Documento1

 

François Blais

 

Es un chico tímido, un intelectual amante de los videojuegos y la literatura de los siglos XVIII y XIX; un tipo normal, según él, pero un superhéroe, un underdog, según la crítica; un autor que vivía de la traducción y de la escritura hasta que quiso comprarse una casa en el campo y, como las artes no eran compatibles con la angustia que le producía la hipoteca, se buscó un trabajo como empleado de mantenimiento en el centro comercial de al lado de su casa. François Blais es una de las voces contemporáneas más interesantes de la literatura de Quebec. Prolífico, tiene en su haber nueve novelas, donde circula siempre el mismo tipo de personajes aparentemente anodinos, marginales (trabajadores del Subway, adictos a Google Maps…), casi nihilistas, poco inclinados a interactuar con el resto de la humanidad, herederos de «nombres improbables extraídos de los anales de la literatura».

 

François Blais está considerado un superhéroe clandestino de la escritura francófona. Documento1, que se publicó en francés en 2013 con gran éxito de crítica, es su primera aparición en las librerías de nuestro país.

 

También han

hecho posible

este libro

 

 

Luisa Lucuix

 

Luisa (Sevilla, 1979) trabaja como editora y traductora para distintas editoriales españolas y francesas. Es además asesora editorial en literatura quebequesa. Ha traducido para editoriales como Hoja de Lata, Impedimenta, Minúscula o Seix Barral, entre otras (como por ejemplo Barrett), y coordinado eventos culturales como los Encuentros Québec, unas jornadas para profesionales de la edición de ambos lados del Atlántico.

 

 

 

Conxita Herrero

 

Conxita (El Prat de Llobregat, 1993) es una dibujante considerada una promesa del cómic de vanguardia. Estudió en la Escuela Massana de Barcelona y desde 2014 colabora como ilustradora con la revista VICE.

 

En 2016 publicó Gran bola de helado (Apa Apa Comics), un cómic formado por historias cortas sobre la cotidianidad de las protagonistas, publicación que la llevó en 2017 a estar nominada al Premio de Autora Revelación del Salón Internacional del Cómic de Barcelona. Suya es la cubierta de Documento1.

 

 

Título original: Document 1 © Les éditions de L’instant même, 2013.

Primera edición: septiembre de 2019

 

Traducción: Luisa Lucuix Venegas.

La traductora agradece a María Luisa Venegas Lagüéns la revisión de

las expresiones en inglés.

Corrección: Editorial Barrett

 

 

Esta obra está producida con la contribución de SODEC.

 

 

© del texto: François Blais

© de la traducción: Luisa Lucuix Venegas

© de la ilustración de cubierta: Conxita Herrero

© de la edición: Editorial Barrett | www.editorialbarrett.org

Comunicación y prensa: Isabel Bellido | comunicacion@editorialbarrett.org

 

 

ISBN: 978-84-120036-8-0

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

 

 

 

 

La simple experiencia le había enseñado que, en algunas circunstancias, había algo todavía mejor que llevar una vida recta, y era no llevar vida alguna.

 

Thomas Hardy, Tess de los d’Urberville.

 

 

La risa siempre proviene de un malentendido.
Bien mirado, no hay nada gracioso bajo el sol.

 

Thomas Hardy, Jude el oscuro.

 

Primera parte
por Tess

 

Prólogo
[los adjetivos calificativos]

No es por hacerme la interesante, pero pienso que Jude y yo somos unos infelices. Tener ganas de largarse es sin duda el síntoma más común de la infelicidad. Es típico del desgraciado obtuso pensar que de verdad se puede cambiar el mal de sitio, imaginarse que la felicidad está ahí fuera; lo de querer empezar de nuevo y poner el contador a cero, marcharse para encontrarse mejor y ese tipo de estupideces. («Y viviremos como príncipes. Y criaremos conejos. ¡’Enga, George! Cuenta lo que vamos a tener en la huerta y cuenta lo de las jaulas de los conejos y lo de la lluvia en invierno y la estufa, y lo espesa que es la nata que se forma sobre la leche que casi no se puede cortar. Cuéntamelo todo, George»). De acuerdo, en nuestro caso no podemos hablar realmente de un nuevo comienzo, porque lo único que queremos es pasar un mes en Bird-in-Hand, pero a nosotros nos basta con eso, visto que solo somos un poquito infelices. Todo lo que somos, lo somos solo un poquito. Cuando le dije eso a Jude («¡Me parece que somos unos infelices, tío!»), se me rio en toda la cara, de verdad, y me llamó gótica.

—Entonces, ¿somos felices, según tú? —repliqué yo.

—¡Por Dios, no! ¿De dónde te sacas esas cosas?

