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Créditos

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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2016 Anna DePalo

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Otra oportunidad al amor, n.º 170 - octubre 2019

Título original: Second Chance with the CEO

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Harlequin Deseo y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

® y ™ son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited y sus filiales, utilizadas con licencia.

Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-713-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

–Cole Serenghetti –dijo ella entre dientes–, dondequiera que estés, aparece.

Parecía un personaje cursi de un cuento de hadas, pero, últimamente, andaba escasa de finales felices, y las palabras no hacían daño a nadie.

Como si lo hubiera hecho surgir por arte de magia, un hombre alto apareció por debajo de una viga de la obra.

Ella sintió un hormigueo en el estómago. ¿Cuántas veces había pensado que podía hacer aquello y, después, el valor la había abandonado?

De todos modos, los estudiantes de la escuela Pershing dependían de que ella hiciera entrar en vereda a Cole Serenghetti. Su trabajo también dependía de eso.

Marisa levantó la mano del volante y se la apretó para que le dejara de temblar. Después alzó los prismáticos.

El hombre se dirigió por un camino de tierra a la valla que rodeaba la obra, que pronto se convertiría en un complejo de oficinas de cuatro plantas. Vestido con vaqueros, camisa de cuadros, chaleco, botas de trabajo y casco, podría confundírsele con un obrero, pero tenía un aspecto dominante y un físico que le permitiría aparecer en un calendario de hombres fornidos.

El corazón a Marisa comenzó a latirle con fuerza.

Cole Serenghetti, antiguo jugador de hockey profesional, había vuelto al seno familiar como consejero delegado de Serenghetti Construction. Había sido un alumno problemático en la escuela secundaria, del que ella, por desgracia, se había enamorado.

Marisa se deslizó hacia abajo en el asiento y soltó los prismáticos, que quedaron colgándole del cuello. Lo único que le faltaba era que se presentara un policía y le preguntara qué hacía espiando a un rico empresario de la construcción.

¿Quería hacerle chantaje? ¿Estaba embarazada de él? ¿Intentaba robarle el Range Rover aparcado allí al lado?

Nadie se creería que la verdad era mucho más prosaica. Ella era para todos la señorita Danieli, una profesora de buen carácter de la escuela Pershing. Sería paradójico que se considerara que espiaba a un millonario, cuando lo único que pretendía era ayudar a los estudiantes de secundaria de la escuela.

Dejó a un lado los prismáticos, se bajó del Ford Focus y echó a andar mientras su presa llegaba a la acera. No había peatones en ese lado de la calle a las cuatro de la tarde, aunque se aproximaba la hora punta en la ciudad de Springfield.

Al acercarse, olió la suciedad de la obra y el aire se llenó de partículas que casi podía sentir, incluso con el frío que hacia en el oeste de Massachusetts en marzo.

Tenía hambre. Aquel encuentro la había puesto tan nerviosa que se había saltado la comida.

–¿Cole Serenghetti?

Él se volvió al tiempo que se quitaba el casco.

Marisa disminuyó la velocidad al ver el cabello oscuro y despeinado del hombre, los ojos castaños y los labios bien dibujados. Una cicatriz le dividía en dos el pómulo izquierdo y se unía a otra más pequeña en la barbilla que ya tenía en la escuela secundaria.

Pero seguía siendo el hombre más sexy del mundo.

Era más alto y más ancho que a los dieciocho y se le había endurecido el rostro. Pero el cambio más grande era haber pasado de ser una estrella de la Liga Nacional de Hockey a ser un millonario empresario de la construcción. Y, a pesar de la nueva cicatriz, no presentaba ninguna señal grave de lesiones que hubieran podido acabar con su carrera en el hockey. Se movía bien.

Aunque Pershing se hallaba a las afueras de Welsdale, Massachusetts, la ciudad donde vivían los Serenghetti, no había vuelto a ver a Cole desde la secundaria.

Él la miró y sonrió lentamente.

Ella experimentó un gran alivio. Temía aquel reencuentro desde la secundaria, pero parecía que él estaba dispuesto a olvidar el pasado.

–Cariño, aunque no fuera Cole Serenghetti te diría que sí –dijo él, aún sonriendo, mientras la miraba de arriba abajo y se detenía en el escote de su vestido de manga larga y en sus piernas.

«Vaya», se dijo ella.

Él la miró a los ojos.

–Eres un rayo de sol después de salir de una obra llena de barro.

Ni siquiera la había reconocido. Ella no lo había olvidado en los quince años anteriores. Y recordaba su propia traición… y la de él.

