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Toni García Arias 











 

© Autor: Toni García Arias 

© Título original: Educación emocional para todos.

 

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CONCLUSIÓN

Parece ilógico comenzar un libro con una conclusión, pero hay una razón para ello: el logro de la felicidad y el control sobre nuestras vidas no es como un cuento donde lo importante es el desarrollo; la vida es un fin en sí misma. Tenemos que comenzar a ser felices hoy, no dentro de doscientas páginas. Por este motivo, es importante que conozcamos desde ya las conclusiones sobre la felicidad, de tal modo que todo lo que siga en los capítulos sucesivos no sea más que el manual para romper con nuestros problemas y, así, poder alcanzarla. Lo que se refleja en esta conclusión son certezas científicamente demostradas que nos confirman que ser felices es posible, y que hay un modo real de conseguir la felicidad.

La gente feliz vive más años. Esto se debe a que muchas de las enfermedades que padecemos los seres humanos son psicosomáticas, por lo cual, aquellas personas que son felices no sufren las enfermedades propias de estos desequilibrios emocionales (estrés, ansiedad, depresión, etc.). Su positivismo minimiza los sentimientos negativos.

La gente más feliz es aquella que encuentra un sentido a la vida, que tiene un enfoque más emocional y menos material sobre la vida y sobre sí misma. Aquellos que no han encontrado ese sentido de la vida suelen ser más infelices, y también más materialistas. Sin embargo, este materialismo no les aporta felicidad, ya que solo es un medio para llenar un vacío. Los objetos de los que se rodean suelen ser el reflejo de sus frustraciones; sienten un placer efímero que tiene que ser satisfecho con mucha frecuencia, ya que la vida diaria no les aporta felicidad.

Las personas que no han encontrado un sentido a su vida o que no han vivido realmente como querían hacerlo ―matrimonios infelices, personas que han estudiado una determinada carrera por presión familiar, personas que trabajan en puestos que no les satisfacen, etc.― suelen sufrir crisis emocionales con relativa frecuencia. Ante estas crisis, muchas personas rompen con la esclavitud que sufrían y cambian radicalmente de vida. Otras, en cambio, no se atreven a enfrentarse abiertamente al fracaso de sus vidas, y continúan siendo infelices hasta su muerte.

Aquellas personas que son felices encuentran la felicidad en un rango muy amplio de acciones o situaciones. Sienten una emoción profunda frente a un cuadro o ante una sinfonía, se embelesan con el canto de un pájaro en una rama, les gusta ayudar a los demás y encuentran placer en ello. Disfrutan de la vida cuando hace sol o cuando llueve. Por este motivo, en cada día encuentran algo significativo, algo que les hace felices. Aquellas personas que son infelices pasan días, semanas y meses insustanciales en los que no viven nada significativo.

Al margen de la mayor o menor predisposición genética, las personas infelices suelen ser infelices por sus circunstancias. Un hombre atrapado en un matrimonio infeliz o un hijo manipulado emocionalmente por sus padres no pueden ver la belleza del mundo ni el sentido de su vida, ni disfrutar del hecho de vivir porque están encarcelados emocionalmente.

Todos, sin embargo, podemos ser felices si cambiamos las circunstancias negativas de nuestras vidas. Así que vamos allá.

SECCIÓN I


Encontrando el paraíso emocional

CAPÍTULO 1: EL SENTIDO DE LA VIDA

El sentido de la vida

A las siete y media de la mañana suena el despertador; nos levantamos, nos vamos al aseo aún medio adormilados y nos duchamos con celeridad. Luego, desayunamos con rapidez mientras al mismo tiempo realizamos otras muchas tareas: recogemos los cacharros del día anterior, hacemos la cama, planchamos una camiseta u ordenamos los documentos de la cartera. Después, cogemos las llaves del coche, arrancamos el motor y nos dirigimos al trabajo, donde nos esperan ocho horas de dura jornada laboral. Al día siguiente volvemos a repetir el mismo vertiginoso proceso. Y así durante toooooda la semana, hasta la llegada de los tan esperados sábado y domingo. Entonces, realizamos la compra para la semana, limpiamos la casa, lavamos el coche o sacamos a los niños a pasear al parque. Si la economía lo permite, salimos a cenar y a tomar un par de copas con los amigos. Y al llegar de nuevo el lunes, a eso de las siete y media de la mañana, vuelve a sonar el maldito despertador. Y eso es la vida. ¿O no?

