Esta publicación contó con el apoyo del Fondo para la Investigación de la Docencia (FONDEDOC) 2016. Pontificia Universidad Católica de Chile.


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PENSAR EL ARTE

Un recorrido histórico por las ideas estéticas

Andrea Potestà


© Inscripción Nº 300.125

Derechos reservados

Mayo 2019

ISBN Edición impresa Nº 978-956-14-2401-2

ISBN Edición digital Nº 978-956-14-2402-9


Diseño: Francisca Galilea


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CIP-Pontificia Universidad Católica de Chile

Potestà, Andrea. 1975-, autor.

Pensar el arte: un recorrido histórico por las ideas estéticas / Andrea Potestà ; colaboradores Soledad W. Medina [y otros]

1. Filosofía del arte.

2. Estética.

3. Política en arte.

I. t.

2019 70 DCC23 RDA

El arte está siempre vinculado al origen […]; explora, afirma, suscita, en un contacto que conmueve toda forma adquirida, todo lo que está esencialmente antes, lo que es sin ser todavía. Y, al mismo tiempo, se adelanta a todo lo que ha sido; es la promesa cumplida de antemano, la juventud de lo que siempre comienza y no hace sino comenzar.


MAURICE BLANCHOT, La amistad

CONTENIDO

Introducción

El discurso filosófico sobre el arte

La cuestión del fundamento

La función simbólica y el retirarse del sentido

El recorrido filosófico

I. Platón: el arte entre mimesis y verdad

De la sabiduría griega a la ironía socrática

La verdad en Platón y el dualismo metafísico

La luz, el alma y la participación

La analogía de la línea y los niveles del saber

Entre inspiración divina e imitación

II. Aristóteles y la representación de lo verosímil

El valor de la sensación

El lugar del arte

La mimesis en tanto poiesis

El fin de la tragedia

III. El arte en la Edad Media

Cosmología y belleza

Dios y la belleza de su creación

La estética de Agustín de Hipona

IV. Del nacimiento de la estética a Kant

Baumgarten y la estética como disciplina

El pensamiento crítico kantiano

Juicios reflexivos y juicios estéticos

La analítica de lo bello

Lo sublime kantiano y la teoría del genio

V. Los románticos: el arte y lo infinito

Los inicios del Romanticismo

Figuras del exceso

Novalis y Hölderlin: los márgenes del Romanticismo

VI. Hegel y el sistema de las artes

El Idealismo y la lógica hegeliana

El arte y la filosofía del espíritu

El sistema de las bellas artes

El legado de la estética hegeliana

VII. Nietzsche: la vida como arte

Teatro y filosofía

Apolíneo y dionisiaco

Nietzsche antirromántico

Los rostros del nihilismo

VIII. Heidegger: la verdad de la obra de arte

La verdad fenomenológica

El olvido del ser y la circularidad hermenéutica

La obra de arte como símbolo

Las botas de Van Gogh

Mundo y tierra

Instalación, materia y verdad

IX. Benjamin: política y estética

La obra de arte y la técnica

El aura y la transformación cultural

La apuesta política de la obra de arte

X. Merleau-Ponty: visión, cuerpo y expresión

Merleau-Ponty y la fenomenología del cuerpo

Gesto y corporalidad

Estética fenomenológica

INTRODUCCIÓN

El discurso filosófico sobre el arte

El presente libro no es un manual de estética o de filosofía del arte. No se encontrarán aquí sino esbozos de lectura arrebatados a la historia del pensar que, sin distraerse por la necesidad de responder a la exhaustividad o de abarcar la amplitud del saber acerca del arte, se limitan a construir un movimiento unitario y continuo. Este libro es, como bien se quiso expresar en el título, un recorrido; un recorrido posible, un tipo particular de discurso sobre el arte, uno entre otros. Se pretende con esto atraer la atención, de partida, sobre la importancia de asumir la multiplicidad de las modalidades posibles de acceso al fenómeno artístico. Cada modalidad tiene sus características propias, sus metodologías y sus criterios de recorte, y cada una discute del objeto-arte de un modo específico, estudiando el fenómeno estético según enfoques determinados.