Sabía que su aspecto había cambiado. Llevaba el pelo suelto y con mechas. Estaba más llena y ya no escondía el rostro tras unas gafas redondas. Pero, de todos modos… Cayó al suelo como un piloto de ala delta que se hubiera quedado sin viento.

Tenía que acabar con aquello, por mucho que le gustara volver a verlo.

Respiró hondo.

–Marisa Danieli. ¿Cómo estás, Cole?

El momento se quedó en suspenso, estirándose.

Él dejó de sonreír.

Ella se obligó a comportarse como una profesional, sin caer en la desesperación, o eso esperaba.

–Ha pasado mucho tiempo.

–No el suficiente –contestó él–. Y supongo que no es accidental que estés aquí –enarcó una ceja–. A menos que hayas desarrollado la manía de recorrer obras.

«Respira, respira», se dijo ella.

–La escuela Pershing necesita tu ayuda. Nos estamos dirigiendo a nuestros exalumnos más importantes.

–¿Nos?

Ella asintió.

–Enseño inglés allí.

–Siguen utilizando a los mejores.

–A la única. Soy yo quien se encarga de recaudar fondos.

Él entrecerró los ojos.

–Enhorabuena y buena suerte.

La rodeó y ella se giró con él.

–Si quisieras escucharme…

–No soy tan idiota para dejarme seducir por unos ojos de gacela como lo era hace quince años.

Ella archivó lo de «ojos de gacela» para analizarlo después.

–Pershing necesita un gimnasio nuevo. Seguro que, como jugador de hockey profesional, valorarás…

–Exjugador. Mira el anuario. Seguro que encontrarás otros nombres.

–El tuyo encabeza la lista –ella trató de adaptarse a sus zancadas. Las alpargatas que llevaba le habían parecido adecuadas para la escuela, pero ahora hubiera preferido haberse puesto otro calzado.

Cole se detuvo y se volvió hacia ella, por lo que estuvieron a punto de chocar.

–¿Sigo encabezando tu lista? –preguntó con una sonrisa sardónica–. Me halagas.

Marisa notó calor en las mejillas. Su forma de decirlo daba a entender que ella se estaba lanzando a sus brazos de nuevo y que él la rechazaba.

Ella ostentaba un récord terrible con los hombres. ¿Acaso no lo demostraba la reciente ruptura de su compromiso matrimonial? Y su mala racha había comenzado con Cole en la secundaria. La humillación la quemaba por dentro.

Hacía mucho tiempo, Cole y ella habían estudiado juntos. Si ella se movía en la silla, le rozaba la pierna. Y él la había besado en los labios…

–Pershing necesita tu ayuda. Necesitamos una primera figura para recaudar dinero para el nuevo gimnasio.

Él parecía implacable, salvo por el brillo de los ojos.

–Te refieres a que tú necesitas una primea figura. Inténtalo con otro.

–Recaudar fondos beneficiará también a Serenghetti Construction –afirmó ella, que llevaba todo ensayado–. Es una excelente oportunidad de profundizar las relaciones con la comunidad.

Él se volvió de nuevo y ella le puso la mano en el brazo.

Inmediatamente se dio cuenta de que había sido un error.

Los dos miraron el bíceps de él y ella retiró la mano.

Lo había sentido fuerte y vital. Una vez, quince años antes, le había acariciado los brazos mientras decía su nombre gimiendo y él tomaba uno de sus senos en la boca. ¿Dejaría alguna vez de reaccionar con deseo a su contacto, a sus miradas, a sus palabras?

Lo miró a los ojos, duros e indescifrables en aquel momento.

–Necesitas algo de mí –afirmó él.

Ella asintió con la boca seca.

–Es una pena que no olvide o perdone una traición con facilidad. Es un defecto de mi carácter no poder olvidar los hechos.

Ella se sonrojó. Siempre se había preguntado si él estaba seguro de quién se había chivado de su broma a la dirección de la escuela, que le había costado una expulsión temporal, y a Pershing no ganar la final de la liga estudiantil de hockey de ese año. Ahora, ella ya sabía la respuesta.

Tenía razones para hacer lo que había hecho, pero dudaba que lo hubieran satisfecho entonces o ahora.

–Lo de la escuela pasó hace mucho tiempo, Cole.

–Exacto, y es en el pasado donde los dos nos vamos a quedar.

Sus palabras le dolieron, a pesar de los quince años transcurridos. Sintió una opresión en el pecho que la impedía respirar.

Él hizo un gesto con la cabeza hacia la calle.

–¿Es tuyo?

Ella no se había dado cuenta de que estaban cerca de su coche.

