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Soy Nicole

Soy Nicole

La insólita lucha que libró la superheroína trans de Supergirl en la vida real

Amy Ellis Nutt

Traducido por María Luisa Rodríguez Tapia

Publicado originalmente en tapa dura en Estados Unidos, en 2016, por Random House, una division de Penguin Random House LLC.

La presente traducción se publica con el permiso de Random House, una division de Penguin House LLC.

© De la Autora:
Amy Ellis Nutt

© De la traducción:
María Luisa Rodríguez Tapia

© Next Door Publishers
Primera edición: octubre 2019

ISBN: 978-84-120685-3-5

Reservados todos los derechos. No está permitida la reproducción total o parcial de este libro, ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna forma o por cualquier medio, ya sea mecánico, electrónico, por fotocopia, por registro u otros medios, sin el permiso previo y por escrito de los titulares del copyright.

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948 206 200
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www.nextdoorpublishers.com

Impreso por Gráficas Rey
Impreso en España

Diseño: Ex. Estudi
Ilustraciones: Saya Solana
Director de la colección: Oihan Iturbide
Corrección: NEMO Edición y comunicación

Lo que no hemos tenido que descifrar, que dilucidar con nuestro esfuerzo personal, lo que estaba claro antes de nosotros, no es nuestro. Solo viene de nosotros mismos lo que nosotros sacamos de la oscuridad que está en nosotros y que los demás no conocen.

Marcel Proust, El tiempo recobrado

Fluía por su sangre la corriente de la creación, y él podía continuar y seguir mutando eternamente. Fue ciervo, fue pez, fue humano y serpiente, nube y pájaro. Bajo cualquier apariencia formaba un todo, era una pareja, contenía en sí la luna y el sol, el hombre y la mujer. Se deslizaba como ríos gemelos por la tierra, brillaba como una doble estrella en el firmamento.

Hermann Hesse, La metamorfosis de Piktor

Omnia mutantur («Todo cambia»).

Ovidio, Metamorfosis

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Amy Ellis Nutt

Amy Ellis Nutt obtuvo el Premio Pulitzer en 2011 por su serie de reportajes «The Wreck of the Lady Mary», sobre el hundimiento en 2009 de un barco pesquero frente a la costa de Nueva Jersey. Escribe sobre ciencia y salud en The Washington Post y es autora de Shadows Bright as Glass y coautora de The Teenage Brain, que figuró en la lista de los libros más vendidos de The New York Times. Fue titular de una beca Nieman de periodismo en la Universidad de Harvard, Profesora residente de la cátedra Ferris en Princeton y, durante varios años, profesora adjunta de periodismo en la Escuela de Posgrado de Periodismo de la Universidad de Columbia. Vive en Washington, D.C.

@amyellisnutt

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Saya Solana

Ilustradora y artista interdisciplinar nacida en Cáceres. Su punto de partida fueron las Bellas Artes, especialidad en la que es licenciada por la universidad de Barcelona. En su peregrinaje artístico y vital ha experimentado diversos lenguajes artísticos, pero se ha mantenido fiel a la práctica del dibujo, la ilustración y la escritura de relatos, como vías de ensayo de sus inquietudes estéticas y de la representación del misterio. También ha desarrollado su trayectoria profesional en los ámbitos del diseño gráfico y la creación de contenidos. La disidencia de género le ha atravesado personalmente, posicionándose desde la expresividad queer y el transfeminismo.

@SayaSolana

Para Kelly, Wayne, Jonas y Nicole

Prólogo de Leo Mulio

Introducción Su reflejo

El Principio 1

Gemelos idénticos

Mis chicos

Por fin nuestros

Disforia de género

Allí abajo, al este

Cosas con las que hay que tener cuidado

El pasillo rosa

Un niño-niña

Loco en la oscuridad

Chicas con poderes mágicos

Un hijo y una hija

Transiciones

El desahogo de la ira

El cerebro sexual 2

Las X y las Y del sexo

Los engaños de género

La diversidad de la naturaleza

Ser diferente

Soy Nicole

Un nuevo adversario

Un bicho raro

La Liga Cívica Cristiana de Maine

En defensa de Nicole

¿Me concedes este baile?

Es toda una niña

Vigilancia

Cuestiones de género 3

El cerebro trans

El género del corazón

Separados y desiguales

A escondidas

Mirando desde fuera

Empieza la pubertad

Nacida así

Tiempo de cambios

No podemos perder

El primer beso

Pequeñas victorias

El hermano de

Un paso atrás

Imagina

Nuestra historia

Romper barreras 4

Graduación

Transición

Epílogo Mientras ella sea feliz

Agradecimientos

Fuentes

Bibliografía

Entrevista a Pau Eloy García Jiménez

Recursos

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Prólogo

«La incongruencia no está en mi cuerpo, está en tu mirada».

El amor incondicional ve más allá del género, del sexo y de cualquier otra característica o expectativa. A lo largo de este libro, Amy Ellis Nutt retrata la vivencia de la familia de una niña trans, y cómo desde la escucha y el apoyo se pueden superar todas las barreras que se nos imponen desde fuera y que nos generamos nosotres mismes1.

Tal y como le ocurrió a la familia de esta historia —y les ocurre a tantas otras—, contar con referentes, conocer otras experiencias, escuchar a personas que han vivido lo mismo que estás viviendo tú es una parte fundamental del proceso. Algo de pronto se coloca, se relaja. Algunos miedos desaparecen, puedes respirar mejor. Este libro nos invita a recordar que los malestares muchas veces no son únicamente individuales, sino más bien sociales o colectivos.

Durante mi experiencia profesional acompañando a familias con hijes trans he podido, y sigo comprobando, cómo la vivencia, los miedos, los prejuicios y los mitos que tiene la familia Maines en torno a las personas trans es representativa de una gran cantidad de familias. Es probable que os sintáis identificades con el rechazo a la idea de que su hija pueda ser una persona trans, la esperanza de que sea una fase, la negación o el permiso parcial para mostrarse tal y como es, la soledad de la madre ante la falta de apoyo del padre, el cuestionamiento propio y del entorno, la culpabilidad. A lo largo de este libro podrás ir conociendo y transitando todas estas emociones, pasando por las diferentes etapas por las que la autora nos va adentrando de una manera cercana y amena.