Aquí también se habla de arte de un modo circunscrito, es decir, según ciertas decisiones acerca del cómo de la interrogación. Se puede, por ejemplo —y no es claramente lo que ocurre con este libro—, tener un discurso técnico sobre el arte: es el caso del discurso de quien quiere aprender a utilizar los materiales, las herramientas o los instrumentos, como los colores mezclados con un solvente particular, o de quien quiere aprender a tocar el piano o el arpa. A ese nivel, el arte es pensado pura y simplemente como una técnica. De hecho, se sabe que ‘arte’ en griego se dice techné, de donde proviene la palabra ‘técnica’ (lo cual, como se verá, no es secundario para el desarrollo del pensamiento filosófico del arte). Sin embargo, también es sabido que, a partir del Renacimiento de modo muy explícito, y ya anteriormente con los pensadores que se referían a la tradición aristotélica, el artista empezó a pretender que su genio y su práctica fuesen distinguidos de la mera técnica del artesano. Se acuñó, por lo tanto, la distinción entre ‘artes mecánicas’ y ‘artes liberales’, con la que se quiso separar todo discurso técnico de la reflexión teórica sobre el fenómeno artístico. El discurso técnico encontró allí, por cierto, un límite histórico, el cual mostró en qué medida era necesario hablar del arte de otro modo.

Así, en lugar del arte en tanto ‘fabricación técnica’, se puede hablar del arte como ‘experiencia artística’, lo que constituye otro modelo de discurso. La diferencia es que la obra ya no está pensada a partir de su ‘materialidad inmediata’, sino a partir del ‘efecto espiritual’ que produce en sus receptores. Al considerar esto, nacen otros tipos de preocupaciones y de discursos sobre el arte, por ejemplo, el problema de la conservación de la obra de arte y de su uso público. Este es el caso de la museología, el estudio del modo de presentar las obras en los museos. El concepto de museo es extremadamente relevante: nace con la Revolución francesa, en 1789, y pretende reemplazar la forma de conservación de las obras en las colecciones privadas —lo que reducía anteriormente el arte a una dimensión de manifestación de riqueza y de poder privado (o de adornamiento)— con una forma de exposición del arte en el espacio ‘republicano’, es decir, público, de la ‘cosa pública’ (res publica), engendrando la idea del arte como expresión de la historia del espíritu universal del género humano que debe ser considerada un patrimonio de todos. Este es solo un ejemplo de otro modelo de discurso sobre el arte, uno que lo considera en tanto expresión histórica de la humanidad —y que trata las obras, en consecuencia, como objeto de tal expresión que deben ser protegidas y clasificadas para la memoria futura.

Pero es posible aún tomar otro modelo para hablar del arte, muy distinto del anterior: es el discurso científico. Podemos dirigirnos a obras con el fin de realizar el análisis químico de los pigmentos de color, con vistas a clasificar, por ejemplo, las técnicas con las cuales se pinta. O se puede realizar un estudio a través de instrumentos tecnológicos (por ejemplo, los infrarrojos) para establecer la época de la producción de las obras. Se puede analizar la resonancia de las vibraciones musicales y de las armonías y construir un gráfico de la evolución de una sinfonía, etc. Estas son, por supuesto, otras modalidades, siempre legítimas y relevantes, para hablar del arte. Esos discursos permiten distinguir, por ejemplo, lo auténtico de lo inauténtico, o posibilitan crear modelos de producción artística y clasificaciones universales de los estilos, etc. La crítica de arte, en cierto sentido, está enmarcada dentro de ese discurso científico. Es claro que aquí el arte, tal como lo son los gatos para el etólogo o el cielo para el astrónomo, es un objeto de estudio que debe ser conocido en sus definiciones, en sus ‘partes’ y en su ‘evolución’.

En realidad, los tres niveles que se acaban de indicar (técnico, histórico, científico) consideran la obra de arte como un hecho, como una ‘cosa presente’ frente a la cual sobresale un afán de catalogación y definición: se asume la obra de arte como efecto de una técnica, la obra de arte como expresión histórica que hay que conservar (museología), la obra de arte como material físico (ciencia de los materiales).

