Foca INVESTIGACIÓN

159

 

 

Diseño interior y cubierta: RAG

Nota a la edición digital:

Es posible que, por la propia naturaleza de la red, algunos de los vínculos a páginas web contenidos en el libro ya no sean accesibles en el momento de su consulta. No obstante, se mantienen las referencias por fidelidad a la edición original.

 

Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra —incluido el diseño tipográfico y de portada—, sea cual fuere el medio, electrónico o mecánico, sin el consentimiento por escrito del editor.


© de los autores, 2018

D. R. © 2018, Edicionesakal México, S. A. de C. V.

Calle Tejamanil, manzana 13, lote 15,

colonia Pedregal de Santo Domingo, sección VI,

delegación Coyoacán, CP 04369, Ciudad de México

Tel.: +(0155) 56 588 426

Fax: 5019 0448

www.akal.mx

facebook.jpg facebook.com/EdicionesAkal

twitter.jpg @AkalEditor

 

ISBN: 978-607-98185-4-8

 

Alejandro Pedregal

Evelia

Testimonio de Guerrero

 

27972.png

 

Desde la perspectiva ideológica del colonizador todo pueblo colonizado carece de historia; por definición no la posee, ya que tal categoría es un atributo de la “civilización” y no de la “barbarie”. Los procesos de emancipación son interpretados a su turno como un triunfo de ésta sobre aquella: derrotados los portadores de la “civilización”, las antiguas colonias no hacen más que recobrar el estado “natural” que les es propio. Se mueven, ciertamente, pero con movimientos caprichosos e inconexos, irreductibles a las categorías conceptuales con que normalmente se captan las leyes del devenir histórico. El arbitrio y el azar que ahora imperan a lo sumo pueden ser representados metafóricamente (son países “surrealistas”) o saboreados por paladares exquisitos, ávidos de exotismo.

Agustín Cueva, El desarrollo del capitalismo en América Latina

 

 

Prólogo

“Para mi mala suerte, ese día era el cumpleaños de mi hijo”

La primera vez que fui a Guerrero aún no conocía a Evelia. Acompañaba a los juzgados del reclusorio de turno de Iguala a una amiga en común, Sayuri, abogada en el caso de Julio César Mondragón, y a Marissa, la mujer de éste. El rostro desollado de Julio César, estudiante de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa, había aparecido la mañana del 27 de septiembre de 2014 en Iguala y en unas horas había plagado las redes sociales. Algunos considerarían aquello como el incidente incitador de la indignación ciudadana que desencadenaría, poco más tarde, el descubrimiento de la desaparición forzada de los 43 compañeros normalistas de Julio César, ocurrida la noche anterior junto al secuestro de éste y el asesinato de otros dos estudiantes y tres transeúntes. En aquella primera visita que yo hacía a Guerrero, también venían otros dos amigos cineastas: Xavi Sala, que ya estaba embarcado en la odisea que acabaría siendo su película Xquipi’ Guie’dani (El ombligo de Guie’dani), y Enrique García Meza, a quien conocí ese mismo día, y que había ido a recoger algunas de las últimas imágenes que grabaría para su documental Ayotzinapa, el paso de la tortuga. Además, venía un compañero de luchas de Sayuri, un oaxaqueño llamado Hugo con quien ella había compartido trinchera en los tiempos de la huelga en la Universidad Nacional Autónoma de México (unam), allá por 1999.