La conducta de la pequeña en relación a su identidad de género y la forma de gestionar el apoyo y la falta de él se repite con frecuencia en las personas trans de su edad. Estoy seguro de que muchas familias veréis reflejade en Nicole a vuestra hija, hijo o hije trans. Jóvenes que lo tienen claro y de quienes aprendemos, día tras día, gracias a su espontaneidad, claridad, coherencia y sencillez. Ojalá las personas adultas pudiéramos ser un poco más como elles.

Podría decirse que nos encontramos en un cambio de paradigma respecto a las personas trans en la sociedad actual europea y americana. En España hemos pasado de ser criminalizadas (Ley de Vagos y Maleantes), a ser consideradas enfermas mentales y ser internadas en psiquiátricos para «ser curadas» (Ley sobre Rehabilitación y Peligrosidad Social). Tras la resistencia y la lucha del colectivo trans hemos conseguido librarnos de la violencia institucional más brutal, aunque seguimos sufriendo otras, con trágicas consecuencias, en muchos otros ámbitos.

En su momento, la comunidad trans celebró el hecho de ser considerada enferma. Que se nos incluyese en los manuales diagnósticos psiquiátricos usados a nivel internacional (DSM y CIE) fue la llave de entrada al sistema sanitario, a los tratamientos hormonales y cirugías, y con ello también a la posibilidad del cambio de sexo registral. Por fin las necesidades sanitarias y legales de muchas personas trans eran reconocidas, desde la patología, pero reconocidas, al fin y al cabo. Esto supuso un gran cambio: de negar nuestra identidad a aceptar el género al que afirmábamos pertenecer, aunque en ambos casos se nos intentara reconducir a «la normalidad».

Desde el mundo de la medicina es desde donde se empieza a conceptualizar qué significa ser trans de la mano del doctor Harry Benjamin en los años 50. Según él, las personas trans vivimos una incongruencia; un cuerpo de hombre y una identidad de mujer o viceversa, y nuestra felicidad pasa por adecuar nuestro cuerpo a aquel congruente. Esta forma de plantear la realidad trans problematiza nuestra mera existencia. El error lo tenemos las personas trans. El daño que conlleva partir de esta forma de entender lo trans es enorme.

Desde hace casi una década y con la aparición de la Campaña STP (Stop Trans Pathologization) en España en 2009, que se extiende por muchos otros países del mundo, se evidencia la reivindicación por la despatologización de las personas trans. Por un lado, se reclama la exclusión de nuestras identidades de los manuales diagnósticos y por otro, se cambia el foco del problema, tal y como dicta el lema de la manifestación por la despatologización en Madrid en el año 2014, «La incongruencia no está en mi cuerpo, está en tu mirada».

Desde gran parte del movimiento trans a nivel internacional reclamamos que no tenemos ningún error, que no hay ninguna incongruencia. El sistema de creencias en torno al género es el que entra en conflicto ante la existencia de las personas trans. Un sistema que considera que ser hombre o mujer depende de cuáles son tus caracteres sexuales y que, por tanto, hay un cuerpo y un género que son congruentes, ignorando y rechazando la existencia de personas trans no binarias (ni hombres ni mujeres) y de todas las personas trans en su conjunto. Este sistema excluye a quienes no entramos en esa dicotomía y nos coloca la etiqueta de «cuerpos equivocados». La idea de que hay personas con cuerpos congruentes y otras con cuerpos incongruentes la hemos generado socialmente, y estamos en un punto en que nos urge destruirla.

Seguir reproduciéndola conduce a la concepción de nuevas hipótesis, como la que actualmente plantea que las personas trans tenemos un cerebro de un sexo y el resto de caracteres sexuales de otro. Este tipo de argumentos que atribuyen nuestro género a la biología suponen un paso atrás. Niegan la existencia de las personas trans no binarias y le da un carácter biológico al ser hombre o mujer cuando es más que evidente que los géneros son una construcción social y que las personas nos identificamos en base a esas categorías construidas. Un claro ejemplo es cómo en otras culturas2 son otros los géneros que existen y la forma de identificarse de las personas en relación a ellos. Si hay quien todavía sigue necesitando encontrar una explicación científica para legitimar y respetar nuestras identidades es que algo no va bien. Las personas trans somos tan diversas como el resto y vivimos y expresamos nuestra identidad, nuestro género y nuestro cuerpo de múltiples maneras.

Otro de los riesgos es el de seguir intentando reconducirnos a «la normalidad». Si somos trans pero «no se nos nota» todo va bien. Esto es un enorme error, de nuevo caemos en que somos nosotres quienes nos tenemos que adaptar a los cánones. ¿Qué es la normalidad? Seguimos reivindicando el derecho a mostrarnos tal y como somos en toda nuestra diversidad como colectivo.

Mientras la sociedad siga poniendo el foco del problema en nuestros cuerpos y no en la violencia que genera esta forma tan limitada de concebir los géneros/cuerpos, esta seguirá campando a sus anchas.

Una de las herramientas para desmontar esta rígida dicotomía y ampliar el imaginario es generar referentes dando visibilidad a realidades hasta ahora negadas. Es en este punto en el que un libro como este ayuda a construir una nueva realidad más amplia, donde quepamos todes. Referentes que nos devuelven la posibilidad de existir tal y como somos y que nos humanizan ante una sociedad que nos vive y siente desde «la otredad», nos percibe como «lo diferente» y nos reduce a un estereotipo, a una categoría, a un «caso» con una gran connotación negativa, victimista y de inferioridad.

