Resistimos porque amábamos estar vivos

La innumerable simbología del río siempre me llamó la atención. Yo vivía cerca de un río y pude observar su furia en época de aguas profundas, evidenciando el poder imparable de sus corrientes. Tarde o temprano los ríos vuelven a su cauce, retornan como si fuera una imperiosa fuerza de la memoria; regresan e invaden, como las desenfrenadas olas antes del huracán, el recorrido hacia el lecho, hacia aquellos canales abandonados y resecos por el sol.

Y nuestra vida funciona como un río que recobra sus territorios, vastas zonas dominadas por el silencio y el olvido, e intempestivamente nos hace transitar sin piedad por sus ancestrales caminos desde la precaria sombra que creíamos haber dejado atrás. Todos somos peones de la historia y en algún momento retornamos, una y otra vez, a aquello que deseábamos profundamente evitar, con la más imperiosa necesidad, con la más poderosa piedra de la negación. Subjetividades antojadizas, alegatos de un diálogo con lo inevitable, con lo incompleto: el beso nunca dado, la mano jamás tomada, o la mirada que no nos atrevimos a cruzar. El silencio inconcluso entre dos enamorados, la lenta transición del otoño y de la primavera, la primera luz. Volvemos siempre al origen. La ola de la historia nos arrastra como a niños a la orilla del mar, cuyas huellas dibujadas sobre la arena se van difuminando tras el paso de las mareas.

Escribí este libro después de haber sido parte de una operación de rescate. Yo y tres personas más volamos cual desterrados del infierno. Cadáveres excomulgados, retornados de la muerte a la que nos prometimos jamás volver.

Fuera de todo orden ideológico, la cárcel es el espacio donde el hombre deja de ser hombre para convertirse en una amalgama de resistencias diarias que va perdiendo lo que tiene de humano. Poco a poco dejas la humanidad propia y te conviertes en una corteza cuyo único objetivo, al final del día, es salvar lo humano. Antecedente indiscutible para tratar de salvar a un hombre del encierro y el olvido. Un hombre que se salva, salva a la humanidad completa. Un hombre salvado es el epílogo de lo humano.

Mil ochocientos veinticinco días de encierro, la fuerza implacable de un Estado en contra de sus trofeos humanos exhibidos en plazas públicas como ejemplo de lo indebido. Tiempos de escarmientos en contra de los sublevados al orden impuesto. Debíamos ser expuestos, denostados, silenciados, ahogados y dejados tras el muro de lo clausurado. Que nadie osara seguir los pasos de los sediciosos. El complejo industrial militar había decretado el advenimiento de la paz negando a sus víctimas. Resistimos, no por grandes causas ni cambios epocales. Resistimos porque amábamos estar vivos, a pesar del cautiverio. Allí sentimos miedo y conocimos el peor rostro de la traición. Todas experiencias que nos hicieron comprender la vida desde las zonas de peligro, las ausencias y las pérdidas. Fue el tiempo que nos tocó vivir. Para muchos, un punto sin retorno. Pero el testimonio y la memoria siguen tan vivos como lo humano que quedó de nosotros, y se potenció en un coro de voces. La larga noche del encierro nos permitió ver con mayor intensidad la hermosa mañana de la libertad.

1996, diciembre 30. No recuerdo la hora exacta, ni la luz, ni la temperatura del día. Un helicóptero sobrevolaba el espacio aéreo de la Cárcel de Alta Seguridad, un delfín gigante y alado flotaba sobre nosotros. Esa imagen y la impresión que me provocó quedó grabada a fuego en mi memoria, la que debe combatir con mil imágenes del pasado reciente. Época lejana que el recuerdo comprimió en un solo proyectil de emociones.

Aquel día, nerviosos, recibíamos el viento de las aspas y el rugido de la turbina; los casquillos calientes quemaban nuestros hombros. Ansiosos y anhelantes, salíamos del útero del infierno para ver la luz que durante años nos había sido negada, y aquella diáfana claridad se entreveraba con los fragmentos de libertad que en cada segundo iban contrariando los años de oscuridad. Al frío de aquella sepultura, se sobrepuso de golpe la abierta y límpida tibieza del cielo. Las nubes eran nuestras, y avanzamos como niños llegando a un inmenso parque. Años más tarde, ya siendo padre, experimentaba la misma sensación cada vez que veía a los niños correr hacia los juegos de algún parque arbolado. A mi mente solo venían las evocaciones de cuando escapé de la cárcel. Qué sublime sensación, qué enorme emoción saber que la libertad no es sólo una noción teórica, sino que es un lazo eminentemente humano con aquello que nos hace ser mejores personas.

