«§» A Vanesa, una caña de azúcar dorada. Gracias por tu eterna sonrisa y tu apoyo incondicional, a tu lado incluso los días más tristes parecen bálsamos de romero y miel. Ningún proyecto es inalcanzable cuando se cuenta con un buen equipo y el convencimiento de que merece la pena.

«§» A Pepe y Rosario, mis padres, a los que tanto debo por haber construido para mí un mundo a medida en el que me sintiera grande. No hay un solo día que no aprenda algo bueno de vosotros. Os regalo este botón de muestra de mi infinita gratitud.

«§» A Marisol, gran escritora de cuentos y mejor persona. Aprendí de ti que la humildad es el pedestal más alto desde el que hablar. Gracias por tu amistad y tus «Recuentos», siempre en el corazón.

«§» A Juana, en especial mención. Indomable corcel de cabellos plateados, fuente cristalina de sabiduría popular, genio y figura de pómulos perfilados, cocina de siempre con gusto maternal. Tu amor nos ampara como un baluarte en medio de un prado.

«§» Gracias a todas las personas que se entregan por amor, que cuidan de los desfavorecidos y que recuerdan al mundo que la locura del egoísmo puede curarse con un simple abrazo.

«Cuando bordeamos un abismo y la noche es tenebrosa, el jinete sabio suelta las riendas y se entrega al instinto del caballo»

- Armando Palacio Valdés.

PRÓLOGO
LUIS F. PASTOR TORRES

Conozco a Jesús Portillo, el autor de esta obra, desde hace muchos años. He sido su médico. He observado desde muy cerca tanto su evolución clínica como la transformación de su personalidad, catalizada por una enfermedad que, como él mismo expresa, padece —en el sentido más amplio y vital de la palabra— desde el nacimiento. Sin embargo, siempre la supo manejar con maestría impropia de su edad: «Me tocó como a tantas personas un equipo defectuoso de fábrica y, sin ensayos, como siempre ocurre en la vida, tuve que ingeniármelas para ser feliz». Los dolores han sido muchos. También el sufrimiento.

Pero muy pronto descubrió que existe una gran diferencia entre el concepto de dolor y el de sufrimiento, diferencia que se sustenta en la forma en que la persona se enfrenta a las situaciones difíciles. El dolor es siempre una emoción negativa, pero la persona inteligente se zambulle en el problema que lo origina. Se enfrenta a él. Lo asume. No lo niega. Negarlo, o pretender alejarse de la verdad, tendrá serias repercusiones psicológicas. Se convertirá en un estancamiento emocional nocivo. El dolor, conforme se vivencia, va perdiendo fuerza. El sufrimiento es la forma en que cada cual procesa su dolor, la elaboración intelectual del dolor y de su causa. En definitiva, un dolor bien manejado es crecimiento, mientras que un dolor al que no se le presenta cara se transforma en sufrimiento negativo, que es sinónimo de destrucción.

Desde esta mini-presentación será más fácil percibir cómo a través de la experiencia de Jesús Portillo —o del testamento del profesor Wicket— se puede llegar a aceptar que el dolor es una parte necesaria de la vida y captar con claridad que ello se nos convierte no solo en una obligación, sino que puede constituir también nuestra propia salvación. Concluiremos al final de su lectura que rara vez conseguiremos crecer si no hemos aprendido a manejar con destreza el dolor y el sufrimiento de la forma en la que con gran sensibilidad —y a la vez crudeza— se describe en este libro.

Por tanto, si se trata de extractar lo esencial de la obra, se obtiene una primera conclusión de las enseñanzas del «profesor Wicket»: aunque el dolor es inevitable, cuando aprendemos a escuchar las lecciones que nos ofrece, el sufrimiento se disuelve o se transforma en algo que nos eleva y ennoblece. A partir de ahí se recibe un mensaje alto y claro: ¡Asegúrese de invertir en su dolor! ¡No lo desaproveche! ¡Puede serle muy útil!