Por este motivo, invito a la persona lectora a tener una mirada crítica ante aquellas formas modernas de perpetuar maneras de entender las realidades trans que siguen siendo patologizantes y heredadas del pasado. Todavía queda mucho que cambiar.

Reivindicamos, desde la diversidad de la que todas las personas formamos parte, que el problema está en la mirada, no en las personas trans. Por ello debemos seguir apostando por una sociedad en la que todes tengamos cabida y seamos libres para ser y estar. Como bien nos recuerda la historia de la familia Maines, quien hace la verdadera transición es la familia, el entorno y no la persona trans. Seguiremos trabajando entre todes hasta que consigamos la transición de toda una sociedad.

Leo Mulio
Responsable de Salud en Transgender Europe (TGEU) chpt_fig_001

Notas al pie

1. Distintos colectivos ven limitante el uso convencional del masculino y el femenino y proponen formas de disidencia gramatical. Una es la forma en -e (todes, elle, nosotres) como género neutro en español. El objetivo, en un primer momento, fue que sirviera para denominar a las personas de género no binario, no obstante, se ha ido aplicando también en el plural, para referirse a grupos mixtos de gente; y en el singular genérico, para referirse a un individuo.

2. José Antonio Nieto, Antropología de la sexualidad y diversidad cultural, Talasa Ediciones.

Introducción

Su reflejo

El niño está fascinado. Golpea el suelo con los dedos de los pies y arrastra sus piececitos calzados con sandalias en una especie de extraño baile en el que gira y da vueltas, no delante de una cámara, sino de la puerta negra, transparente y reluciente del horno, justo a la altura adecuada para un niño de dos años. Wyatt está desnudo de cintura para arriba y lleva un sombrero en la cabeza. De su cuello cuelga un collar de cuentas de Mardi Gras muy colorido. Pero lo que de verdad le llama la atención, lo que hace que ese instante sea mágico, son las brillantes lentejuelas de su tutú rosa. Con cada vuelta y cada giro los destellos iluminan el rostro del niño, cautivado por su propia imagen.

—Este es uno de los pasatiempos favoritos de Wyatt, bailar delante de la puerta del horno —dice la voz detrás de la cámara de vídeo—. Tiene su falda nueva, su collar bohemio y su sombrero, y disfruta de verdad… Saluda a la cámara, Wy.

Quizá Wyatt no oye a su padre. Quizá solo le escucha a medias, pero, por el motivo que sea, le ignora y se mece adelante y atrás, sin dejar de mirar su reflejo rutilante. Por fin, el niño hace lo que le han pedido, más o menos. Gira ligeramente la cabeza y mira con timidez a su padre, y suelta un gritito de placer, la expresión infantil de una intensa alegría. Pero Wayne Maines quiere otra cosa.

—Muéstrame tus músculos, Wy. ¿Puedo ver tus músculos? —le pide a su hijo.

De pronto, Wyatt parece sentir vergüenza. Aparta lentamente la mirada del rostro de su padre para fijarla en otra cosa —o nada— al otro lado de la cocina, justo fuera del encuadre de la cámara. Vacila, inseguro sobre qué hacer, hasta que vuelve a ignorar a su padre, se pone otra vez ante la puerta del horno y adopta una nueva postura. Una postura a medias, en realidad: con los puñitos bajo la barbilla, flexiona unos músculos inexistentes. Sabe que no es exactamente lo que quiere su padre, pero parece incapaz de romper el hechizo de su propio reflejo.

—Enséñame tus músculos. Aquí. Enséñamelos.

Wayne empieza a sentirse frustrado.

—Enséñale a papá tus músculos, así. Ven aquí, Wyatt. Enséñame tus músculos. Por fin, parece que los ruegos surten efecto. Wyatt vuelve a girarse hacia su padre, con las manos todavía debajo de la barbilla, los brazos hacia los lados, y le mira. Pero nada más. Eso es lo máximo que va a conseguir Wayne Maines. Con una mirada que es en parte retadora y en parte de disculpa, el niño vuelve a la puerta del horno.

—Muy bien, basta ya —dice el padre, decepcionado, mientras apaga la cámara.

Antes de sentir el amor, antes de sufrir pérdidas, antes de soñar con ser algo que no somos, somos unos cuerpos que respiran en el espacio, «turbulentos, carnales, sensuales», escribió Walt Whitman. Somos ineludiblemente físicos y nos sentimos atraídos por lo ineludiblemente humano. Nuestro propio cuerpo nos define, pero estamos entrelazados con los cuerpos de los demás. Un ser humano erguido y que se mueve es infinitamente más fascinante para un niño pequeño que cualquier sonajero o juguete. A los seis meses, los bebés apenas pueden balbucear, pero ya saben la diferencia entre un hombre y una mujer. Cuando un niño con fiebre apoya la cabeza en el pecho de su madre, el cuerpo de ella se enfría para compensar y bajar la temperatura del niño. Cuando se pone a un niño prematuro con el oído sobre el corazón de su madre, los latidos irregulares del bebé encuentran su debido ritmo. A medida que crecemos y maduramos y nos volvemos más inhibidos, nos enseñan que el aspecto —nuestro exterior— no es tan importante como lo que somos por dentro. Pese a ello, la belleza nos cautiva. Los seres humanos se sienten atraídos de forma inconsciente por lo simétrico y lo estético. Es decir, somos inequívocamente físicos, incluso egocéntricos. El filósofo y psicólogo William James escribió que «el egoísmo más palpable» del hombre es «el egoísmo corporal, y su yo más palpable es el cuerpo». Pero el hombre no ama su cuerpo porque se identifique con él, sino que «se identifica con su cuerpo porque lo ama».

Y si no ama su cuerpo, entonces ¿cómo es posible ocupar un espacio físico, ser un cuerpo en el espacio y al mismo tiempo estar alejado de él?