La puesta en escena en los juzgados no podía ser más kafkiana, en todas las acepciones que conlleva este calificativo. Situados pared con pared junto al centro penitenciario, el patetismo del escenario —tétricamente iluminado por lámparas fluorescentes que se encendían y apagaban de forma descompasada— se veía acentuado por las montañas de expedientes jurídicos apilados acá y allá, torres de papel mecanografiado con enormes telarañas que ornamentaban sus cimas. Ante la perezosa disciplina de la burocracia mexicana, los presentes arrastrábamos los pies por el espacio, en busca de algo que nos despejara, y matábamos el tiempo revisando las portadas de aquellos pesados documentos: uno por homicidio, otro por violación, algún otro por maltrato familiar, robo a mano armada, extorsión, asesinato con arma blanca…

Era 26 de agosto de 2015. Se cumplían once meses desde aquella noche. Ayotzinapa se había convertido ya en el punto de inflexión de la política mexicana, las coordenadas exactas donde toda autoridad pública había perdido su legitimidad civil. Aquel día en Iguala había una marcha convocada por sus calles, como se llevaba haciendo cada mes desde la tragedia. Se aprovecharía la visita de Marissa para terminar esta vez el acto en el lugar donde se había encontrado el cuerpo de Julio César y plantar en ese punto una cruz en su memoria. Después de los juzgados, fuimos a la marcha. Un tipo se nos acercó en bicicleta a Xavi y a mí antes de que comenzara. A pesar de mi pelo oscuro, destacaba por güero. El pelirrojo de mi colega no hacía más que acentuarlo. “Where are you from, my friend?”, nos repitió un par de veces en un acento marcadamente torpe. Callamos. No insistió más y se fue. Iguala está llena de halcones, nos dijeron. No cabía duda que él era uno de ellos. Por setenta pesos al día, vigilan quién entra y quién sale, qué cara es foránea, qué movimiento resulta extraño. Una vez que comenzamos a marchar, otra imagen nos asaltó: rodeados de estudiantes de la Normal y familiares de los muchachos desaparecidos que exigían justicia, los vecinos miraban hacia otro lado, nos ignoraban. Ni una voz de fuera de la marcha se unió a las consignas en apoyo a la causa. Aquel silencio señalaba a gritos el ámbito donde se había instalado y se perpetuaba el terror.

Habíamos hecho el camino hacia Iguala en el coche de Hugo, el compañero de tiempos de la unam de Sayuri. Ahí le pregunté si podría, siendo él oaxaqueño, conseguirme algunos contactos en Oaxaca relativos a una investigación que quería desarrollar, con la intención de escribir un guion cinematográfico, sobre la activista oaxaqueña Bety Cariño y el internacionalista finlandés Jyri Jaakkola, asesinados en abril de 2010. Aquello no prosperaría, pero me habló de una amiga guerrerense de Bety, una luchadora social que acababa de refugiarse en la Ciudad de México, desplazada con su familia y otros compañeros, y a la que estaban intentando ayudar. Todos habían sido amenazados de muerte por su defensa de los vecinos de la pequeña y humilde colonia Tlachinollan, en Iguala. Ella era Evelia.

A los pocos días la conocí. En un principio íbamos a hablar, o eso creía yo, de Bety, de la profunda amistad que había crecido entre ellas a la luz de la lucha compartida contra las mineras. Hugo me llevó hasta el hotel donde se estaba quedando Evelia con su familia y sus compañeros hasta que encontraran el apoyo logístico para instalarse en la capital. Cuando ella bajó al lobby junto al resto de su grupo —que incluía a su pareja, Víctor, y a su compañera de luchas, Diana, entre otros—, todos me miraron con desconfianza. Lo esperaba y lo veía normal. Cuando luego conocí su historia, comprendí que les sobraban motivos para recelar de cualquier desconocido. Buscamos una cafetería cercana para hablar. Y ahí, bajo el mediodía cegador de México, decidiría recoger su testimonio de vida.

Desde aquel primer encuentro, Ayotzinapa estuvo en la boca de Evelia. Ella había estado inmersa en los procesos de debate que se desarrollaron en la Normal durante los meses previos a la fatal noche. Después de ésta, puso su casa de Iguala al servicio de los abogados, familiares y activistas que estaban fuera de Guerrero y necesitaban una dirección postal en la que recibir requerimientos y otros trámites judiciales. Su vínculo con lo ocurrido aquella noche del 26 de septiembre de 2014 era indirecto, pero las escenas que presenció aún las tenía grabadas en su recuerdo.