Por otro lado, el simple título de la obra es en sí mismo esclarecedor: El testamento vital del profesor Wicket. Efectivamente, es un «testamento» y es «vital». Y además, generoso, porque reparte «fortuna» para todos: médicos, enfermeras, sociedad, políticos, familia y enfermos.

A estos últimos, los enfermos, les demuestra a través de su propia experiencia, que «la fuerza de voluntad convierte lo imposible en improbable y lo improbable en alcanzable». Invita a ejercitarla. Y además, los compromete: «si puedo llenarte de coraje para que afrontes tus problemas con valor, estoy convencido de que habrá valido la pena hablar contigo».

Identifica al miedo como una emoción a erradicar y a combatir en la vida del enfermo crónico, so pena de que se le transforme en una dolencia sobreañadida: «El miedo es una supuración infecciosa que nace de la falta de coraje». Y tras invitar y sugerir su extirpación inmediata, sentencia: «El auténtico valor de una persona está en saber sufrir sin perder la sonrisa, porque ahí reside el germen de la felicidad más resistente». Lección magistral del profesor Wicket para sanos y enfermos.

Y junto a ello, y aunque pueda parecer una contradicción, hace justamente lo contrario de contradecirse, y en un ejercicio de pura coherencia, reconoce las limitaciones reales y se regala a diario un baño de realidad: «Me gustaría fingir, como tantos libros de autoayuda dicen, que todo es posible, que todos podemos y que no hay más límites que los que nos ponemos nosotros mismos. Sin embargo eso no es así. Si no puedo, no puedo, lo acepto y escojo una alternativa».

Y es que pelear y resistirse contra una situación que no se puede cambiar solo sirve para malgastar energías que pueden resultar necesarias para otros menesteres. Eso no es resignación, es aceptación y, como tal, conocimiento y talento expresados en forma de resiliencia —capacidad que tiene un individuo para adaptarse a situaciones adversas—. Quien la posee sufre igual, pero se repone mejor. Es un rasgo de personalidad que no está genéticamente determinado. Tampoco se obtiene con fármacos. Proviene, en general, de un ambiente familiar adecuado donde en su día se potenciaron el cariño, la autovaloración y la autoestima. Conozco a la familia del «Profesor»; la acabo de definir con mis últimas palabras. Y él también lo hace en su testamento: «tus seres queridos, aquellos que han parado su vida para acompañarte… Decidieron invertir esas horas en ti… Los demás quedan ahí, en la sala contigua…».

Pararon su vida para acompañarlo en el aprendizaje de llevar el optimismo como bandera. De priorizar siempre lo bueno y relegar lo negativo. Y como herramienta complementaria al amor aplicaron siempre el respeto —mucho, mucho, muchísimo respeto— a sus decisiones desde pequeño. Doy fe porque lo he visto, me ha admirado y lo he aplaudido. Y creo que ahí radica gran parte de las capacidades adquiridas por Jesús. Suele decirse que «cuando bebas agua, no debes olvidar la fuente». El profesor ha sabido identificar cuál ha sido «su fuente» y agradecérselo en su testamento vital.

Combina perfectamente la apuesta por la lucha junto a la aceptación de lo inevitable y aprovecha para recordar con énfasis la importancia terapéutica de la comunicación, especialmente en los momentos más difíciles de la enfermedad: «el hecho de poder expresar un problema se convierte en un aliado para el enfermo». Una comunicación que no es mero intercambio de información sino empatía, vivencia compartida y emociones unas veces contenidas, otras provocadas, y siempre respetadas: «Y también río, porque son las risas nuevas las que empapan mi ánimo… más que razón soy emoción incombustible, un tallo retorcido que aunque no verdea sigue espigándose en busca de la luz…». La comunicación eficaz —especialmente con los sanitarios— y el saber provocar emociones positivas son cualidades que practica, promueve y propone a lo largo de toda la obra.