Existen docenas de vídeos de Wyatt Maines y su hermano gemelo, Jonas, grabados durante sus primeros años de vida, cuando vivían en los montes Adirondack de Nueva York y después en una zona rural de Maine. Son los únicos hijos de Kelly y Wayne Maines, que los adoptaron al nacer y les prodigan todo su amor y su atención, y la cámara lo capta todo, desde lo más corriente hasta lo más trascendental. Se salpican uno a otro en la bañera, saltan juntos en los charcos formados por la lluvia y abren juntos los regalos en la mañana de Navidad. Kelly nunca quería que los niños se pelearan por sus regalos, de modo que lo que tenía uno lo tenía el otro, empezando por las velas de su tarta de cumpleaños. El día que cumplen un año, hay dos velas, una para cada niño. El día que cumplen dos, cuatro velas. Kelly también quería que tuvieran juguetes tradicionales y también atípicos. Así que por su cumpleaños y por Navidad los dos reciben grandes camiones de basura de color amarillo, Barbies patinadoras y cachorros de dálmata a pilas.

«Y si no ama su cuerpo, entonces ¿cómo es posible ocupar un espacio físico, ser un cuerpo en el espacio y al mismo tiempo estar alejado de él?»

Al principio, con su corte de pelo de tazón, sus petos y sus camisas de franela, era prácticamente imposible distinguirlos, salvo porque el rostro de Wyatt era ligeramente más redondeado. Pero había diferencias, y Kelly y Wayne empezaron a notarlas enseguida. Wyatt era el que todas las mañanas, con el pañal y con el chupete en la boca, se ponía con su madre delante del televisor e imitaba sus ejercicios de pilates. Mientras la imitaba solía tener una Barbie en las manos, que agitaba de vez en cuando para que la larga cabellera rubia se moviera hacia uno y otro lado y reluciera bajo el sol matutino. En otras ocasiones se desabrochaba su mono y dejaba colgando las dos mangas, como si fuera una especie de falda.

Kelly y Wayne se daban cuenta de que Wyatt era más temperamental que Jonas; a veces arremetía contra su hermano como si le exasperara su mera presencia. Y había algo más. Por las noches, cuando bañaba a los niños, Kelly se fijaba en que Wyatt se miraba en el largo espejo que colgaba en el interior de la puerta del cuarto de baño. Cuando le quitaba la ropa a Jonas y lo metía en la bañera, veía a Wyatt de pie, desnudo y absorto ante el espejo. ¿Qué veía, a sus dos años? ¿A sí mismo? ¿A su gemelo? Era imposible saberlo e imposible preguntárselo a Wyatt, por supuesto. Pero con frecuencia parecía como si el niño se sintiera confuso ante su reflejo, inseguro de la imagen que le devolvía el espejo. Había cierto dolor inescrutable detrás de sus ojos. Parecía tenso y angustiado, como si tuviera el corazón encogido y no supiera desencogerlo.

Todos nacemos con rasgos, características y señales físicas que permiten a otros identificarnos, decir «Es un niño» o «Es una niña». Pero nadie nace con una percepción de sí mismo. Hacia los dos años, los niños se reconocen en el espejo, pero también lo hacen los chimpancés y los delfines. Hasta la humilde ascáride, con una sola neurona, es capaz de distinguir su cuerpo de su entorno. Sin embargo, con respecto a nuestro «quién», nuestro «qué» —nuestra esencia— no existe ningún lugar concreto en el cerebro, ninguna porción de materia gris, ningún nexo de actividad eléctrica que podamos señalar y decir: eso es, ahí está, ahí está mi yo, ahí está mi alma.

Todas estas preguntas sobre quiénes y qué somos eran aún cosa del futuro cuando Kelly y Wayne llevaron a los niños del hospital a casa. Los dos pensaron que sus gemelos eran unos regalos completamente inesperados. Incapaces de tener hijos biológicos, sentían que estaban viviendo su propia versión del sueño americano gracias a dos pequeños especímenes perfectos de Homo sapiens, versión masculina. Wayne, en particular, soñaba con el día en que pudiera comprar a sus chicos sus primeras escopetas de caza, sus primeras cañas de pescar, sus primeros guantes de béisbol. Así se había hecho siempre en su familia, y él pensaba continuar la tradición.

Quién es una persona es algo inseparable no solo de quién piensa que es, sino también de quién piensan los demás que es. Nos tocan y nos quieren, nos valoran o nos desprecian, nos elogian o nos desdeñan, nos consuelan o nos hieren. Pero antes de nada, nos ven. Los demás nos identifican a través de los contornos, los colores y los movimientos de nuestro cuerpo. En su tratado de 1903 The Souls of Black Folk3, el escritor e intelectual afroamericano W. E. B. Du Bois escribió sobre una doble conciencia, una dualidad de la raza negra, «esta sensación de estar mirándose siempre a uno mismo a través de los ojos de los demás, de medir nuestra propia alma con la vara de un mundo que nos observa con una mezcla de divertido desprecio y compasión». En su opinión, la historia de los afroamericanos en Estados Unidos era la historia de una especie de «lucha, el anhelo de alcanzar una virilidad consciente, de fundir esa doble identidad en un yo mejor y más auténtico. [...] Quiere lograr que sea posible para un hombre ser al mismo tiempo negro y estadounidense, sin que sus compatriotas le escupan y le maldigan».

Dignidad, respeto, el derecho a que lo traten como igual: eso es lo que quiere todo el mundo. Pero Du Bois sabía que los que se quedan al margen de la comunidad humana por su color (o, podríamos añadir, por su orientación sexual o su sexo) tienen un camino mucho más difícil, porque los marginados, los diferenciados, los inadaptados sociales deben soportar la carga de una pregunta implícita en boca incluso de los miembros más educados de la sociedad: «¿Qué se siente cuando uno mismo es el problema?». chpt_fig_001

Nota

3. Edición española: Las almas del pueblo negro, Universidad de León, 1995. (Nota de la T.).

1. El principio

Pero el Señor dijo a Samuel: «No te fijes en las apariencias ni en su buena estatura [...].
Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón».

