Andrea Araiza

 

La Bestia

 

 

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Primera edición: octubre de 2019

 

© Grupo Editorial Insólitas

© Andrea Araiza

 

ISBN: 978-84-17300-58-6

ISBN Digital: 978-84-17300-59-3

 

Ediciones Lacre

Monte Esquinza, 37

28010 Madrid

info@edicioneslacre.com

www.edicioneslacre.com

 

Floppy, solo un corazón como el tuyo

pudo ver a la bestia directo a los ojos,

y aun así tenderle la mano.

Esto es para ti.

 

PRÓLOGO

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PRÓLOGO

Lo más aterrador de la bestia, no son sus ojos pequeños y brillantes.

No son los colmillos que abarcan toda su cara, ni los delgados hilos de plata que resbalan de sus labios.

No es el color líquido de su piel negra, ni las garras que tiene por dedos.

No son sus cuernos de once varas.

No es que se esconda entre los pinos, ni que sepa tu nombre.

Lo más aterrador de la bestia, es que está detrás de ti. Y si volteas en este momento… Si volteas justo ahora, la verás.

 

 

 

 

1

Cuando mamá murió, llevábamos seis semanas sin verla.

Seis semanas, a finales del invierno, sin escuchar su voz, sentir sus manos en nuestras mejillas, o sus labios en nuestras frentes.

Seis semanas son cuarenta y dos días, los conté. Todo ese tiempo vivimos angustiados. Papá se encerró en la única habitación con ella, y suplicamos día y noche que nos dejara entrar. Queríamos despedirnos. Queríamos, aunque fuera, ver.

Verla otra vez.

Pero eso no ocurrió.

Ni yo, ni ninguno de mis cuatro hermanos tuvimos suerte, y para cuando mamá murió, nuestras vidas eran completamente distintas. Para empezar, ya no dormíamos en cama cubiertos por cobertores gruesos y abrazados de nuestros juguetes; sino en la estancia de la pequeña cabaña, a un lado del hogar ennegrecido por los años, y rodeados de los libros de mamá apilados en docenas de torres. La tierra fría era nuestra cama, y los dos cobertores andrajosos que encontramos entre las cajas, nuestra única protección. Durante esos cuarenta y dos días, y bastante tiempo después, no hubo más ruido en la casa que el de nuestros susurros y sollozos.

Cada semana, el doctor de la aldea subía la colina llevando un maletín lleno de medicinas y su bastón negro. Es extraño, pero si pienso en él ahora mismo, no puedo recordar el color de sus ojos ni el sonido de su voz. Siempre que estuvo dentro de la habitación con mamá, me sentí envuelto en bruma, como flotar en un sueño.

La última vez, su visita fue breve y dejó a padre llorando a gritos.

Nadie dijo nada, ni Polux que antes hablaba todo el día, o Alcor que prefirió morderse las uñas hasta hacerlas sangrar. En ese silencio, el dolor de padre nos asfixió durante horas.

Cuando salió, comenzó la pesadilla. Si, ese es el momento que elijo, no puedo pensar en uno más acertado. Cuando papá salió de la habitación donde estuvo encerrado esas seis semanas, fue con el cuerpo de mamá entre sus brazos.

Las gemelas se aferraron a mí, escondieron sus caritas enrojecidas y lloraron gruesas lágrimas temblando de horror. Pero el horror no era hacia padre, a quien aún extrañaban y amaban dolorosamente; era el horror a la tragedia, algo a lo que no se puede estar preparado. Al menos no yo, ni mis hermanos con quienes viví cada minuto de la lenta pérdida. Aunque había noches en las que imaginaba la vida sin mamá, es imposible compararlo con el momento en el que sucede.

Para mí, el horror fue la figura imponente de papá, apareciendo tan inesperadamente en medio de la noche. Su cabello estaba muy largo y una espesa barba le cubría el rostro. No pude ver sus ojos en ningún momento, me fue imposible reconocerlo. Me quedé ahí, abrazando a las niñas e intentando no llorar.

