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Alexis Ravelo (1971) es un escritor calvo que nació y aún sobrevive a régimen de cervezas y bocadillos de chopped en Las Palmas de Gran Canaria. Contra todo pronóstico, ocupa un lugar relevante en la narrativa española actual. Además de novelas, ha escrito libros infantiles, volúmenes de relatos para adultos, guiones, obras teatrales y hasta el libreto de una ópera.Su primera novela fue Tres funerales para Eladio Monroy, que abre una serie de novelas protagonizadas por el mismo personaje: Solo los muertos, Los tipos duros no leen poesía y Morir despacio. También publicó el díptico «La iniquidad», formado por La noche de piedra y Los días de mercurio.La estrategia del pequinés supuso su descubrimiento por parte de la crítica y los medios nacionales. Constantemente reeditada y a punto de ser adaptada al cine, obtuvo el Premio Dashiell Hammett 2014, así como otros galardones entre los que figuran el Premio Tormo 2014 o el Premio Novelpol 2014 (ex aequo con Donde lenguas, escrito por Rosa Ribas y Sabine Hofmann). Tras esta novela, vinieron otras, también de semen y sangre: La última tumba (XVII Premio de Novela Negra Ciudad de Getafe), Las flores no sangran (PremioValencia Negra 2014 y también traducida al francés) o El viento y la sangre, escrita con seudónimo como M. A. West. Ahora, tras explorar otros caminos literarios con sus novelas más recientes (La otra vida de Ned Blackbird y Los milagros prohibidos), Ravelo retoma su saga más golfa, irreverente y crítica. Y, como siempre, sospecha que Dios está de vacaciones.

Monroy ha vuelto a meterse en un lío. Y puede que esta vez sí le cueste el pellejo, porque se desangra lentamente en un lujoso chalé del sur de Gran Canaria mientras intenta comprender cómo ha podido acabar así.

En el origen del asunto están la extraña pareja formada por Melania Escudero y el abogado Alfredo Suárez Smith, una cajita de supuesto valor sentimental, la amante de un millonario difunto y un hombre peligroso que lleva siempre consigo un libro de poemas.

Nuevamente, el marinero retirado de la calle Murga se ve envuelto en una oscura trama que desvela algunas de las injusticias de un sistema empeñado en ocultarlas.

La serie Eladio Monroy

Eladio Monroy no es policía ni detective. Ni siquiera un periodista. Pensionista de la marina, complementa su mísero sueldo con encargos bajo cuerda. Tan sarcástico como sentimental, tan culto como maleducado, se enfrenta a cada problema con astucia, perplejidad y grandes dosis de mala baba. No es que le apetezca andar por ahí investigando a la gente y haciendo justicia. Lo único que quiere es ir echando días para atrás en la ciudad que lo vio nacer. Pero, irremediablemente, siempre acaba viéndose obligado a hacer cosas que nadie hará si no las hace él.

Las novelas de la serie Eladio Monroy se inscriben en el hard boiled más clásico y, al mismo tiempo, resultan absolutamente singulares. Ambientadas en Las Palmas de Gran Canaria, bucean en las contradicciones de la sociedad española y las ponen de relieve en argumentos autoconclusivos plagados de giros, humor y violencia.

LOS TIPOS DUROS NO LEEN POESíA

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LOS TIPOS DUROS NO LEEN POESíA

la tercera de Eladio Monroy

ALEXIS RAVELO

Incluye el relato inédito

«El muerto»

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Primera edición en esta colección: octubre del 2019

Para Josep Forment, siempre con nosotros

Publicado por:

EDITORIAL ALREVÉS, S.L.

Passeig de Manuel Girona, 52 5è 5a

08034 Barcelona

info@alreveseditorial.com

www.alreveseditorial.com

© Alexis Ravelo, 2011

© de la presente edición, 2019, Editorial Alrevés, S.L.

© Diseño de portada: Ernest Mateu

ISBN: 978-84-17847-26-5

Código IBIC: FF

Producción del ebook: booqlab.com

Queda rigurosamente prohibida, sin la autorización por escrito de los titulares del «Copyright», la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento mecánico o electrónico, actual o futuro, comprendiendo la reprografía y el tratamiento informático, y la distribución de ejemplares de esta edición mediante alquiler o préstamo públicos. La infracción de los derechos mencionados puede ser constitutiva de delito contra la propiedad intelectual (Art. 270 y siguientes del Código Penal). Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra. Puede contactar con CEDRO a través de la web www.conlicencia.com o por teléfono en el 91 702 19 70 / 93 272 04 47.