Desde ese día en que un puñado de hombres hizo posible que el relato de mi existencia pudiera continuar, me prometí jamás volver a vivir una experiencia de esa magnitud. No fue una consigna política ni una arenga heroica, sino simplemente un compromiso con la vida: nunca más la dejaría encadenar ni someter a esa oscuridad. La vida merece ser dignificada y transitada desde el respeto, éste es un valor imperativo. La oscuridad es tan brillante como la absoluta incertidumbre de nuestros destinos. Desde el día de mi liberación me prometí, con férrea voluntad, no volver al encierro. En él ya había dejado gran parte de mi juventud.

Mil ochocientos veinticinco días resistiendo la prepotente y brutal maquinaria de humillación y envilecimiento de un Estado enceguecido, enfurecido. Decidí, en aquella promesa, no cometer el más mínimo error que permitiera a mis persecutores dar con mi paradero. Fue mi mayor tesoro, nunca supieron nada de mí. Me sumergí en los estratos más profundos de la tierra, donde no pudieron ver ni siquiera una huella. Dejé todo, dispuesto a convertirme en un verdadero fantasma al que nadie pudiera ver ni sentir. Viví muchos años con la contradicción insoportablemente humana de terminar con mi propia vida antes que retornar al encierro. Lo reflexioné cada mañana durante muchos años, y siempre pensé si tendría el valor de hacerlo. Ese tipo de reflexiones me permitió afrontar los días con mayor entereza. Ver el sol cada mañana, sentir el viento sobre mi rostro, o tocar la suave textura de una flor, provocaban en mí un sentido absoluto de la existencia. Estaba libre y vivo. El encierro me permitió reflexionar sobre la importancia del único valor humano en esta tierra: nosotros mismos para nosotros. Y me di cuenta de que yo era el mejor regalo para mí. Me dediqué a cuidar la vida, la mía y la de mis cercanos más próximos.

En este estado extraordinario de reconocimiento, me trasladé por muchas partes del planeta conociendo a seres increíbles, y pude constatar que nuestro mundo es el real depositario del universo. La vida se convirtió en el más grande de mis bienes y la trashumancia una herramienta permanente. Iba hacia todas las direcciones sin encontrar una específica, hasta que en el radar apareció la hermosa tierra prometida: México, lugar donde la imposibilidad es posible. Y ya cansado de caminar por las veredas de la tierra, asenté mi cuerpo sobre sus desiertos; había llegado a mi hogar, al sitio del río y la evidencia de su furia.

Pero la historia vuelve como el afluente sobre sus dominios, y una mañana desperté en París, Francia, el centro de Europa, sin saber adónde ir. La historia retornaba, pero ese es otro asunto. Tengan aquí pues la saga de la libertad física de cuerpos sometidos que dejaron de serlo. Simplemente… una hazaña humana.

Ricardo Palma Salamanca.
Diciembre de 2018.

Prefacio

Esta no es mi voz, esta no es la voz de unos cuantos que han vivido en los pliegues de la noche juntando palabras para un día correr bajo los árboles. Esta es una voz indefinida que narra desde la oculta posición de todo protagonista que sufre la tensión inmodificable.

Una voz que no goza de la científica objetividad celadora de la sangre y del instinto. Una voz, esta voz, que repite oraciones cada mañana para estar cerca del punto crítico y descansar en la línea de borde donde la lógica formal se convierte en una ilusión de la razón.

Entonces, esta voz hablará de terrenos desconocidos, pero hablará de la carne, de su suspiro cuando nadie lo nota, cuando todos miran con ojos de cordero al cerro desplomándose mientras cae la madrugada.

Esta voz de metal que estuvo donde otros murieron gritando la última sílaba de sus vidas. Esta voz que corrió junto con los que escapaban, dejando a su víctima sobre el pavimento. Esta voz indefinible que voló aquella tarde de diciembre. Esta voz que nos habló de una fuerza oculta similar a un poema y que hoy la tomamos como el último vino de la derrota, porque ahora nos hacemos cargo de nuestra voz. De aquella voz que nos vio nacer y también nos verá morir a manos de la suerte.

Pero, aquella tarde, la voz que nos narrará quedó conmovida por la furia inconmensurable y por la trepidación de nuestros tendones. Nuestra voz, que tanto ha visto y llorado, enmudeció dejando una estela de silencio, dejando que el frenesí siguiera el curso de las estrellas como un cometa sin bitácora de desplazamiento.

La voz silenció y nos elevó, dejándonos la mirada entre las aspas de nuestra segunda vida recomenzando su curso.

