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Sobre el autor

Mike Bayer, conocido como Coach Mike, es el fundador y director ejecutivo de los centros CAST, la clínica por excelencia donde acuden artistas, atletas, ejecutivos y cualquiera que quiera vivir de una manera más auténtica, con éxito y feliz. Mike es coach de desarrollo personal y de vida, cuya misión es ayudar a las personas a lograr una salud mental sólida, para llegar a ser su mejor versión. Es el creador de la Fundación CAST, que se encarga de promover cambios culturales y sociales que sirvan para eliminar el estigma de las enfermedades mentales. Asimismo es miembro de la junta de asesoría de Doctor Phil McGraw y participa frecuentemente en el programa Dr. Phil, como Coach Mike.

Título original: BEST SELF: BE YOU, ONLY BETTER

Traducido del inglés por Alicia Sánchez

Diseño de portada: Editorial Sirio, S.A.

Diseño y maquetación de interior: Toñi F. Castellón

© de la edición original

2019 de Michael Bayer

Publicado con autorización de Dey Street Books, un sello de HarperCollins Publishers

© de la foto del autor

Ragan Wallake

© de la presente edición

EDITORIAL SIRIO, S.A.

C/ Rosa de los Vientos, 64

Pol. Ind. El Viso

29006-Málaga

España

www.editorialsirio.com

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I.S.B.N.: 978-84-18000-33-1

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Este libro está dedicado a mi madre, Aina Bayer, quien me enseñó que aunque tuvieras un mal día, siempre has de estar dispuesto a ayudar a quien lo necesite, y a mi padre, Ronald Bayer, quien me enseñó que la integridad es más importante que la oportunidad y a hacer siempre lo correcto. También está dedicado a todos los que estáis buscando la mejor versión de vosotros mismos. Que vuestro viaje sea fascinante y gratificante.

Prólogo
del doctor Phil McGraw

Vamos a hacer un cálculo rápido: si tienes veinticinco años, has vivido 9.125 días. Si tienes cuarenta, has vivido 14.600 días. Y si tienes cincuenta, has vivido 18.250 días. De todos esos millares de días, estoy seguro de que solo unos pocos destacan verdaderamente. Ya sean positivos o negativos, únicamente hay unos cuantos «días en letras rojas» que definirías como trascendentales.

Asimismo, me atrevería a decir que de los cientos o, incluso, miles de personas que han pasado por tu vida, solo unas pocas han dejado una huella imborrable, que ha influido en tu forma de ser actual. Solo un reducido número ha escrito en la pizarra de tu identidad con un rotulador indeleble.

Al comprar, y leer, Tu mejor versión, del coach de vida Mike Bayer, estás sumando a tu «círculo más íntimo» una de esas personas que nunca olvidarás.

Cualquiera que lleve encima una tarjeta de presentación y un maletín se puede hacer llamar «coach de vida». No obstante, escasos son los que han acumulado las credenciales, la experiencia y la sabiduría necesarias, que solo se adquieren ayudando a personas complejas a surcar los complejos océanos del frenético y exigente estilo de vida de nuestro cambiante mundo actual.

Mike es un verdadero profesional del coaching, y Tu mejor versión es su biblia, su manual «detallado» sobre cómo optimizar tu potencial descubriendo la mejor versión de ti mismo, de la manera más eficaz posible. Mike Bayer no es un «dispensador» de palabras de moda. Es un coach sensato, orientado a la acción, que te indicará cómo llegar desde tu punto de partida actual hasta tu destino, en todas las áreas de tu vida, tanto si es en el ámbito personal, familiar, profesional o espiritual, como en el ámbito general que los engloba a todos. No es un aprendiz de todo y maestro de nada; simplemente, es consciente de que el denominador común de todas las áreas de tu vida eres: . Todo empieza y termina con tu mejor versión.

Coach Mike 1 es un auténtico agente de cambio en la vida de las personas. Es genuino: inteligente, perspicaz, sincero, honesto, directo y comprometido. Al haber tenido la oportunidad de conocerlo y de trabajar con él, ayudando a las personas a cambiar para mejor, he podido constatar que encarna las cualidades que he mencionado. Me siento orgulloso de considerarlo mi amigo, de tenerlo en el equipo del Dr. Phil 2 y de que forme parte de nuestra junta de asesores.

En Tu mejor versión, Mike Bayer tiene algo que decir. Es el tipo de libro que cuando lo terminas, te sientes considerablemente mejor que cuando lo empezaste. En estas páginas, Mike será tu coach de vida y, a lo largo de este viaje, te guiará a través de una serie de profundas y sugestivas preguntas, que seguramente nadie te habrá planteado antes.