 

Ten presente que las cosas que te metes en la cabeza están ahí para siempre, dijo. Quizá deberías pensar en eso.

Algunas cosas las olvidas, ¿no?

Sí. Olvidas lo que quieres recordar y recuerdas lo que quieres olvidar.

COMAC MCCARTHY,

La carretera

... and all I’ve got a pocket full of flowers on my grave.

TOM WAITS,

Back in the Good Old World

 

 

 

«Estoy grabando esto porque van a matarme». Era una frase melodramática, gastada, pero no se le ocurría otra mejor, dadas las circunstancias. Pulsó el botón de pausa en la grabadora. No sabía cómo continuar. Él, allí, aislado y herido. Los cadáveres en el amplio salón que se había transformado en un dantesco paisaje después de la batalla. La grabadora en su mano. La inminencia del motor de un coche acercándose en cualquier instante por la pista de tierra: todo aquello parecía una secuencia de película barata con pretensiones.

Se apretó un poco más el torniquete del muslo. No sabía cuánta sangre había perdido. Lo que sí sabía era que no llegaría muy lejos caminando. No solo por el dolor (el dolor siempre puede llegar a soportarse), sino porque había abusado de las pocas fuerzas que le quedaban y sus últimas reservas lo iban abandonando. Pese a la calidez de la noche, pese a estar a cubierto, sintió un frío de témpano en los pies. Se le estaban adormilando. Aquel cuerpo suyo no le serviría ahora ni para huir ni para defenderse. Así que prefería aprovechar para atacar con la palabra.

Cuando ya no te queda nada más, te queda la palabra, pensó. De inmediato, se llamó a sí mismo pedante. Aunque, bien mirado, había algo de razón en eso, porque, ciertamente, esta era la única oportunidad que tenía.

Sacó la punta de la lengua y se probó la sangre en los labios hinchados, tumefactos. Ya se habían inflamado. Eso era bueno, porque marcaba el fin de esa hemorragia. Aún brotaba del inferior un hilillo carmesí. Se lo limpió con la manga de la camisa. Tenía otras heridas menores y tenía reventados la cabeza, la espalda y el riñón izquierdo, donde supuso que estaría surgiéndole un moretón del tamaño de una sandía, pero no le preocupaban tanto como la herida de la pierna, que no dejaba de sangrar y que casi le había inutilizado esa extremidad. La cuchillada debía de haberle seccionado algún músculo. Volvió a accionar la grabadora y continuó donde lo había dejado.

«Pensé que ibas a tardar menos. Te dije que se iba a montar el Belén. Y se montó. No van a llegar a tiempo. Sé la cara que estarás poniendo, pero las cosas como son: ustedes, normalmente, solo llegan a tiempo de limpiar la sangre. Aquí ya hay bastante sangre que limpiar y puede que llegue a haber bastante más. Estoy muy averiado, pero voy a intentar grabar todo lo que sé: los detalles que quedan y los que no serás capaz de adivinar en tu puta vida. Y voy a confiar en que esos tíos no sean tan listos como para buscar una grabadora cuando acaben conmigo. Espero que tú sí lo seas, por una vez. Porque, para cuando oigas esto, fijo que ya me habrán mandado para Las Chacaritas. No te puedo decir quién lo ha hecho porque todavía no lo han hecho. Por ahora sé que son dos o tres, que tiran de cacharra y que deben de tener muy mala hostia. No puedo decirte mucho más, porque ni siquiera les he visto el hocico. Sí que te puedo decir quién les paga. Aunque será mejor que empecemos por el principio. Esto empezó como siempre: me hicieron un encargo y yo fui tan gilipollas como para aceptarlo. Ya sabes, la cabra que es del monte, para el monte tira y, aunque me lo tienes más que advertido, cuando hay dinero de por medio...». Volvió a interrumpirse. Estaba mareado y se había lanzado a hablar de forma desordenada. No quería irse por las ramas. No podía permitírselo. No tenía tiempo. Recapacitó unos instantes y desactivó la pausa: «Vayamos por partes, como haría un forense. La cosa debió de empezar antes, y no aquí, sino en la Península. Debió de empezar con lo de Weinberg o con la reacción del socio que le quedaba a Weinberg cuando se enteró de que se lo habían pasado por la piedra».