Durante miles de años de historia, los grandes filósofos se han preguntado constantemente por el sentido de la vida. Existen multitud de conclusiones, respuestas, teorías y frases al respecto. Pero, ¿acaso tiene la vida algún sentido? En realidad, nacemos, nos desarrollamos y morimos. Punto final. En esto, no somos muy diferentes a cualquier otro ser vivo. ¿Por qué, entonces, iba a tener algún sentido la vida humana más allá de nacer, desarrollarse y morir? En esencia, la vida humana como tal no tiene mayor trascendencia que la vida de un ratón, de una mosca o de un elefante. Sin embargo, a nivel individual, esta concepción cambia radicalmente. La trascendencia de nuestras vidas se la damos nosotros.

La respuesta a la pregunta sobre qué sentido tiene la vida ―refiriéndonos al sentido de la vida humana en general― no nos ofrece por tanto una conclusión válida para cada uno de nosotros. Esas conclusiones ―propias de la filosofía o de la ética― son fundamentales, pero terminan perdiéndose en abstracciones que poco nos sirven para la vida diaria. Por ello, la pregunta a la que debemos enfrentarnos no es cuál es el sentido de la vida humana en general sino qué sentido tiene la vida para mí. O lo que es lo mismo: ¿para qué vivo?

¡Busca, busca…!

¿Qué es la vida? ¿Cuál es el sentido de nuestra vida? Todas las preguntas relacionadas con nuestra existencia o con cómo vivimos son difíciles de responder. O quizá, no tanto. En realidad, a veces preferimos no preguntarnos sobre nuestras vidas por miedo a la respuesta que nos podamos encontrar. En ocasiones nos hallamos encerrados en una relación sentimental sin futuro que nos agobia, estudiamos una carrera que aborrecemos, acudimos a celebraciones que no nos apetecen ni lo más mínimo, mantenemos una relación insana con nuestros padres o con nuestros tíos que nos hace sufrir… Y, sin embargo, continuamos con nuestra relación de pareja, seguimos estudiando una carrera que nos desmotiva, vamos a celebraciones que no nos apetecen y soportamos los desplantes de nuestros padres, tíos o amigos sin atrevernos a cambiar ninguna de esas situaciones. Por eso, al preguntarnos por nuestras vidas, a veces tenemos la sensación de que todo lo que hacemos está determinado por factores externos ―influencia de la familia, sociedad, amigos, etc.― más que por una propia elección personal. Y que, al final, es la vida la que nos lleva a nosotros y no nosotros a la vida.

Buscando nuestro propio sentido de la vida 

Todos los seres humanos somos buscadores desde nuestra más tierna infancia. Nada más nacer, nos removemos en nuestras cunas para intentar descubrir y conocer el mundo que nos rodea.

Mientras se desarrolla nuestra infancia, nuestra adolescencia y nuestra juventud, todos deseamos encontrar respuestas a nuestras grandes preguntas: ¿qué quiero hacer con mi vida?, ¿qué quiero estudiar?, ¿dónde quiero trabajar?, ¿dónde me gustaría vivir?, ¿cómo sé que esa persona me quiere?, ¿cómo sé que yo la quiero?, ¿puedo confiar en mis amigos?, ¿cómo huir de mis miedos?, ¿merece la pena tanto sacrificio para cumplir mi sueño de ser piloto de avión, o de motos, o de ser escritor, o ganadero?, ¿por qué me critican?, ¿cómo aceptar mejor los chismorreos y las envidias?, ¿cómo huir de lo que no quiero y no me gusta?, ¿qué puedo hacer para ser más feliz?

A pesar de que cuando somos jóvenes solemos tener una confianza inquebrantable y creemos que podemos conseguir todo lo que deseamos, a medida que los años comienzan a acumularse en nosotros, todos esos sueños, todas esas ilusiones, todas esas búsquedas van debilitándose poco a poco para dar paso a una vida repleta de conflictos e intereses mundanos que nos envuelven en una prisión de rutinas de la que en muy pocas ocasiones sabemos salir.

¿Qué es la vida? ¿Cuál es el sentido de nuestra propia vida particular? ¿Estamos haciendo realmente lo que deseamos o somos simples marionetas en un mundo sin sentido? ¿Hemos olvidado al fin nuestros sueños, nuestras esperanzas? ¿Hemos sucumbido a la rutina? ¿Hemos olvidado, en definitiva, el sueño de ser felices?



