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Akal / Básica de Bolsillo / 77

Th. W. Adorno y Hanns Eisler

Composición para el cine

Th. W. Adorno

El fiel correpetidor

Obra completa, 15

Edición de Rolf Tiedemann

con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz

Traducción de Composición para el cine: Breixo Viejo Viñas

Traducción de El fiel correpetidor: Antonio Gómez Schneekloth y Alfredo Brotons Muñoz

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Diseño de portada

Sergio Ramírez

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Título original

Gesammelte Schriften in zwanzing Bänden. 15

Komposition für den Film. Der getreue Korrepetitor

© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main, 1976

© de la edición de bolsillo, Ediciones Akal, S. A., 2007

para lengua española

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4659-2

Composición para el cine, por Th. W. Adorno y H. Eisler

Prólogo

Este pequeño libro, en el que ambos autores exponen sus experiencias y reflexiones comunes en el ámbito de la música de cine, existe gracias a circunstancias externas. Cuando Hanns Eisler se encargó de la dirección del Film Music Project financiado por la Fundación Rockefeller ya estaba previsto un informe literario sobre los principales puntos de vista y resultados del proyecto. Th. W. Adorno dirigía por entonces la sección musical de otra investigación Rockefeller, el Princeton Radio Research Project (más adelante conocido como la Office of Radio Research de la Universidad de Columbia). Las cuestiones que le ocupaban estaban estrechamente relacionadas con los aspectos sociales, musicales e incluso tecnológicos del cine. Como muchos años antes los autores habían desarrollado una confianza mutua a través de su trabajo musical teórico y práctico, pronto unieron sus formulaciones, aunque sin pretensión de totalidad sistemática ni propósito de proporcionar una visión general sobre la música de cine contemporánea y sus tendencias. Los años que pasaron juntos en Hollywood, en contacto directo con la industria cinematográfica, hicieron llegar la esperada ocasión.

Hanns Eisler desea ante todo expresar su agradecimiento a la New School for Social Research y a sus directores, Alvin Johnson y Clara Mayer, sin cuya activa participación el Film Music Project no habría tenido lugar. También está en deuda con una serie de productores, directores, guionistas y expertos técnicos en la industria del cine que facilitaron material de trabajo o contribuyeron al proyecto con sus consejos. Entre los mencionados en el informe del proyecto nombramos de nuevo a Joseph Losey, Joris Ivens y Helen van Dongen. El contacto continuo con Clifford Odets y Harold Clurman resultó fundamental. Conviene señalar la afinidad con muchas ideas del poeta Bert Brecht; él fue el primero en formular por escrito las tesis sobre el carácter gestual de la música que, surgidas en el teatro, han resultado enormemente fructíferas aplicadas al cine.

El agradecimiento de Th. W. Adorno es para su amigo Max Horkheimer, con el que ha colaborado estrechamente. A quien desee profundizar en las bases teóricas de la investigación sobre la composición para el cine, se recomienda el ensayo «La industria cultural» del volumen Philosophische Fragmente de Adorno y Horkheimer, publicado en forma de mimeografía por primera vez en la editorial del Institute of Social Research de la Universidad de Columbia de Nueva York[1].

Los editores Harcourt, Brace and Co. y Faber and Faber han permitido amablemente la reproducción de citas y ejemplos musicales de los libros The Film Sense de Sergéi Eisenstein y Film Music de Kurt London.

Los Ángeles, 1 de septiembre de 1944

Th. W. Adorno

Hanns Eisler

[1] El libro fue publicado con su título definitivo Dialektik der Aufklärung por S. Fischer Verlag en Fráncfort en 1969 [ed. cast.: M. Horkheimer y Th. W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, Madrid, Trotta, 1997].