Samuel 1 16:7

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Capítulo 1

Gemelos idénticos

Tras seis meses en el útero, Wyatt y Jonas Maines están completamente formados. En la ecografía realizada en una consulta próxima a Northville, Nueva York, en la tarde del 7 de julio de 1997, se ve a uno de ellos encorvado, con su columna arqueada y en sombra y las vértebras muy visibles. La encargada de la ecografía utiliza la flecha para indicar la cabeza, el tronco y las piernas. Una manita flota relajada en el líquido amniótico, con unos dedos minúsculos que se mueven ligeramente, como si estuvieran practicando una pieza para piano. A los 45 segundos del vídeo, la técnica señala la sombra difusa de los genitales de uno de los gemelos y escribe en la pantalla: «¡Sigue siendo niño!». Es una gracia, claro. Los fetos son univitelinos, tienen el mismo ADN y son varones. ¿Cómo no va a seguir siendo niño uno de ellos?

Cuando Wayne y Kelly tuvieron por fin a sus hijos recién nacidos en brazos, tres meses después, el matrimonio llevaba casado cinco años. Kelly había sufrido múltiples abortos espontáneos y había pasado tres años sometiéndose a tediosos y dolorosos tratamientos de fertilidad. Todo cambió a principios de 1997, cuando recibió una llamada de su sobrina Sarah, de dieciséis años, a la que apenas conocía. La adolescente le dijo que estaba embarazada y que no quería abortar, pero que sabía que era demasiado joven para criar a un hijo a solas. ¿Estarían dispuestos Wayne y Kelly a hacer una adopción privada?

Kelly había tenido una infancia poco convencional en el Medio Oeste. Por lo que ella sabía, su familia tenía raíces en los acantilados de caliza sobre la orilla norte del río Ohio, en la ciudad de Madison, Indiana. Fundada en 1809, a mitad de camino entre Louisville, Kentucky y Cincinnati (Ohio), Madison vivió un periodo de apogeo como ciudad fluvial a mediados del siglo XIX. También fue una primera etapa importante del Ferrocarril Subterráneo4, y ya en la década de 1820 tenía una próspera comunidad negra. En 1958 representó a la pintoresca ciudad natal de James Jones durante la filmación de la película basada en su novela autobiográfica Some came running5. Cuenta la leyenda que, al protagonista de la película, Frank Sinatra, le horrorizaba tanto permanecer encerrado durante el rodaje en una ciudad «de paletos» que convenció a su amigo Dean Martin para que aceptara un papel secundario.

El abuelo de Kelly era capitán de un barco de vapor de ruedas en Madison, en la época en la que los barcos de vapor todavía surcaban las aguas del río transportando mercancías entre las ciudades ribereñas. Tuvo un primer matrimonio, pero se divorció para casarse con la abuela de Kelly, la mayor de nueve hermanos, que era apenas una adolescente cuando su padre abandonó a la familia. Entonces empezó a trabajar en una fábrica de guantes para ayudar a su madre y sus hermanos, y a los diecinueve años se casó con el abuelo de Kelly, en parte por amor y en parte para escapar de la penosa tarea de cuidar de tantos niños. La pareja se mudó a Indianápolis, donde el abuelo de Kelly entró a trabajar en la compañía de mudanzas Mayflower, y tuvieron tres hijas y un hijo. Ambos eran de origen alemán, y sus valores y sus costumbres lo reflejaban. Eran prácticos, honrados y sensatos. De niña, Kelly aprendió expresiones como «El sudario no tiene bolsillos», es decir, uno no se puede llevar el dinero a la tumba, o «Más increíble que unas gallinas picoteando una roca», para describir algo verdaderamente difícil de creer.

Ninguna de las mujeres de la familia aceptaba la idea habitual de que los hombres fueran superiores, ni tampoco que las «señoras» debían obedecer ciertas reglas y tener comportamientos socialmente aceptables. Quizá por eso Kelly y otros miembros de su familia eran tan sinceros al hablar de sus orígenes y contaban que habían llegado al mundo como lo que alguna gente, en otro tiempo, llamaba «bastardos». Para Kelly y sus familiares esa era la realidad. Roxanne, su madre biológica, le había contado que su padre era seguramente uno con el que se había acostado una noche. Kelly no tenía más que dos días cuando, en 1963, Roxanne le pidió a su hermana Donna que adoptara a la niña.

La vida de Donna, una mujer inteligente y con ambiciones profesionales, estuvo llena de frustraciones. En otras circunstancias seguramente habría sido médica o abogada. Cuando era niña, la universidad no era algo que muchos padres quisieran para sus hijas o por lo que se interesaran para ellas. Donna trabajó un tiempo en una agencia de viajes y años más tarde, cuando sus hijos se habían ido ya de casa, se matriculó en la Escuela de Enfermería y obtuvo sobresalientes en todo. Si quieres algo con todas tus fuerzas y trabajas para conseguirlo, lo conseguirás: esa lección la aprendió Kelly de Donna. La maternidad no era lo que más le iba a Donna, pero, a pesar de que ya tenía una hija, acogió a la niña de Roxanne. «Soy como ese segundo perro que decides tener cuando el primero te está volviendo loca», solía decir Kelly entre risas. La casa estaba siempre limpia y siempre había comida en la mesa. La cena era a las cinco de la tarde en punto, y más valía ser puntual.

Donna adoraba a sus hijos —tuvo dos chicos después de las niñas—, pero también trabajaba muchas horas y no tenía demasiado tiempo ni energía para ser cariñosa. A Kelly y sus hermanos no parece que les importara mucho. Sabían que tenían un sitio en el que dormir cada noche y, en general, eso les bastaba. Cuando Kelly estaba ya en la veintena y en la treintena, Roxanne empezó a llamarla ocasionalmente para pedirle que la perdonara por haberla dado en adopción, pero Kelly, sin rencor y con total sinceridad, le decía que no hacía falta que le pidiera perdón. Había hecho lo más acertado, le insistía. Los niños que había intentado sacar adelante Roxanne habían tenido una vida difícil, en el mejor de los casos.