– PRIMERA PARTE

VALOR SENTIMENTAL

1

Quiroga dio un respingo al leer la noticia. Era una sola columna sin muchos detalles perdida en la página de sucesos, pero al leer el nombre de Weinberg sintió cómo las manos se le helaban y tuvo que dejar la taza de café sobre la mesita de la terraza en la que, en ese momento, desayunaba. Por suerte, ni su mujer (que leía, junto a él, el suplemento) ni su hijo menor (que justo en ese instante se lanzaba a la piscina) se percataron del brusco cambio en su expresión, de cómo la sangre abandonaba su rostro buscando los pies en una respuesta de huida. Los verdes ojos de Quiroga pasaron sobre Emilia y el crío, ubicándolos rápidamente, asegurándose de que estaban allí, a su alrededor, vivos y saludables. Ese acto duró un instante. Su mirada volvió luego a pasear por la página del ABC, el mismo ejemplar que Juanito había comprado en el pueblo a primera hora de la mañana junto con el pan y los cigarrillos de Emilia. Ella, en ese momento, dejó el suplemento a un lado y se echó hacia atrás con los ojos cerrados, para que el sol de aquella mañana de agosto le bañara el semblante que afeites y buena alimentación mantenían terso y suave.

—Ojalá no se acabara agosto —dijo.

Quiroga tardó unos segundos en recordar que estaba allí, en su casa de veraneo de la zona alta de Zahara de los Atunes, que era el último domingo de sus vacaciones, que a su lado estaba Emilia, tomando el sol, deseando que agosto no se acabara. Podría haberla sacado de su rutina estival con una sola frase. Aunque, pensó, ¿qué prisa había? Dejó el periódico abierto en la mesa y enseguida dio con una respuesta.

—Para ti no tiene por qué acabarse. —Ella hizo un mohín, como si Quiroga hubiera dicho una estupidez—. Lucas no empieza a ir a clase hasta mediados de septiembre. Puedes quedarte una semana más.

—¿Nosotros solos?

—Como si fuera la primera vez.

—Antes era distinto. Con Carla fuera, la casa se me hace enorme.

—Tendrás que acostumbrarte —dijo Quiroga, tomando una tostada y comenzando a untarla con mantequilla mientras procuraba que las manos no le temblaran—. Ya pasó un par de semanas con nosotros. Si se va a estar todo el curso allí, tendrá que instalarse como es debido, hacerse al sitio...

Emilia se incorporó, abrió los ojos, desperezándose, y encendió un cigarrillo.

—Ya lo sé, Pepe. Pero qué quieres que le haga: esta casa, tan grande, para que la llenemos solos el niño y yo...

—También están Juanito y Norma. Te harán compañía.

—Sí, pero no es lo mismo. Aunque sean como de la familia, no son la familia.

—Norma adora a Lucas. Le trata como si fuera su abuela.

—Sí, Pepe, pero no lo es —protestó Emilia—. Si tú pudieras quedarte también una semanita...

Quiroga terminó de untar la tostada y, antes de llevársela a la boca, respondió:

—Ya sabes lo que hay. Tengo que estar el martes en Madrid sí o sí. Mira: si te quieres quedar, te quedas, si no te quieres quedar, no te quedes. Pero el trabajo es sagrado.

—Está bien, hijo. Siempre igual: «El trabajo es sagrado». Pues, mira, la familia también.

—Creo que yo, a mi familia, la tengo perfectamente atendida. Por cierto, ¿te molesta que coma mientras fumas? —agregó, mirando con asco al cenicero.

Emilia se levantó con brusquedad, cogió el cenicero y se fue al otro lado de la piscina. Se despojó del pareo y se tumbó en la hamaca, siempre sin dejar de fumar. Lucas había salido de la piscina y estaba ahora sentado en el suelo, bajo el flamboyán del rincón, jugando con su consola.

Quiroga pensó que a su mujer ya se le pasaría el enfado. Y que, mientras tanto, él procuraría mantener la calma. Tenía que pensar con claridad. Leyó la noticia por tercera vez, intentando creérsela; porque seguía resultándole increíble que Weinberg hubiera muerto y, mucho menos, de aquella manera, que parecía sacada de una de aquellas noveluchas que Emilia leía por las noches.