–Sí.

Él le abrió la puerta y ella se bajó de la acera.

Notó que se mareaba y se tambaleó.

Pero intentó mantener la dignidad. Unos pasos más y se acabaría aquel incómodo encuentro.

Mientras empezaba a verlo todo negro, tuvo un último pensamiento: «Debería haber comido».

Oyó que Cole maldecía y que su casco caía al suelo. Él la tomó en sus brazos cuando se desmayó.

Cuando recuperó la conciencia, Cole decía su nombre.

Durante unos segundos, ella creyó que estaba fantaseando con la relación sexual que habían tenido en la escuela, hasta que le llegaron al cerebro los olores de la obra y se dio cuenta de lo que había sucedido.

Un cuerpo cálido y sólido la sostenía. Abrió los ojos y se encontró con los ojos verdes de Cole, que la miraban con intensidad.

Veía muy de cerca la cicatriz que le atravesaba la mejilla. Tuvo ganas de alzar la mano y recorrerla con los dedos.

Él frunció el ceño.

–¿Estás bien?

–Sí, suéltame.

–Puede que no sea buena idea. ¿Estás segura de que puedes mantenerte en pie?

Cualesquiera que fueran los efectos de la lesión que lo había llevado al final de su carrera, no parecía tener problemas para sostener en brazos a una mujer llena de curvas y de peso medio. Su cuerpo era puro músculo y fuerza contenida.

–Estoy bien, de verdad.

Cole bajó el brazo, aunque se veía que tenía dudas. Cuando los pies de ella tocaron el suelo, retrocedió.

Marisa se sentía completamente humillada.

–Como en los viejos tiempos –observó Cole con ironía.

Como si ella necesitara que se lo recordara. Se había desvanecido en la escuela, durante una de las sesiones de estudio. Así había acabado por primera vez en sus brazos.

–¿Cuánto tiempo he estado sin conocimiento? –preguntó sin mirarlo a los ojos.

–Menos de un minuto –se metió las manos en los bolsillos–. ¿Estás bien?

–Muy bien.

–Tienes tendencia a desmayarte.

Ella negó con la cabeza. Estaba abrumada por volver a verlo. Anticipar y temer el encuentro la había puesto tan nerviosa que no había comido.

–No, hace años que no me desmayo. El término médico es síncope vasovagal, pero los episodios son poco frecuentes.

Pero tenía la costumbre de desmayarse en su presencia. Era la primera vez que se veían en quince años y había conseguido reproducir lo sucedido en la escuela secundaria. No quería ni imaginarse lo que él estaría pensando. Probablemente, que era una consumada actriz.

De pronto, él pareció distante.

–No podías haberlo planeado mejor.

Ella se estremeció porque le estaba dando a entender que el desmayo le había permitido ganar tiempo y su compasión. Sin embargo, se sentía demasiado violenta para enfadarse.

–¿Por qué iba a querer realizar un último intento con pocas posibilidades de éxito?

Él se encogió de hombros.

–Para despistar al contrario.

–¿Y lo he conseguido?

A Marisa le pareció que lo estaba desequilibrando, que a él le gustaría llevar toda la protección del uniforme de hockey. La invadió una momentánea sensación de poder, a pesar de la debilidad que sentía en las piernas.

–No he cambiado de opinión.

Ella se dirigió al coche.

–¿Te encuentras bien para conducir?

–Sí, estoy bien. «Cansada, derrotada y avergonzada, pero bien».

–Adiós, Marisa.

Él se había despedido de ella hacía años, y ahora volvía a hacerlo de manera definitiva.

Sin hacer caso del dolor inesperado que la invadía, se montó en el coche, consciente de que Cole la miraba. Y cuando arrancó y se alejó, vio por el retrovisor que él seguía mirándola desde la acera.

No debería haber ido a su encuentro. Sin embargo, tenía que conseguir que aceptara. No había llegado hasta allí para asumir la derrota tan fácilmente.

 

 

–Parece que necesitas dar unos puñetazos al saco de arena –dijo Jordan Serenghetti haciendo chocar sus guantes de boxeo.

–Eres un canalla afortunado –respondió Cole al tiempo que movía la cabeza a uno y otro lado para soltar los músculos–. Solucionas los problemas venciendo a alguien en la pista de hielo.

Jordan tenía por delante una larga carrera en la Liga Nacional de Hockey con los New England Razors, mientras que la de Cole había terminado a causa de una lesión.

Cuando Jordan estaba en la ciudad, los dos quedaban para boxear. Para Cole suponía romper la monotonía de entrenarse en el gimnasio. A pesar de haberse convertido en un ejecutivo, seguía en forma.

