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Primera edición digital: junio 2019
Campaña de crowdfunding: Equipo de Libros.com
Composición de la cubierta e ilustraciones: Lucía Triviño Guerrero
Maquetación: Nerea Aguilera
Corrección: María Luisa Toribio
Revisión: Laura Díaz Aguirre

Versión digital realizada por Libros.com

© 2019 Lucía Triviño Guerrero
© 2019 Libros.com

editorial@libros.com

ISBN digital: 978-84-17643-98-0

Lucía Triviño Guerrero

Érase una vez… el bosque

A todas esas personas que han aportado su semilla para que este libro fuera una realidad. En especial a mi familia y amigos, el sustrato que mantiene vivas las raíces de este bosque.

Índice

 

  1. Portada
  2. Créditos
  3. Título y autor
  4. Dedicatoria
  5. Entrando en el bosque
  6. 1. Consideraciones generales de la naturaleza imaginada
  7. 2. ¿Por qué el bosque?
  8. La vida en los bosques
  9. 1. Peligro en los caminos: proscritos y bandidos
  10. 2. Los sabios del bosque
  11. 3. Encuentros entre los árboles
  12. 4. Salvajes, pero libres
  13. Al otro lado del espejo
  14. 1. Del cielo a los infiernos
  15. 2. Entrando en territorio fata
  16. Peripecias en el bosque encantado
  17. 1. Aventuras y desventuras
  18. 2. Siguiendo las migas de pan
  19. Los bosques del horror
  20. 1. Frenesí gótico
  21. 2. Las fuerzas desatadas de la naturaleza
  22. 3. Nuevos tiempos, nuevos terrores
  23. Bosques extraordinarios
  24. 1. El curioso caso de los árboles movientes
  25. 2. Los bosques sumergidos
  26. 3. Nuevos mundos, nuevos paisajes
  27. Bibliografía
  28. Mecenas
  29. Contraportada

Entrando en el bosque

Portadilla

1. Consideraciones generales de la naturaleza imaginada

 

La naturaleza ha jugado, juega y jugará un papel muy significativo en la historia del ser humano. Su practicidad es incuestionable y sus recursos indispensables para el devenir de la vida cotidiana, tanto en nuestros días como en la antigüedad. Esto nos parece evidente, pero no ocurre lo mismo con la influencia que ha tenido en la creación y el desarrollo de nuestro folclore, nuestras tradiciones y nuestros mundos imaginarios.

Actualmente vivimos en la era digital y parece que nuestra dependencia del mundo natural es cada vez menos necesaria, pero nada más alejado de la realidad. El ser humano necesita la naturaleza para subsistir, si bien, por el contrario, esta puede desarrollarse libremente sin ayuda externa. Es precisamente ese sentimiento de sometimiento, de respeto hacia unas fuerzas que no podemos controlar de forma integral, el que en muchas ocasiones motiva la creación en las diversas maneras que el ser humano tiene de imaginar, de pensar, el medio que le rodea.

Y es que por muchas fantasías que se añadan a una idea concebida dentro del espectro imaginario siempre habrá un poso de realidad. Esto es lo que ocurre con la naturaleza imaginada. En un primer momento se describe o representa algo conocido, que se percibe a través de los sentidos.

La naturaleza que se trabaja, de la que se extraen recursos, es auténtica, tiene un carácter positivo porque ofrece un beneficio, pero al igual que da puede destruir. Esta dualidad va a ser un elemento común en la concepción de los paisajes imaginados. Aunque la clasificación de los espacios según su carácter no es férrea, porque siempre serán muy relevantes los matices, podemos diferenciar dos grandes grupos descriptivos: el locus amœnus y el locus horridus.

Locus amœnus

Se entienden como locus amœnus todos aquellos lugares con unas características positivas. Son espacios muy luminosos, sosegados, apacibles, que nos imbuyen de un estado de calma. En la misma línea, son lugares ordenados, de colores vivos, y sus habitantes son de naturaleza benévola. La vida y acciones en estos lugares son pausadas y afables, llenas de vida.

