquiera la irrupción en el local de un cliente, el primero en mucho tiempo, mejoró nuestro ánimo. Los tubos de latón de la puerta entrechocaron con música alegre, de río o de manantial. El tipo se paseó por el local arrastrando sus zapatos como para producir un ritmo peculiar. Casi parecía retarnos a bailotear claqué suave, imperceptiblemente, un paso aquí, dos allá. Había una especie de frotación armónica en su deambular. Miró hacia arriba y hacia abajo con curiosidad de perito, parándose en el centro mismo de la estancia, donde la luz solar era más clara, carraspeó como si esperara una reacción que no le dimos. Finalmente, luego de dos nuevos pasos de claqué y una media vuelta, nos preguntó por unos masajes para su deteriorada espalda.

—¿De dónde saca usted que aquí se dan masajes?

—El Masajista.

—El Matapiojos. Lea bien el letrero.

Había en sus ojos incredulidad, incluso ira, como si nos culpara de su error.

—¿Y no será por eso que su negocio está vacío? —dijo, finalmente—. Parece lo que no es.

Se fue.

Otra derrota. Cada vez que se nos rompía la expectativa de hacernos con un cliente, uno solo, sufríamos una caída, y era más costoso levantarse, reprimir el inviable afán de rendirnos.

Se había hecho de noche. Recogimos sin prisa lo poco que había que recoger, barrimos el suelo limpio —nos habíamos comprometido a cumplir ciertos ritos de orden pasara lo que pasara para no colaborar en la llegada del fracaso—, cerramos la puerta del local con las dos llaves, la de arriba y la de abajo, como si realmente pudiéramos temer un robo de dinero, bajamos la persiana con precaución, casi sin ruido, para no molestar a los vecinos, y por primera vez nos fuimos caminando hacia casa sin hablar, reconcentrados, porque teníamos que meditar sobre qué pasos dar con nuestro hijo, si contarle la invasión de las cucarachas u ocultársela. El chico no soportaba esos insectos. Con apenas once años había sacado La metamorfosis de Franz Kafka de la biblioteca del barrio y le había impresionado muchísimo, demasiado. El impacto de su lectura fue demoledor, su repelús se convirtió en fobia, tanto que sufría pesadillas recurrentes desde entonces, y si veía una cucaracha, aunque fuera en televisión, enfermaba, se ponía boca arriba, elevaba las piernas y los brazos y decía que temía convertirse en un adefesio y ser rechazado por la sociedad.

Poco antes de abrir el portal nos dijimos:

—Se la ocultaremos.

Aunque su madurez intelectual fuera asombrosa, la emocional se correspondía con la de un chaval de catorce años, casi un niño, cuyos hombros no estaban preparados para cargar con semejante peso.

—Y una cosa es la capacidad para resolver problemas matemáticos, lógicos o semánticos —dijo Paula—, y otra, la madurez y la experiencia para asumir determinada información que podría agudizar su fobia.

Al entrar en casa, sin embargo, nos temimos que nuestro hijo hubiera descubierto el problema, porque estaba demasiado pálido y silencioso para sus costumbres estrepitosas. Le gustaba poner Miles Davis a un volumen del que milagrosamente nadie se quejaba en el edificio, y aquel día solo se oía el tráfico y las voces de la calle.

—Hola, hijo —le saludamos—. ¿Pasa algo?

—Hola, mamá.

Estaba abstraído en la construcción de una enorme efigie de Charlot realizada con fichas de Lego, una afición en la que se sumergía cuando no estaba leyendo o le quitábamos la Nintendo.

—¿Y a tu padre no le dices nada?

—Él no me ha saludado...

—Hola, Liberto.

—Hola, papá.

—¿Algo que quieras contarnos?

De un manotazo derribó su construcción.

—¿Por qué haces eso, hijo?