Kelly se fue de casa a los diecisiete años, el verano antes de terminar el instituto. Durante un tiempo se alojó en diversas casas por Indiana y se fue a vivir con su abuela durante una temporada, mientras hacía el último curso de bachillerato, que aprobó incluso antes de tiempo. No tenía ni idea de qué hacer a continuación. Como le había pasado a su madre, la universidad le parecía algo imposible. Acabó viviendo una época con su padre, del que Donna se había divorciado cuando Kelly tenía once años. Hizo unas cuantas amistades, tuvo distintos empleos y disfrutó bastante de la vida. Durante unos años viajó por todo el país, trabajando para ganar algo de dinero, y recaló en California cuando tenía poco más de veinte años. Kelly seguía pensando que quería para su vida algo más que desempeñar trabajos mal remunerados y vivir pendiente del cheque semanal.

Reanudó su educación en el punto en el que la había dejado y se matriculó en algunas clases en Golden West, un colegio universitario municipal de Huntington Beach. No tenía ninguna prisa, hasta que una noche de sábado el novio de una de sus amigas ideó un plan para robar drogas a un camello local. Cuando Kelly se enteró de lo que había hecho, se enfureció. Para ella, a sus veinticuatro años, aquel fue un momento trascendental. Compartir un piso, trabajar por sueldos míseros, irse de juerga los fines de semana: nunca había pensado que esa fuera a ser su vida, la verdad. Siempre había pensado que era una etapa, una fase, algo que acabaría dejando atrás. Así que eso fue lo que hizo. Y de inmediato.

Se había terminado el divagar. Tenía que pensar en algo más que el presente y hacer planes de futuro. Se concentró en sus clases y logró suficientes créditos para obtener un diploma de Bellas Artes en Golden West, aunque nunca llegó a conseguir el título oficial. Poco después contestó a una oferta de empleo para un puesto en una consultoría medioambiental. Durante la entrevista reconoció que no tenía ninguna experiencia en cartografía —requisito indispensable—, pero explicó que era capaz de dibujar cualquier cosa. Consiguió el trabajo y poco después estaba ganando ya 30 000 dólares al año.

La empresa tenía una pequeña sucursal en Chicago, y Kelly volvió a encontrarse ante un dilema. Podía quedarse en California y seguir estudiando para obtener la licenciatura o volver al Medio Oeste y estar más cerca de su familia sin tener que dejar el trabajo. Había aprendido mucho de sus colegas, no solo sobre el medio ambiente, sino sobre lo que significaba ser una profesional. Tomó la decisión: se encaminó hacia el este.

Poco después de su traslado, sus jefes, que eran conscientes de su inteligencia y sus aptitudes, le dijeron que se formara más en materia de pozos subacuáticos y gestión de residuos. Eso fue lo que la llevó a un curso de refuerzo de cinco días en Findlay, Ohio, en julio de 1989, donde conoció a Wayne Maines.

El seminario se celebraba en el colegio universitario local, impartido por un antiguo bombero que, unos años antes, había sufrido unas quemaduras espantosas en un incendio de origen químico. Las jornadas eran increíblemente largas e incluían tener que llevar trajes protectores contra sustancias peligrosas. No había más que una docena aproximada de alumnos y, al acabar el día, se abalanzaban, exhaustos, al bar más cercano para relajarse, reponerse y descansar. Una de esas noches, Kelly y Wayne, que era director del Instituto de Formación en Seguridad e Higiene (hoy Programa Formativo de Seguridad e Higiene) en la Universidad de Virginia Occidental, acabaron jugando al billar y hablando hasta altas horas de la noche sobre economía, política y el curso en el que estaban. Los dos procedían de ciudades pequeñas y se sentían increíblemente a gusto estando juntos. A ella le gustaba de Wayne que fuera hablador, amable y seguro de sí mismo. A él le gustaban los ojos azules de Kelly, su facilidad para reír y su sinceridad. Al terminar la semana, cuando Wayne regresó a Virginia Occidental y Kelly a Chicago, acordaron volver a verse cuanto antes. Así comenzó un año de viajes de fin de semana para estar juntos, al final del cual Kelly se fue a vivir con Wayne a un dúplex de dos habitaciones en Morgantown, Virginia Occidental.

Wayne Maines era sin lugar a dudas un chico estadounidense típico. Nacido en 1958, creció en el pueblo de Hagaman, en el estado de Nueva York, a unos 65 kilómetros al noroeste de Albany. Según el Gazetteer de 1840 de este estado, Hagaman’s Mills (el nombre con el que se fundó el pueblo a finales del siglo XVIII) tenía una iglesia, una taberna, una tienda, un molino de harina, un aserradero, una fábrica de alfombras y «alrededor de 25 casas». Hoy el pueblo tiene algún habitante más — aproximadamente doscientos, repartidos en una franja de tierra de 2,5 kilómetros—, pero las costumbres y los valores siguen siendo anticuados y rurales. Los Maines no tuvieron agua corriente hasta que Wayne cumplió cinco años. Disponían de un pozo de agua potable y un retrete exterior. En invierno se calentaban con una estufa de queroseno. El dormitorio de Wayne se hallaba encima del cuarto de estar, y en el suelo había una rejilla directamente sobre la estufa y el televisor estaba colocado junto a ella. Wayne no tenía más que mover un poco el televisor antes de irse a la cama y podía tumbarse en su cuarto y ver Rowan & Martin’s Laugh-In6 a través de la reja sin que sus padres se enterasen.

El padre de Wayne, Bill, trabajaba en una fábrica de alfombras en Amsterdam, Nueva York, y posteriormente empezó a ir y venir todos los días a Saratoga, a 48 kilómetros, para trabajar en una planta de General Foods. También le gustaba frecuentar las tabernas y los hipódromos locales. Alto y delgado, Bill Maines fue durante un breve periodo jugador semiprofesional de béisbol, pero un ataque al corazón a los cuarenta y cuatro años le impidió trabajar a tiempo completo el resto de su vida.