Representan un estado de ánimo positivo y tranquilo. Pueden ejemplificarlo mares en calma, cielos despejados, jardines cuidados, calveros del bosque, oasis en los desiertos…

Un ejemplo característico, muy conocido por todos, es la idea de paraíso. Un vergel repleto de seres vivos donde la luz alcanza hasta el más pequeño rincón. Pero no todos los paraísos son celestiales, ya que muchas arboledas terrenales serán renombradas bajo esta terminología.

Locus horridus

Si el locus amœnus era el orden y la perfección, el locus horridus es su antagonista. Son, por definición, lugares oscuros donde reinan el desorden y el caos. Son temidos y terribles puesto que las acciones que se producen en ellos tienen un tinte negativo y sus condiciones muchas veces son extremas. Si acogen vida en su interior, su carácter suele ser hostil. Pueden ejemplificarlo mares embravecidos, tormentas, desiertos, vegetación espinosa…

Si el paraíso era uno de los paisajes representativos del locus amœnus, las distintas concepciones de infierno serían las abanderadas de esta tipología. Lugares yermos, oscuros y confusos, plenos de carga negativa.

Y aunque locus amœnus y locus horridus parezcan términos incompatibles, su relación está pintada en tonos grises. Al igual que ocurre con los conceptos filosóficos de calma/caos o el archiconocido pulso entre el bien y el mal, el locus amœnus y el locus horridus se complementan entre sí. Dentro de la narrativa imaginaria es muy habitual encontrar transiciones continuas de uno a otro, ya que no se perciben simplemente como lugares físicos, sino que están muy ligados al estado de ánimo de los personajes que protagonizan la acción en ellos. Vamos a ejemplificar esta transformación a través de una de las películas más icónicas de nuestra infancia, la versión de Blancanieves de Walt Disney (1937). La escena a la que nos referimos comienza con la muchacha recogiendo flores al margen del bosque en un día soleado. Su estado despreocupado dota al paisaje de un aura tranquila, pero su acompañante entra en acción. Al enterarse de que su destino será la muerte si decide quedarse en el reino, la niña huye al bosque y este ya no es el lugar que visualizamos al comenzar la escena. Es oscuro, las siluetas de los árboles son sinuosas e intimidantes, incluso se refuerza esta imagen al convertirse los troncos flotantes del río en una especie de reptiles. Los sentidos no son fiables puesto que el terror nubla la percepción, imaginando ojos vigilantes. El idílico bosque es ahora una pesadilla.

Ante estos datos os podréis preguntar: ¿qué ocurre con los paisajes románticos?, ya que la naturaleza desbocada, salvaje, es la preferida de la literatura romántica. Si por definición estos paisajes deberían pertenecer a la tipología horribilis, el sentir humano de evocación, inspiración y respeto convertiría a estos parajes en una especie de híbrido donde es posible apreciar el caos como una manifestación de la belleza.

De igual modo, no podemos olvidarnos de su desarrollo cíclico, muy asociado al devenir de las estaciones y el rebrote de la vida. Encontraremos, también, épocas del año más asociadas a una tipología que a otra, siendo así la primavera el icono del locus amœnus y el invierno el del locus horridus.

2. ¿Por qué el bosque?

 

La naturaleza siempre ha servido como inspiración para la creatividad e imaginación humanas: océanos, ríos, montañas, llanuras, desiertos, bosques… Y entre toda esta amplia variedad de paisajes, el bosque, la selva y la jungla han sido nuestros elegidos por poseer una de las simbologías más ricas y extensas del mundo natural.

Su estudio puede enfocarse desde diversas disciplinas, tanto desde la rama científica como desde las ciencias humanas, pero, atendiendo a un parecer personal, es la corriente interdisciplinar la que consigue crear una idea más completa y compleja sobre la realidad de estos gigantes verdes.

Para conocer cómo se concibe el bosque en los esquemas mentales de muchas culturas, lo primero que hay que tener en consideración es un apunte muy básico: ¿cómo es el bosque? Las masas arbóreas del planeta varían dependiendo de su situación geográfica, de su variedad botánica y zoológica, entre otros muchos factores. A pesar de tener elementos comunes, todos ellos condicionan su imagen proyectada en la vida y la mentalidad de las poblaciones humanas, ya que un bosque del occidente atlántico no será igual que una selva asiática. Lo que sí hay que tener claro es que un bosque, o una selva, una jungla, tiene una rica biodiversidad —formada por la conjunción de diversas especies vegetales, animales, fúngicas y micróbicas—, está escudado por un extenso sotobosque y, sobre todo, es natural: no ha sido modificado por el hombre en un largo período de tiempo. Hacemos esta aclaración porque en ocasiones utilizamos el mismo término para denominar a amplias plantaciones de monocultivo de una sola especie —pino o eucalipto, mayoritariamente— guiados por un criterio económico. Este último ejemplo, por tanto, no lo consideraríamos un bosque per se, sino un fruto de la actividad humana.