“Para mi mala suerte, ese día era el cumpleaños de mi hijo el mayor. Estábamos esperando a unos familiares para cenar cuando se empezaron a escuchar los disparos, la corredera de gente, carros en sentido contrario. El feis [Facebook] se inundó de mensajes: ‘No pases por aquí, no pases por allá’. Y llegó un hermano de mi compañero, Víctor, que venía del centro con la novia y vio cuándo llegó el autobús y empezó el primer enfrentamiento. Los policías gritaban: ‘¡Van los rojos en ese autobús, van los rojos!’”. Los estudiantes bajaron, desarmados. Los policías seguían gritando: “¡Ahí van los rojos!”. Con los estudiantes fuera, los policías subieron al autobús. Buscaron algo en el piso sin encontrar nada. Los estudiantes volvieron a subir y partieron. Cuando vio eso, el cuñado de Evelia se fue, por si empezaban las balaceras. Y empezaron. “Pasamos toda la noche en estado de shock. Vivía en el centro y las balaceras no dejaron de sonar”, recuerda ella. A eso de las doce de la noche fueron a dejar a la hermana de Víctor, porque tenía miedo de irse sola a su casa. De regreso pasaron por la farmacia Leyva, frente al ayuntamiento. “Y desde allí… y esto es algo que he dicho, pero nunca lo han encontrado… Desde allí, cuando estamos afuera de la tienda, vimos que llegaban como seis patrullas de la policía. Traían bolsas negras grandes, pesadas, y las metían al ayuntamiento. Cuando ellos se percataron que estábamos de fisgones, se dirigieron hacia nosotros, y entonces nos subimos a la camioneta y nos fuimos. Pero sí se nos hizo muy raro que estaban muy grandes las bolsas y muy pesadas, y que no las bajaban uno; las bajaban entre dos y les daba mucho trabajo”.

Esa noche la Policía Municipal de Iguala puso en el centro del mundo a Guerrero. Desaparecieron a los 43 estudiantes de la Normal Raúl Isidro Burgos, de Ayotzinapa. Mientras la cólera se extendía por el país y llegaba a todos los rincones del planeta, la búsqueda de los estudiantes abría las heridas más profundas de todo el estado: cada fosa que se descubría ponía en evidencia las dimensiones del crudo drama guerrerense. En menos de un año se encontraron más de sesenta fosas con restos de más de 130 personas. Y los hallazgos continuaron acumulándose: a principios de septiembre de 2018 se daba la cifra oficial de 3,926 cuerpos localizados en 1,307 fosas en todo el país durante los últimos once años; y el conteo no ha cesado. Mientras los estudiantes no aparecían, otros desaparecidos sí lo hicieron. Cada uno de los cadáveres que emergía de la tierra reflejaba a una región asolada por una delincuencia aparentemente fuera de control; delincuencia que, sin embargo, mantenía una estrecha relación con unas autoridades públicas —así como con otros ámbitos— cuyos intereses parecían cada vez más oscuros.

“A eso de las siete de la mañana me hablaron el licenciado Vidulfo [Rosales Sierra], del Centro de Derechos Humanos de la Montaña Tlachinollan, y el licenciado Manuel Olivares, del Centro de Derechos Humanos José María Morelos y Pavón”. Querían saber si Evelia podía llevar un amparo para los muchachos desaparecidos. Aquella mañana del 27 de septiembre aún desconocían cuántos podían estar muertos y cuántos desaparecidos, “pero como los que habían sobrevivido decían que se los habían llevado, tenían la idea de que estaban en barandillas [en detención preventiva] o con los militares”. Evelia llevó el amparo y, desde ese momento, se comprometió, como tantas veces antes. “No era tanto por la organización; era como madre”. Enfrentada, una vez más, a la desconfianza y al cinismo que tantas de nuestras sociedades acaban por naturalizar (“que la mayoría creen que defender tus derechos es grillero, problemático… Lo que es no entender, ¿verdad? Que el derecho humano es a todo”), su domicilio pasó a ser enclave de toda notificación relativa a los desaparecidos y asesinados, incluida la de Julio César. Expedientes, movilizaciones, información local o guía para organismos internacionales… “Todos saben que todo pasaba por mi domicilio”.