Ahora soy la voz, la entidad indeterminada ajena a cualquier cualidad, fuera del reino del origen y la corrupción. Soy la cosa que ha estado junto con los hombres cuando el cuervo negro caía sobre ellos. Soy la materia perdurable corriendo de la mano de aquellos que dejaban un cadáver sobre el pavimento y miraban los bordes de una verdad desvelada. Soy el principio de todo principio, el círculo anterior a cualquier cifra. Soy bella como un lagarto y estoy junto a mujeres y hombres que vieron más allá de sus propias existencias, conviviendo en los albores de la vida peligrosa. Mujeres y hombres que combatieron contra el silencio de la infamia.

Pero, atentos lectores de la vida, la infamia no es aquella categoría cargada de suciedad y prostitución social. La infamia es la similitud con el anonimato, un silencio al cual están condenados los hombres cuando obedecen a su amo. Aquellos hombres que ocupan, al interior de las relaciones de poder, el lugar de la modificación de sus propias disposiciones.

Entonces hablaré de estos hombres, de sus miserias y grandezas, de su capacidad de salir de la infamia, porque toda salida de la infamia tiene relación directa con una lucha resuelta con el poder que produce y niega, que seduce y mata.

Un viejo poeta dijo que las vanguardias comenzaban de pie y terminaban sentadas. Las vanguardias en un sentido clásico son, más allá de su validación histórica, una materialización concreta de poder, con sus virtudes y excesos como toda relación de poder, y estos hombres constituyeron una vanguardia o creyeron constituirla en un sentido de dirección sobre un proceso social de lucha en un determinado estadio histórico del devenir chileno.

Pero volvamos a nuestro viejo poeta y discutámosle su sentencia de concreto, que estos hombres no terminaron sentados. Estos hombres no han terminado, no han cesado lo que la pulsión de la sangre les dicta cada mañana, independiente de que algunos de ellos hayan bajado la cabeza en señal de rebaño y otros hablen con sus nuevos amos a rostro descubierto bajo una lengua de traición.

Estos hombres, viejo poeta, que son vanguardia hoy en un sentido estético, no han callado el correlato de la vida ni sentados ni encadenados. Viejo poeta, sobre todo encadenados, porque mi voz, esta voz que habla por los que se esconden de sus antiguos celadores para no volver a la jaula en la cual vivieron por muchos siglos, no callará ningún detalle, no omitirá ninguna lágrima de todos aquellos reunidos en un fragmento del tiempo para realizar lo que les devolvió la brisa, aquello que los retornó al cordón umbilical de la vida tal como dijo Artaud, ya que solo se entiende desde una porción de dolor, una porción necesaria de angustia que hace a los condenados por sobre cualquier carga ideológica.

Nociones de la sociedad moderna, enlazar en un mismo hueso a locos, condenados, enfermos, pues estos hombres pertenecen a ese espíritu y a esa prosapia de marcados a fuego bajo la médula de sus huesos.

Hoy caminan mirando las cosas que una vez perdieron bajo la sombra del muro y el alambre.

Mi voz de edad carolingia será la narrativa del nosotros en la hazaña de viento y sangre.

Cómo entender a estos hombres, cómo ver en sus ojos lo que otros no vieron, porque la experiencia es una llave solo para quien la posee.

Pero hay que escindir los planos de implicancia de cada uno de ellos. A todos ellos no los mueve el mismo océano, no están cruzados por la misma miseria del encierro, tampoco, digamos, son habitantes de realidades radicalmente otras, porque no existiría armonía entre lo arriesgado y no habría una auténtica relación de sangre mientras estén vivos siendo escuchados por sus demonios.

Entenderlos, es mi pregunta. Valorarlos, mi injuria.

No sería equilibrado subsumir todo bajo el amparo de una opción ideológica que implica el borde de la vida, que implica el tenue eslabón fronterizo entre las cosas en movimiento y las cosas inertes. Qué les hizo hacer lo que hicieron en el pasado y lo que hicieron despuntando esa tarde de diciembre.

Unos se colgaron con la desesperación de la libertad y otros se elevaron en un acto mistificador para la emancipación de cuatro cuerpos. Todos daban tiros, menos los responsables de la labor del celaje. Agradecer, también, aquella valerosa cobardía, el breve aporte inconfesado por la ineptitud de la vergüenza.

Hay algo más que un sistema de criterios interpretando la realidad, algo incluso por sobre ellos mismos y por sobre sus propios límites. Tal vez la conciencia del límite tenga un sórdido parentesco con la conciencia moral, como un algo que impide la disgregación de la vida. Que anula el movimiento del cuerpo, cercenando la expansión de toda pasión que no soporta su estudio, porque esta es inabarcable. Qué o quién podría prologar una hermenéutica de la pasión, de su universo anverso como las palmas de las manos. Quién podría decir algo del deseo o de la torva y pestilente circulación de la sangre cuando el mundo propio se desploma o, mejor aún, quién no duda de sí, de su propio cuerpo y de su propia realidad. Por lo pronto, que nadie se defina de una vez para siempre y que nadie diga: Yo soy este fragmento de mundo.