Si nos acercamos a los libros de historia en busca de información sobre la naturaleza en clave genérica, vamos a encontrar muchos datos que resaltan su importancia práctica: agricultura, ganadería, pesca, recolección, caza, industria…, actividades normalmente asociadas a los campos económico y jurídico, pero, como vais a poder comprobar, su importancia va mucho más allá de sus recursos. A pesar de que el objetivo de este libro no es incidir en el análisis del uso y explotación de estos paisajes, sí es necesario exponer unas pinceladas de su importancia en el plano real.

Breve historia del bosque y el ser humano

Ya hemos apuntado la importancia del carácter dual de los bosques y selvas, y no será la última vez que lo hagamos. El medio natural influye sobremanera en la vida cotidiana de las poblaciones que lo habitan. Sirve de sustento y ofrece numerosos beneficios, pero a su vez tiene la capacidad de destruir: terremotos, inundaciones, tornados, erupciones volcánicas, catástrofes… Es por ello que el ser humano ama y respeta la naturaleza al mismo tiempo que la teme, pero esta dualidad no exime de obedecer a los instintos primarios. La supervivencia del individuo, o del grupo, lo empuja a enfrentarse, en ocasiones, a la faceta más cruenta del medio natural.

Desde la prehistoria el ser humano ha necesitado al bosque. Madera, corteza, frutos, semillas, hongos, resinas o taninos son sólo algunos de los recursos que pueden extraerse de este ecosistema, pero ¿son todos los bosques tan ricos en recursos? Claramente no. Dependiendo de su localización geográfica, podremos encontrar mayor o menor porcentaje de ellos. Gracias a la arqueobotánica podemos saber cómo eran los bosques en la antigüedad, qué materiales se extraían de ellos y para qué se usaban.

En este contexto práctico lanzamos una pregunta: ¿podríais definir en pocas palabras cómo ha sido la explotación del medio forestal a lo largo de la historia? Seguramente muchos de vosotros usaríais términos como devastación, exceso, descontrol o alguno de sus múltiples sinónimos. Su desarrollo merece, en parte, estos adjetivos, pero no en todas las épocas ni en todas las geografías se ha intervenido de una manera furibunda. Por ejemplo, en las sociedades cazadoras-recolectoras prehistóricas, las evidencias arqueológicas nos brindan ejemplos de un aprovechamiento selectivo de recursos o incluso una intervención consciente en suelo forestal para la adecuación a las necesidades de los grupos humanos; y no estamos hablando de una acción ocurrida en una geografía concreta, sino en prácticamente todo el planeta, desde Europa hasta el Amazonas, y desde allí hasta Oceanía. Bien es cierto que, según fuimos avanzando en el tiempo, la acción humana en las masas forestales fue cada vez mayor, propiciada por el aumento de población y, por ende, por la necesidad de abastecimiento de la misma. Al tiempo que las sociedades avanzaban en el estadio de civilización, también la actividad industrial crecía y se desarrollaba con ellas; desde el primer utillaje y las primeras viviendas construidos en madera hasta las grandes construcciones navales y las máquinas de asedio, la madera se coronaba como la reina de los materiales de construcción y combustión antes de la llegada de los combustibles fósiles.

