“A los niños y jóvenes quiero decirles que si bien la vida del artista no es siempre un camino de rosas, la verdadera vocación puede llevar a una vida plena, si se persigue con profunda dedicación y disciplina”.


Claudio Arrau



PRIMERA EDICIÓN

OCTUBRE DE 2013

© EDITORIAL BIBLIOGRAFICA INTERNACIONAL LTDA.

Autor:

Antonio Landauro

Coordinación de edición:

Víctor Arévalo Marín

Diseño gráfico y diagramación:

Juan C. Hernández

Derechos reservados.

ISBN edición impresa: 978-956-312-221-3
ISBN edición digital: 978-956-312-360-9

Diagramación digital: ebooks Patagonia
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Nací en Chillán

Chillán es una tierra de leyendas, de cantos y tradiciones, situada a 400 kilómetros de Santiago, la capital de Chile. Hacia principios del siglo XX era una pequeña ciudad con sabor a aldea, rodeada de vergeles y árboles frutales, de pasado glorioso y cuna de grandes personajes. Bernardo O´Higgins, Padre de la Patria; Ramón Vinay, cantante lírico de fama mundial; Nicanor Parra, famoso poeta creador de la antipoesía, son algunos ilustres chillanejos.

Todos los caminos eran polvorientos y la mayoría de las casas estaban construidas de adobe y madera. Aquí vivían alrededor de 30.000 personas. Yo nací en la calle Lumaco 554, un día 6 de febrero de 1903. En esta tierra también vinieron al mundo mis hermanos mayores, Carlos y Lucrecia, el primero en 1893 y la “Quecha” en 1897.

Mi casa era de estilo colonial, con tres patios y un jardín grande, que siempre olía a flores; las piezas eran de techo alto y ventanas pequeñas. Me bautizaron en la parroquia de El Sagrario el día 14 de enero de 1905; mis padrinos fueron Luis Valenzuela y Selinda Munita, de los que solo recuerdo sus nombres. Mi papá se llamaba Carlos Arrau Ojeda, era médico cirujano, muy amable y de buen corazón. Dicen que era muy querido por la gente, sobre todo por los pobres, pues nunca les cobraba por sus servicios profesionales. Mi mamá, que bordaba y tocaba el piano gran parte del día, se llamaba Lucrecia León Bravo de Villalba.

Mi infancia fue tranquila y muy distinta a la de casi todos los niños, ya que mi papá falleció en un accidente de caballo a la edad de 48 años, cuando yo solo tenía 1 año de vida, y no lo conocí. Apremiada por la situación económica que significaba quedar sin sustento, mi mamá vendió unas tierras que poseía y habilitó un salón donde comenzó a impartir clases de piano. Ella vistió de negro durante 20 años, según la tradición de la época sobre el luto, que se respetaba rigurosamente.

La magia de la música

A los 3 años escuché a mi mamá tocar piano por primera vez y la música me cautivó: me emocionaba, me hacía soñar. Creo que a Mozart, al gran músico austríaco, le ocurrió lo mismo a igual edad. Mi mamá, al darse cuenta de que la música me tranquilizaba, comenzó a enseñarme las primeras notas en el piano vertical que teníamos en la casa. También le daba clases a Quecha, que era muy dotada. La magia de la música nos unió toda la vida a los tres. Con Carlos, no tuve mucha cercanía, ya que siempre me trataba como a un niño chico y andaba preocupado de otros asuntos.