En tanto seamos salvajes, primitivos de una tierra que aún no construimos, y que yo, en tanto voz, seguiré narrando, no con los principios arbitrarios de la disciplina histórica, el conjunto de circunstancias constitutivas de la vida de estos hombres.

Aquí convoco todos los silencios y todas las palabras que aún no nacen para este relato de aire y esperanza.

Capítulo I

Fríos y lejanos suelen ser los viajes en tren, sobre todo cuando se viaja solo. El tren suele evocar distancias, adioses deslizados por la nostalgia de partir hacia algún destino y no tener certeza alguna de retornar al punto desde donde se partió. Esto, por cierto, no es una ley para todo aquel que emprende un viaje, digo, no es una ley en sentido evidente, pero sí en sentido latente.

Una ley adquiere significancia como interdicto una vez aceptada en evidencia y esto no es algo que un simple viajero tenga en cuenta cuando se transforma en viajero, vale decir, un viajero normal, que es lo mismo que decir un ser humano normal, no parte hacia su destino con la probabilidad de un accidente que interrumpa el buen desenvolvimiento de su itinerario, que preveía todo menos la irrupción de un accidente. Quizá por eso sean accidentes, ya que están fuera de toda posibilidad, fuera de todo orden y fuera de toda necesidad.

Aparecen como un fulminante de carbón oscureciendo y silenciando todo. ¿Será un accidente la conciencia? La verdad, no se está en disposición para este tipo de digresiones al momento en que una fuerte convulsión física, física en la totalidad de su significación, sustituye la dimensión cotidiana de todo viaje que supera la docena de minutos y convierte esta cotidianidad en un pasado esplendoroso. El accidente disgrega el tiempo como granos de arena. Cabe mencionar –a modo de reseña gráfica que realce los efectos de esta narración– que normalmente los accidentes no son un continuo sucederse de detalles ajenos a la materialidad, sino, por el contrario, bullen en hedores y dolores teñidos de sangre sobre el hierro retorcido. Algo de una expresión de la vida siempre queda en medio de la desolación. Esperanza en algo más, en la promesa de otra vida y la resolución de las frustraciones terrenales en un mundo de espectros incoloros. Residuos de un cristianismo impuesto por una secta prepotente que domesticó religiosamente todo un planeta.

En fin, el accidente es eso que siempre nos está rondando y nunca lo tomamos en buena cuenta para definir el reino de la probabilidad a la que todos estamos afectos como efecto de otras cosas que también somos. Resumiendo, los viajeros normales piensan en un accidente como una improbabilidad casi segura, al fin y al cabo viajan con aquella seguridad para existir, con una premisa de tranquilidad en su precaria solidez.

Ahora bien, si este tren que viene desplazándose a casi 90 kilómetros por hora atravesando los parajes del sur de Chile hacia Santiago sufriera un accidente, lo más seguro es que poco quedaría de los pasajeros que se desplazan en su interior. Claro está que el dolor de los deudos sería casi indescriptible al momento de reconocer a sus parientes con sus cuerpos destrozados. Huérfanos, viudas y viudos, padres sin hijos y conocidos que dejaron de serlo serían la larga categoría de nuevos habitantes de esta tierra luciendo dicha nomenclatura de la pérdida.

Pero no solo en el orden del parentesco clásico se manejarían las pérdidas, ya que también quedarían cuatro hombres a la espera de la realización de su más añorado deseo.

Para los efectos mismos de este relato, cabe mencionar que la fiabilidad legal de estos cuatro mencionados es de dudosa perennidad, ya que están tras las rejas por una causa determinada por su tiempo-historia y esos recurrentemente llamados principios.

Pero bueno, retornando a su más esperado deseo, creo (por deducción y apegado a los más estrictos lineamientos del conocimiento racional) que lo más deseado por ellos es salir de la cárcel abandonando sustancialmente el reino de la coacción.

Por otro lado, y al momento de cumplir con los procedimientos de rigor en este tipo de casos que dicen relación con el reconocimiento de las víctimas, la policía llegaría a la brillante conclusión de que una de ellas es uno de los hombres más buscados por ellos y por la dirigencia política nacional.

Es un hecho evidente que al mencionado hombre se le busca por sus deudas con la justicia. Su fotografía recorre cuarteles policiales, sus huellas, plasmadas en un cartón donde se especifican los delitos cometidos y la gravedad de los mismos, descansan en medio de archivos e información clasificada.