El bosque no es únicamente un lugar del que se extraen recursos, también es un espacio donde se trabaja y se vive. La actividad ganadera es buen ejemplo de ello. Desde la prehistoria hasta nuestros días, los calveros, bien naturales, bien creados por acción humana, sirven de paraíso proteínico para ovejas, cabras o cerdos. De igual modo, resineros, carboneros, leñadores y demás trabajadores de la madera también transitan los senderos forestales, uniéndose al ajetreado ritmo de vida que se desarrolla entre los árboles. Como dato, os recomendamos no perder de vista estos oficios, ya que su presencia en los cuentos es más que reconocida; si no, preguntadle a Caperucita…

Y con todo este trajín de trabajos, idas y venidas del bosque, aparece la gran y compleja pregunta que plantea dónde se encuentran los límites del bosque. Pues bien, su respuesta también es extensa y compleja. Que existieron leyes que regían el paso, la explotación y los recursos de la foresta es algo más que evidente, y la Edad Media y Moderna europeas están llenas de ejemplos de ello. Estas iban redactándose acorde a las necesidades y reclamaciones de las sociedades, y es curioso descubrir cómo muchas de ellas se han conservado casi hasta nuestros días. El contenido de estos documentos jurídicos lo formaban leyes que regían cuándo podían realizarse los trabajos, algo muy relacionado con el calendario religioso —prohibición de trabajar los domingos o las fiestas de guardar—; el control de la explotación forestal y sus recursos, qué y cuándo se extraían —por ejemplo, la madera de una especie muy valorada, como el tejo—; las multas y castigos por desobediencia; la persecución de la piromanía, cuyo buen ejemplo lo encontramos en Alfonso X el Sabio y el castigo de morir quemado en el propio fuego para quien calcinara superficie boscosa —«y al quelo fallaren faziendo quel echen dentro»—; o la limitación y diferenciación entre las zonas de bosque o monte real, reservadas para las élites, y las zonas de explotación común. Es curioso apuntar que eran los propios individuos locales los que debían velar por que se cumplieran estas leyes; sí, pensáis bien si no os fiais de que muchas de ellas se cumplieran, pero es que la picaresca nunca pasa de moda, existía en el siglo XI y seguirá existiendo en el siglo XXII.

Hemos apuntado que no todos los montes gozaban de la misma productividad, pero no hay desabastecimiento que no arregle una buena relación comercial. La escasez de recursos podía tener dos causas principales: la inexistencia de estos en el territorio que se reclama, bien por motivos naturales —es decir, porque realmente esa especie vegetal no existe y se debe importar (como las especias orientales o como en el ámbito islámico medieval, donde las zonas montañosas de los montes Tauro, los montes Zagros, el Magreb y Palestina servían de madera a un vasto territorio mayormente árido)— o bien porque su número ha disminuido debido a la acción humana, como en la Inglaterra del siglo XI, donde el bosque sufrió un drástico recorte de superficie.

El clima también es un agente importante a la hora de distribuir los recursos. Los cambios climáticos datados en la Edad Media europea nos facilitan información sobre una recuperación de flora local más húmeda en el norte, con helecho, haya y roble, y de árboles resinosos como pinos o cedros en el sur, junto a alcornoques o castaños. De igual modo, hay que tener en cuenta que en la antigüedad, al igual que sucede hoy en día, cuando el ritmo de vida iba más adelantado que el ciclo natural se echaba mano de especies más productivas, véanse los famosos pino y eucalipto, tan conocidos en la península ibérica.

Pero el bosque no siempre se ha usado únicamente como lugar de trabajo, también da pie a desarrollar tareas ociosas como la caza recreativa, representativo pasatiempo de épocas pasadas, y actividades más actuales como el senderismo y la contemplación, aunque esta última no es ningún invento moderno. A partir del siglo XIX, la corriente romántica ayudó a crear una visión no productiva de la naturaleza. Esta era capaz de inspirar al ser humano, lo que la convertía en algo más que un simple producto de consumo y explotación. Artistas de todas las ramas, pintores, poetas o músicos, acudieron a ella en busca de las musas. Y si las impresiones de los románticos europeos exaltaban la dualidad de los espacios naturales, en nuestro caso de los bosques, los artistas norteamericanos llevaron ese sentimiento hasta la cima. Los grandes bosques americanos, compuestos por extensas hectáreas de frondosa vegetación, superaban el sublime europeo y se presentaban frente a los americanos como tierras vírgenes que explotar y preservar. Un buen ejemplo de ello es Yosemite, en California. Gracias a las fotografías que Carleton Watkins realizó en él, este valle fue nombrado espacio protegido en 1864. A consecuencia de esto, viajeros, pintores, fotógrafos, turistas, científicos —¡e incluso el ferrocarril!— comenzaron a acudir a él para disfrutar de la naturaleza salvaje. En otras palabras, es en ese momento en el cual el wilderness, la naturaleza salvaje americana, comienza a domesticarse en lo que al ocio se refiere, acción que ya había comenzado en Europa con el bosque de Fontainebleau.