Nos hizo seguirlo fuera de casa, sin decir palabra alguna. Abrigué a las gemelas lo mejor que pude, y en ningún momento me soltaron. Salimos a la noche helada, ya no había nieve, pero la hierba estaba congelada y crujía bajo nuestros pies. Había media luna esa noche, nos sonreía desde un cielo opaco.

Los piecitos de las niñas se cruzaban con los míos y nuestro andar fue lento, pero alejarlas habría sido insoportable. Padre iba adelante, guiándonos por el viejo camino que tan bien conocíamos, hacia el bosque de pinos. Quise con todas mis fuerzas estirar las manos y tomar las de mis hermanos, pero las gemelas titiritaban y se protegían las mejillas con mis brazos.

Cuando llegamos al linde del bosque, padre se detuvo tan abruptamente que Polux casi se estrella contra su espalda. Entonces se giró para mirarnos, y de sus labios escondidos salían nubes de vaho. Dejó el cuerpo de mamá entre rocas y hielo, y clavó los dedos en la tierra dura. Comenzó a cavar, gimiendo y balbuceando, y mis hermanos corrieron a ayudarlo. Alejé a las niñas y las dejé tapadas, tomadas de las manos, llorando y preguntando por mamá.

–Quédense aquí –les susurré dejando besos fríos en sus mejillas–. No hagan ruido, y no se suelten.

Yo también cavé. No sé por cuánto tiempo, ni recuerdo mis pensamientos entonces, pero cuando acabamos mis dos hermanos lloraban, y los tres teníamos las manos llenas de sangre y la espalda agarrotada.

Papá metió el cuerpo de mamá al hoyo, y por largo rato se quedó muy quieto. Pensé: hablemos de ella. Hablemos de lo que le gustaba hacer, de su risa y sus cuentos favoritos. Que no se vaya sin saber que la amamos inmensamente.

Pero antes de que encontrara mi voz, padre comenzó a llenar la tumba.

 

 

 

2

A papá le encantaba dibujar. Podía pasarse toda la noche con un trozo de carbón y un par de pinceles. Siempre quiso un lienzo para hacer algo grande, pero nunca tuvo suficiente dinero para conseguirlo. Era un pescador de la aldea, casi todos lo son, pero en el fondo era un artista. Recuerdo bien sus manos llenas de manchas de colores y las uñas oscurecidas. Recuerdo también la forma en que acomodaba un pincel sobre su oreja derecha, y esa sonrisa abierta cuando terminaba un dibujo. Se inspiraba en nosotros, hizo cientos de bosquejos de mí y mis hermanos, pero sus favoritos fueron siempre los de mamá, esos los clavaba en las paredes de la estancia, que hasta el día de hoy son lo único que le dan algo de vida.

Papá era alegre, el hombre más alegre de la aldea según decían, y también el más alto. Mamá exclamaba: ¡Alto y fuerte como un roble! Aunque nunca he visto uno, imagino que debe ser un árbol grandioso. Con sus gruesos brazos nos levantaba hasta el cielo y jugábamos por horas. Las niñas lo adoraban por sobre todas las cosas, estaban enamoradas de su risa y sus bromas, y se sabían la luz de su vida. A veces me pregunto si todo eso fue mentira. ¿Es posible que alguien sea capaz de fingir amor para darle gusto a otra persona?

Es demasiado terrible creerlo. Aún me niego a aceptar que su cariño era falso, o que la felicidad fuera solo una apariencia.

La verdad es que padre nunca nos miró como a mamá. Perderla es lo que lo quebró, el alto y fuerte roble no fue tan fuerte después de todo.

Mamá era una belleza exótica, o eso escuché decir a padre muchas veces. Sus ojos verdes y grandes como aceitunas, sus labios llenos, las mejillas rosas. Ella me enseñó a leer y escribir, igual que a Polux y Alcor. También aprendimos a bailar, cocer y cocinar. Inventaba juegos en un parpadeo que nos entretenían por días; cocinaba los mejores postres y después la casa olía a azúcar y vainilla, mi aroma favorito. Pero lo primero que nos enseñó a todos, fue a rezar. Mamá creía en todo tipo de cosas, principalmente en Dios. Así que aprendí a creer en Él, a hablarle y pedirle por el bien de toda mi familia. Ella no usaba ningún artefacto, ni vestía de manera especial o necesitaba ir a otro lugar para hablar con Dios. Crecí creyendo que éramos afortunados, sin embargo, ese Dios es el mismo que permitió que sufriera por cuarenta y dos días, y nos dejó huérfanos de la noche a la mañana.