Tal vez en uno que otro antecedente se mencionen relatos biográficos, parentescos, informes sicológicos que, habitualmente, vinculan las decisiones dramáticas con la ausencia del padre, con una vida disipada, libertina y culposa.

El mencionado, hasta ahora sin nombre, fue de pequeño un intruso metiéndose en talleres de refacción automotriz, con su cara pequeña y su pequeño cuerpo que se incrustaba en todos lados aprendiendo el arte de sostenerse en el mundo. Hizo de todo, hasta que comenzó el difícil y engañoso oficio de creer.

Se puede creer en cualquier cosa y hasta se puede hacer todo con tal de ver alguna vez aquello en lo que creemos, con tal de sacarlo a la luz y llevarlo frente a nosotros.

Los hombres se van consumiendo, desgastando como una materia con fecha de vencimiento, pero en definitiva se hacen con lo que tienen por delante, con lo que son capaces de tocar y de ver. Al fin, la materia es la base de la esperanza.

El hombre que ellos reconocerían habría sido Emilio y con su identificación acabarían, sin el conocimiento de ellos, con algo que más tarde les daría un fuerte dolor de cabeza y las ya conocidas (que por cierto, en ese momento aún no lo eran) consecuencias de cuestionamiento hacia la gestión en la política de seguridad, debido a la ejecución de una de las operaciones más relucientes del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), que más tarde la prensa, en un delirio de poco ingenio, la bautizaría como «la fuga del siglo».

Pero estamos en la doctrina del accidente, donde la hipótesis y la figuración se constituyeron para la mala suerte de unos y el pináculo de otros. Porque Emilio viene caminando por el pasillo de este tren que jamás sufrió un accidente.

Con el rostro húmedo y aún escurriendo de su frente algunas gotas de agua debido a la última mojada de cara que se había hecho, resopló y fingió un lerdo movimiento de rodillas para reanimar la circulación de la sangre. Miró a los demás pasajeros pasándose las manos por el pelo y sintió la grasa acumulada gracias al tráfago del viaje. Luego se deslizó a su asiento. Bajó la cabeza para cotejar si alguna anormalidad relucía en su cintura luego de ir al inmundo baño.

Miró su reloj, que marcaba casi las nueve de la mañana, y se dijo: Ya falta poco, si el itinerario de esta mierda cumple con lo que dice.

Fue un pensamiento a media voz, un argumento para el viejo sentado frente a él, que por todas las cosas de la tierra estaba dispuesto a cambiar un minuto de su prolongado silencio por unas breves palabras inútiles con cualquier pasajero. Aquella era una razón, también, para detener la fuerte tos que por momentos convulsionaba al viejo, haciéndolo asumir posiciones demostrativas de espantosos desgarros internos. El viejo tosía cada diez minutos, se veía prisionero de la descomposición pulmonar que lo consumía, ajado, casualmente vivo, se llevaba las manos al pecho para detener al animal que le rasgaba los pulmones. A su lado había otro hombre que parecía no prestar atención.

–Desde que tengo uso de razón, este servicio no cumple con los horarios que se propone y creo que es por la mala mecánica de las viejas máquinas o por la flojera que incuba el oficio en los conductores que llevan décadas mirando el mismo paisaje, ¿no cree usted, joven? –dijo el viejo, mirando fijamente a Emilio.

–Tal vez sea eso –contestó, tapándose la cara para protegerse de la saliva expulsada con suma fuerza por la reanudación de la tos del anciano.

–La otra posibilidad –continuó el viejo, como si nada acabara de ocurrir– es que lo hagan a propósito para darle una sepultura definitiva a este tipo de transporte y cambiarlo por aparatos más modernos.

–No creo –acotó el hombre que viajaba a su lado y que no miraba al viejo de frente, consciente del peligro implícito en las toses–, porque si así fuera estarían tratando de cambiarlo desde que este tren está funcionando... Quiero decir que estos aparatos siempre han sufrido de lentitud.

–Uno nunca sabe cuáles son los vericuetos y las decisiones de quienes están administrando un negocio tan lucrativo –agregó el viejo–. ¿Sabe?, el dinero es algo que cambia definitivamente a las personas... ya no es como antes, cuando las cosas se hacían por un interés del corazón. Considere usted mi caso: nací con vocación de servicio; de muy joven fui bombero y luego entré a Carabineros de Chile. Mi vida la he entregado al servicio de los demás y jamás antepuse mi paga a lo que el prójimo necesitaba de mí, que en ese momento eran mis humildes servicios.

–Me imagino que hoy ya está jubilado –dijo Emilio, manteniendo una distancia prudente.