Construyendo el bosque imaginado

Para hablar de los orígenes del bosque imaginado tenemos que dirigirnos hacia el llamado «bosque originario», valga la redundancia. Este término hace referencia a un paisaje previo a la existencia humana, compuesto por una extensa masa arbórea y rico en biodiversidad, donde todos sus elementos conviven en armonía. El culmen de lo bucólico. Está muy relacionado con la definición real que se da a los bosques primarios, que se entienden como aquellos que han permanecido vírgenes, ajenos a la actividad humana, o, en su defecto, esta ha sido tan mínima que no ha repercutido en demasía en el desarrollo de la biodiversidad que contiene.

Atendiendo a esta descripción, el bosque originario ideal podría ser una selva jurásica, con sus dinosaurios y todo, pero no. Bromas aparte, podemos afirmar con rotundidad que han sido muchas las culturas que han elegido el medio vegetal como paisaje idílico para contextualizar el nacimiento y la muerte de una vida. Para ejemplificar esta visión bucólica tenemos que acudir a los numerosos paraísos que pueblan las creencias de muchas culturas. En la visión cristiana de este lugar se dice que al segundo día la tierra era tan yerma que no hubo más remedio que hacer que la vegetación brotara de ella, y este Edén sirvió como primer refugio de los seres humanos. En la mitología china también existen los grandes vergeles, como el que se nos presenta en el relato de El vaquero y la hilandera:

Él vio entonces a su alrededor bosques de crisopacios y árboles de nefrita. El césped era de jaspe y las flores de coral. En medio de tanta magnificencia había un lago de forma cuadrada mayor que cien yugadas. En su superficie se formaban ondulaciones de agua verde y se veían peces de escamas doradas nadando en él. También había un número incontable de pájaros mágicos, cantando y volando[1].

¿Conocemos el Paraíso o Edén como un bosque o como un jardín? Seguro que elegís la respuesta correcta… Este espacio se concibe como un jardín idílico, equilibrado, y es por ello por lo que el bosque originario sólo tiene cabida en el plano imaginario ya que la realidad es bien distinta. El bosque está lleno de vida, sufre los cambios climáticos y las injerencias humanas, y la imagen mental que proyecta está más cerca del caos que del equilibrio.

Dependiendo de la época en la que nos situemos, esta arboleda, virginal y pulcra, cambiará su fisionomía y carácter en función de las corrientes de pensamiento imperantes en cada momento. Así pues, la arboleda salvaje poblada por ninfas y faunos que nos describe Virgilio en el libro VIII de la Eneida da paso al paraíso recto y domesticado de las Religiones del Libro —cristianismo, judaísmo e islam—. Ya en el siglo XVIII, pensadores como Giambattista Vico o Jean-Jacques Rousseau desarrollaron sus ideas sobre los orígenes y naturaleza humanos. El primero construyó su teoría interpretando viejos mitos de una manera bastante peculiar: el origen de las, a su parecer, tres principales instituciones humanas —la religión, el matrimonio o familia y el enterramiento de los muertos— lo situaba en lo profundo de unas selvas casi prehistóricas, salvajes, donde el estado de naturaleza humana se concebía como una disputa continua entre los individuos. Por el contrario, Rousseau no compartía esa concepción embrutecida del bosque pues para él la fuente de las perversiones humanas se encontraba dentro de los núcleos civilizados. El bosque originario de Rousseau estaba localizado en África, y en él el ser humano podía alcanzar el estado de naturaleza a través de las ventajas que ofrecía la vida entre los árboles. Como la noche y el día, ambos pensadores ejemplifican de manera clarísima la visión dual de la que ya os hemos hablado en estas páginas.

Y del bosque originario nos trasladamos al bosque sagrado. En el apartado anterior hacíamos un breve barrido a través de las relaciones del ser humano con el bosque, pero nos reservamos para este apartado una fundamental: la espiritual. La sacralización de la naturaleza funciona como uno de los principales motores para la creación de ese halo maravilloso que acaba impregnando cada elemento que la compone. De manera particular, el bosque es quizás el paisaje que mejor conjuga todos los simbolismos habidos y por haber procedentes de un sincretismo desarrollado a lo largo de los siglos. Pero mejor empezamos por el principio.