Todos dejamos de rezar la noche en que la enterramos.

Pasamos la primavera tocando la puerta de la habitación e intentando hablar con padre. Ni una sola vez respondió. Aun así, cantábamos a medio día cuando salíamos a jugar, dábamos vueltas hasta perder el suelo, lanzábamos lejos las botas y bailábamos sobre la tierra húmeda. La vida que teníamos se había esfumado en un instante, pero aún teníamos el Sol.

El verano con sus colores nítidos, el final de las lluvias y el constante canturreo de los insectos, nos hicieron pensar que pronto todo volvería a la normalidad. La oportunidad de algo nuevo y emocionante aún se podía sentir en el aire.

El calor ese verano es otra cosa que me será difícil olvidar. Aún en la casa llena de huecos entre una viga y otra, nos sofocábamos. Las gemelas y yo corríamos hacia el río apenas amanecía, soltando carcajadas y dando brincos de alegría entre flores de mil colores y un césped que llegaba hasta la cintura. Pasábamos todo el rato jugando e intentando atrapar peces. Creo que durante esos días olvidamos por completo lo que nos acongojaba, dejando atrás la angustia y las preguntas sobre padre. Reíamos todo el día.

Pero había ocasiones en que las niñas se acostaban en el pasillo, con las mejillas sobre la tierra y las narices casi tocando la puerta, tratando de ver a padre a través del filo. Otras veces, mirábamos los dibujos de madre en las paredes y jugábamos a cerrar los ojos y describirlos con detalle. Casi no hablábamos de mamá, era demasiado doloroso, pero si nos fijábamos en los trazos sobre el papel, uno por uno, podíamos revivirla en nuestra memoria de forma segura.

A pesar de odiar a Dios, en ocasiones me sorprendía pensando en Él, pidiéndole que nos devolviera a papá.

Pero cuando conté doscientos días de su encierro, el deseo de verlo nuevamente se convirtió en algo completamente distinto.

 

 

 

3

El otoño entró casi sin darnos cuenta, y avanzó de puntillas sobre el valle y el bosque de pinos. Aún ahora las gemelas insisten en llevarle flores a madre cada mañana, y las acompaño pidiendo que no corran demasiado lejos, ni se quiten las botas a la mitad del camino porque hace frío. Las observo brincar sobre el césped, empujándose y riendo. Han perdido a su madre, pero a su corta edad de cuatro años parece ser un evento que no puede tocarlas, como si le hubiera sucedido a alguien más. Las primeras noches lloraron hasta quedarse dormidas, preguntando por ella: “¿Dónde vive ahora, Alnath? ¿Podemos visitarla?” Pronto dejaron de hacerlo; comenzaron a olvidar su rostro mucho antes de que muriera. Por una parte, creo que es lo mejor.

Durante el camino pienso en mis hermanos, Polux y Alcor, que ahora se encargan de la pesca; salen antes que el Sol, y caminan sobre el sendero agreste hasta llegar al río, al sur de aquí, donde está el pequeño bote mohoso atado a un ciprés. Lo arrastran al agua con los ojos bien abiertos en la oscuridad. Dicen que a esa hora las cigarras no cantan. Una vez en el agua, reman hasta el Desembocadero, el punto donde el río se convierte en un lago tan amplio que pierde la orilla. Aún estamos lejos del mar, pero el río siempre ha sido un medio de sustento para la aldea. A veces hay más pescadores cuando llegan, pero a esa hora es difícil encontrarlos. Lanzan las redes al agua y jalan, una y otra vez, hasta que tienen suficiente para volver a tierra firme. Para ese momento la mañana está llena de neblina que se enreda en los tobillos, y mis hermanos se sientan cerca del sendero a devorar el desayuno. Llevan colgando del cinturón una hogaza de pan con mermelada, un trozo de queso, y un par de huevos duros. Dicen que es el mejor momento del día, todo tan callado que parece un dibujo, de esos que hay en los libros de mamá. Nada se mueve, el cielo es claro, el aire fresco. Después van a la aldea y ahí cortan, destripan y salan la mercancía para vendérsela a los comerciantes que viajan a las ciudades más cercanas. Pasan toda la tarde rodeados del hedor agudo del pescado, hasta que vuelven a casa con los hombros cansados, marcadas ojeras bajo los ojos, y el estómago vacío.