–Así es, amigo mío. Después de veinte años en el servicio, jubilé por una miseria... ¡Hay que ver eso!, apenas me da para pagar el alquiler de la casa donde vivo y eso que es una población de la institución. Nadie creería que un servidor público, que arriesga la vida por sus conciudadanos, termina sus días vendiendo cortaplumas chinas en la Estación Central con un virus comiéndole las entrañas a cada segundo.

–Suena algo paradójico, ¿no cree? –dijo el otro hombre, mirando con sorna al viejo.

–No crea... Para vivir uno hace cualquier cosa. Además, este trabajo me dio la oportunidad de juntar dinero para el funeral de mi nieto –sentenció el anciano–. Los costos para meter a la gente bajo tierra son cada vez más altos, y eso no es todo, hay que pensar en la ceremonia... eso también cuesta. Imagínese, hay que alimentar a los participantes del entierro, aunque no fueron muchos... mi nieto no era muy querido. Pero, en fin, por lo menos le di una ayuda a mi hija. Si no hubiera sido así, seguro me pierdo el último adiós a ese niño... Claro, no fue agra­dable verlo con su cara pálida dentro de una caja.

El anciano suspiró pensativo y continuó.

–A mí qué me importa el destino de las cortaplu­mas que vendo; qué me importa, incluso, si fue una de esas mismas cortaplumas la que le quitó la vida a mi nieto.

La voz del viejo se quebraba como un vidrio que lanza sus astillas a la garganta de alguien y provoca dolor, dolor como el que el viejo comenzaba a sentir por el recuerdo dejado por su nieto muerto en una reyerta de vendedores de marihuana, esa transacción tan sim­ple de barrio que en ocasiones termina en una pelea por el tráfico naciente. Después de todo, son solo las com­plicaciones del mercado.

–¿Sabe? –continuó hablando el viejo con la voz quebrada pero clara después de la tos y la amargura–, el problema es que los viejos ya no somos de ninguna parte. Nuestro tiempo ya se fue y vivimos en una era que no nos pertenece, somos carne de transición. No tenemos nada que nos pertenezca realmente... ¡Vaya, qué tiempos estos! Los valores, los principios y la mo­ral de esta época nos son ajenos. No queremos acep­tarlo y nos negamos a abandonar lo que creímos an­tes. ¿Sabe, hijo?, no hay cosa más fiel en la vida que un perro y un viejo. El perro no traiciona a su amo y el viejo no traiciona su tiempo. Pero bueno –agregó tosiendo y llevándose a la boca un pañuelo para de­positar en él una viscosa materia fétida–, créame hijo, no comprendemos este tiempo y como una mula terca, nos resistimos a hacerlo.

Después, el viejo puso su mano sobre la ventana y no dijo nada más, para dar paso a la última tos de la conversación.

Tranquilo, Emilio observó al anciano y su reflejo casi lloroso en el cristal. Pensaba en esos huesos cu­briendo la piel, tapando tedio y absurdo, en la derrota que el tiempo va dejando como una marca indefinible en las palabras y en los gestos ulcerosos, queriendo parecer una cosa, una forma indiscutible de fidelidad a lo que se hizo y a lo que se fue, pero este viejo era la forma más desnuda de la contradicción y la pena. Es viejo, está cansado y convive con la soledad soportán­dola como al escorbuto. Llega al borde de la vida con una lágrima entre sus ojos y quiere contarle a cualquier desconocido lo que hizo cuando fue de interés para alguien.

Emilio se levantó para sacar su bolso de las reji­llas superiores y notó que ya nada queda de la conver­sación que hace un rato acaparaba la atención. Es ver­dad, nunca estuvo muy atento a lo que decía el viejo, apenas miraba las expresiones brotando del otro parti­cipante. Simplemente, así también se puede saber qué se está diciendo.

El tren comenzaba a detenerse. Por la ventana se incubaba el color opaco que reviste una ciudad. El gris cemento no pintado de San Bernardo, la gente cumplien­do su rutina cívica de trabajo y la estación. Última esta­ción y ya estarían en Santiago. Un Santiago ruidoso, aje­no, por mucho tiempo esperado. Emilio no lo pisa des­de hace mucho, ha permanecido fuera, alejado de sus edificios y de su gente.

Cuando se está en esa posición, la ciudad se re­cuerda, se guarda una imagen de ella, incluso se la ve­nera manteniendo los detalles, su gente protegida entre los edificios, en definitiva, todo. Pero cuando se vuelve a ella, se nota que nada ha cambiado, como un reloj marcando la misma hora. La indiferencia permanece estática y la honorabilidad del recuerdo cae desploma­da. La ciudad es la misma, sucia, impersonal, grosera.