El árbol se alza como un elemento muy relevante, y en ocasiones central, de muchas mitologías. De él brota la vida —el nacimiento de Ask y Embla a partir de madera de fresno y olmo en la tradición escandinava, el nacimiento del pueblo mixteco a través de las ramas de un árbol recogido en el Códice Vindobonensis o la ligación genealógica del pueblo africano de los bambara son sólo unos ejemplos de la larga lista que forman las relaciones ser humano/árbol—. Actúa como axis mundi, siendo el eje central del universo cosmogónico de ámbitos tan separados geográficamente entre sí como el germano-escandinavo, el mesopotámico, el hindú o el precolombino. El uso del árbol en este contexto está ligado al natural rebrote y renovación de la vida en culturas que se regían a través del tiempo cíclico, íntimamente relacionado con el paso de las estaciones. Como podéis ver, podríamos escribir un libro entero sólo para hablar del simbolismo del árbol, pero hoy no es ese día. Y es que, aunque muchas veces se confunda, la veneración de los árboles no debe entenderse de la misma manera que el culto al bosque.

Las creencias animistas dotan a la naturaleza de fuerzas sobrenaturales que vigilan y protegen cada uno de sus elementos. Una vez que un lugar está marcado por la mano de lo divino, este se convierte en sagrado. Muchos son los santuarios que se encuentran en mitad de los bosques, cuyos buenos ejemplos son los templos sintoístas de Japón, como Nikko o Ise—compuestos por grandes ejemplares de sugi—, los bosques sagrados de los yoruba en África o los santuarios del paganismo europeo. Los cultos en el medio natural han sido, y siguen siendo, una realidad en la historia del ser humano. Actualmente, en muchos lugares de África y Asia siguen contabilizándose bosques sagrados que aún reciben culto; en lugares donde esa práctica es poco corriente o está casi extinta, como Europa, debemos acudir a las antiguas fuentes escritas y sobre todo a las evidencias arqueológicas.

Mucho se ha hablado sobre este tema, pero ¿sabemos cómo se ordenaba un bosque sagrado? ¿Todos seguían las mismas pautas? Como comentamos en párrafos anteriores, este tema tiene mucha leña que cortar, pero para hacernos una idea sobre cómo podían ser los antiguos santuarios al aire libre vamos a hacer una pequeña descripción. Por ejemplo, un espacio sagrado del ámbito romano se compondría de un claro en la arboleda, bien iluminado y rodeado por una espesa hilera de árboles. Esta, a modo de muro, delimitaría el templo y ¡ay de quien osara profanarlo o robar en él!

Pero los griegos y los romanos no fueron los únicos en construir residencias forestales a su panteón. A través de fuentes tanto clásicas como cristianas conocemos la existencia de santuarios a lo largo y ancho de Europa, desde occidente hasta oriente. Los romanos se escandalizaban por las prácticas que se llevaban a cabo en el interior de los bosques de Germania o de la Galia y las crónicas medievales de los eslavos recogen testimonios que nos hablan de cultos en arboledas de Europa del Este en el tardío siglo XV. Dentro de estos santuarios se ofrecían sacrificios, libaciones y ofrendas, bien en altares al aire libre o en construcciones de madera. Pero también hay que tener en cuenta que no todos los bosques necesitan tener un recinto religioso para convertirse en retiro espiritual. Como veremos más adelante, los eremitas no necesitaban de grandes templos para meditar y estar en armonía con el ente divino.