Introducción

El cine no debe entenderse de manera aislada como una forma artística específica, sino como el medio más característico de la cultura de masas contemporánea que emplea las técnicas de reproducción mecánica. La cultura de masas no ha de considerarse un arte original de las masas que se erige sobre ellas. Un arte así ha dejado de existir o no existe todavía. En los países industrializados se han extinguido hasta los vestigios de un arte popular espontáneo que, a lo sumo, sobrevive en zonas agrarias subdesarrolladas. En la era industrial avanzada, las masas no tienen más remedio que descansar y recomponerse como parte de la necesidad de re­generar la fuerza de trabajo que ellas mismas consumieron en el alienante proceso productivo. Esta es la única «base de ma­sas» que tiene la cultura de masas. Sobre ella se asienta la poderosa industria del entretenimiento que siempre produce, satisface y reproduce nuevas necesidades. No es necesario decir que esta cultura de masas no es un producto de siglo xx; tan sólo se ha monopolizado y organizado a fondo. Por eso ha adquirido un carácter completamente nuevo, el de la inevitabilidad, y ha provocado una amplia estandarización del gusto y de la capacidad de recepción. A pesar de la diversidad cuantitativa de las ofertas, en realidad al consumidor se le ofrece una libertad de elección tan sólo aparente. La producción se ha dividido previamente en secciones administrativas, y todo lo que discurre por la maquinaria lleva su sello y es predigerido, neutralizado y controlado. La antigua distinción entre arte serio y ligero, alto y bajo, autónomo o de entretenimiento, ya no describe el fenómeno. Todo arte, en tanto medio para ocupar el tiempo libre, se convierte en entre­tenimiento y, al mismo tiempo, se apodera de los contenidos y de las formas del arte autónomo tradicional como si fueran «bienes culturales». Precisa­mente a través de este proceso de aglutinación se rompe la autonomía estética: lo que pasa con la sonata Claro de luna cuando la canta un coro y la interpreta una orques­ta celestial, pasa en realidad con todo. El arte intransigente es privado por completo del consumo y es condenado al ostracismo. Todo lo demás se desmonta, se despoja de su sentido y se reconstruye de nuevo. En este proceso la única premisa es la exigencia de alcanzar a los consumidores tan eficazmente como sea posible. El arte de los consumidores es el arte manipulado.

De todos los medios de cultura de masas, el cine, al ser el más completo, es el que muestra con mayor claridad esta tendencia aglutinante. La evolución de sus propios elementos técnicos (la imagen, la palabra, el sonido, el guión, la interpretación y la fotografía) ha avanzado paralelamente al desarrollo de determinadas tendencias sociales en favor de la homogeneización de los bienes culturales tradicionales convertidos en mercancías; esta tendencia ya se apuntaba en la Gesamtkunstwerk wagneriana, en el teatro neorromántico de Reinhardt y en los poemas sinfónicos de Listz y de Strauss, y se ha ido perfeccionando en el cine en la medida en que en él han confluido el teatro, la novela psicológica, la novela barata, la opereta, el concierto sinfónico y la revista.

El examen crítico del carácter de la industria cul­tural no implica en ningún caso una glorificación romántica del pasado. No es casual que la cultura de masas viva precisamente de la comercialización de lo individual. No conviene contraponerla a la antigua forma de producción individua­lista, como tampoco hay que responsabilizar a la técnica en sí de la barbarie de la industria de la cultura. Pero los progresos técnicos con los que ha triunfado la industria cultural tampoco pueden ser ensalzados en abstracto. El sentido de la técnica en el arte debería desprenderse de su propio uso y del grado de verdad social que sea capaz de expre­sar. Las posibilidades que puedan ofrecer al arte los dispositivos técnicos en el futuro son imprevisibles, y hasta en la película más detestable hay momentos en los que dichas posibilidades brillan notoriamente. Pero el mismo principio que desencadena estas posibilidades las encadena a la vez al mercado del big business. El análisis de la cultura de masas tiene la obligación de mostrar la interacción de ambos elementos: los potenciales estéticos del arte de masas en una sociedad libre y su carácter ideológico en la sociedad actual.

Las manifestaciones que se hacen a continuación quieren contribuir parcialmente a dicho cometido; pretenden analizar un ámbito particularmente compartimentado de la industria de la cultura como es la rela­ción concreta de la música y el cine, y sus posibilidades y contradicciones técnicas y sociales.

I. Prejuicios y malas costumbres

La evolución de la música de cine ha estado determinada por la desalentadora práctica diaria. En parte se ha guiado por las necesidades más inmediatas de la produc­ción cinematográfica, y en parte por lo que se ha considerado habitual en relación a la música y a las ideas musicales. De ahí han surgido una serie de reglas prácticas que en su momento correspondían a lo que la gente del cine solía llamar su sano sentido común. Mientras tanto, estas reglas han sido superadas por la evolución técnica del cine y de la música no cinematográfica. Sin embargo, se han aferrado obstina­damente a la vida: como si fueran una sabiduría heredada y no una mala costumbre. Han surgido del ámbito conceptual de la música de entretenimiento barata y, por motivos personales y obje­tivos, se han consolidado tanto que dificultan la evolución independiente de la música de cine más que ningún otro elemento. La apariencia racional se la deben a la estandarización del propio cine, que, por su parte, provoca música estandarizada. Además, estas reglas prácticas representan, en oposición al negocio altamente industrializado, un tipo de pseudotradición procedente de los días del medicine show y de los carromatos. La diferencia en­tre estos remanentes y los métodos de produc­ción «científicos» es precisamente lo que caracteriza a todo el sistema. Ambos elementos es­tán sometidos por igual a la crítica y forman parte de un mismo principio interno. En cuanto a las trasnochadas reglas prácticas, debería bastar con hacerlas públicas para quebrar su dictado.