La madre, Betty, trabajó siempre en distintas cosas para mantener a la familia. Limpiaba un salón de estética de lujo los fines de semana, era camarera y vendía productos de Avon. Durante un par de años trabajó en el turno de tarde en una fábrica de cuero que hacía balones de fútbol americano de la marca Spalding. Todos los días, al volver del colegio a casa, Wayne se desviaba por un sendero que pasaba detrás de la fábrica en la que su madre acababa de empezar el turno y le daba un grito para preguntarle:

—Mamá, ¿qué quieres que haga para la cena?

La mayoría de las veces, ella contestaba que ya había dejado algo hecho en el mostrador. Que solo tenía que meterlo en el horno y hacer algo de verdura para él, su hermano y su hermana. La conversación siempre terminaba igual, con Betty Maines sonriendo y diciendo a Wayne:

—Te quiero. Hasta mañana.

Típico producto del Estados Unidos rural, Wayne se educó en los valores de los pueblos, en particular la devoción a la familia y el respeto a su país. Las lecciones que aprendió de su padre eran sencillas y, en su opinión, lo bastante sólidas como para durarle toda la vida: si golpeas, que valga la pena; nunca abandones a tu equipo; nunca apuntes a nadie con un arma si no estás dispuesto a dispararla; intenta devolver las cosas en mejor estado que cuando te las prestaron (limpias, engrasadas y revisadas); y nunca jamás bebas cuando estás jugando a las cartas.

Cuando era joven, Wayne pasó varios veranos trabajando con su hermano Bill como animador en una feria itinerante que recorría el nordeste. A los quince años, durante una parada en Huntington, Nueva York, Wayne trabajó en una caseta de juegos situada junto a una atracción llamada la Cremallera, un sencillo cable montado en un soporte oval que tiraba de una docena de coches y hacía que dieran vueltas casi verticales. Una noche se soltó un tornillo de la puerta de uno de los coches y, en el latigazo hacia arriba, la puerta se abrió de golpe y dos chicas adolescentes salieron despedidas. Al oír los gritos, Wayne corrió a intentar atrapar a una de ellas en el aire, pero la niña cayó al suelo, se rompió el cuello y murió en el acto. La otra cayó en un cajón de arena y resultó malherida, pero sobrevivió.

Wayne sabía ya lo que era la muerte. Era cazador. Pero nunca había visto morir a alguien en un accidente, sobre todo a alguien tan joven y de manera tan sin sentido. Siempre había creído que podía controlar el mundo que le rodeaba y, cuando algo no le gustaba o pensaba que no era lo que le convenía, podía cambiarlo o superarlo. Sin embargo, la impotencia que sintió por no haber podido hacer nada por la chica fue una novedad para él. Sabía que no había podido correr más ni llegar antes hasta ella. A veces pasaban cosas y no servía de nada preguntarse por qué ni imaginarse alternativas. No obstante, tardó muchos años en quitarse de la cabeza la imagen del cuerpo roto de la muchacha.

La única crisis de identidad que sufrió Wayne se produjo cuando terminó el bachillerato y se alistó en el Ejército del Aire. Entrar en el ejército era una tradición honorable dentro de la familia Maines, y además era una cosa práctica. Ningún miembro de la familia tenía un título universitario. En las fuerzas aéreas podía aprender un oficio, de modo que se inscribió en los cursos de Auxiliar de Odontología. En la base de Fairbanks, Alaska, Wayne trabajó para un cirujano dental, un oficial locuaz y testarudo que además era un esnob. Un día se detuvo en el pasillo en el que Wayne y otros técnicos y enfermeros estaban descansando y dijo que tenía una pregunta para él.

—¿Quién es el vicepresidente de Estados Unidos?

Wayne, avergonzado, respondió que no lo sabía. El cirujano se volvió hacia otro médico que tenía a su lado y le dijo, en voz suficientemente alta como para que lo oyeran todos:

—¿Ves? Te lo dije.

¿Qué le había dicho?, se preguntó Wayne. ¿Que era una especie de imbécil que seguramente no sabía el nombre del vicepresidente de Estados Unidos? Pues no. ¿Y qué? No sabía de qué habían estado hablando los dos doctores antes de detenerse, y, a sus diecinueve años, era demasiado joven —y tenía un puesto demasiado bajo— como para atreverse a preguntar. Pero seguramente enrojeció hasta las orejas. Lo humillaron delante de media docena de personas sin motivo, solo para entretenimiento de un cirujano engreído. En ese instante Wayne se prometió a sí mismo que nunca volverían a pillarle en una situación en la que alguien pudiera reírse de él por alguna cosa que no supiera. Siempre se había sentido seguro de sí mismo, de su posición como buen hijo de una familia trabajadora. Los Maines nunca habían fingido ser lo que no eran. Pero ahora a Wayne ya no le bastaba con ser un chico de una zona rural de Nueva York. Antes de acabar su periodo de cuatro años en el Ejército del Aire, decidió que al terminar se matricularía en la universidad aprovechando las facilidades para los veteranos del ejército7.

«Una ecografía había revelado que iba a ser varón, y Wayne imaginaba todo lo que iba a hacer con su primer hijo: jugar a tirar la pelota, encestar balones, disparar con la escopeta de caza».

Pragmático, como la mujer con la que se casaría posteriormente, Wayne primero estudió para obtener un título intermedio en un colegio universitario próximo a su casa, y luego dio un gran salto al vacío cuando solicitó una plaza, que le concedieron, en la Universidad de Cornell. Tenía veintitantos años, y no lo pasó bien siendo mayor que todos los demás alumnos y casi el único conservador y promilitar en un campus progresista de la Ivy League en los años ochenta, pero cuando en 1985 le dieron el título de Ciencias en la especialidad de Recursos Naturales, estaba seguro de querer seguir estudiando. Cinco años después tenía un título de máster y un doctorado en Gestión de Riesgos por la Universidad de Virginia. Allí vivía cuando conoció a su futura esposa y se enamoró de ella.