– ¡Mira Alnath, mira! –grita Kari dando brincos cerca de una azucena azul–. ¿Podemos llevarla?

–Es muy bonita –dice Ariel, ella no salta de emoción, pero sus ojos bien abiertos muestran maravilla.

–Si la cortan morirá, pero aquí está viva por siempre.

Kari suelta una carcajada, los rizos de su cabello se sacuden.

– ¡Eso no es cierto! ¡Nadie vive para siempre! Llegará el invierno y la flor morirá, igual que mamá.

–No, la flor descansará, y para la primavera la volveremos a ver en este mismo lugar – intento no hacer caso de la mención de mamá.

– ¿Lo prometes? –Ariel me mira a través de sus largas pestañas, quiere creer que es cierto, quiere creer que algún día todas las cosas volverán a ser como antes.

–Claro que si – extiendo mis brazos hacia ella y la envuelvo, siento su calor familiar, la fragilidad de su cuerpecito, y entonces los brazos tiernos de Kari me rodean el cuello, y pide que también la abrace.

Estamos así un rato, hasta que la tristeza se va de nuevo como espuma del mar. Viene de esta forma, en momentos inesperados, borra sus sonrisas, las hace de nuevo temerosas, y aunque intento desesperadamente que sus penas se vayan, me siento con las manos atadas.

Al final dejan un puñado de flores en la tumba improvisada, y juegan entre los primeros árboles del linde. Me siento sobre una raíz gruesa que asoma de la tierra como una joroba, y saco una manzana. Las niñas brincan de un lado al otro correteándose, sus risas llenan el bosque.

Recuerdo cuando padre me trajo por primera vez, tenía la edad de las gemelas; me llevó entre senderos que desaparecían y caminos llenos de rocas. Era verano entonces, el bosque estaba lleno de ruidos y colores; me miró desde toda su altura, acomodó el arco sobre su hombro y sonrió. No recuerdo mucho de aquella vez, pero sé que fue un buen día.

Sobre mi cabeza el cielo se nubla, entre mis dedos ya no quedan más que las semillas de la fruta, y las niñas están acuclilladas en un claro, cabeza contra cabeza, probablemente analizando insectos.

–Es hora de irnos, pronto volverán Polux y Alcor.

Se levantan desganadas.

– ¿No podemos quedarnos un poco más? –pregunta Kari brincando raíces.

– ¿No prefieren ayudarme con la cena?

– ¿Habrá galletas, Alnath? –Ariel alza sus ojos grandes, las sombras del dosel de hojas acarician sus mejillas.

–Estoy seguro de que queda alguna.

– ¡Yo la quiero! –reclama Kari.

– ¡No! ¡Yo la pedí primero! –responde su gemela, y se miran como fieras.

–Basta –tomo sus manitas–. Si queda alguna, la dividirán. Ahora, vamos.

 

 

 

4

Fue el decimotercer día del encierro de papá, después de la muerte de mamá, que Polux nos juntó en la destartalada mesa de la cocina para decidir qué debíamos hacer. La comida estaba por agotarse, los libros y juguetes de las niñas regados por todas partes, y nadie se ponía de acuerdo para ir por agua al río. Así que se sentó ahí, nos miró uno a uno con sus profundos ojos de mar, y dejó que la luz que entraba por las ventanas revelara las decenas de cicatrices en su rostro, que la fiebre de otoño le había dejado desde muy pequeño. Por una parte (una parte que no decíamos en voz alta), más que por su rango de hermano mayor, eran aquellas cicatrices las que inspiraban respeto. Parecían pequeños cráteres, purpúreos y grises; la fiebre había succionado casi toda su vida y aún quedaban rezagos de su encuentro con la muerte en los prominentes pómulos y la línea oscura que marca sus ojos, haciéndolo ver mucho más adulto. Ese día aún tenía quince años.