–El próximo partido de hockey es dentro de tres días –respondió Jordan mientras se aproximaba a él con los guantes levantados–. De todos modos, ¿no tienes algún bombón que te solucione los problemas?

Marisa Danieli era un bombón, desde luego, pero Cole no tenía ninguna intención de resolver nada con ella. Por desgracia, pensaba demasiado en ella desde que la había tenido en sus brazos el viernes anterior.

Jordan se llevó un guante al casco protector y sonrió.

–Ah, se me olvidaba que Vicky te había dejado por ese agente deportivo. ¿Cómo se llamaba?

–Sal Piazza –respondió Cole echándose a un lado para evitar el primer golpe de Jordan.

–Eso es, Salami Pizza.

Cole lanzó un gruñido.

–Vicky no me dejó. Se…

–Se cansó de tu incapacidad para comprometerte.

Cole golpeó a Jordan con la derecha.

–No buscaba un compromiso. Era una relación perfecta.

–Porque conocía tu reputación, por lo que sabía qué debía hacer.

–Como te he dicho, los dos estábamos contentos –se movían por el cuadrilátero sin percibir los ruidos del gimnasio que los rodeaban.

Incluso un miércoles a última hora de la tarde, el gimnasio de boxeo Jimmy’s hervía de actividad. Aunque había refrigeración, el aire frío no disminuía el olor a sudor bajo los fluorescentes.

–Ya sabes que mamá quiere que sientes la cabeza.

Cole sonrió.

–También le gustaría que dejaras de arriesgarte a partirte los dientes en la pista de hielo, para que no tengas que gastarte miles de dólares en arreglártelos. Pero eso tampoco va a suceder.

–Podría poner sus esperanzas en Rick –dijo Jordan refiriéndose al mediano de los hermanos– si supiéramos dónde está.

–He oído que en un plató cinematográfico de la Riviera italiana.

Su hermano era un doble especializado en escenas peligrosas, y al que, de los tres, más le gustaba arriesgarse. Su madre afirmaba que se había pasado la vida en urgencias mientras criaba a tres chicos y una chica. Era cierto que todos se habían roto algún hueso, pero Camilla Serenghetti no sabía lo que todavía estaba por llegar.

–Parece que se halla en un plató lleno de paparazis –afirmó Jordan–. Y sin duda habrá también una bella actriz.

–Mamá puede apoyarse en Mia, aunque esté en Nueva York –su hermana pequeña se estaba labrando una carrera como diseñadora de modas, lo que implicaba que Cole era el único que vivía en Welsdale.

–Es una lata ser el mayor, Cole –dijo Jordan como si le adivinara el pensamiento– pero tienes que reconocer que estás más capacitado que ninguno de nosotros para dirigir Serenghetti Construction.

Después de que la carrera deportiva de Cole hubiera acabado, su padre había sufrido un derrame cerebral. Hacía ocho meses que Cole se había hecho cargo de la empresa.

–No es una lata. Hay que hacerlo.

Aprovechó la oportunidad para golpear por sorpresa a Jordan con la derecha. Era bueno liberarse de parte de la frustración en el cuadrilátero. Quería a su hermano, así que la parecía mal envidiarle la vida que llevaba. No era solo que siguiera siendo una estrella del hockey, sino que gozaba de una libertad de la que carecía Cole.

Su padre siempre había esperado que uno o dos de sus hijos varones dirigiera el negocio familiar. Y, en el casino de la vida, Cole había sacado la carta ganadora.

Conocía el negocio de la construcción desde la adolescencia, por haber pasado los veranos trabajando en obras. No había previsto que su carrera deportiva acabase al mismo tiempo que tuviera que hacerse cargo de su familia. El negocio no iba bien en los últimos tiempos, por lo que había tenido que dedicarle muchas horas.

Con un poco de suerte, pronto podría recuperar su vida. Aunque su futuro ya no estuviera en la pista de hielo, tenía su propio negocio y oportunidades de invertir, sobre todo en el terreno deportivo. Ser entrenador lo atraía.

–¿Por qué no me dices lo que te ha puesto de mal humor? –preguntó Jordan.

Cole pensó en su problema más inmediato, si podía denominar así a Marisa. Él construía cosas y ella las destruía, sobre todos su sueños. Así que era mejor recordar su malvado poder.

–Marisa Danieli se ha pasado hoy por la obra.

Jordan lo miró sin entender.

–De la escuela secundaria –añadió Cole y vio que su hermano dejaba de fruncir el ceño.