Había visto a Weinberg por última vez a finales de julio, cuando se reunieron para hablar sobre lo que iban a hacer. Ese día decidieron negociar con Santos y pedirle algo de tiempo mientras aclaraban la situación. Le telefonearon y acordaron solucionar el asunto en un par de semanas. Pero luego Weinberg se había ido de crucero y no habían vuelto a tener más que un contacto telefónico hacía un par de semanas. En esa conversación (él estaba ya en Zahara y Weinberg acababa de volver del crucero y partía para su casa de Gran Canaria), Weinberg le había contado que había iniciado un par de gestiones y que la cosa tenía pinta de poder arreglarse pronto.

Pero Weinberg no había ido a Gran Canaria. O lo había hecho y había regresado a Madrid antes de tiempo. Ahora estaría en un depósito de cadáveres. Alguien había asaltado su casa de la Sierra y lo había torturado hasta la muerte. Al menos eso era lo que daba a entender el ABC. Quiroga se negaba a creer que aquello fuera obra de la gente de Santos. Eso no tenía sentido. Tenía que tratarse de una casualidad. De una terrible, abominable, inoportuna casualidad. Sea como fuere, ahora le tocaría a él finalizar aquellas gestiones y pedirle a Santos que ampliara el plazo, ya sobrepasado.

En el mismo instante en que pensaba esto, apareció Norma con sus ochenta kilos de carnes colombianas cebadas con frijoles y arroz, y el inalámbrico en su mano regordeta, anunciándole que tenía una llamada.

—¿Quién es? —preguntó, procurando que no se le notase que se había sobresaltado. Desde el otro lado de la piscina, Emilia miraba también hacia Norma, extrañada.

—No lo sé, señor José Luis. Un hombre. No me quiso decir.

—Está bien —dijo Quiroga con toda la naturalidad posible, tomando el aparato de manos de la mujer—. Pero deberías haber preguntado, Norma —añadió mientras, aferrando instintivamente el periódico, se levantaba y entraba en el despacho, justo antes de cerrar tras de sí la puerta acristalada.

Santos, desde el otro lado de la línea, preguntó:

—¿Has leído la prensa?

—Sí. Acabo de verlo. Iba a llamarte ahora, porque...

—Una pena, lo de Weinberg —lo interrumpió Santos.

—Aún no puedo creer...

—La vida es así —volvió a interrumpirlo Santos, con frialdad—: un día estás dirigiendo un banco y otro día estás en el suelo, con una soga al cuello.

Santos hizo una pausa para permitir a Quiroga caer en la cuenta de que el periódico no mencionaba soga alguna. Después continuó hablando a media voz, con el tono de una serpiente con la piel recién mudada.

—Debió de sufrir mucho. He oído que le dieron una paliza de muerte. Le sacaron un ojo. Creo que utilizaron una cucharilla para hacerlo, pero de eso no ando muy seguro. Lo que sí sé es que le reventaron un huevo con un martillo. Se lo pusieron sobre la mesa de su despacho y... ¡Pum! ¿Te imaginas? Qué horror.

Quiroga volvió a disponer de unos segundos para pensar.

—Supongo que habrán pensado que los ladrones buscaban sacarle la combinación de la caja fuerte. Pero a lo mejor buscaban otra cosa. Y, dentro de lo malo, Weinberg tuvo suerte.

—No entiendo.

—Digo que tuvo suerte: era viudo y sin hijos. Imagínate que Weinberg hubiera tenido una mujer más o menos joven y guapa. O una hija adolescente. O un niño pequeño. No le habrían torturado a él. Se lo habrían hecho a ellos. Vete a saber la de atrocidades que...

Ahora fue Quiroga quien interrumpió a Santos.

—Santos, yo... Weinberg y yo les pedimos tiempo y ustedes nos lo dieron.

La voz de Santos perdió toda su suavidad al decir:

—Mi gente os dio un par de semanas. Solamente un par de semanas. Eso fue en julio. Y estamos a finales de agosto.

—Ya, pero... Yo... Yo no sé más de lo que pudiera saber Weinberg.

—Pepe, no tienes que darme explicaciones. Yo confío en ti. Pero también confiaba en Weinberg, y, fíjate... Hay muchas cosas que no dependen de mí, Pepe. Ya sabes: soy un mandado. —Santos hizo una nueva pausa—. Y, aunque no lo fuera, uno no puede controlarlo todo, Pepe. Uno no puede evitar, por ejemplo, que tres rufianes entren un día en casa de un amigo y lo desgracien. A él y a los suyos. Por cierto, ¿qué tal le va a Carla en Londres? ¿Se adapta bien?

Quiroga no respondió; la pregunta era retórica y ambos lo sabían.

—Primero tengo que hacer una gestión —se limitó a decir.