Dijo que no podíamos esperar que papá saliera a arreglarlo todo, era evidente que nuestra vida había cambiado. Polux dijo que él y Alcor, por ser los más grandes, se encargarían de la pesca y llevar la mercancía a los comerciantes. Inmediatamente salté sobre la silla, ¡yo también quería ir! Pero, si era así, dijo mi hermano negando con la cabeza, ¿quién cuidará de las niñas? Necesitamos que te quedes Alnath, necesitamos que veas por ellas y por la casa.

Por supuesto, mi primera reacción fue de puro horror. ¡Yo quería pescar e ir a la aldea! ¡Yo quería hacer las cosas que hacía papá, no las que hacía mamá! Además, las niñas no me escuchaban, no podría controlarlas. Pero Polux acarició sus tiernas caritas de porcelana, besó la punta de sus pequeñas narices, y les pidió que me escucharan en todo y no me desobedecieran.

Al principio fue difícil, no solo porque las niñas gritaban el día entero, y lloraban por madre y padre, por hambre o aburrimiento, sino que cada noche cuando los mayores volvían y dejaban en la mesa toda su ganancia, mis manos temblaban y mi estómago se revolvía al pensar en hacer la cena para todos. ¡Todos, incluido papá! ¿Cómo saber cuánto era suficiente? ¿Cómo saber repartirlo para que dure más de una noche?

Pero con el tiempo mis manos aprendieron a moverse casi por voluntad propia mientras hervía los huevos, partía el jamón y el pan, asaba las salchichas y los filetes de pescado que a veces sobran. Y, si al principio las gemelas sacaban la lengua cada vez que les daba una orden, o se echaban a correr soltando carcajadas cuando les pedía algo, poco a poco se acercaron a mí, abriendo sus mentecillas ágiles y parloteando todo el día a mi alrededor. Intenté hacerlo como mamá había hecho por nosotros antes. Me senté junto a los libros y las gemelas se acercaron arrastrando sus muñecas de trapo, listas para escuchar más sobre lo que estaba leyendo. Les enseñé a contar con los dedos, a hablar con propiedad, a saludar a sus hermanos por las noches y despedirse para ir a dormir. Poco a poco el tiempo que he pasado con ellas se convirtió en lo más hermoso, más valioso, de toda mi vida. Supe que ya no era un niño cuando escondieron sus caritas en mi pecho y lloraron por sus padres perdidos, o cuando buscaron en mis brazos refugio del frío. Era su padre, de alguna manera a mis nueve años, me convertí en la única figura paterna que amar y respetar como tal. Polux y Alcor son sus hermanos, sus proveedores, ríen con sus bromas, preguntan por las aventuras del día, pero en la mesa comen a mi lado, y cuando descubren algo nuevo (un nido entre los árboles, o una palabra difícil de pronunciar) jalan de mis manos para que lo comparta con ellas. Cuando las arropo, es sobre mis oídos donde caen sus secretos, y sus tiernos dedos se enredan en mi cabello para arrullarse.

En ocasiones me recuesto mirando el techo y las estrellas entre sus grietas, y pienso: ¿Cómo?

¿Cómo es posible que papá nos olvide de tal manera? ¿Por qué no sale a darnos las buenas noches? ¿Por qué no abraza y mece a las niñas cuando lloran con tanta fuerza?

Entonces siento que mi cuerpo se llena de odio, estremece mis hombros y se cierra en mi estómago. Quiero levantarme y golpear esa puerta hasta tirarla, quiero correr hasta mi padre y cerrar mis puños en su cabello, gritarle mis preguntas sin respuesta. Pero, cuando siento que estoy a punto de hacer todo esto, recuerdo que padre no era malo, recuerdo que lo amo, y siento una pena más grande que todo el valle que nos rodea, aplasta mi corazón y me ahoga.