–¿La seductora Lola Danieli?

A Cole nunca le había gustado esa descripción, ni siquiera antes de empezar a pensar en Marisa Lola Danieli como la Lolita de secundaria que lo había llevado por el camino de la perdición.

No le había hablado a nadie de su intimidad con Marisa. Sus hermanos se lo hubieran pasado muy bien con la historia de la estudiante y el deportista. Para todo el mundo, era la chica que se había chivado al director de la broma que había gastado.

Durante años, había llevado grabado en la memoria el momento en que al director se le había escapado que había sido Marisa la que se lo había contado. No había vuelto a gastar una broma.

De todos modos, no se dedicaba simplemente a pensar en lo que había sucedido cuando estaban a punto de acabar la secundaria. Su carrera en el hockey había terminado el año anterior, por lo que no era un buen momento para que Marisa apareciera y le recordara lo cerca que había estado ella de desbaratarla antes de que hubiese comenzado. Y como le había dicho a Jordan, había aceptado el cargo de consejero delegado de la empresa, pero no de buena gana. Aún estaba aprendiendo cómo hacer que la empresa prosperara.

Su hermano le dio un puñetazo en el hombro e hizo que se tambaleara, lo cual le devolvió a lo que sucedía en el cuadrilátero.

–Vamos, devuélvemelo –se burló Jordan–. No he visto a Marisa desde que acabasteis la secundaria en Pershing.

–Hasta hoy, yo te habría dicho lo mismo.

–¿Y qué? ¿Ha vuelto para el segundo asalto ahora que te has vuelto a levantar?

–Muy gracioso.

–Siempre he sido el hermano chistoso.

–Tu sentido de la lealtad fraternal me conmueve –se burló Cole.

Jordan levantó las manos en señal de rendición.

–Oye, no defiendo lo que hizo. Para ti fue una desgracia no poder jugar la final, y, para Pershing, perder la liga. Todos la evitaban cuando iba a la ciudad. Pero la gente cambia.

Cole golpeó a su hermano con la izquierda.

–Quiere que encabece una recaudación de fondos para construir un nuevo gimnasio en Pershing.

Jordan lanzó un silbido.

–Vaya, sigue teniendo redaños.

Marisa había cambiado, pero Cole no iba a explicárselo.

Antes de haberla reconocido, sus sentidos se habían puesto en estado de alerta y la libido se le había disparado. Marisa era sexo andante. Era criminal que una profesora tuviera aquel aspecto.

Ya no llevaba gafas, tenía el cabello más largo, lo llevaba suelto y se le rizaba en las puntas. No escondía su figura bajo anchas sudaderas y se había desarrollado en los lugares adecuados. Estaba más llena, tenía más curvas y era más mujer. Él lo sabía, ya que una vez le había acariciado los senos y los muslos.

Antes de que ella le dijera quién era, había creído que los dioses le sonreían después de una larga semana laboral. Luego, ella había caído literalmente en sus brazos.

En los segundos en que contempló su rostro, había experimentado sentimientos encontrados: sorpresa, ira, preocupación y, sí, lujuria; lo habitual cuando se trataba de Marisa. Aún sentía la huella de sus suaves curvas, que le enviaban señales que sobrepasaban la parte racional de su cerebro para ir directamente al lugar que deseaba unirse a ella.

Esa vez, Jordan le dio en medio del pecho.

–Venga, estás dormido. ¿Piensas en una mujer?

–Ella dice que participar en la recaudación de fondos para Pershing proporcionaría buena publicidad a Serenghetti Construction.

–Marisa es una mujer inteligente, no se puede negar.

Cole gruñó. La sugerencia de Marisa tenía sentido, aunque le costara reconocerlo. No le gustaba la publicidad y, durante su carrera deportiva, su imagen le había traído sin cuidado, para desesperación de su agente. Y desde que se había hecho cargo de la empresa se había dedicado a aprender cómo funcionaba. Las relaciones con la comunidad habían quedado en segundo plano.

Marisa tenía cerebro, de acuerdo, a diferencia de muchas de las mujeres que lo habían perseguido en sus tiempos de jugador. En la escuela adoraba los libros. En el vestuario, los del equipo no habían podido ponerle nota porque no se dejaba hacer un reconocimiento.

Al final, él había tenido la oportunidad de averiguar que usaba una talla grande de sujetador, pero había tenido que pagar un alto precio por saberlo.

Ahora, ella tenía un cuerpo de primera. Estaba preparada para causar la perdición de los hombres, al igual que en los viejos tiempos.

Pero, esa vez, la próxima víctima sería él.