Aquello también resultó ser un problema. “Hemos sido más identificados. La lucha se hizo internacional y creció hasta ser el foco de todo, lo que más estorbaba al gobierno. Y mi perfil también se hizo más grande y pues nos puso más en riesgo”. Además, al caso de los estudiantes normalistas se le unió el de los muchos otros desaparecidos. Sus familiares levantaban ahora la voz, tanto por la indignación que se extendía por toda la República como por la esperanza que se abría con cada fosa, aunque sólo fuera para al fin afrontar el duelo postergado por un Guerrero sumido en la impunidad criminal. “Hubo reuniones en mi casa de los que buscaban a sus familiares. Como se encontraron muchos cuerpos, se hizo una organización de los otros desaparecidos, que se reunían en mi casa”. A Evelia le empezó a preocupar el no saber si algunos de esos desaparecidos o sus familiares podrían pertenecer a la delincuencia. “Fue un desbarajuste total, pero se tomó el riesgo”.

Ayotzinapa significaba y significa mucho. Se trata del alma máter de Lucio Cabañas, por ejemplo, el maestro rural, comunista y líder guerrillero del Partido de los Pobres que inspiró la novela Guerra en el Paraíso, de Carlos Montemayor. “La Normal es cuna de los luchadores sociales, de los defensores de derechos humanos; es cuna del cambio”. No es para menos. Y ante la coyuntura actual, Evelia recuerda que los estudiantes seguían siendo parte activa de la realidad política guerrerense. La Normal fue el escenario de la unificación de muchas de las luchas comunes de la región. Como ella me cuenta, la gente se estaba organizando contra las reformas económicas que proyectaba la administración de Enrique Peña Nieto. “¿Esas reformas a quién benefician? A las transnacionales. Y se estaban bloqueando, estaba muy fuerte la lucha contra ellas”. Aquellos encuentros, como no puede ser de otra manera, se mantenían en la Normal, a puerta abierta. Evelia frunce el ceño y dibuja una sonrisa cargada de pesar. “Pasa lo de Ayotzinapa e inmediatamente se aprueban las reformas. Nadie dice nada, nadie las para”. Y continúa con una mirada llena de cálida ironía al referirse a la responsabilidad en la tragedia del entonces presidente municipal de Iguala, José Luis Abarca, y de su mujer: “¿Estaba loco Abarca? ¿Estaba loca su mujer? ¿A quién benefician las reformas? ¿Y el Tratado de Libre Comercio? ¿A quién el cambio de la ley agraria?”. Evelia sabe la respuesta. No necesita repetirla una vez más. Toda su experiencia vital la dirige inequívocamente hacia ella. “Era muy difícil que las empresas consiguieran los territorios sin la aprobación de los ejidatarios. Ahora ya es más fácil”.

Las sombras que proyecta Ayotzinapa caen sobre Evelia, que recuerda otros episodios que se amontonan, unos sobre otros, en su memoria. En ellos encuentra un relato, un hilo conductor que vertebra las más profundas motivaciones que llevan a la constante reproducción de la tragedia que asalta a México desde hace tanto, ya demasiado. Cree que conocer lo que realmente ocurrió aquella noche del 26 de septiembre de 2014, como lo que sucedió tantas otras noches y tantos otros días, podría servir para avanzar hacia una transformación social en México. Ella, sin embargo, sólo puede responder por lo que ha vivido. Y no es poco. Es mucho e ilumina. Le pido que me lo cuente. No por la vanidad de creer que México deba saber. México ya sabe. Y sabe bien. Es todo mucho más profano: yo necesito conocer. Lo necesito, como cualquiera, para continuar mi paso en este país y, en la medida de lo posible, no tropezar ni caer ante tantas trampas que su suelo esconde.