 

 

 

5

Una vez que cada quién tuvo sus tareas, la siguiente regla fue el almacenamiento de comida y la recolección de leña. El invierno es duro en esta parte, y cuando llega lo hace sin piedad y aullando como un lobo hambriento. Polux dijo que hasta este momento nunca nos preocupamos por eso porque madre y padre se encargaban de tener suficiente comida y fuego para el invierno, pero ahora es nuestro turno. Una vez que me acostumbré a cuántas porciones darle a cada quién, guardaba el resto en cajas para la reserva. Sin embargo, con el paso de las semanas las cajas no se llenaron como esperaba. Papá traía al menos el doble de comida que mis hermanos, y sin duda el doble de dinero. Cada noche Polux se detenía a lado de mí, con las manos en la cadera una mirada inflexible clavada en las cajas, como si pudieran explicarse a sí mismas. Nos esforzaremos más, no te preocupes, decía dándome una palmada en el hombro, pero en realidad no me hablaba a mí, ni a nadie en particular. La recolección de leña tampoco avanzó mucho, hasta el día de hoy la pila se ve exactamente igual que la última vez que papá fue al bosque, a principios del invierno pasado.

El trabajo pesado de la pesca deja a mis hermanos demasiado cansados, y aunque me he ofrecido a ir por la leña, ellos se niegan. No creen que tenga la fuerza y les preocupa que descuide a las gemelas. Esto me pone furioso porque estoy seguro de que puedo hacerlo.

Las cosas son tan distintas ahora que incluso enojarse y discutir entre nosotros parece absurdo. Antes no veía a mis hermanos más que como compañeros de juego, y a veces no me gustaban tanto porque me excluían por ser el más joven, no entendería sus adultas pláticas y estúpidos juegos de los que ni siquiera quería ser parte. Al menos eso me decía a mí mismo entre dientes. Pero ahora ni Polux ni Alcor tienen tiempo para jugar, ni yo para querer que así sea. El hecho de que se nieguen a dejarme ir por leña me parece injusto y frustrante, pero apenas me doy la vuelta ya lo he olvidado, porque las gemelas requieren de toda mi atención, y debo calentar el agua para sus baños, preparar la cena, cocer los agujeros en sus vestiditos. Ya no hay juegos, ni días enteros para pasarlos en el jardín. Mis hermanos han dejado de ser mis amigos, ahora son quienes nos protegen del hambre y luchan día a día para sobrevivir. Nuestro peor enemigo no son las peleas y desacuerdos, ni es hacer enojar a mamá y pasar el día encerrados, sino el invierno que es cruel y está lleno de tormentas.

El problema en realidad es que estamos alejados de la aldea, por el sendero a pie se hace al menos una hora, a caballo es menos, pero nosotros no tenemos caballo, aunque mamá decía que antes de que naciera Polux tenían uno que se llamaba Blanca Tormenta.

El sendero está completamente bloqueado a mediados del invierno, es imposible ir a la aldea o recibir visitas, las tormentas son densas y duran días, levantando montañas de nieve donde antes no había nada, tirando árboles, haciendo del camino un atajo lleno de trampas. Y, por si eso fuera poco, la nieve desorienta a la gente, papá decía que ver todo exactamente igual era lo peor de todo, te hace dudar de hacia dónde vas, y al cabo de un rato estás perdido y corres el riesgo de morir congelado.

El invierno nos aísla por completo durante dos largos meses. Antes, yo amaba el invierno, todos juntos en casa, jugando juegos de mesa, dibujando, pintando, haciendo muñecos de nieve y paseando por el linde del bosque desenterrando raíces. Las cenas eran mucho más deliciosas y la casa siempre olía a fuego, té y pan recién horneado. Mamá encendía muchas velas y más lámparas de aceite y la casa parecía parpadear y bailar si te quedabas mirando un punto fijo. Se sentía paz.

Parece que fue hace mucho tiempo.