Ahora bien, se puede también cambiar de registro e interrogarse no tanto sobre la obra en cuanto tal, como mera cosa frente a nosotros, en tanto objeto, sino sobre el sentido de la obra (su relación con un sujeto): la obra de arte en tanto mensaje, en tanto contenido. Esto implica, por supuesto, orientar la atención sobre las ideas que se expresan en una obra. La iconografía, por ejemplo, es una disciplina que define los temas presentados, intentando descifrar las alegorías y los símbolos utilizados, y ponerlos en relación con el contexto cultural de la producción. La sociología, por su parte, puede referir esas ideas a las diferentes clases o a los medios que la forman. La psicología, en su caso, puede relacionar esas formas no con la sociedad, sino con la vida psíquica del artista, con los deseos conscientes e inconscientes que la motivan (Freud ha escrito ensayos maravillosos sobre Leonardo da Vinci o sobre Miguel Ángel1).

Todos estos son modos absolutamente legítimos para hablar del arte. Ahora bien, ¿qué pasa con la filosofía del arte? ¿Por qué vale la pena agregar a todos esos discursos (técnico, museológico, científico, iconográfico, sociológico, psicológico, etc.) un discurso filosófico? ¿Qué cambia y qué se agrega de nuevo con esta perspectiva? ¿Cuál es la especificidad de un pensamiento filosófico del arte?

La filosofía, según la célebre imagen del árbol de Descartes, se esfuerza en conocer no los detalles de las ramificaciones del árbol del saber, es decir, todas las posibles e infinitas variaciones con las que algo se da, sino las raíces (es la llamada ‘filosofía primera’ o la ‘metafísica’ que se dirige a los fundamentos de nuestros saberes). Es por esta valoración que la filosofía procede de modo muy distinto de la ciencia y de los otros saberes: mientras que las ciencias se especializan (se ‘ramifican’) y se hacen infinitamente más complejas y avanzadas (según la idea de un continuo progreso disciplinario —no se parará nunca de realizar nuevos descubrimientos en física o en biología, por ejemplo—), la especificidad de la filosofía, en cambio, es que ella progresa regresando, volviendo hacia atrás, remontándose al origen, empezando siempre de nuevo, desde lo más básico y primitivo. Los filósofos en la historia que se han sucedido unos a otros no asumen como un hecho lo dicho por los filósofos anteriores, sino que siguen siempre fundamentando de nuevo todo el saber, empiezan siempre de cero. Y esto no se debe a una falta de organización disciplinaria, sino que depende del hecho de que la filosofía debe volver constantemente y siempre de nuevo a la fuente del sentido de las cosas. Se busca con ello un acceso renovado a lo mismo. Filosofar es, en este sentido, dicho de una forma muy general, el esfuerzo no de producir un nuevo saber, una nueva mirada sobre una cierta cosa, sino el movimiento regresivo que intenta deconstruir la evidencia, suspender el sentido inmediato, el esfuerzo de volver la mirada hacia lo que normalmente no se ve, para pensar más allá del sentido común o para pensar lo que este considera obvio, en vistas a entenderlo de otro modo.

La cuestión del fundamento

Ahora bien, dicha búsqueda del fundamento puede, de alguna forma, indicar la postura que la filosofía mantiene frente a la obra de arte. La filosofía del arte procede entonces del presupuesto que la hace dudosa de todo presupuesto: pretende interrogar retrospectivamente las evidencias que dominan nuestra manera habitual de realizar una experiencia estética.

Así, si los discursos posibles sobre el arte que analizamos anteriormente (técnico, museológico, científico, iconográfico, sociológico, psicológico) suponen todos, a modo de evidencia, la existencia de algo así como una ‘obra de arte’, como algo fácilmente identificable, al contrario, la filosofía del arte quiere volver hacia el ‘origen de la obra de arte’ (que es el título del célebre texto de Heidegger que discutiremos en el capítulo VIII). El problema del origen de la obra da lugar a unas cuantas preguntas: ¿qué es lo que hace de una obra una obra? ¿Por qué suponemos que una obra ha sido creada? ¿Qué implica la producción de obras? ¿Cómo y por qué se realiza? ¿Qué se expresa con el arte? ¿Cuáles son los principios que gobiernan la creación y la recepción de la obra de arte? ¿Con cuáles criterios se delimita el fenómeno artístico? Y, sobre todo, ¿de qué hacemos experiencia en la experiencia artística? Estas son algunas de las interrogantes del discurso filosófico sobre el arte.