Y ahí fue donde me expuso, de cabo a rabo, su teoría de que los adjetivos calificativos habrían sido inventados para designar solamente a un puñado de personas: los casos extremos. Se utilizan por comodidad, o por pereza, pero, en cuanto lo piensas un poco, enseguida te das cuenta de que la gran mayoría de la gente a la que se les aplican no los merece. Te pasas la vida diciendo «Fulano es un tipo brillante», o, más a menudo, «Fulano es un imbécil». Pero, en realidad, casi nunca te cruzas con tipos brillantes en el día a día. Con imbéciles, tampoco. Idiotas universales por supuesto que los hay. Igual que se dice que hay genios universales, existen los Leonardo da Vinci al revés, los virtuosos de la estupidez, pero escasean casi tanto como los ciegos de nacimiento o los enanos. La inmensa mayoría de las personas con las que uno se cruza durante el día no tendrá nunca un pensamiento propio en toda su vida (por muy capaces que sean de resolver el sudoku del periódico). Del mismo modo, la gente en general no es ni fea ni guapa. Es del montón, y para que alguien te resulte excitante necesitas alcohol o romanticismo, o una mezcla de ambos. (Eso es Jude el que lo dice. A mí, ni borracha como una cuba me parece nadie nunca mínimamente excitante). Jude reconoce de todas formas que las cosas no son perfectamente simétricas, que siempre hay un mayor número de individuos en el extremo negativo del espectro: existen más idiotas que mentes excepcionales, más feúchos que buenorros y, claro está, más infelices que felices. Pero, según él, eso último no nos concierne personalmente; nos queda mucho por andar antes de poder presumir de infelices. Y eso me tranquiliza, oye.

 

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Un poco de historia
[me centro en el tema]

Hacia finales del siglo iii, estando el emperador romano Maximiano en Octodurum (hoy Martigny, Suiza) un poco aburrido, decidió perseguir a los cristianos del lugar para distraerse. Como su guardia personal no le bastaba para la tarea, solicitó el refuerzo de una legión de Tebas. Sin embargo, al enterarse los oficiales tebanos de la naturaleza de su misión, se negaron a obedecer las órdenes del emperador y detuvieron a sus hombres en los desfiladeros de Agaune. Entonces, Maximiano ordenó que los pasaran por la espada hasta diezmarlos. Como los supervivientes siguieron negándose a obedecer, ordenó diezmarlos de nuevo. Cuando la legión envió a una delegación ante Maximiano para exponerle su resolución de no renunciar a los juramentos prestados a Dios por mucho que los diezmaran, el emperador ordenó masacrarlos.

Los valientes oficiales que prefirieron morir con sus hombres antes que atentar contra la vida de sus hermanos cristianos se llamaban Mauricio, Cándido y Exuperio. Desconozco si canonizaron a los dos últimos, pues no sé de ningún lugar llamado San Cándido o San Exuperio (también es cierto que cuando te llamas Cándido o Exuperio no esperas que se bauticen muchas cosas en tu honor), pero Mauricio, sin embargo, sí que se abrió un hueco en el calendario litúrgico, y hoy le da nombre a un montón de ciudades, municipios, regiones y lugares repartidos por Occidente. ¿Que a quién se le ocurriría bautizar a nuestra hermosa región administrativa en honor a un general tebano del siglo iii? A nadie. El río Saint-Maurice (y la región de Mauricie por extensión) recibió su nombre de la manera más tonta: a raíz de que un tal Maurice Poulain de la Fontaine llegara aquí hacia mediados del siglo xvii para desbrozar. (Te estoy contando, a todo esto, la historia de san Mauricio sin venir a cuento, pero confío en ti para encontrar la manera de emplazarla en una futura conversación). Un día que estaba contemplando el río con aire soñador después de una dura jornada de trabajo, el señor Poulain de la Fontaine se dijo: «Anda, este curso de agua todavía no tiene nombre… ¿Y si le pusiera el mío? Apuesto a que es la única oportunidad que tengo de que la posteridad me recuerde. Pero, para que no se me vea el plumero, le pondré el “San” delante. Digo yo que algún santo existirá con ese nombre, seguro. Si existen santa Matilde, santa Eufrasia, san Eulogio y san Crispín, sería verdaderamente raro que, en todos estos siglos, no hayan descuartizado por la gloria de Cristo a dos o tres Mauricios». También puede que no ocurriera así, que el señor Poulain de la Fontaine no se dijera eso en absoluto. Fuera como fuera, Maurice dio su nombre al río y el río dio su nombre a la región (apócrifa, por tanto, la anécdota esa de que el señor de Laviolette, recién desembarcado en el lugar donde fundaría la futura ciudad de Trois-Rivières, exclamara: «¡Diantres! ¡Esto está muerto![1]»).

Estas tierras no comenzarían a poblarse de verdad hasta dos siglos más tarde. En 1889, mientras al otro lado del charco Jack el Destripador asesinaba a las prostitutas de Whitechapel, se terminaba de erigir la Torre Eiffel y Alemania coronaba a su último emperador, aquí el señor John Foreman ordenó construir una central hidráulica cerca del cantón de Shawinigan para abastecer de electricidad su fábrica de pasta de papel. Falto de capital, tuvo que asociarse con tres señores de Boston, John Edward Aldred, John Joyce y H. H. Melville (el mismo de la isla Melville, ¡sí!), quienes fundarían en 1897 la Shawinigan Water & Power Company. No se sabe exactamente cuál de los tres tuvo la idea de bautizar como Grand-Mère[2] a nuestro pueblo, inspirándose en los contornos de la roca que forma un islote en medio del río, pero lo cierto es que, por culpa de un americano, hoy tenemos el segundo topónimo más ridículo de Quebec (mis saludos a la gente de Saint-Louis-du-Ha! Ha![3]). ¡De verdad que estos señores de Estados Unidos tienen un don poniendo nombres para mear y no echar gota! Esa es una de las cosas que hemos aprendido con nuestros viajes a través de América.


[1] En francés: C’est mort ici!, que fonéticamente sonaría como Saint-Maurice.

(Todas las notas al pie son de la traductora)

[2] «Abuela», en francés.

[3] En español sería «San Luis del ¡ja, ja!».