—Pues hazla.

—Intentaré hacerla lo antes posible. Pero ten en cuenta que la oficina en...

—La oficina no es mi problema, sino el tuyo. Y, piensa en una cosa: será mejor para todos, sobre todo para ti, que continúe sin serlo.

Cuando Santos cortó, Quiroga permaneció sentado en la silla giratoria, mirando a las fotos que llenaban la pared. En una de ellas, Hossman, Weinberg y él mismo posaban sonrientes y algo achispados, en mangas de camisa y con puros y copas de Hennesy en Casa Lucio. Aquella foto había sido tomada hacía años. Acababan de firmar el acuerdo mediante el cual se asociaban. Entonces no tenía aún esta casa. No hubiese podido permitírsela. Él era el más joven de los tres y el trato con los dos alemanes constituía la oportunidad de su vida. Oportunidad que supo aprovechar. Más tarde, fue Hossman quien propuso hacer negocios con Santos. Y Weinberg quien primero vio las ventajas de esa asociación. Ahora ambos estaban muertos.

Aún tenía el periódico ante sí. Dentro de poco comenzarían a llamar los de la oficina. Quizá también algún competidor. Acaso la prensa. Tenía que adelantar el viaje a Madrid y hacerse cargo de la situación. También reunirse con los abogados. En ese momento, sintió que no estaba solo. Hizo girar la silla y, a su espalda, contra el vidrio de la puerta, contempló la figura de Emilia, que lo observaba con gesto de preocupación. No sabía cuánto llevaba allí, pero la contempló largamente. Después se levantó, abrió la puerta acristalada y le tendió el periódico, plegado de forma que ella leyera inmediatamente la noticia.

—Ahora sí se acabó agosto —dijo mientras ella comenzaba a comprender.

2

La ciudad se movía. El paseo de Tomás Morales ya no era una avenida silenciosa en domingo por la mañana: había vuelto a convertirse en el enjambre zumbón de abejorros adolescentes que solía ser a diario; el bullicio había regresado a Triana, con sus compradores atareados y sus viejitos paseantes, sus parados ociosos y sus músicos callejeros, sus hombres estatua y sus postulantes de Cruz Roja; Mesa y López y los centros comerciales soportaban a duras penas la legión de madres y padres que los invadían buscando libros de texto, material de papelería y maletas escolares con una energía y una capacidad de enervamiento que los hacía sospechosos de haber pasado el verano entrenándose para estresarse mejor que nadie. De nuevo, la capital era el colapso, el atasco, el agobio laboral en medio del insoportable calor de un verano que se negaba a marcharse.

Sí, ahí estaba la ciudad, esa gandula pachorruda y despistada que intentaba asimilar un ritmo y un modo de vida que no le eran propios, como un orangután con esmoquin obligado a usar los cubiertos. Estaba ahí, tras la puerta acristalada del bar Casablanca, tosiendo, asfixiándose y sudando en los motores de los vehículos que parecían empujarse unos a otros por la calle León y Castillo. Eladio Monroy, desde su mesa habitual, la vigilaba a rápidos vistazos, mientras exploraba su ejemplar de El País y tomaba su cortado de cada día en la misma taza cascada de siempre.

Iba en sandalias, pantalón corto y camiseta (una camiseta gris en la que había una caricatura de un tipo barbudo y larguirucho jugando al tejo), pero el sudor le perlaba la enorme cabezota afeitada, obligándolo a llevarse la mano a la frente cada pocos minutos para sacudirse las gotas, emitiendo resoplidos.

De vez en cuando llegaba o se marchaba algún cliente que le palmeaba el hombro o alzaba de lejos una mano a modo de saludo. Monroy respondía con un meneo de cabeza, procurando no perder la concentración. Si no lo conseguía, si se veía obligado a esforzarse para poder retomar el hilo de la lectura, se pellizcaba el mentón, tal y como quienes lo conocían bien sabían que solía hacer cuando pensaba.

El hombre que entró en el Casablanca esa mañana de septiembre no era un conocido. Delgado, de mediana edad, vestía un traje de chaqueta de lino en color crudo, camisa de mil rayas y unos mocasines de charol blanco y gris dignos de Fred Astaire. Lucía un casquete de cabello cano peinado hacia atrás sin una sola sospecha de alopecia, enmarcando un rostro ovalado de rasgos distinguidos en el que brillaban dos profundos ojos azules y se movía con una soltura excesiva. En resumen: tenía la espalda muy recta, la cabeza muy alta y un contoneo de hombros que le hacía resultar muy antipático.