CAPÍTULO 2: LA FELICIDAD

¿Qué es la felicidad?: Un poco de historia 

Si buscásemos en distintos diccionarios o enciclopedias la definición de la palabra felicidad, podríamos comprobar que existen tantas definiciones diferentes como diccionarios y enciclopedias consultemos. Lo mismo nos sucedería si acudiésemos a libros especializados o de autoayuda que trataran sobre el tema. Este hecho se debe principalmente a que la felicidad pertenece a esa clase de conceptos cuya definición dependen de una interpretación personal subjetiva más que de una significación propiamente científica.

Haciendo un repaso por el tiempo, podemos decir que el concepto de felicidad, así como el modo de alcanzarla, han variado a lo largo de la historia de la humanidad, si bien algunas características se han repetido década tras década en diversos pensadores hasta llegar a nosotros. Muchos autores clásicos como Aristóteles, Platón, Sócrates o Séneca ligaban de un modo más o menos directo la felicidad a la virtud, admitiendo el placer como parte de esa felicidad, si bien se trataba de un placer producido por aspectos morales más que físicos o de posesión.

En contraposición con esta visión clásica, a partir del Humanismo la noción de felicidad comienza a ligarse casi exclusivamente con la de placer, como lo había estado en los cirenaicos y epicúreos.

Locke afirmaba que la felicidad «es en su grado máximo el más grande placer de que seamos capaces». Más tarde, pensadores como Jeremy Bentham o Stuart Mill acentuaron el carácter social de la felicidad, manteniendo que la felicidad no puede pertenecer al hombre en su individualidad sino al hombre en cuanto a miembro de un mundo social.

La filosofía contemporánea, por su parte, no se ha detenido hasta hace bien poco a abordar el concepto de felicidad y el modo de conseguirla. En los últimos años, en cambio, han aparecido un gran número de libros y artículos sobre este tema.

¿Por qué ahora se vuelve a hablar tanto de felicidad? Pues, curiosamente, no ha sido el logro de la felicidad en sí misma lo que ha motivado el resurgir de este tema, sino el aumento de las enfermedades y patologías asociadas a la infelicidad. Es decir, la palabra felicidad vuelve a nuestro vocabulario no como un objetivo en sí misma, sino como una especie de medicamento para curar las enfermedades propias de la modernidad que nos conducen a la infelicidad.

Llámalo placer, no felicidad

Comencemos poniendo cada cosa en su sitio. La mayoría de las personas suelen confundir felicidad con placer. Esta confusión es absolutamente lógica, ya que no existe una frontera clara entre ambos términos. Es indiscutible que lo que nos da placer nos causa cierto grado de felicidad, y que la felicidad, asimismo, nos produce cierto placer. Sin embargo, esta relación no es suficiente para que uno y otra sean la misma cosa.

Según diversos autores, para que el placer se convierta en felicidad, no puede ser efímero y debe prolongarse más allá del mero acto que nos aporta ese instante placentero. Esta diferencia fundamental se basa en la idea de que el placer es una sensación y la felicidad, un estado.

Imaginemos que vamos a comer a uno de nuestros restaurantes favoritos. Nos dirigimos al interior del local, nos sentamos a la mesa y esperamos a que el camarero nos traiga la carta. La ojeamos de arriba a abajo y comenzamos a sentir un cierto placer, imaginando el manjar que estamos a punto de zamparnos. Todo nuestro organismo reacciona inmediatamente ante esta evocación.

Cuando el camarero nos trae el plato, nos deleitamos con el sabor de esa comida hasta saciarnos por completo. Evidentemente, ese placer nos ofrece un cierto grado de felicidad. Lo que sucede es que esa sensación de placer comenzará a desvanecerse gradualmente a lo largo del día hasta desaparecer casi por completo. Incluso, si después de la comida tenemos que regresar a nuestro trabajo, donde nos espera una jornada laboral llena de estrés y dificultades, ese placer se esfumará de inmediato. De hecho, si nos detuviésemos a recordar las comidas que hemos disfrutado a lo largo de toda nuestra vida, emergerían en nuestra memoria apenas una veintena, y casi todas esas comidas tan especiales no estarían relacionadas con el sabor exquisito de sus platos, sino con periodos vacacionales, momentos íntimos, o celebraciones junto a personas queridas.