A continuación se enumeran, sin pretensión de totalidad, algunas de estas costumbres características. Aportan una idea concreta de ese ámbito en el que hoy se plantea la problemática de la música en el cine y que no se entiende sólo con una aproximación directa basada en elevadas consideraciones teóricas.

El Leitmotiv

La música de cine se sigue ensamblando con el Leitmotiv. Al ser fácil de recordar, proporciona al espectador directrices sólidas y, al mismo tiempo, hace más llevadera la tarea del compositor en medio de las prisas de la produc­ción: le permite citar donde antes tenía que crear. La idea del Leitmotiv es popular desde Wagner[1]. Su éxito entre las masas ha estado relacionado continuamente con la técnica del Leitmotiv: ya entonces actuaba como una especie de marca registrada en la que se podían reconocer figuras, sentimientos y símbolos. Siempre ha sido el medio más efectivo de ilustración, el hilo conductor para aquellos sin formación musical. Wagner lo introducía a través de repeticiones persistentes y rara vez modificadas, del mismo modo en que hoy la melodía de una canción se reconoce gracias al plugging, y una actriz de cine, gracias a su peinado. Se podría suponer que esta técnica, al ser inteligible, resultaría especialmente ade­cuada para el cine, que se realiza en todas sus fases teniendo en cuenta su comprensibilidad. Esta suposición, sin embargo, es ilusoria. Y lo es, antes que nada, por razones de índole técnica. El carácter fundamental del Leitmotiv, su precisión y su brevedad, estuvo desde un principio relacionado con la magnitud de la forma musical de los dra­mas colosales de la era wagneriana y postwagneriana. Precisamente porque el Leitmotiv de por sí no está musicalmente desarrollado, exige un campo musical amplio que lo dote de un sentido compositivo que supere la mera función de indicador. La ato­mización del material se corresponde con la monumentalidad de la obra. Esta relación se ha interrumpido por completo en el cine, porque la técnica cinematográfica es fundamen­talmente una técnica de montaje. El cine exige necesariamente la sustitución de un material por otro, no su continuidad. El cambio constante de escenarios filmados revela algo sobre la estructura general del cine. A nivel musical también suele tratarse de formas breves que impiden la técnica del Leitmotiv, ya que, por su fugacidad, tienen que ser desarrolladas en sí mismas. Por su fácil comprensibilidad, tampoco necesitan el Leitmotiv como señal de aviso, y su brevedad no permite que éste llegue a desplegarse adecuadamente. De estas circunstancias técnicas derivan otras estéticas. El Leitmotiv wagneriano va inseparable­mente unido a la idea de la esencia simbólica de la representación musical. No sirve simple­mente para identificar personas, emociones o cosas (aunque casi siempre ha sido concebido así); según la propia concepción wagneriana, debe además elevar la acción escénica hasta la esfera del significado metafísico. En el ciclo del anillo, cuando Wagner hace que el motivo de Walhalla resuene en las tubas, no lo hace para indicar el lugar de residencia de Wotan, sino para expresar esa esfera de lo sublime, de la voluntad universal, del principio ori­ginal. La técnica del Leitmotiv fue inventada sólo para este tipo de simbolismo. En el cine, donde se busca una exacta reproducción de la realidad, ya no hay lu­gar para dicho simbolismo. La función del Leitmotiv se reduce al de un lacayo musical que presenta a su señor con aires de grandeza, incluso cuando todos saben quién es en realidad su eminencia. La técnica antaño eficaz se convierte en mera duplicación, ineficaz y nada económica. Al mismo tiempo, el uso del Leitmotiv conduce a una configuración compositiva extremadamente pobre, ya que en el cine no puede desarrollarse con todas sus consecuencias musicales.