La luminosidad que se mantenía de ella no era más que una imagen lúdica y femenina. Santiago seguía siendo un nido de ciegos.

Flexible y cansado, con el bolso en sus rodillas, observó al viejo dormido con la cabeza perdida sobre sus hombros; el acompañante bajó del tren para comprar un café desvaído. Una voz resonó. Cinco minutos en la penúltima estación, todos los boletos, por favor. Y luego, el pitazo de partida. El tren toma rumbo hacia Santiago. Emilio volvió a ver al viejo que aún duerme, pero notó el espacio vacío del acompañante, giró la cabeza hacia atrás para ubicarlo, no lo encuentró, se levantó con el bolso en sus manos y recorrió el vagón. En su cara se notaba nerviosismo, un calor de desesperación, la inti­midad de una turbación no planificada.

Llegó hasta fuera del vagón y lo encontró senta­do en las escaleras con el café en las manos, equilibrán­dolo al ritmo del movimiento del tren. De cuerpo del­gado y brazos largos, su cara también delgada como el filo de una navaja.

Su habilidad y experiencia con las armas era re­ducida, casi imperceptible, pero eso nunca le imposibi­litó verse envuelto en acciones junto a Emilio.

–¿En qué quedamos? –dijo Emilio con un tono de molestia–, la cosa era que tú no te movías del asiento... lo habíamos hablado.

–No te enojes, chico, llevo cerca de diez horas sen­tado y solo me levanté tres veces para ir al baño. Este viaje maricón me tiene enfermo, ese viejo al único que le ha tosido permanentemente y hablado durante todo el camino es a mí y tengo que responderle con idioteces que ni siquiera creo. Además de taparme la cara para no ser presa de sus infecciones.

–Ya falta poco, no desesperes. No te vaya a pasar algo justo ahora que estamos por hacer lo que tenemos que hacer.

–Compadre, yo ni siquiera sé lo que en definitiva vamos a hacer –señaló el acompañante–, estamos traba­jando en esto desde hace meses, y todavía no sé lo que va a ser, a veces pienso que no vamos a hacer nada.

–Ese fue el compromiso –respondió Emilio, el ros­tro resistiendo el embate del viento–, nada se va a saber hasta que lleguemos.

–Bueno, pero estamos llegando y todavía no sé nada –insistió el otro–, lo único que veo es conspiración y silencio.

–Lo sabrás cuando nos juntemos con los demás... Nos esperan. No todos están dispuestos a realizar lo que tan duramente hemos planificado y esperado.

El ruido hacía que lo hablado pareciera un diálo­go entre sordomudos; un intento de comunicación en­tre dos hombres de eras diferentes, a los que solo les queda el incesante movimiento de los brazos. El paisaje semiurbano hace que estos hombres se queden miran­do el piso herrumbroso del tren, pensando en lo que se dijeron, en la improbable importancia de todas esas palabras lanzadas como una gasa sobre sus propias in­seguridades ante lo que venía, ante lo que se habían propuesto.

–Es que están demasiado encerrados, o mejor di­cho muy enterrados, –retomó el acompañante–. No me imagino cómo los vamos a sacar.

–No te rompas la cabeza... todo saldrá bien, la for­ma que elegimos es la más segura, pero también la más descabellada.

El terror se apoderó de la garganta del acompa­ñante al escuchar las palabras de Emilio. «Es natural, los hombres sienten miedo», se dijo. «Sí, es natural. Nunca he pensado en desembarcarme, solo hay que controlarse», se repitió, «quién sabe si acaso en un mes más estaré viviendo bajo la tierra, haciendo discursos para nadie... Quizás entonces me arrepienta, y extraña­ré el terror que me está invadiendo. ¡Vaya si no nos arre­pentimos de todo lo que no hicimos! Después de todo, algo de mí va a quedar. Eso sí: ya no volveré a ver a las mujeres; en ese estado no sería capaz de reconocer a nadie, aún si fuera una mujer. Ni siquiera a mi madre. Debo confesarlo, hoy que hay tiempo para mi honestidad; mañana, bajo kilos y kilos de tierra será tarde, muy tarde. Me enamoraré de cada mujer que vea de ahora en adelante, no importa su condición ni su actividad, su religión o su postura política. Me he dado cuenta de que las amo a todas sin diferencia. Me las imaginaré desfi­lando frente a mí, entregándome sus más recónditos y absurdos secretos. Seré de lo más bondadoso con ellas, relatándoles mis sacrificios, para que ellas se compa­dezcan y me amen sin límite. Sí, dispuestas a todo, ca­paces de entregar a sus descendencias por estar a mi lado. Al fin y al cabo también lo entenderán, aunque ellas no pensarán nada y yo tampoco pensaré algo de mí en ese momento, porque estarán ocupadas engrandeciéndose con mi belleza».