Cada bosque está influenciado por la cultura que lo habita y explota y es por ello que la idea que se tiene del mismo no será igual en todas las geografías. Decimos esto porque la concepción más extendida que tenemos de este paisaje empezará a formarse gracias a los choques culturales y las transformaciones fruto de los mismos. Las zonas donde mejor se observa este proceso son aquellas que han entrado en contacto con el monoteísmo de las Religiones del Libro, más concretamente del cristianismo: Europa, África y América. Las divinidades mayores y menores y su círculo de seres elementales y protectores serán recluidos en los bosques y las selvas rodeados de un halo demoníaco. Lo que no pertenece a Dios, pertenece al demonio. ¿Esto significa que los viejos cultos se perdieron? Claramente no. Es aquí donde el sincretismo hizo su trabajo. Las viejas tradiciones y creencias se mezclaron con el cristianismo y muchos de los elementos que anteriormente se veneraban, como árboles, grutas o arroyos, se consagraron a Jesucristo. Si reflexionáis sobre este tema, os daréis cuenta de que ese poso ancestral, pagano, aún sigue muy vivo dentro de muchas tradiciones y cultos actuales.

El árbol sagrado

La consecuencia principal de la evolución de las creencias religiosas respecto al bosque y la selva es la creación de un aura de terror/atracción hacia un paisaje que acoge lo desconocido y lo sobrenatural. El temor hacia lo que no se ve se completa con los peligros reales que hay entre los árboles: la pérdida del viajero, el asalto y la violencia, el temor a las fieras o lo abrupto de la geografía del lugar. Es por esta razón por la que las novelas de caballería, la literatura infantil o la fantasía convierten el medio boscoso en un espacio ideal para el desarrollo de sus aventuras, pues muchas veces es el mismo bosque la prueba más importante que hay que superar.

Para terminar, no queremos olvidar una de las facetas más amables de estos lugares. Los bosques y selvas tienen un marcado carácter femenino, relacionado con los antiguos cultos dedicados a la naturaleza como madre y generadora de vida. El bosque estaría estructurado en forma de vientre o útero que acoge, protege y crea vida. Acoge sin distinción a cualquiera que se adentre en sus dominios, bien sean criminales, amantes, forajidos, trabajadores, reyes o ermitaños. De igual manera protege con su coraza vegetal y nutre y abastece a través de sus recursos. Por todos estos motivos se le considera un espacio libre de reglas, un lugar que recoge a todas aquellas personas que huyen de la civilización.

A esto debemos añadir la propia domesticación humana de estos ecosistemas, ya que el uso y conocimiento de los mismos ha creado la necesidad de protegerlos y disfrutar de ellos. La domesticación, y por lo tanto la dulcificación de la apariencia de muchos de estos lugares, ha conseguido que actualmente no se conciban como lugares peligrosos, sino como remansos de paz.

El bosque, por tanto, es un espacio dual. Vida y muerte, principio y final, luz y oscuridad son conceptos que debemos tener muy en cuenta a lo largo de la lectura de este libro. Sin más dilación, y con la mochila en los hombros, nos preparamos para iniciar el sendero a través de este inmenso bosque de historias…

La vida en los bosques

Portadilla

 

 

El ser humano necesita de sus congéneres para sobrevivir y durante toda la historia se ha ido agrupando en torno a núcleos poblacionales, grandes o pequeños. El confort y la protección de vivir en lugares civilizados —pueblos y ciudades— tiene dos caras, y a muchos individuos les pesa más la parte negativa. Esta hace referencia a una vida encorsetada en la rigidez jurídica, económica y social, no siempre justa ni igualitaria, que expulsa a todos aquellos que o no pueden encajar del todo en este puzzle o no quieren ser una pieza del mismo.

Una de las facetas más características del bosque y la selva en una gran parte del mundo es la de ser el antagonista del mundo civilizado. El bosque se situaría al otro lado del espejo y sus impresiones en los seres humanos variarían en función del sentir de cada uno. Digamos que alguien rompe las reglas en el mundo civilizado, en la ciudad o la aldea, roba, mata o atenta contra los poderes establecidos. En lugares como la Escandinavia medieval, uno de los castigos por desestabilizar el ambiente social era la expulsión al bosque, ¿os imagináis cómo debe ser pasar el invierno en soledad en los bosques de Noruega? Pero si la suerte o la carambola hacen que el ladrón, el bandido o el disidente no sea atrapado por las fuerzas del orden social, este elige libremente el bosque como su nuevo hogar. Jugar al escondite entre la maleza otorga al que se esconde una gran ventaja, y ellos lo sabían bien. No hace falta viajar hasta la Edad Media para encontrar ejemplos reales de huida al bosque; bandoleros y maquis son buenos ejemplos de la realidad histórica de los siglos XIX y XX en la península ibérica.