Nos hemos visto obligados a enfrentar miedos que antes no podíamos ni pensar en desafiar, como cuidar a un par de niñas de cuatro años, o salir al mundo en el caso de Polux. Las cicatrices en su rostro siempre han sido un peso sobre sus hombros. Cuando se abrió la escuela en la aldea, mi madre recibió una carta. Polux suplicó de rodillas, llorando, que no lo llevaran. No tenía que decirlo para que mamá y papá supieran que era su rostro deformado por la fiebre lo que tanto temía mostrar. Era la gente, las miradas, el horror en algunas y la lástima en otras, pero nada tan terrible como la burla de otros niños. Al final mamá le enseñó en casa, como después haría con los demás. Durante toda su vida Polux permaneció en la seguridad de la colina, lejos del bullicio y las miradas, abrigado por el amor de su familia que nunca lo criticaba ni se reía de él. Hasta que papá comenzó a llevarlo a la pesca, como hijo mayor es su deber aprender el oficio de la familia antes que los demás, y aunque al principio no fue tan malo lanzar la red antes de que saliera el Sol, acabó llorando fuera de casa, cerca de la pila de leña, deseando morir antes que dejar que alguien más lo viera.

Polux ya no llora, o al menos no lo he visto, tampoco se queja, pero estoy seguro de que, aunque las cosas han cambiado para nosotros, en la aldea todo sigue siendo igual, y señalan a mi hermano, se burlan de él, clavan sus risas como cuchillos en su corazón que, ahora que lo veo como es, me oprime el pecho. A veces soy yo el que llora por él.

 

 

 

6

Alcor está tras la mesa de la cocina, tallando con su cuchillo un trozo de madera, lleva noches haciendo lo que parece un barco, uno de verdad, de esas enormes galeras que navegan sobre la línea del horizonte. Mamá decía que los más pequeños, de madera roja bajo el sol, eran de piratas, y los inmensamente grandes, dorados y brillantes, eran barcos de guerra de la ciudad capital. Solo hemos ido una vez a conocer el mar, hace muchos años, fue un viaje de días, pero al final el rugido del océano, las nubes rasgadas sobre las olas, el viento con aroma a sal; fue mejor de lo que soñaba. Lo recuerdo, aunque Polux dice que no es posible porque era demasiado pequeño. Diga lo que diga, aún llevo el mar en la memoria, con todas sus tonalidades y todo lo que murmura.

Alcor se obsesionó con las galeras, solía hablar de eso todo el tiempo, mirando durante horas los dibujos que papá hacía para él; soñaba con ser capitán de una inmensa embarcación, decía que estudiaría para ser el mejor de todos los marinos, entonces perseguiría piratas y leviatanes. Tenía tantos sueños, mi hermano el más hermoso de los tres, con su sonrisa que llega al corazón y sus ojos innegablemente cálidos. Pero, cuando mamá cayó en cama, dejó de hablar por completo y comenzó a morderse los labios, la lengua, llagar la comisura de sus dedos. A veces es tan grave que veo los restos de sangre en su barbilla, o la carne hinchada alrededor de sus uñas. Aquellos sueños de mar están ahora ahogándose en su pecho, lastimando hasta los huesos, pero aún los veo.

Creo que podría llegar a ser un gran capitán.

Cuando termine de tallar el barco, quizá lo alegre algo de color. He visto a papá hacerlo muchas veces con sus dibujos, usando la yema de los huevos, buscando colores en el bosque. Polux y yo solíamos acompañarlo, dividiéndonos el camino para buscar cochinillas, resina, restos de carbón en las fogatas frías de los cazadores ambulantes. Después volvíamos a casa y limpiábamos los viejos pinceles, expectantes por los nuevos colores.

Los pinceles llevan mucho tiempo abandonados, no creo que a padre le importe. No creo que le importe nada ya.

Arropo a las niñas y leo su historia favorita, sobre el lobo que se negó a aullarle a la Luna y ella lo castigó dejándolo ciego y sin alma. Al final el lobo encuentra redención, pero no es feliz, pierde al amor de su vida. Las primeras veces las gemelas se entristecían con esto, pero ahora, cuando cierro el libro, las dos sonríen somnolientas. El lobo es un personaje fuerte y hermoso.

–Alnath, ¿el lobo es como Alcor? –pregunta Ariel con el brillo de las velas en sus ojos claros.

– ¿A qué te refieres?

–El lobo es ciego, Alcor es mudo –aclara Kari llevándose ambas manos a los labios para opacar una carcajada.