Al verlo, Monroy pensó que solo le faltaba un sombrero de Panamá para parecer recién salido de una novela de Graham Greene sobre embajadores occidentales en países exóticos. En el ambiente de parados, obreros y taxistas del Casablanca, pasaba inadvertido como un rinoceronte en una iglesia.

El individuo se dirigió a la barra sonriendo melifluamente, clavó los codos en ella y le dio al tuerto los buenos días.

Casimiro se peleaba en ese instante con el regulador de temperatura del nuevo microondas. El anterior aparato había decidido retirarse del servicio activo dos días antes, justo cuando el bar estaba abarrotado; Casimiro le había agradecido sus veinte años de servicio con un emotivo discurso consistente en las palabras «No me jodas, la mierda esta. Cagoen la madre que parió a to esto, dito sea Dios» antes de arrancarlo de cuajo de la repisa y arrojarlo con furia contra la pared del almacén. Al escuchar el saludo del recién llegado, con el manual de instrucciones del nuevo aparato en una mano y la otra apoyada en el botón del regulador, le clavó su único ojo e inspeccionó de arriba abajo y de abajo arriba la parte de su sorprendente apariencia que sobresalía por encima de la barra, para luego preguntarle qué le apetecía tomar. El embajador (así lo había bautizado ya secreta y despectivamente Monroy) pidió una caña y, cuando Casimiro la puso ante él, intentó disimular la repugnancia que el vaso le producía.

Cerveza en mano, el individuo procuró hacerse el simpático durante unos minutos, pero no consiguió arrancar ni una sonrisa del rostro del tuerto, concentrado en descifrar el texto del manual de instrucciones. Al final, el embajador pareció decidir que los preámbulos se habían terminado y, llamando su atención con un gesto, le pidió que se acercara.

—Permítame una pregunta —dijo cuando Casimiro, sin soltar el manual, llegó hasta él—. ¿Conoce usted a un señor que se llama Eladio? ¿Eladio Monroy? Me dijeron que paraba por aquí.

Casimiro cruzó la mirada de su único ojo con la de los dos de Monroy, que se habían clavado en la espalda del desconocido al oír su nombre.

—Conocerlo, lo conozco —respondió Casimiro.

—¿Y cuándo suele venir? Lo busco por un asunto de trabajo.

Casimiro volvió a consultar a Monroy con la mirada. Este se limitó a asentir antes de volver a meter las narices en el diario.

—Ahí lo tiene. El de la cabeza afeitada.

El embajador se volvió hacia la mesa y miró de nuevo a Casimiro, comprendiendo, antes de coger su vaso.

—¿Eladio Monroy? —preguntó tras recorrer los tres pasos que lo separaban de la mesa.

—Depende —dijo Monroy con sequedad.

—¿De qué?

—De quién sea usted.

El individuo buscó algo en el bolsillo interior de su chaqueta, mientras decía:

—Ya me habían advertido que era usted todo un carácter.

Al fin sacó la mano, entre cuyos dedos había ahora una tarjeta de visita que depositó ante Monroy.

—Alfredo Suárez Smith —dijo, acompañando el gesto.

—Sé leer —comentó Eladio mientras lo demostraba descifrando el «Alfredo Suárez Smith», sobre el logotipo de «S&S Abogados», una dirección de un despacho en Vegueta, varios números de teléfono y una dirección de correo electrónico—. ¿Y quién le habló de mi carácter?

—Se dice el pecado, pero no el pecador —canturreó el embajador.

—Amigo, a mí los pecados me resbalan. Pero los tipos que se hacen los interesantes, me resbalan más. Antes de seguir hablando, cuénteme cómo dio conmigo.

Suárez Smith dio un respingo. El temperamento de Monroy era, al parecer, todavía más difícil de lo que le habían dicho.

—Humberto Jaén —se limitó a decir.