Apenas tres años más tarde, Wayne y Kelly se casaron en Bloomington, Indiana, en una pequeña ceremonia celebrada en el Fourwinds Lakeside Inn. Kelly llevaba un vestido de cóctel de color blanco y una pamela. Wayne vestía de esmoquin. El día de su boda estaba tan tranquilo que se fue a jugar al golf y a dormir una siesta antes de la ceremonia. Pasaron la luna de miel en Georgia, primero en la Reserva Natural de Okefenokee, donde acamparon junto al nacimiento de los ríos Suwannee y St. Mary, y después en Jekyll Island, para culminar su viaje en Savannah. A su vuelta se establecieron brevemente en Virginia Occidental, pero después decidieron mudarse a Northville, Nueva York, para estar más cerca de los padres de Wayne y la vida rural que tanto amaba.

Kelly no había visto a su sobrina Sarah desde que era un bebé. Era hija de su prima Janis, que a los diez años había pasado dos viviendo con la familia de Donna. Sarah creció con su padre y su abuela hasta la adolescencia, cuando se fue a vivir con su madre. Era lista y tenía dotes artísticas, pero también era impulsiva. No obstante, soñaba con ir a la universidad y quizá incluso ser veterinaria. Quedarse embarazada a los dieciséis años no formaba parte de sus planes, pero las esperanzas truncadas eran lo normal en la familia.

Wayne y Kelly habían transformado sus vidas a base de fuerza de voluntad, y ambos habían conseguido ya muchas más cosas que sus padres. Se habían atrevido a asumir los riesgos de vivir fuera del ambiente que conocían y de las expectativas de los demás. De modo que, si la inesperada llamada telefónica de Sarah podía darles la oportunidad de tener una familia, estaban dispuestos a aprovecharla. Quizá había cierta lógica cósmica en que Kelly no pudiera tener hijos biológicos. Quizá era una manera de equilibrar la balanza. Se había resignado a seguir adelante con su vida cuando los tratamientos de fertilidad no funcionaron, pero entonces llegó la llamada de Sarah. Kelly creía en el destino. A lo mejor era la persona apropiada en el momento oportuno para traer un niño al mundo.

Wayne y Kelly no tardaron en decidir que querían el niño. Kelly en parte se identificaba con Sarah, y sabía mejor que nadie la importancia de un entorno familiar estable. De modo que, cuando quedó claro que iban a quedarse con el hijo de Sarah, le pidieron que fuera a vivir con ellos hasta que llegase el momento de dar a luz. Estaba embarazada de cuatro meses cuando se mudó a su casa de Northville, en abril de 1997. Kelly y Wayne querían garantizar la comodidad de Sarah y proporcionarle la alimentación y la atención médica adecuadas, pero además Kelly quería ayudar a Sarah a enderezar su vida. La animó a matricularse para obtener el permiso de conducir y a estudiar para sacarse el diploma de Educación Secundaria.

En esa época, Wayne recorría todos los días 80 kilómetros para trabajar en su puesto de responsable corporativo de higiene, seguridad y formación en una empresa química de Shenectady, y solía fantasear sobre el que pronto sería su hijo. Una ecografía había revelado que iba a ser varón, y Wayne imaginaba todo lo que iba a hacer con su primer hijo: jugar a tirar la pelota, encestar balones, disparar con la escopeta de caza. Estaba pensando en ese tipo de cosas cuando, una tarde de primavera, mientras regresaba del trabajo a casa, sonó su teléfono móvil. Era Kelly, que empezó a hablar a gritos. Se oía a Sarah gritando también al fondo. «Dios mío, ¿qué ha pasado?», pensó de inmediato.

—¡Son dos! ¡Son dos!

—¿Qué dos?

—¡Gemelos! —gritó Kelly—. ¡Vamos a tener gemelos!

Parecía imposible. Kelly, que había sufrido varios abortos, siempre había querido dos hijos, y ahora iban a lograr tener su familia de manera instantánea. Después de la sorpresa y la incredulidad iniciales, Wayne pensó: «¡Oh, no, dos hijos que irán a la universidad al mismo tiempo!». Le encantaba la idea de tener un hijo, incluso tener dos, pero también era consciente de que todas sus preocupaciones de padre expectante acababan de multiplicarse por dos. Como experto en seguridad, detestaba las sorpresas. Le gustaba tener planes, analizar una situación y evaluar todos los riesgos y las consecuencias. Ahora tenía que revisar todo.

Llevaban meses preparándose para un bebé. ¿Sería mucho más difícil, se preguntó, cuidar de dos? Sintió que la cabeza le daba vueltas y la inquietud le abrumaba. Entonces respiró hondo y aparcó todas sus preocupaciones. Para cuando llegó a casa y abrazó a Kelly, estaba sonriendo y no pensaba ya en los gastos añadidos, sino en la doble alegría: ¡dos guantes de béisbol, dos balones de baloncesto, dos escopetas para sus niños! chpt_fig_001

Notas al pie

4. El Underground Railroad fue una red clandestina creada en el siglo XIX para ayudar a los esclavos negros a huir hacia estados libres del norte de Estados Unidos y Canadá. Sus miembros utilizaban metafóricamente términos ferroviarios para referirse a sus actividades secretas, de ahí el nombre. (Nota de la T.).

5. El título español de la novela y la película es Como un torrente. (Nota de la T.).

6. Un programa de humor de finales de los sesenta y principios de los setenta. (Nota de la T.).

7. La G. I. Bill, la Ley de Reinserción de Soldados, en vigor en Estados Unidos desde de la Segunda Guerra Mundial, concede préstamos y facilidades burocráticas para que los veteranos del ejército puedan continuar sus estudios o abrir pequeñas empresas. (Nota de la T.).

Capítulo 2

Mis chicos

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