–Alcor no es mudo, y no quiero que vuelvan a decir nada como eso.

Acomodo el cobertor sobre sus hombros, las dos mirando a Alcor trabajando con el trozo de madera. Me parte el corazón que lo crean así, sobre todo porque de cierto modo tienen razón. Alcor perdió a mamá, igual que todos nosotros, pero él estaba ahí cuando todo empezó. La vio caer inconsciente y agitarse como un pez fuera del agua. Polux y padre habían ido al bosque a cazar algo que no fuera pescado, las niñas jugaban en el jardín haciendo muñecos de nieve, y yo había ido a ver si el río seguía congelado. Nunca supimos qué pasó en realidad, pero cuando volví, papá ya se había encerrado con madre en la habitación, y Polux corría a buscar al doctor en la aldea. Me acerqué a Alcor, que estaba hecho un ovillo en un rincón de la cocina, con las rodillas en el pecho y el rostro oculto entre los brazos. Me senté a su lado y después de un rato alzo la cabeza y lo vi lleno de sangre en las mejillas, sobre los labios, en la frente.

–No es mi sangre – fue lo último que dijo.

Era como el lobo, fuerte y hermoso, Polux dice que es Alcor quien empuja el bote al río, quien jala más rápido la red, y quien carga más mercancía sobre el camino.

–Yo no puedo hacerlo –dijo encogiéndose de hombros una noche cuando ya estábamos todos bajo el cobertor–. Mi cuerpo es débil por la fiebre, me siento mal porque todo el trabajo duro lo lleva Alcor.

Ambos lo miramos, pero él fingió no escucharnos, como lo hace siempre.

O tal vez no finge, tal vez en realidad está inmerso en un mundo mejor, donde papá abre la puerta de la habitación y nos extiende los brazos entre lágrimas.

Tal vez siga viendo a mamá.

Las gemelas ya están dormidas, y yo a su lado observo a mi hermano, trabajando con el cuchillo y la figurilla, completamente en silencio, la mirada tranquila. Lo envidio porque sé que donde sea que se haya recluido, está mucho mejor que aquí.

 

 

 

7

Papá roza mi hombro y despierto en seguida, sus manos están frías, veo su figura en la oscuridad inclinada sobre mí. Siento el corazón retumbar como un tambor, cada golpe en la garganta, zumbando en mis oídos, y por un instante no puedo anclar ningún pensamiento. Después siento los dedos en mis manos hormiguear y doy una silenciosa bocanada de aire. Todo está bien, ahora lo recuerdo, vamos de cacería, papá va a enseñarme a disparar con arco y flecha, empezaremos con gorriones y cardenales, con suerte al final del día traeré un conejo o una ardilla como trofeo.

–Vamos –susurra, su voz es suave y la siento fluir como agua helada en mi piel.

Me pongo de pie tratando de no despertar a nadie, odiaría que Polux o Alcor nos descubrieran y pidan unirse al plan, este día es de papá y mío. Antes de salir de la habitación miro hacia atrás, parecen bultos en la noche, los escucho respirar profundamente. Voy de puntillas hasta la cocina, papá prepara todo sobre la mesa, ahí ha prendido una lámpara de aceite y veo el bolso de cuero cargado con huevos duros, pan, queso y fresas; también hay una soga y un par de tazas de madera. Cruzando su espalda lleva el carcaj con una docena de flechas que él mismo confeccionó y un cuerno; en su cadera el cinturón cargado con una daga, y sobre el hombro el arco.

–Tu llevarás el agua –dice lanzando el pellejo a mis manos.

Salimos y el aire frío de la noche revuelve mi cabello, arriba el cielo está agujerado por un millón de estrellas, y desde el horizonte comienza a rayar el alba. Tomamos el camino de siempre, la tierra cruje bajo nuestras botas, el césped acaricia nuestros tobillos. No decimos mucho, pero está bien, papá y yo compartimos silencios a menudo. Cuando miro sobre mi hombro la casa se ve mucho más pequeña, y por ese instante creo ver algo en la ventana, una sombra. Me detengo un momento, entrecierro los ojos… Es mamá. Está gritando.