Desde estas preguntas nacen algunos grandes temas que han sido decisivos para la totalidad del pensamiento filosófico y lo han atravesado de inicio a fin. El historiador de la filosofía Wladyslaw Tatarkiewicz hablaba de seis ‘ideas’ alrededor de las cuales se articula la historia de la estética: arte, bello, forma, creatividad, imitación y experiencia estética2. Se puede seguramente contrastar el número y la elección de tales ideas, pero no la existencia de una serie de nociones recurrentes que funcionan como catalizadores de la reflexión de la filosofía del arte. Análogamente, queremos aquí destacar cinco aspectos o nudos que nos parecen imprescindibles para ‘pensar el arte’ y que constituyen los focos de los recorridos de este libro:

a. La belleza. Normalmente, se discute el fenómeno artístico a partir de la noción de belleza. Se trata de una noción muy compleja, ya que refiere al reconocimiento de algo que no se puede ni categorizar ni reducir fácilmente a dinámicas de utilidad práctica o social, ni universalizar de manera eficaz. La belleza es algo que excluye o que obliga a suspender el modelo tradicional de aprehensión de lo real, excediendo las categorías de la técnica, de la ciencia o de la sociología, e impidiendo una comprensión universal.

b. La imitación (en griego: mimesis). Es obvio que cuando se trata de la belleza, se discute una dimensión que supera los límites del arte: un paisaje natural, por ejemplo, así como el arte, puede ser bello. Así, una de las cuestiones de la filosofía del arte es la de saber en qué medida el arte ‘imita’ a la naturaleza, es decir, si la belleza producida por el ser humano tiene como origen la belleza primera encontrada en la naturaleza. Pero es también posible que la obra no imite a la naturaleza, pues imita más bien la sobre-naturaleza de las ideas, de las formas inmortales, lo que se separa del devenir temporal (como piensan varios de los filósofos griegos y latinos). O, también, es por fin posible que el arte no imite nada, sino que instale un sentido enteramente nuevo, sin ‘imitar’; o que la imitación del arte, la mimesis, aluda a algo muy distinto de la mera copia, que signifique la puesta en escena, la instalación de una figuración. Una línea directa une, como se verá, el problema de la imitación con el tema de la representación.

c. El misterio. Referir la belleza de la obra a la belleza de la naturaleza o de las ideas no es quizá bastante si se quiere llegar a descubrir el origen de la obra de arte: en varios momentos de la filosofía del arte se ha avanzado la hipótesis de que la obra de arte exprese por medio de un silencio o de un enigma. Esto depende del hecho de que algo bello es a la vez apariencia y escondimiento del sentido, es manifestación y latencia. Lo bello se muestra y es reconocible con evidencia para todos, pero nadie sabe decir mucho sobre la belleza. En la época clásica se hablaba, a propósito de la belleza, de un ‘no se sabe qué’ que revela de sí mismo el sentido de modo no explícito sino alusivo. Parte del fenómeno artístico sería por lo tanto descriptible solamente haciendo un llamado al misterio que se expresa en la obra.

d. La sensación (en griego: aisthesis). Si, por un lado, la estética se mueve en el dominio de lo que no puede ser satisfecho por la sola razón, por el otro, hace posible una exploración de los territorios que exceden las reglas de la conciencia intelectual y se definen a partir de un ‘sentir’ que puede ser comunicado e investigado: el sentido común reconoce la existencia de un saber que, aunque no pueda ser organizado en aparatos categoriales, radica al mismo tiempo en una sensación indudable y universal. De ahí, por supuesto, la identificación de la filosofía del arte con la estética (el estudio de la sensación).

e. El simbolismo. Mucho se ha discutido, para pensar el fenómeno artístico, acerca de la expresión simbólica. Un símbolo es una presencia material que significa de manera inmediata y sin revelar enteramente su sentido. El símbolo reenvía a algo que queda oculto. Mientras lo real se muestra directamente, es lo que es, lo simbólico excede la materialidad dada, rechaza la penetración racional. La obra ‘significa’ o ‘representa’ de modo otro a lo real, y en ello se ha reconocido, en varios momentos del pensar filosófico, la especificidad del arte.