Pasaron varios meses antes de que se concretara nuestra primera entrevista, durante la primavera de 2016. Nos juntamos esta vez en la casa que Sayuri comparte con su pareja. Se trata de un departamento pequeño, en la última planta de un edificio sin ascensor situado en un barrio popular, que recuerda a los visitantes la pasión de los inquilinos por los gatos, de los cuales cuatro ejemplares conviven con ellos. Antes de encontrarnos con Evelia, fui con Sayuri a comprar carnitas en el mercado de la esquina. De regreso, esperamos a que Evelia llegara con Víctor y subimos las escaleras los cuatro juntos. Mientras comíamos, descubrí que Evelia y Víctor habían adoptado tres perros, una debilidad por el mundo canino que parecemos compartir. Al acabar nuestros tacos, Evelia se colocó delante del despacho de nuestra amiga, dejando a su espalda las torres acumuladas del expediente de Ayotzinapa.

Desde un primer momento, y más allá del caudal vital que se acumulaba en el testimonio tradicionalmente excluido que Evelia representaba, me llamó la atención su visión totalizadora de una problemática extremadamente enrevesada, de dimensiones espantosas. Su perspectiva se alzaba sobre su experiencia propia, para posar su mirada sobre el conflicto humanitario, casi crónico, en que vive Guerrero en particular, y México en general, con cifras y formas de violencia que han alcanzado cotas inconcebibles en los últimos años. Evelia hablaba desde dentro, marcada por el conflicto, pero no permitía que la tragedia nublase su criterio; escrutaba las fronteras tanto del mapa de su vida como del de su tierra, que son inseparables, y esbozaba así hipótesis, elaboraba certezas, trazaba explicaciones complejas sobre las razones más profundas que laten bajo la fatalidad mexicana.

Cuando la voz de Evelia empezó a hablarme en aquella primera entrevista, traería a mi mente un titular de un medio digital que había leído unos meses antes: “Guerrero se desangra”. La nota se refería a una ola de matanzas que había llevado incluso al cierre de escuelas en Acapulco, y recogía un dato aterrador: en 2015, Guerrero pasó de los 514 del año anterior, a 2,016 asesinados. Un año después, en 2016, y por primera vez en cuatro años, cedía la mayor tasa de homicidios en el país a Colima, si bien el año acabaría con 2,213 personas asesinadas en Guerrero. En 2017 recuperó el dudoso honor de estar una vez más en primera posición: 2,529 homicidios; 6.9 personas cada día; 64.26 por cada 100 mil habitantes (sólo por detrás de Colima y Baja California). Esto significaba el 8.6% de las víctimas en toda la República ese año, las cuales alcanzaron un total de 29,168, superando también los 27,199 homicidios de 2011, durante el pico de la que se dio a conocer como “guerra contra el narcotráfico” de Felipe Calderón. (Mientras, entre enero y agosto de 2018, ya se contabilizan 22,411, superando en casi cuatro mil las del año anterior durante el mismo periodo.)