Ahora, imaginemos que caminamos por unos acantilados frente al mar. Hace una tarde apacible y el sol acaricia tibiamente nuestros brazos. El mar nos muestra un azul intenso y, a lo lejos, vemos un barco deslizándose lentamente en el horizonte. Nos sentimos a gusto. Caminamos y rememoramos los aromas de nuestra infancia, el olor a lejía en las manos de nuestra madre cuando nos acariciaba, aquel tren sobre raíles que era nuestro juguete favorito, ese primer viaje tan extraordinario a Roma que hicimos hace unos años con nuestra pareja, aquella barbacoa con el grupo de amigos de la universidad, lo que nos costó encontrar nuestro primer trabajo, ahorrar el dinero suficiente para comprar nuestro primer coche de segunda mano abollado por un lado; recordamos, en fin, la película de nuestra vida. Evidentemente, no existe ningún placer en el acto de poner un pie delante de otro, ni existe placer alguno en el acto de respirar, ni de mirar a lo lejos un barco cualquiera que cruza el horizonte. Y, sin embargo, sentimos una enorme felicidad al contemplar nuestros logros y recordar lo que hemos vivido. Paseamos, escuchamos el sonido de las olas, notamos la arena bajo nuestros pies y nos sentimos libres del tiempo. Posiblemente, esta sensación nos produzca un menor placer que la ingesta de nuestra comida favorita, pero, sin duda, sentimos un mayor grado defelicidad.

Cuando ingerimos nuestra comida favorita nos deleitamos con ese placer tan inmediato y extraordinario, pero cuando paseamos ensimismados por un campo o por una playa nos reencontramos con esos placeres físicos, morales, emocionales, artísticos e intelectuales pasados y futuros que nos aportan felicidad.

Para explicar esta diferencia entre placer y felicidad desde una perspectiva científica podríamos recurrir a las investigaciones del psicólogo positivista Martin Seligman, investigador de la Universidad de Pensilvania. Simplificando la teoría de Martin Seligman, podríamos decir que la felicidad se puede encontrar de dos formas distintas: a través del placer y mediante el sentido que da a la vida un determinado compromiso. El primer modo de conseguir la felicidad es efímero; el segundo, no. De ahí que encontremos mayor felicidad al salvar a unos niños de las llamas de un incendio, o al casarnos con la persona a la que amamos, o cuando tenemos a nuestro hijo, que cuando comemos unas chuletillas de cabrito a la brasa con patatas fritas, aunque esto último nos dé un mayor placer inmediato. En esto radica la diferencia entre lo que Martin Seligman define como la buena vida y la vida significativa.

En muchas tribus de África o Asia, la gente es feliz con lo que tiene, ya que sus necesidades básicas están cubiertas. Las sociedades más desarrolladas también son sociedades más artificiales, y así nos encontramos con personas deprimidas porque no tienen una talla noventa y cinco de pecho, o porque no tienen un piso en propiedad, o porque su teléfono móvil se ha quedado obsoleto, o porque les ha salido un grano en la punta exacta de la nariz.

Aunque en muchas ocasiones confundimos ambos términos, existe una clara diferencia entre deseo y necesidad. Un deseo hace referencia a lo que nos gustaría, pero que realmente no necesitamos. Una necesidad imposibilita de algún modo el desarrollo normal de nuestra vida. Podemos desear un chalet con piscina pero, en realidad, solo necesitamos una casa decente donde poder vivir.

Una investigación realizada por psicólogos de la Universidad de Cornell, en Estados Unidos, reveló las razones por las que la búsqueda de la felicidad se encuentra más en nuestras vivencias que en los objetos materiales que podamos adquirir. Según los dos psicólogos responsables de la investigación, los bienes adquiridos dejan de satisfacernos pronto debido a las comparaciones que se hacen con los bienes de otros y, también, a nuestra capacidad de adaptación, que hace que enseguida nos acostumbremos a lo nuevo. Por el contrario, la satisfacción de las experiencias es más duradera.

Thomas Gilovich y su colaborador, Travis J. Carter, adelantan que una de las razones para esta diferencia entre la felicidad obtenida de experiencias y la obtenida por la compra de objetos radicaría en que «las experiencias son menos comparables que los objetos y, por tanto, están menos sometidas a las comparaciones sociales odiosas, ante las que no son tan vulnerables».