El mundo sanitario también figura en el testamento y recibe la parte de herencia que le corresponde por ley. Hay en él gratitud, hay queja y hay crítica. Distingue bellamente a los enfermeros que sacan sangre con cariño a un ser humano y los separa de los que solo buscan venas, expresando con firmeza y honradez su gratitud a los primeros: «Gracias por buscar la vena en mi brazo, en lugar de pinchar hasta encontrar sangre como si fueras un extractor y yo un pozo de crudo».

Pero ese amplio universo sanitario donde hay de todo recibe consejos que, si se leen con humildad, son auténticas joyas. Pueden resultar nuevas para unos y servir de recordatorios para otros, y en todo caso su lectura por un profesional de la medicina, merece análisis, reflexión, autocritica y agradecimiento por la claridad con que se expresa acompañada de un gran respeto e incluso reconocimiento: «no mejoro con lo que me inyecta, sino con sus palabras, la autoridad profesional me conforta… Debajo del pelo que cubre mi cráneo hay una persona, con dignidad y con sentimientos… Sé que no debe involucrarse emocionalmente para no terminar sufriendo más que yo, pero no olvide mi nombre cuando venga a verme, al fin y al cabo usted, señor desconocido, se ha convertido para mí en alguien más importante de lo que piensa…».

Estas palabras, leídas por un profesional, invitan con tono cortés a una profunda reflexión sobre la forma en que se puede estar ejerciendo la medicina moderna, tecnificada pero tal vez deshumanizada y con un paso a segundo plano del cuidado exquisito que merece la relación médico-enfermo. Reconoce la autoridad ajena, pero reclama el reconocimiento de su dignidad como persona. Y no es este tema baladí, porque el olvido de la dignidad del paciente es signo inequívoco de que, para el que así obra, los hombres son cualquier cosa, pero no hombres.

A veces el sistema sanitario se derrumba mucho más por la cuesta de la rutina, la vulgaridad y la indiferencia que por el abandono intencionado de la humanidad de los profesionales. No hay mala voluntad, son más bien abulia o indiferencia ejercidas por personas buenas y profesionales excepcionales; pero es cierto que muchas veces esa indiferencia inconsciente de «los buenos» hace más daño que una maldad deliberada desplegada por «los malos». Porque esta última es más perceptible y de ella te puedes proteger. Aquella es anónima y pasa inadvertida, siendo mayor el desamparo.

Nos deja como pieza especial del testamento el regalo de una fórmula magistral en forma de petición: la rehumanización de la medicina. Y dice exactamente así: «Milito a favor de la rehumanización de los médicos que deambulan por los pasillos sin dar los buenos días, como si caminaran entre ganado que no entiende. ¿No sería interesante que en los hospitales se cuidara la sonrisa del mismo modo que lo hacen los dependientes en los centros comerciales? Vender alegría es vender vida. Somos seres susceptibles a la contaminación anímica». ¿Puede decirse que exagera? ¿Está en lo cierto? Posiblemente lo más correcto sea dejarlo en forma de interrogante, y que cada lector se dé a sí mismo su propia respuesta personal. Cuando menos, la reflexión es obligada.

¿Y qué hay en el testamento para la sociedad en general? Un mensaje importante. Un recordatorio de algo siempre olvidado. Una petición enérgica y solidaria. La descripción de una realidad poco aceptada: «que la discapacidad de una persona solo es una parte en la que focalizamos nuestra atención en detrimento del resto, perfectamente provechoso… Los discapacitados son los más proclives a focalizar sus esfuerzos en desarrollar habilidades extraordinarias, llegando a la cuenta de que la única minusvalía insuperable que puede tener alguien es la mala actitud de no querer superarse». Y me parece un acertado abordaje del tema porque en muchas ocasiones los «perfectos» olvidamos que la discapacidad mayor puede no estar en una limitación física, sino en la mente de quienes se tienen por sanos. De hecho, el vocablo «inválido» debería quedar reservado para quien, disfrutando de una habilidad, no tiene agallas para aprovecharla. Ahí, además de invalidez, hay culpabilidad.