La función simbólica y el retirarse del sentido

En el recorrido que sigue se revisarán las cuestiones recientemente mencionadas en los filósofos que más influyeron en su desarrollo filosófico. Pero ahora, a título introductorio, vale la pena ahondar en el último punto tratado. ¿Qué es un símbolo y cómo funciona? Para dar inmediata visibilidad a la manera peculiar de significar que lo caracteriza, imaginemos un tatuaje, el de la cabeza de un león que puede verse en el brazo de un marinero. ¿Qué expresa esta imagen? ¿De qué modo ella exhibe su sentido? Es claro que en el brazo del marinero solo se percibe la presentación de un león, y, sin embargo, lo que esta presencia revela no es unívoco. Es bastante evidente, de hecho, que, si el marinero se hizo este tatuaje, no es simplemente para expresar que le gustan los leones. El sentido de ese dibujo no coincide con la cosa representada: la imagen presente alude a algo más. Probablemente ella quiere decir algo así como ‘soy fuerte como un león’ o ‘tengo el coraje de un león’. Pero, al mismo tiempo, en el brazo del marinero no vemos escrito ‘soy fuerte’ o ‘tengo coraje’. Él no usó su brazo como una simple superficie de escritura comunicativa, ya que tampoco es posible decir que el león significa en modo neto y cierto la fuerza o el coraje. Está, por supuesto, el dibujo de la cabeza de un león, pero esta es algo más o algo menos que la significación de ‘coraje’. Algo más, en el sentido de que el tatuaje hace alusión a la expresividad metafórica o simbólica de un león, que es mucho más elocuente que la palabra ‘coraje’ o que la palabra ‘fuerza’: es una figuración de la expresión de la cara del león, lo cual implica una gran diversidad de significados posibles. Así, en rigor, este dibujo se presta a muchas interpretaciones: la capacidad de dominar la naturaleza, la agresividad, el no tener miedo, la capacidad de correr riesgos, el hecho de ser el ‘rey de los animales’ y todas las demás imágenes que un reenvío simbólico permite. El símbolo tiene por definición muchos valores que son irreductibles entre sí y que llaman siempre a una interpretación. Pero, al mismo tiempo, el tatuaje del león dice también mucho menos que las palabras, precisamente porque no dice ninguna de ellas. Mientras que la palabra ‘fuerza’ o el concepto de fuerza no se confunden, son unívocos y claros, la cabeza del león significa muchas cosas y ninguna. Es incluso posible que el marinero solamente quisiese decir cuál es su animal preferido: la imagen por sí sola no puede resolverse en un significado, por lo que, frente a un símbolo, estamos obligados a reconocer cierta oscilación y cierta incertidumbre del sentido. Por lo tanto, puede afirmarse que el símbolo es un modo de practicar el sentido a través de un uso particular de la expresión, que no se reduce a lo expresado, porque el símbolo dice algo distinto de lo que dice. Con el símbolo se presenta algo (el león) para indicar algo que no está presente (la fuerza, el coraje o cualquier otro significado posible).

En cierta medida, así funciona el arte en su conjunto: la obra de arte presenta algo, es presentación material, ya que todas las obras de arte, por ser tales, son expresiones concretas y objetivas. Al mismo tiempo, el arte desplaza nuestra atención en dirección de un sentido que no está presente y que no es ‘concreto’. La cosa-obra de arte está ahí, en presencia, en su materialidad (vemos ese cuadro o esta estatua o escuchamos tal música); no obstante, es obvio que su presencia no es lo esencial, obligándonos a salir de la inmediatez presente, en dirección a un ‘no se sabe qué’.

Dicho de otra manera, al discurso racional y categórico, construido por nociones determinadas y definiciones unívocas, no le está permitido captar completamente el sentido de la obra de arte. Le está prohibido el acceso al sentido específico del arte. Frente a la cabeza del león del marinero o a una obra de arte, el pensamiento discursivo está en la necesidad de reconocer que existe un sentido que se le escapa o que no se reduce a las ideas conceptuales, y que, por ello, pasa por otras expresividades.