Las vivencias, por tanto, nos resultarían más satisfactorias que las posesiones porque son más difíciles de comparar con las experiencias de otros, dado que pertenecen solo a aquéllos que las han vivido. Por este motivo, quienes se satisfacen solo de posesiones terminan necesitando renovar constantemente los objetos ―lo material―, ya que entran en comparación constante con lo que poseen los demás.

¿Dónde se encuentra la felicidad?

Difícil pregunta. En 1930 el genial filósofo Bertrand Russell escribía en su obra La conquista de la felicidad que «los animales son felices siempre que tienen salud y comida suficiente. Parece que a los seres humanos les debiera ocurrir lo propio». Pero no es así. Aunque hoy en día sabemos que la felicidad en los animales no depende tan solo de disfrutar de comida y salud, en los seres humanos este objetivo de alcanzar la felicidad supone un proceso aún más complejo.

Los seres humanos no somos felices solo con comida y salud. Aunque disfrutemos de una buena comida, este acto de alimentarnos nos produce un placer efímero, así que, una vez pasado el acto de comer, el placer desaparece y no nos aporta un mayor grado de felicidad.

La buena salud tampoco nos da la felicidad. Tan solo la pérdida de ella nos hace valorarla en su justa medida. Sin embargo, y curiosamente, la felicidad sí nos aporta una mejor salud.

La revista científica European Heart Journal publicaba en 2010 un artículo de varios autores de la Universidad de Columbia en EE.UU que habían analizado y relacionado las emociones optimistas y depresivas y los signos de enfermedad cardiaca de más de mil setecientas personas. Tras un periodo de seguimiento de diez años, estos investigadores comprobaron que las emociones optimistas y depresivas y los signos de enfermedad cardiaca estaban íntimamente relacionados, ya que después de un extenso trabajo se mostraba una relación directa entre el «afecto positivo»

―sentimientos de alegría, entusiasmo, felicidad, excitación y satisfacción― y una mejor salud cardiovascular. Así, los más felices tuvieron un 22% menos de riesgo de padecer un problema cardiovascular que los que presentaron alguna emoción negativa.

Otro estudio publicado en la revista de psicología Journal of Personality and Social Psychology también demuestra la influencia de las actitudes positivas y la felicidad. El estudio, dirigido por David Snowdon, fue realizado sobre ciento ochenta monjas de la orden de Notre Dame, en Estados Unidos. En este caso, se trataba de demostrar la relación entre la felicidad y la longevidad. Se dividió a las monjas ―analizando las palabras que aparecían en su autobiografía― en dos grupos: más alegres y menos alegres. El 90% del grupo de las más alegres vivía aún a los ochenta y cinco años, mientras que solo el 34% de las menos alegres lo hacían. El 54% del grupo de las más alegres vivían a los noventa y cuatro años, mientras que solo vivían a esa edad el 11% de las menos alegres. De ahí que la European Heart Journalseñalase que la principal razón para buscar y encontrar el llamado paraíso emocional ―es decir: la felicidad― no es otra que la salud.

Por otra parte, y según los estudios más recientes sobre el tema, se sabe que el dinero tampoco nos da la felicidad. Es cierto que la posesión de dinero nos otorga cierta estabilidad y tranquilidad a la hora de planificar nuestras vidas, pero ello no quiere decir que nos aporte felicidad, sino seguridad, que es un concepto bien distinto. Gracias al dinero podemos optar a más momentos de placer gracias a las posibilidades que nos ofrece la posesión de dicha riqueza ―viajar, ir a restaurantes, comprar infinidad de objetos, etc.―, pero ello no nos protege de sufrir un desamor, una enfermedad, incomprensión familiar, falta de valoración profesional u otros desequilibrios emocionales similares que nos harían ser infelices.

Entonces, ¿dónde encontramos los seres humanos la felicidad?

Para responder a esta pregunta debemos analizar las necesidades del ser humano. 

Las necesidades humanas

La Pirámide de Maslow, o jerarquía de las necesidades humanas, es una teoría psicológica propuesta por Abraham Maslow en su obra A Theory of Human Motivation (Una teoría sobre la motivación humana). Maslow formula una jerarquía de necesidades humanas y defiende que conforme se satisfacen las necesidades más básicas ―aquellas que corresponden a la parte inferior de la pirámide―, los seres humanos desarrollan necesidades y deseos más elevados hasta llegar a la parte superior de la pirámide.

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