“Cristo vaga por nuestras calles en la persona de tantos pobres, enfermos, desalojados de su mísero conventillo. Cristo, acurrucado bajo los puentes, en la persona de tantos niños que no tienen a quien llamar ‘padre’, que carecen hace muchos años del beso de la madre sobre su frente…”


Alberto Hurtado

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PRIMERA EDICIÓN

OCTUBRE DE 2014

Autor:

Antonio Landauro

Coordinación de edición:

Paula Rivera Donoso

Diseño gráfico y diagramación:

Paula Vásquez

Diagramación digital:

ebooks Patagonia

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Derechos reservados.

I.S.B.N. Edición impresa: 978-956-312-271-8

I.S.B.N. Edición digital: 978-956-312-358-6


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Nací con el siglo

Mi nombre es Luis Alberto Miguel Hurtado Cruchaga. Vine al mundo un día 22 de enero del año 1901 en casa de don Ramón Echezarreta Ariztía, en la calle Valparaíso, a media cuadra de la Plaza de Viña del Mar. Se puede decir que yo nací con el siglo XX y formé parte de una familia de origen vasco, de buena situación económica, muy unida y cristiana. Mi padre se llamaba Alberto Hurtado Larraín (1876) y mi madre Ana Cruchaga Tocornal (1880).

Cuando tenía tan solo un día de vida, el presbítero Abraham Donoso me bautizó en la Parroquia de Viña del Mar; mis padrinos fueron don Juan de la Cruz Díaz y doña Elvira Cruchaga. Tuve un solo hermano, Miguel, 2 años menor que yo. Hasta los 4 años vivimos en el fundo Los Perales de Tapihue, cerca de Casablanca.

La parcela donde estaba nuestra casa se llamaba Minas de Agua; recuerdo que había muchos árboles en los alrededores, y que en las mañanas un arrogante gallo de cabeza adornada de una cresta roja, carnosa y erguida, despertaba a todos con su sonoro quiquiriquí.

La gente de la mirada triste

Como en el mundo suceden cosas imprevistas todos los días, el 14 de junio de 1905 sucedió algo que nadie en mi familia nunca imaginó siquiera. Mi padre, que era un hombre sano, a las 12:15 horas sufrió un ataque cardíaco y falleció. Este suceso cambió radicalmente nuestras vidas. Mi madre, que nunca pudo superar esta pérdida, decidió que lo mejor para nosotros era trasladarnos a Santiago. Así lo hicimos; partimos con camas y petacas a la capital. En Santiago vivimos de allegados con diferentes parientes. Todos eran muy buenos con nosotros, pero yo extrañaba a mi padre, el olor a pasto fresco, la brisa que venía de la costa y, sobre todo, el canto del gallo.

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