La melodía y la eufonía

La exigencia de la melodía y la eufonía se apoya, además de en su supuesta naturalidad, en el gusto popular entendido como esencia de los consumidores. Ni que decir tiene que, en relación a dicha exigencia, consumidores y productores están de acuerdo. Pero las nociones de lo melódico y de lo eufónico no son ni por asomo tan naturales como parecen. Ambas son, hasta cierto punto, categorías históricas estandarizadas. En teoría, el concepto de melodía se afianza por primera vez en el si­glo XIX vinculado al arte del lied, especialmente el de Schubert. Se contrapone al «tema» de los clásicos vieneses como Haydn, Mozart o Beethoven: señala la tendencia hacia una secuencia tonal que constituye no tanto el punto de partida de una composición como una serie bien versificada, cantable y ex­presiva, que tiene sentido en sí misma. De ahí surge una cate­goría musical que en alemán no encuentra una expresión específica, pero que en inglés se denomina con gran precisión con el término tune, un tipo especial de melodía. Ésta consiste más que nada en el discurrir ininterrumpido de una melodía en la voz alta, de tal modo que la continuación de la melodía parece «natural», porque hace posible anticipar y casi adivinar dicha continuación melódica en virtud de una serie de indicios determinados. Los oyentes exigen con fervoroso empeño el derecho a esta anticipación y rechazan todo lo que no se acomode a sus reglas. El fetichismo de la melodía, que en el romanticismo tardío dominó todos los demás elementos de la música, ha limitado siempre el propio concepto de melodía. Hoy el concepto convencional de melodía se basa en criterios realmente rudos. La com­prensibilidad se garantiza por medio de la simetría ar­mónica y rítmica y a través del parafraseo de los procedimientos armónicos correspondientes; la susceptibilidad de ser cantada, mediante el predominio de los pequeños intervalos diatónicos. Ambos postulados no presuponen solamente un material histórico determinado como fue la tonalidad del periodo romántico; se definen además por una serie de procedimientos técnicos depura­dos que en ningún caso han derivado por sí solos de la lógica musical, sino que se han ganado la apariencia de lo lógico a través de la rígida objetivación de una práctica dominante que tiende «por sí misma» hacia esas reglas. Ni siquiera en tiempos de Mozart o de Beethoven, bajo el ideal estilístico de la filigrana, habría sido comprensible el postulado del predominio de una melodía anticipada en la voz alta. La idea «natural» de lo melódico es una apariencia, un fenómeno extremadamente relativo dado como absoluto, nunca una norma obligatoria o un elemento original del ma­terial, sino un procedimiento dotado de exclusividad entre los demás.

La exigencia convencional de la melodía y la eufonía se enfrenta constantemente a los requerimientos objetivos del cine. El requisito de la melodía en el lied facilita la independencia del compositor en la medida en que vincula su decisión y su «invención» a situaciones que le ins­piran de forma concreta a nivel lírico y poético. En el cine esto resulta imposible. En él, toda música aparece bajo el signo de la funcionalidad y no del «alma» que se canta a sí misma. Del compositor de música de cine no se puede esperar ninguna inspiración lírica o poética (inspiración que, por lo de­más, estaría enfrentada a la función decorativa y servicial que la práctica de la indus­tria todavía exige del compositor). El problema de la me­lodía como algo «poético» no tiene solución precisamente por ese sesgo convencional que ha adquirido el concepto popular de melodía. La condición visual del cine le confiere siempre un carácter de prosa, de irregularidad y asimetría. Pretende ser vida filmada: por eso toda película de ficción finge ser documental. Como consecuencia se produce una ruptura entre la acción visual y la melodía convencional simétricamente estructurada. Ninguna frase de ocho compases puede sincronizarse realmente con un beso filmado. Es­pecialmente pronunciada resulta la disparidad entre simetría y asimetría que se da en la música de fondo que acompaña fenómenos natu­rales: nubes que pasan, amaneceres, viento y lluvia. Estos fenómenos naturales que podían inspirar a los poetas del siglo XIX, al ser filmados, se vuelven tan arrítmicos y documentales que su presencia física excluye justamente ese elemento poético y rítmico con el que los aso­cia la industria cinematográfica. Verlaine podía escribir un poema sobre la lluvia en la ciudad, pero en el cine no se puede silbar al compás de la lluvia filmada. La exigencia de lo melódico a cualquier precio y en cualquier ocasión ha frenado más que ninguna otra cosa la evolución de la música de cine. La exigencia contraria no sería en absoluto lo no melódico, sino precisamente la liberación de la melodía de sus trabas convencionales.