La existencia de estas expresividades indirectas es un problema muy importante para el pensamiento filosófico y representa una verdadera aporía del pensar conceptual. Pensar el arte significa acoger filosóficamente cierto ‘retirarse del sentido’ y acoger un límite constitutivo en las formas de argumentar en torno al fenómeno estético.

Es frente a esta complejidad que la apuesta filosófica del arte se hace profunda y necesita un esfuerzo específico. Si en la función simbólica algo se retrae (el sentido último), y lo hace de manera no accidental sino esencial, por otro lado, esta retirada se realiza ante todo a través de una presentación o una exhibición. Todas las formas de arte, bien sean ‘plásticas’, es decir, que se desarrollan en el espacio —como es el caso de la pintura, la escultura, la arquitectura—, bien sean ‘dinámicas’, es decir, que se desarrollan en el tiempo —como la danza, la música, la poesía y el teatro—, siempre ponen en presencia un despliegue material inmediato. Y, al mismo tiempo, aquello de lo cual el arte es presentación excede la mera presencia del objeto en tanto cosa frente a nosotros, por la misma razón por la que, por ejemplo, el sentido de la danza no consiste en sus movimientos singulares o el de la música no consiste en sus notas.

Un objeto de arte es tal, entonces, en la medida en que es capaz de ‘representar un mundo’ o de figurar un universo simbólico que supera la mera materialidad. El arte es presentación, pero de algo impresentable, indecible, de algo que no se deja decir en términos conceptuales: es presentación irreductible a presencia. Si se intenta decir todo lo que ocurre en un espectador expuesto a una obra de arte, si se intenta contar su experiencia en detalle, se hace evidente que la verdadera experiencia estética se convierte en otra cosa, perdiendo la fuerza simbólica que la configura. Si se pretende traducir un poema en un argumento discursivo, se pierde algo, lo esencial tal vez, lo propiamente poético, musical, lírico, de la experiencia inmediata del poema.

Del mismo modo, es fácil observar y reconocer que, si los seres humanos, desde las grutas de Lascaux (consideradas por Georges Bataille el momento inaugural del arte3) hasta hoy, producen obras, no es solamente porque quieren decir algo preciso que habrían podido decir mejor con las palabras. En las grutas de Lascaux no hay solamente dibujos de animales, está la expresión de algo indecible, de algo que concierne a la experiencia originaria con el mundo y que no es necesariamente ‘verbal’, ‘teórico’ o ‘discursivo’.

Entonces, lo que habría de complejo o de ambiguo en la experiencia filosófica del arte es que, si intentamos traducir en conceptos lo que una obra dice, si intentamos traducir en ideas la experiencia del arte, ya perdimos lo esencial de dicha experiencia. Y ese fenómeno primordial del arte, el hecho de que no podamos acercarnos al objeto de arte de un modo directo, es constitutivo del fenómeno artístico. Una obra es reconocida como tal cuando nos expone a una suspensión del pensamiento discursivo lineal y nos obliga a realizar un cambio de mirada.

El recorrido filosófico

Ahora bien, frente al arte, la filosofía, que es por definición una entrada lógico-discursiva en el sentido, ha tenido que encontrar ‘estratagemas’ para enfrentar ese ‘retirarse del sentido’. La filosofía ha tenido que reconocer la existencia de una dimensión estética en exceso sobre la dimensión meramente racional y ha tenido que acordar un estatuto expresivo otro a las experiencias estéticas. La historia de la filosofía del arte es decidida por estos vínculos y por los intentos de dar cabida y dignidad filosófica a esta experiencia-límite o experiencia del límite.

¿Hay un saber ‘estético’? ¿Hay criterios para comparar las sensaciones evocadas? ¿Si la obra dice ‘más y menos’ de lo que dice la palabra discursiva, qué tipo de conocimiento es el conocimiento de las obras de arte? De allí que los problemas y los desafíos propios de la filosofía del arte se multiplican, pero sigue siendo central el problema de ese ‘indecible’ o ‘indescifrable’ o ‘intraducible’ de la experiencia artística: la imposibilidad de decir lo que se retira del decir, la imposibilidad de reducirlo a ‘algo dicho’, la necesidad de reconocer dignidad y autonomía a la experiencia de la expresividad artística, la necesidad de acordar la existencia de un sentido distinto a la sensibilidad material de la obra.