2017 se convirtió, así, en el año más sangriento en Guerrero en las últimas dos décadas, superando los 2,310 asesinados de 2012. Las morgues de Acapulco y Chilpancingo, con su capacidad triplicada, cerraban ante la falta de medios para absorber el flujo de trabajo; los empleados no podían soportar más las náuseas que les provocaba la descomposición de los cuerpos. Pero no era algo exclusivo de Guerrero: hoy se sabe que, en todo México, 35 mil cadáveres se hacinan en los servicios forenses sin que nadie los reclame. Y la situación ha adquirido tal dimensión que, recientemente, y a partir de las denuncias de unos vecinos de Tlajomulco de Zúñiga, en Jalisco, por la pestilencia que emitía un tráiler que llevaba días atascado en el lodo, se destapó la existencia en varias ciudades de la República de hasta doce de estos vehículos, todos equipados con cámaras frigoríficas para almacenar cadáveres. La mayor cantidad de estas morgues errantes fueron localizadas en Acapulco, Iguala y Chilpancingo. Algunos estudios recientes pintan las cosas aún peor para el gobierno mexicano: mientras el Departamento de Estado de Estados Unidos situaba el riesgo en Guerrero, Tamaulipas, Sinaloa, Colima o Michoacán a la altura de Siria, Afganistán, Yemen, Somalia o Irak, y desaconsejaba a sus ciudadanos viajar a dichos estados, una investigación de la Universidad de Washington colocaba a Guerrero como la tercera región del mundo con una mayor tasa en homicidios, con un promedio de 102.2 asesinados por cada 100 mil habitantes entre 2011 y 2017, sólo superada ligeramente por El Salvador y Provincia Cabo Oriental, en Sudáfrica.

Pero ninguno de estos datos representa una amenaza para el orgullo del gobernador Héctor Astudillo Flores, quien en su momento salió en defensa de la seguridad de Guerrero porque en la región no son ejecutados “ni turistas ni famosos”. En un país donde el 0.12% más rico concentra cerca del 50% de la riqueza neta individual, el estado de Guerrero también encabeza, desde hace ya bastantes años, las estadísticas en pobreza y desempleo, así como los peores datos en educación de México, de acuerdo con el Instituto Nacional de Estadística, Geografía e Informática (inegi) y el Consejo Nacional de Evaluación de la Política de Desarrollo Social (Coneval). El hecho de que haya 138 mil menores trabajando tampoco parece preocupar al gabinete estatal: según el secretario del Trabajo, Óscar Rangel Miravete, esto sólo se debe a una desgraciada “cuestión cultural”.

Encontré en la experiencia de Evelia como luchadora social y defensora de derechos humanos, así como en la violencia que ha vivido en Guerrero y el vínculo de ésta con los poderes públicos y las transnacionales mineras que explotan los recursos de la región, el espejo en forma de mujer de todas estas cifras y estadísticas. Hablaríamos de las causas que, desde su perspectiva, atraviesan esta situación, de las estrategias y las organizaciones que se han coordinado para enfrentarla, y también de las razones para la esperanza que quedan… a pesar de todo.

Al recorrer la vida de Evelia de su mano, a través de su testimonio, pensé que entendía mejor la crudeza de los tiempos que habitamos, la esencia que el orden social neoliberal reserva para los condenados de la globalización. Mientras hablaba con ella recordé que David Harvey llama acumulación por desposesión a las políticas neoliberales que, tanto legal como ilegalmente, despojan de la tierra y sus recursos a lo público para concentrar la riqueza en las élites capitalistas. También que Naomi Klein habla de doctrina del shock para referirse a aquella represión de impacto que se ejerce para quebrar toda resistencia a la reconfiguración social que implican estos cambios —ya que, ante la evidencia de que benefician a los intereses de una minoría, difícilmente podrían ser refrendados por medios plenamente democráticos—. De algún modo, una suerte de encuentro armónico y cruel entre ambos mecanismos se daba en la vida de Evelia.

Después de aquella primera entrevista, nos encontramos varias veces más, sobre todo por el delicado estado de salud de su hijo menor, Jesús Alejandro, que fue hospitalizado por una grave dolencia en el páncreas. Durante aquellos encuentros, y de manera informal, pude saber más de la historia personal de Evelia y le pedí una segunda entrevista. Ésta la realizamos en septiembre de 2016, con su hijo ya de vuelta en casa. En contraste con la primera, aunque la intención no fuera tal, esta vez la hicimos en la cafetería de una conocida librería en un barrio acomodado de la Ciudad de México, un espacio amplio y luminoso de estética cuidada. Pedimos dos limonadas minerales y luego pediríamos dos más. El presente texto se ha construido a partir de ambas entrevistas y de otros detalles que surgieron durante nuestras conversaciones.