La música de cine no debe oírse

Uno de los prejuicios más extendidos en la industria del cine es que la música no debe oírse. La ideología de este prejuicio consiste en la idea más o menos vaga de que el cine, en tanto unidad organizada, exige de la música una función modificada, es decir, únicamente su función servicial. El cine presenta por lo general una acción hablada; el interés material y el consiguiente interés técnico se concen­tran en el actor, y todo lo que pueda hacerle sombra se considera un estorbo. En los guiones sólo se encuentran indicaciones muy esporádicas y vagas sobre la música. Si fue incorporada como un elemento básico más de la producción cinematográfica fue debido únicamente a la evolución de los medios técnicos del cine sonoro. En realidad, la música nunca ha sido tratada a partir de su propio contenido. Se ha tolerado como a un intruso del que en cierto modo no se puede prescindir. Por un lado, satisface una necesi­dad real; por otro, responde a la creencia fetichista por la cual todo recurso técnico existente debe ser explotado[2]. A pesar de la opinión reiterada de la gente de la industria, con la que también coinciden algunos compositores, la tesis de que la música no debería oírse es discutible. No hay duda de que en el cine hay situaciones, especialmente aquellas que enfatizan la palabra como medio, en las que resultan molestas las configuraciones musicales en primer plano. Con todo, ha de reconocerse también que dichas situaciones requieren en ocasiones un complemento acústico como el que, en el argot de las piezas radiofónicas, se denomina telón sonoro. Pero justo cuando se toma en serio esta exigencia, la incorporación en dichos pasajes de piezas musicales, supuestamente discretas y que no se deben oír, resulta especialmente problemática. Por definición, estos telones sonoros deberían acercarse más al ámbito de lo ruidoso que a la música articulada, y, en caso de incluir­los en un contexto musical, deberían ser una especie de composición de ruidos. Una música con carácter ruidoso encajaría mucho más dentro del «realismo» cinematográfico. En cambio, si en estas situaciones se usase una música normal que, no obstante, tuviese que pasar inadvertida, pasaría lo que ocurre en la canción in­fantil:

Ich weiß ein schönes Spiel,

Ich mal mir einen Bart

Und halt mir einen Fächer vor,

Da niemand ihn gewahrt.

[Conozco un juego bonito,

me pinto una barba

y me tapo con un abanico

para que nadie la vea.]

En la práctica, la demanda de la discreción en música no significa generalmente una aproximación al ruido, sino la más pura banalidad. En este sentido, la música debe pasar tan inadvertida como pasa el popurrí de La Bohème en una cafetería.

El caso típico de la música que no debe oírse sólo es para la industria una posibilidad (de lo más secundaria, por cierto) entre muchas otras. La incorporación planificada de la música debería co­menzar en el guión, y la pregunta de si la música debería entrar o no en el ámbito de la conciencia tendría que decidirse siempre en relación a las exigencias dramáticas concretas del guión. Interrumpir la acción y permitir que se desarrolle una pieza musical puede ser uno de los recursos artísticos más importantes. Por ejemplo, en una película antinazi, en el momento en que la acción se diluye en asuntos psicológicos y privados, la acción se interrumpe con una música especialmente seria. Este gesto ayuda al oyente a recordar la esencia de la secuencia y la situación general. Claro que entonces la música se convierte justo en lo contrario de lo que postula la convención, porque ya no es expresión de los sentimientos privados, sino distanciamiento de la privacidad. En esa forma de entretenimiento considerada menor que es el cine musical, en el que la psicología dramática está casi ex­cluida, se encuentran los primeros intentos de esta técnica de interrupción mediante la música, así como su uso coherente e independiente en la canción, el baile y el finale.

El uso de la música debe justificarse visualmente

No se trata tanto de una regla como de una tendencia que se ha debilitado durante los últimos años, pero que todavía se da. El miedo a parecer ingenuo o infantil por haber introducido un fenómeno que no es posible en la reali­dad, o por haber exigido un esfuerzo imaginativo del oyente que lo ha apartado de la acción principal, ha hecho que la incorporación de la música se justifique a menudo de forma más o menos racional. O bien se crean situa­ciones en las que resulta «natural» que el protagonista se ponga a cantar, o bien se justifica al menos la pre­sencia de la música en una escena de amor haciendo que el héroe encienda una radio o un tocadiscos. Por ejemplo, en una secuencia en la que el héroe espera a su amada, el personaje no habla; el director quiere cubrir ese silencio, porque conoce el peligro de los tiempos muertos, de los mo­mentos vacíos, de la pérdida de atención. Por eso recurre a la música. Pero al mismo tiempo depende tanto de la asociación intelectual de motivaciones objetivas y psicológicas, que una interrupción injustificada de la música le parece arriesgada. Así que recurre al truco más simple para evitar la simplicidad y dejar que el héroe juegue con su aparato de radio. Que el truco resulta fallido lo demuestran esas secuencias en las que el protagonista acompaña ocho compases de su canción de moda al piano «con naturalidad», y en las que, justo entonces, una gran orquesta y un coro alivian su pena sin que por ello el decorado cambie en lo más mínimo. Es evidente que, mientras esta costumbre, predominante en los albores del cine sonoro, siga teniendo vigencia, se impedirá un uso de la música verdaderamente constructivo y dialéctico. La música se limitará a acompañar a la acción y se con­vertirá en un accesorio, en una especie de atrezo acústico.