Monroy no tuvo que buscar demasiado en su memoria. No le costó recordar al productor de televisión bajito y calvo que le había pedido que localizara a su hija, mayor de edad pero aún adolescente, que se había marchado no se sabía adónde ni con quién. La chica había resultado ser una pieza de cuidado, que andaba en líos con un camello que vivía en Doctor Miguel Rosas. Monroy conocía al individuo: un treintañero que despachaba cocaína a media profesión periodística y televisiva de la ciudad. Lo curioso es que el mismo Jaén era cliente suyo, sin sospechar en ningún momento que fuera quien había seducido a su hija (todo eso, claro, en el supuesto de que se pensara que la chica había sido seducida). A Monroy no le costó demasiado solucionar el asunto. Le bastó con esperar a que la muchachita fuera a la compra y hacerle una visita al dealer, para convencerlo amablemente de que lo mejor para el futuro de la chica (y para el futuro de sus propias piernas) era que «la dejara tranquila». El camello, a quien le gustaba caminar por sus propios medios, tardó poco en mostrarse razonable. Desde el exterior del edificio, Monroy fue testigo de la bronca monumental que tuvo la pareja y de cómo la jovencita salía del portal con una mochila en la que llevaba sus cachivaches; y no dejó de seguirla hasta que volvió a entrar en el portal del hogar familiar, pensando que era ella misma quien había tomado la decisión de regresar. Jaén nunca quiso saber con quién había estado su hija durante aquellas semanas y Monroy suponía que continuaría bizcochándose las meninges con la basura que le compraba al mismo camello cada sábado sabadete. Sin embargo, eso, una vez cobrados sus honorarios, tenía para él una importancia exactamente igual a cero.

—¿Se acuerda de él? —insistió Suárez Smith.

—Vagamente —mintió Monroy, separando la silla que había a su derecha para que el embajador se sentara—. Cuénteme.

—¿A usted le apetece algo? —preguntó Suárez Smith, tomando asiento.

—No, gracias.

Suárez Smith apuró la cerveza que le quedaba y pidió por señas otra a Casimiro. Se quedó bastante sorprendido cuando constató que Casimiro no la traía a la mesa, sino que la depositaba en la barra. Suárez Smith debía de estar acostumbrado a otro tipo de servicio. Tras pensárselo un poco, se resignó a levantarse, coger la caña y volver a la mesa.

—Por aquí no es que sean demasiado amables, ¿no?

—Tenemos nuestros ratos buenos, no se vaya a creer.

—Cuando tengan uno, no deje de avisarme —comentó el otro.

Monroy estuvo casi a punto de esbozar una sonrisa, pero decidió guardársela para cuando el embajador se marchara.

—Me dijo que quería verme por trabajo.

—Bueno, sí. Lo que ocurre es que no soy yo quien lo quiere contratar.

—Empezamos bien.

—Deje que me explique. Hay una persona que tiene que hablar con usted, pero no le conviene dejarse ver por aquí.

El embajador remató la frase echando un vistazo a la mugrienta apariencia del Casablanca. Monroy se alegró de que Casimiro continuara despistado con el microondas.

—¿Por qué no le conviene? ¿Es un marqués? ¿O El Hombre Elefante?

—No. Ni una cosa ni la otra. Es una mujer. Una mujer muy bien situada. Una clienta mía que tiene un problema que podría solucionar alguien como usted. Vamos, un trabajo del tipo de los que suele usted hacer.

—¿Y cuál es el tipo de trabajos que suelo hacer yo?

—Localizar a gente. Localizar cosas. Ser discreto cuando hay que serlo. Cosas así. ¿O me equivoco?

Monroy asintió.

—Esa persona quiere entrevistarse contigo en mi despacho... Te puedo tutear, ¿verdad?

—No.

El embajador hizo una mueca de disgusto, pero decidió tomárselo a broma.

—Pues querría entrevistarse en mi despacho con usted, esta tarde, a poder ser, a partir de las ocho.

—¿Por qué a esa hora?

—Porque a esa hora ya no están los otros compañeros del bufete, ni el personal administrativo.

—O sea, que quieren discreción —dijo Monroy, acariciando con el dedo índice la tarjeta de visita, que continuaba ante sí sobre la mesa.

—Ya se lo dije. Por eso es por lo que acudimos a usted.

Monroy se pellizcó el mentón unos instantes. Luego preguntó:

—Si se trata de un asunto que lleva usted, ¿por qué tengo que entrevistarme con la clienta?

—Cuando la conozca lo entenderá. Le gusta saber el terreno que pisa. Una mujer muy precavida. Pero también una mujer única.

Monroy leyó en las lagunas que eran los ojos del abogado y comprendió que, si no se acostaba con su clienta, estaba a punto de hacerlo o, en alguna ocasión remota, ya lo había hecho. En todo caso, parecía sentir por ella algo semejante a la devoción. Eso despertó su curiosidad.

—Ocho y media en su oficina —dijo.