Y conforme se profundiza en la lectura del testamento el profesor va aumentando el valor de sus bienes y aparecen varias «alhajas», la primera en forma de recordatorio para todos los herederos, a los que invita a tomar con diligencia una decisión de alcance: «Decidir vivir es más del 50 % de un tratamiento, más del 80 % de las posibilidades de sobrevivir ante las adversidades y casi el 100 % de las probabilidades de ser feliz… porque querer a veces no es poder, pero sí es intentar». Invita a luchar, porque nadie alcanza lo que quiere con la renuncia o la pasividad. Tiene muy claro que los grandes aceptan las cosas que no tienen remedio, pero luchan por aquellas que tienen solución.

Y tras varios ricos enfoques —que en un prólogo no tienen cabida— aparece una nueva reliquia que ahora propone como reto para sus herederos: «Tengo un reto: no morir de tristeza; un plan: mejorar mis marcas; un deseo por encima del resto: ser amado hasta mi último día; y un temor: dejar de creer esto que hoy te cuento». ¡Impresionante forma de enfocar una vida desde la visión de un paciente que lo es desde siempre y para siempre!

Y una vez que ha pronunciado la palabra amor, hace las filigranas literarias necesarias para acabar haciendo el mejor de todos los regalos que se puede dejar en un testamento a los seres queridos: «cuando una persona enferma es amada, ha conseguido una de las victorias mayores de la vida: que la otra persona logre verle sin que el cuerpo le tape quien verdaderamente es». Y continua: «Al final, lo único que queda es el amor dado y recibido, el fármaco más potente contra cualquier mal porque, si no cura, atenúa y convierte el dolor en un efecto secundario de estar vivo… Llorar relaja, pero no soluciona. No hay terapia más poderosa que el AMOR».

El testamento es riquísimo, muchísimo más de lo que en un prologo procede incluir.

Durante la lectura de esta magnífica obra, no he podido dejar de recordar una anécdota de Renoir que evoca y resume gran parte de lo que resuena constantemente en todas las páginas de este libro. Al parecer el famoso pintor padecía de artritis muy dolorosa. En una ocasión Matisse, amigo íntimo, le preguntó: «Amigo, ¿por qué continúas pintando si tienes tantos dolores?», a lo que Renoir sin dudar contestó: «¡El dolor pasa, pero la belleza permanece!». Y es que hay personas que trascienden el dolor y llegan a elevarse y superarse de tal manera que producen obras de gran valor, para sí mismas y para los demás.

Como decía al principio, conozco bien la vida del «profesor». Sé de sus dolores continuos desde su infancia, pero también sé que el dolor ha sido a lo largo de la historia el motivo inspirador de las mejores obras que se han escrito. Esta que acabo de prologar es un claro ejemplo de ello, y mucho más cuando se lee pensando en la realidad que la sustenta.

Creo que es un libro de obligada lectura para el profesional sanitario que quiera aprender a bucear en el alma de un paciente y conocer sus vivencias, descritas por una persona culta, sensible y experta. También es de gran utilidad para cualquier persona no sanitaria que quiera aumentar su sensibilidad hacia el que sufre, saber cómo se sufre y poder comprender los entresijos que se esconden entre los vericuetos del dolor. Pero creo que es sobre todo útil para cualquier paciente que quiera comprobar cómo desde la más dura de las limitaciones físicas se puede llegar a triunfar en la vida superando a la mayoría de los llamados «sanos» y, además, ser feliz. El estímulo que produce la lectura del libro invita a levantarse de la silla y comenzar a practicarlo YA.

Ya hemos dicho que el dolor es un aspecto inevitable de nuestra existencia, mientras que el sufrimiento depende de nuestra reacción frente a ese dolor. El cómo hacerlo se aprende fácilmente con la lectura del testamento del profesor Wicket, al que deseamos larga vida para que siga legándonos —y regalándonos— muchos más testamentos como este y aplicando lo que entiendo como el secreto más íntimo de su éxito: «Proyectos, amor y esperanza».

Luis F. Pastor Torres.

Cardiólogo.