La Ilustración

Un dicho burlón de Hollywood reza: birdie sings, music sings. La música debe seguir la acción visual e ilustrarla, ya sea imitándola directamente o recurriendo a clichés asociados a los contenidos temáticos o a los estados de ánimo que sugieren las distintas imágenes. La naturaleza es a este respecto uno de los temas favoritos. Por naturaleza hay que entender, en términos del pensamiento más trivial, lo contrario de la ciudad, el reino en el que los hombres pueden supuestamente res­pirar, estimulados por la vida y por la presencia de las plantas y los animales. Es la concepción de la naturaleza decadente y estereotipada de la poesía decimonónica, una lírica agotada a la que se añaden los sonidos correspondientes. Tan pronto como la naturaleza se muestra carente de acción surge una ocasión especialmente oportuna para dar rienda suelta a la música y para entregarla a continuación al empobrecido esquema de la música des­criptiva. Una alta montaña motiva un trémolo de cuerdas con un tema para trompa en forma de llamada. El rancho al que el he-man se ha llevado a la sophisticated girl se acompaña de ruidos del bosque y de una melodía en la flauta. La barca que baja a la luz de la luna el río sobre el que caen los sauces exige un vals inglés.

La cuestión de la ilustración musical no ocupa aquí un lugar principal del debate. En realidad, la ilustración sólo es una posibilidad dramática entre muchas otras, pero se recurre a ella tanto que convendría evitarla o, por lo menos, tratarla con el mayor de los respetos y cuidados. Esto es precisamente lo que falta en la práctica imperante. La música que responde a la consigna «naturaleza» queda reducida a propaganda barata, y los esquemas de asociación están tan anticuados que hace ya mucho tiempo que verdaderamente no «ilustran» nada que no sea la motivación automática del pensamiento «¡ajá, la naturaleza!». Actualmente el uso ilustrativo de la música da lugar a una duplicación perniciosa. No resulta econó­mica, salvo cuando se trata de efectos muy específicos o de la interpretación minuciosa de la acción visual. En su progreso escénico, la an­tigua ópera dejaba siempre un espacio libre para lo incierto y lo indefinido que podía cubrirse con música descriptiva: la música de la era wagneriana también aportó, entre otras cosas, cierta definición. En el cine, sin embargo, la imagen y el diálogo aparecen definidas de sobra; la música convencional no puede añadir nada a dicho carácter explícito, sino tan sólo quitarle algo, ya que, incluso en las peores películas, los efectos musicales convencionales van siempre por detrás de la definida impresión de la situación escénica. La música, aunque abandone alguna vez esta función clarificadora por resultarle superflua, no debe nunca convertir un procedimiento preciso en impreciso, sino desempeñar su tarea (aun­que ésta consista en la sospechosa motivación de «un estado de ánimo») y renunciar a la duplicación de todo aquello que, de cualquier modo, resultaba ya visible. Mientras tanto se puede exigir a las ilustra­ciones musicales que sean explícitas y, por así decirlo, iluminadoras, para facilitar la interpretación, o si no, que no sean. Bajo ningún concepto debe haber lugar para melodías de flauta que limiten el canto de un pájaro al ámbito esquemático de los contundentes acordes de novena.

Geografía e historia

Si una secuencia muestra una ciudad holandesa con sus cana­les, sus molinos de viento y sus zuecos, el compositor tendrá que acudir a la biblioteca del estudio cinematográfico en busca de una canción popular holandesa que pueda desarrollar como tema musical. Pero como no es fácil reconocer una canción popular holandesa como tal, sobre todo si ha sucumbido a las transformaciones de los arreglistas, la ventaja de dicha práctica deja de ser evidente. La música se utiliza como el vestuario o el decorado, aunque no resulta tan específica ni distintiva. El compositor que cree su propia melodía popular holandesa a partir de un baile local para niñas holandesas podrá obtener un resultado más plástico que aquél que se atiene al original. De todos modos, la música popular actual de todos los países (a excepción de aquellos tipos de música popular que se encuentran principalmente fuera del ámbito de la música occidental) tiende a una cierta semejanza, que, en contraposición proporcional al lenguaje artístico dife­renciado, se basa en la estrechez de las fórmulas rítmicas elementales propias de las festividades, de las danzas comunita­rias y de acontecimientos parecidos. El «temperamento» de los bailes polacos y españoles, al menos en la forma convencionalizada que adquirió en el siglo XIX, es tan difícil de distinguir como las Hillbilly songs de las Schnaderhüpferln de la Alta Baviera. La música de cine convencional siempre está a punto de seguir la consigna «música popular por encima de todo». Las características nacionales específicas po­drían ser captadas musicalmente si se prescindiese de la imposición de ese abanderamiento musical y nacional de sesgo exhibicionista. La práctica historicista de investir las películas de época con música de su tiempo es algo muy semejante. Así ocurre en esos conciertos de música antigua que tienen lugar en castillos barrocos a la luz de las velas sobre el clavicémbalo, donde pianistas ancianas vestidas con trajes tiroleses de brocado interpretan aburridas piezas prebachianas. El contraste con la técnica cinematográfica, necesariamente moderna, evidencia lo absurdo de estas ceremonias del arte industrializado. Si en todo caso tuviesen que existir las películas de época, podrían mejorarse con un uso despreocupado de los medios musi­cales más avanzados.