—De acuerdo. Nos veremos allí —dijo Suárez Smith, levantándose y ofreciéndole una mano sin un solo callo que Monroy estrechó con cierta repulsión.

***

Antes de salir, Monroy dejó pasar un tiempo prudencial para no volver a encontrarse con Suárez Smith en la calle. Luego dejó el dinero sobre la barra, se despidió de Casimiro y se acercó a Talleres Betancor, donde el Chapi y Dudú estaban en plena gresca profesional ante un 206.

—Eso es como yo te diga, Dudú. Se cambia la pieza y a tomar por culo.

—Pero —rezongaba el senegalés— si tú puede arreglá, ¿po qué va a cobrá tanto dinero a clienta, hombre?

—Pues, joder, porque para eso estamos aquí: para ganar perras. En la tarde que te pasas arreglándolo, haces dos arreglos más.

Dudú hizo ademán de volver a meter la cabeza bajo el capó del Peugeot, pero se lo pensó dos veces y protestó de nuevo:

—Tú no tiene corazón, Chapi.

—Corazón sí; lo que no tengo es un tío rico, cojones. Y tú tampoco.

—Dudú buena gente. Tú quiere estafá clienta —concluyó Dudú, dándole la espalda y tomando la llave de chicharra, con cuyos movimientos en la maquinaria del auto pareció dar por zanjada la cuestión.

El Chapi dudó un momento, ante la espalda flaca y los pantalones caídos del senegalés.

—Hay que joderse con el listillo este de los huevos —acabó diciendo, obteniendo la indiferencia como respuesta—. Por lo menos tápate la hucha, joder, que estás en la misma puerta del taller y se te ve la raja del culo, coño.

Sin girarse ni incorporarse, Dudú utilizó la mano izquierda para subirse ligeramente los pantalones y continuó a lo suyo.

Monroy, divertido, había estado disfrutando de la escena sin que ninguno de los dos se percatara de su presencia. Observó al Chapi, flaco y grasiento, desarmado por la rotunda imperturbabilidad de Dudú, quitándose, desconcertado, las no menos grasientas gafas de anticuada montura de pasta, intentando limpiárselas con un clínex usado que sacó del bolsillo del mono.

—Joder, qué bonito es el amor... —dijo, burletero.

Al escucharlo, Mecánico, que dormía en un rincón ajeno a la bronca del personal del taller, se levantó y fue hacia Monroy, ladrando y meneando el rabo al mismo tiempo. Monroy nunca supo si el perro lo recibía con alegría o con inquietud cuando se acercaba de esa manera, aunque el pequinés solía acabar su bienvenida olisqueándole los pies mientras lo miraba de hito en hito a la cara, con esa actitud de intento-morderme-mis-propios-ojos-pero-no-alcanzo que tienen todos los pequineses que en el mundo han sido. El Chapi se había vuelto hacia la puerta, señalando a Dudú, mientras este sacaba la cabeza y saludaba a Monroy con la mano antes de meterse una vez más en las tripas del coche.

—¿Tú te puedes creer esto, Eladio? Cuatro días en la civilización y ya está dando lecciones de ética, me cago en la leche. Y seguro que en su tierra —añadió, gritando para que Dudú no se perdiera ni una sola palabra—, seguro que en su tierra se pasaba el día robando gallinas.

Pero Dudú no cayó en la trampa. Por fin sacó la pieza y se dirigió con indiferencia al fondo del taller, donde estaba el tornillo de banco.

—A mí no me digas nada —advirtió Monroy—. Yo en cosas de matrimonios no me meto.

El Chapi pareció serenarse y se interesó por el motivo de la presencia de Monroy en el taller.

—Venía a preguntarte cuándo me vas a pintar de una vez a Naranjito.

—¿Naranjito?

—Sí, hombre, Naranjito —recitó con sorna Monroy—. La Renault Express que me dijiste que comprara y que me ibas a pintar gratis, mariconazo.

—Ah, la furgona... Pues, mira, Eladio, ahora mismo tengo un lío de cojones...

Monroy lo miró de reojo, alzando una ceja.

—No me mires revirado, coño, que es verdad. Hoy mismo me entra otro coche. Además, eso de «gratis»... Yo nunca te dije eso, Eladio.

Desde el fondo del taller, llegó la voz de Dudú, gritando:

—Sí, señó... Se lo dijiste delante de Dudú: «Yo pinto a ti grati». Eso le dijiste tú a Eladio, que yo lo oí...