Las respuestas a dicha complejidad y los argumentos construidos por los filósofos acerca del arte han sido muy distintos: en algunos casos se ha intentado resolver la paradoja de este indecible negando la validez filosófica del arte, pero, por lo general, se han buscado formas para darle cabida al problema del gusto, a los criterios de la creación, a los principios de la ‘imitación sensible’, a las experiencias espirituales, al sentido político de la obra, a la transmisión del sentido por el arte, etc. En buena parte, la filosofía ha intentado poner reparos a la paradoja, realizando un gesto de racionalización del fenómeno del arte; pero, en otros momentos, seguramente a partir del Romanticismo alemán o ya desde Kant, la filosofía ha intentado reconocer el estatuto de ese impenetrable, impensable, indecible, sin racionalizarlo, y engendrando estructuras de sentido siempre más complejas, con el fin de darle cabida a ese carácter suspensivo de las obras de arte.

En el recorrido que sigue se tratará de leer la historia del pensamiento a la luz de la inquietud filosófica que surge a la hora de enfrentarse con estos problemas. No se seguirá el hilo problemático del arte como tal y de sus corrientes históricas, ni toda la variedad conceptual de la estética propiamente tal, sino que se pondrá al centro el modo en el cual la filosofía se ha hecho cargo del tema del arte.

El camino historiográfico que seguiremos pretende dar cuenta de los cambios ocurridos en la consideración del arte como problema filosófico. Se presentará la continuidad y las diferencias del planteamiento griego del problema del arte, limitando la atención esencialmente a Platón y Aristóteles, en los que se juega una oposición decisiva para la entera historia del pensamiento occidental. En seguida, se dedicará un capítulo a las figuras principales de la Edad Media, antes de pasar al momento fundacional de la problemática ‘estética’, detallando el pasaje desde Baumgarten a Kant. En Kant, se presentará la amplitud del problema de lo bello y de lo sublime. Este último constituirá la brecha con la que los románticos tratarán de redefinir el problema de la relación entre arte y pensamiento. Después de haber estudiado el pliegue idealista del problema del arte, se discutirá sobre Nietzsche y la entrada en el pensamiento contemporáneo. Se estudiarán, para terminar, tres figuras de la filosofía del último siglo: Heidegger, Benjamin y Merleau-Ponty, con las que se pretende mostrar la actualidad del pensamiento filosófico del fenómeno artístico y la intensidad problemática de la experiencia estética. Dadas la complejidad y la amplitud de la obra de estos tres autores de la contemporaneidad, hemos intentado limitarnos a la presentación de los elementos mínimos que permitiesen la lectura de sus obras principales sobre el arte, evitando excedernos en la exposición de su obra.

Cada elección y recorte que sirve para narrar la historia del pensar presenta el riesgo de ser absolutamente arbitrario y parcial. La complejidad histórica, teórica y temática de la filosofía del arte acrecienta dicho riesgo. Al mismo tiempo, en la filosofía del arte, aun en sus diferentes figuras y momentos, es posible encontrar una serie de hilos conductores que, al seguirlos, permiten reconducir dicha variedad a una visión coherente, sin introducir una violencia teleológica. Va de suyo, entonces, que los diez capítulos de este libro no son los únicos posibles y que el recorrido siguiente habría podido componerse de manera completamente diferente al utilizar otros criterios de recorte. La elección, sin embargo, no es para nada casual: se ha dado preferencia a pensadores y momentos históricos que, por su influencia en los demás y por la carga transformadora de sus propuestas, se han convertido en ‘paradigmas’ del pensar estético o en ‘símbolos estéticos’ de la misma estética. Los autores elegidos tienen efectivamente la capacidad de ofrecerle al lector la posibilidad de realizar una interrogación general sobre la estética y su sentido, al interior tanto de la tradición filosófica como de las propias artes, permitiendo un camino unitario y, a la vez, plural.

Todos los capítulos de este libro, con la excepción del capítulo III, sobre el arte en la Edad Media, que ha sido enteramente escrito por Megan Zeinal, son la reelaboración de las notas del curso de Filosofía del Arte realizado entre 2012 y 2018 por el profesor Andrea Potestà, en la que han participado todos los colaboradores de la presente obra.