Stock music

Entre las peores costumbres se cuenta el empleo constante de un reducido número de piezas musi­cales etiquetadas que, por su título real o tradicio­nal, se asocian con esas situaciones a las que acompañan en la pantalla. Así, para una noche de luna, se usa la primera frase de la sonata Claro de luna instrumentada de forma totalmente contraproducente, ya que la melodía apenas insinuada en el piano por Beethoven se acentúa en las cuerdas de manera molesta y cargante. Si se trata de una tormenta, se recurre a la obertura del Guillermo Tell; si es una boda, a la marcha nupcial del Lohengrin o a la de Mendelssohn. Esta práctica, que por lo demás está desapareciendo y solamente subsiste en las películas baratas, encuentra su paralelismo en la popularidad de esas piezas de marca registrada de la música culta, como el Concierto en mi bemol mayor de Beethoven, que, bajo el apócrifo nombre de El Emperador, alcanzó una popularización fatal, o la Sin­fonía inacabada de Schubert, cuyo éxito actual se asocia con la idea de que el compositor murió durante su composición, cuando en realidad había abandonado su composición varios años antes de su muer­te. El empleo de títulos con marca registrada es un incordio barbárico, aunque se debe reconocer que la confianza en la eterna fuerza simbólica del coro nupcial o de la marcha fúnebre, comparado a las partituras originales fabricadas ad hoc, tiene a veces algo de reconci­liadora.

El uso de clichés musicales

La discusión de todos estos asuntos implica el análisis de una situación más general. La producción en masa de películas ha conducido a la configuración de situaciones típicas, a momentos emocionales siempre repetidos, a estimuladores de tensión estandarizados. Equivalen a lo que, en música, hacen los clichés. Pero la música a menudo entra en acción justo cuando, en nombre del «ánimo» o de la tensión, se intentan conseguir efectos particularmente específicos. El pretendido efecto revelador se frustra a continuación, porque el estímulo se ha hecho familiar a través de innumerables situaciones análogas. El fenómeno tiene un doble sentido psicológico: si la imagen muestra una casa de campo apacible mientras la música emite sonidos siniestros ya conocidos, el espectador sabe de inmediato que algo terrible está a punto de ocurrir; el preaviso musical refuerza el suspense y al mismo tiempo lo anula a través de la revelación de aquello que se avecina. Al igual que ocurre con muchas cuestiones relacionadas con el cine actual, la objeción no se hace en contra de la estan­darización como tal: las películas en las que se reconocen las propias pautas establecidas, como las de gánsters, las del Oeste o las de terror, son a menudo más entretenidas que las superproducciones pretenciosas. Sólo es perjudicial la estandarización de aquello que se presenta con la pretensión de ser único, o, dicho al revés, la transformación engañosa de lo genérico en singular. Esto es precisamente lo que sucede con la música. Aquello que antaño los manuales sobre Wagner denominaban «motivo airado» (una figura de las cuerdas áspe­ra, convulsiva y estrepitosa), se utiliza ahora de forma arbitraria e irreflexiva, y la familiaridad del efecto la convierte en objeto de burla. Estas convenciones musicales son todavía más sospechosas en tanto en cuanto su material procede de esa fase inmediatamente previa a la de la música autónoma que, desde el punto de vista del cine, todavía se considera «moderna». Hace cuarenta años, durante el auge del expresionismo y del exotismo musicales, la escala de tonos enteros era vista como un material musical particularmente estimulante e inusi­tado, como «color». Hoy, cuando la escala de tonos enteros sirve para rellenar el preludio de cualquier hit song, el cine la sigue usando como si siguiese igual de fresca que el primer día. Por eso se ha desarrollado una desproporción total entre el medio y el efecto. Dicha desproporción puede convertirse en un aliciente si subraya lúdicamente lo absurdo de una acción que es imposible en la realidad, tal como ocurre en ciertas películas de dibujos animados: por ejemplo, cuando Pluto galopa sobre el hielo con la cabalgata de las Walkirias. No obstante, la industria del entretenimiento ha abusado tanto de escala de tonos enteros que hoy ya no despierta pavor alguno.