«De poco estoy seguro, salvo de que me voy a embarcar en una empresa descabellada. En fin, aquí estoy, cretinamente convencido, dispuesto a conocer de cerca, de muy cerca, la posibilidad de mi muerte por sacar a otros de la suya».

Mientras se decía esto, a bordo del tren, sus ma­nos permanecían en los costados, su cuerpo enflaqueci­do y largo no resistía los embates del viaje. Miraba a Emilio, no sabía a ciencia cierta por qué, pero lo hacía. Quién sabe por qué uno mira a las personas cuando no tenemos idea de lo que les miramos y, sin embargo, lo hacemos.

El tren estaba casi detenido por completo en la Es­tación Central de Santiago. La gente comenzó a car­gar maletas, bolsos y cajas. La estación recobraba su vida perdida entre tren y tren, entre despedidas y bienve­nidas.

En Santiago hacía calor, un calor seco, sofocante, que no permite caminar bajo la luz del sol. Cuando los días son así no queda más que escapar, refugiarse de aquel demonio sin rostro en alguna sombra de la ciu­dad, bajo la protección de las torres y edificios, ver tam­bién, con una especie de placer morboso, cómo los otros sufren la misma agonía tratando de minimizarla res­tando ropajes a sus cuerpos. Ver qué reacciones tienen para así copiarlas, estudiar sus mecanismos, sacar lec­ciones para el provecho propio. El calor de primavera en Santiago nos permite ver cómo son los hombres.

En nuestro caso es lo mismo, nuestro arte también nace del aburrimiento y de la insoportabilidad de lo que hay ante nosotros. Una revolución es eso también o el intento de ella.

Tal vez las mejores y más profundas obras de Marx provienen del aburrimiento, de su aburrimiento, del aburri­miento de una época y que, a través de la historia, lo hemos refundado como el gran código ideológico, un simple aburri­miento, un hastío de sí y de todo.

Madre, después de todo este tiempo me has reencontrado por medio de los «media», esa tecnología de los supuestos que reconstruye hechos e identidades fuera de todo conocimiento directo, fuera de cualquier desinterés, y por so­bre todo dentro de todo interés.

Seguramente la gente comenta de ti, que eres la madre de aquel que está saliendo en los diarios por sus actos y no por sus dichos o sus pensamientos, aunque los dichos y los pensa­mientos sean una simple exterioridad de los actos, y el movi­miento sea, en última instancia, el origen del pensar. Habla­rán de ti con desprecio, con la insidia de los que nunca han hecho nada pensando en su inocencia como un precioso lega­do de la mediocridad. Madre, yo no soy inocente de nada. Yo he matado a otros hombres, he asaltado bancos y he amado a mujeres en viejos prostíbulos cubiertos de gangrena.

Recuerdo las largas conversaciones entre tú y el abuelo cuando la noche se acercaba, esas conversaciones que versa­ban sobre el Gobierno de Allende y la vía chilena al socialis­mo, sobre la lucha de clases como el motor de toda la historia y el marxismo como la ciencia liberadora del proletariado. Cosas, Madre, que yo no entendía y no lograba comunicar con el mundo diseñado por mi corta edad. Cosas que no te­nían espacio cuando cinco años más tarde llegaron todos esos hombres armados y se llevaron al abuelo entre golpes y gritos desmembrados por la sangre que salía de la cabeza de tu padre.

Recuerdo sus ojos invadidos por el terror y sus brazos, que antaño vi siempre alzados en las manifestaciones de la UP, ahora inútiles serpientes del temblor. O cuando le pre­gunté a la abuela por el abuelo y ella solo atinó a responderme que se lo llevaron los malvados. Madre, ¿quiénes son los ma­los y quiénes son los buenos? ¿La bondad y la maldad no serán solo un invento para hacer más genuino aquello que optamos por hacer, o quizá más pasable, ante el asco de nues­tros ojos, eso que creemos inaceptable y, sin embargo, lo hace­mos?

La bondad y la maldad son trajes que se ajan rápida­mente cuando hay sangre de por medio.

Bueno, Madre, espero verte luego, creo que en unos quince días más me toca aquel ritual que aquí llaman visita; si tienes la posibilidad, solo trae comida preparada por ti, ya que aquí es un asco.

Yo estoy bien, de buen ánimo para todo esto y esperan­do verte después de tantos años, aunque ya seamos algo dife­rentes de lo que fuimos y solo quede un lazo de carne roído por la distancia que a veces también es bella.

Tu hijo de siempre.