Los clichés también afectan a la instrumentación. El trémolo sobre el puente del violín, que hace treinta años todavía podía expresar en el ámbito de la música culta una tensión inquietante y, sobre todo, la esfera de lo irreal, hoy se ha convertido en moneda suelta. En general, los medios artísticos que fueron concebidos desde su origen a partir de su efecto motivador y no en base a su configuración, aun dentro de la música autónoma, se han gastado y deteriorado de manera extraordinariamente rápida. Aquí, como en tantas ocasiones, la industria cinematográfica ha confirmado la sentencia del órgano ejecutivo fallada hace tiempo en la música culta, e incluso se puede decir que ha cumplido una función progresiva, en la medida en que el cine sonoro ha desacreditado esos efectos que resultan ya insoportables y cursis a oídos del artista y también de un público, que, tarde o temprano, no podrá tolerar ningún cliché más. Entonces surgirá una necesidad y un espacio para otros elementos musicales. La evolución de la música avanzada durante los últimos treinta años ha desarrollado una reserva inagotable de nuevas posibilidades materiales que aún están por estrenar. No hay ninguna razón objetiva para no usarlas en la música de cine.

La estandarización de la interpretación musical

La estandarización de la música en el cine se hace espe­cialmente evidente en la práctica del estilo interpretativo. En primer lugar hay que mencionar la dinámica, que ha estado condi­cionada por las limitaciones del aparato de grabación y de re­producción de sonido. A pesar de que hoy los aparatos se han transformado considerablemente y permiten posibilidades dinámicas mucho mayores tanto en los extremos como en las transiciones, la estandarización dinámica sigue persistiendo. En una práctica muy parecida a la del mezclador de sonido en radio, los grados de intensidad se equilibran y se diluyen en un genérico mezzoforte. El propósito principal es la producción de una eu­fonía cómoda y pulida que no destaque debido a su fuerza (fortissimo) ni exija una escucha atenta por culpa de su debilidad (pianissimo). A través de este equilibrio se echa a perder la dinámica como medio de aclaración de las relaciones musicales: la falta de triple fortissimo y pianissimo limita el crescendo y el decrescendo a una escala demasiado estrecha.

En la práctica interpretativa de la música de cine también se da la pseudoindividuación estandarizada. Mientras todo se adapta más o menos al mezzoforte ideal, cada momento musical tiene que aportar, al mismo tiempo y a través de su ejecución exagerada, la máxima expresión, emoción y tensión anímica. Los violines tienen que sollozar o centellear; el me­tal tiene que resonar de forma insolente o rimbombante; no se tolera ninguna expresión moderada; y toda la práctica interpretativa se caracteriza por esa exageración y búsqueda de extremos que en tiempos del cine mudo se reservaba a la orquesta de salón y a los violinistas acompañantes, que, entretanto, han sido ascendidos en los estudios a directores de los departamentos musicales. El sempiterno espressivo se debilita por completo. Hasta los buenos momentos dramáticos se vuelven cursis por culpa de un acompañamiento musical demasiado dulce o de una exageración dramática. Un estilo de interpretación musical objetivo e «intermedio», que recurriese al espressivo en casos realmente justificados, podría aumentar de manera significativa, a través de su contención, la eficacia de la música de cine.

[1] En una entrevista aparecida recientemente en los periódicos, un famoso compositor de Hollywood ha declarado que entre su modo de composición y el de Wagner no hay, en definitiva, ninguna diferencia. También él trabaja con el Leitmotiv.

[2] La noción de técnica en el ámbito del cine tiene un doble sentido que produce muy fácilmente confusiones objetivas. Por una parte, la técni­ca de cine es un proceso técnico industrial dirigido a la fa­bricación de una mercancía. Por ejemplo, el descubrimiento de que la imagen y el sonido pueden grabarse en una misma banda es comparable al descubrimiento del freno neumático. La otra concepción de la técnica procede del ámbito de la estética. Designa los procedimientos por los cuales se representa adecuadamente una intención artística. Mientras que la aparición de la música en el cine sonoro va unida principalmente a dicha noción «in­dustrial» de técnica, la necesidad de música en el cine se remonta a la prehistoria de la forma cinematográfica y a determi­nados requerimientos estéticos, aunque hasta hoy no se haya logrado establecer una relación inequívoca entre estos dos momentos (véase el capítulo V).