Mike ayuda a las personas en el punto en el que se encuentran en el momento que las conoce, sin juzgarlas, y las guía con ­amabilidad y compasión hacia su autenticidad. En el transcurso de la lectura de este libro, sentirás esa misma atención y la emoción de hacer nuevos progresos, a medida que vayas examinando todos los aspectos de tu vida, en tu camino hacia lo mejor de ti.

Como suelo decir, no puedes cambiar lo que no reconoces. Ha llegado el momento de que empieces a ser verdaderamente sincero. Puede que pienses que para ti es imposible hacer un verdadero cambio, que has destrozado tus relaciones hasta un extremo irreparable, que has arruinado tu vida, que te has alejado demasiado de tus sueños. Pero te aseguro que eso no es cierto, si estás dispuesto a acometer este trabajo y a admitir que te queda mucho por hacer. Sin embargo, has de contar con los requisitos necesarios: estar convencido de que puedes cambiar, el deseo de hacerlo y Tu mejor versión, de Mike Bayer. El pasado es pasado, el futuro todavía está por llegar. El momento es ahora y el libro, Tu mejor versión.


1 Apelativo por el que se conoce al autor en Estados Unidos, muy popular gracias al programa televisivo al que se hace mención en varias ocasiones a lo largo del texto.

2 Es psicólogo y escritor, actualmente conduce su propio programa de televisión, El show del Dr. Phil, que comenzó en 2002.

Introducción

El avión había iniciado el descenso y ya hacía media hora que estaba notando intensamente los efectos de las horas de vuelo. No hay ningún vuelo directo desde Los Ángeles hasta Erbil, en Kurdistán –ruta no demasiado común, por cierto–, así que llevaba veinticuatro horas viajando. Pero tras ese malestar físico había un entusiasmo que me incitaba a seguir adelante, exactamente de la misma manera que lo hacía el avión.

La mayor parte de mis amigos y conocidos consideraban que estaba loco por hacer ese viaje y no tenían el menor problema en decírmelo. Pero ¿qué sabrían ellos? No entendían la atracción magnética que me impulsaba a ir a ese lugar, mi necesidad de ayudar. Esas personas destrozadas y perdidas habían soportado mucho. Cuanto más se acercaba el avión a tierra firme, más seguro estaba de las razones por las que voluntariamente me había marchado de donde estaba, de mi perfecta existencia en el marco del sueño americano, según la opinión general, y me había adentrado en lo que algunos considerarían la más profunda oscuridad.

La oscuridad es un estado interesante. Ausencia total de luz. A veces, hemos de adentrarnos en la oscuridad para comprender qué es la luz realmente. Eso no era nuevo para mí. Ya me había enfrentado a ella, cara a cara, hacía dieciséis años, cuando me miré en el espejo del cuarto de baño, vi mi demacrado y enfermizo aspecto, después de toda una semana de juerga, y descubrí que la oscuridad de mi adicción a la metanfetamina había eclipsado por completo mi luz interior. Como te diría cualquier adicto a la «meta» en tratamiento de rehabilitación, la metanfetamina, más que ninguna otra droga, te roba el alma y el sentido común. No duermes, no comes, bebes muy poca agua, tu tanque de combustible está vacío, pero vas por ahí pensando que eres la persona más inteligente del lugar. En aquel tiempo, tenía veinte años y, simplemente, no podía comprender cómo había pasado de haber hecho una prueba para entrar en el equipo de baloncesto de la Universidad de Fordham a ser un zombi que había perdido de vista la realidad y que vivía en un estado de paranoia pura. Llegué al extremo de creer que estaba poseído por el diablo. Estaba muy mal; totalmente fuera de control. Todavía tendría que pasar algún tiempo desde el día en que me di cuenta de mi terrible aspecto en el espejo hasta que decidí dejarlo, pero todo lo que me ha sucedido desde entonces ha sido la consecuencia directa del camino que yo mismo he escogido para salir de la oscuridad de la adicción.

Mientras intentaba alejar ese recuerdo de mi mente, mi cuerpo se inclinó hacia delante por la acción del tren de aterrizaje del avión, que reducía lentamente la velocidad del aparato al rodar por el asfalto, a la vez que el cinturón de seguridad me tenía firmemente sujeto a mi asiento, que había empezado a moverse un poco. «De vuelta a la realidad», pensé mientras volvía a concentrarme en el aquí y ahora. Al dejar el aparato y bajar apresuradamente por la escalerilla del avión, escoltado por un grupo de hombres vestidos de negro –todos ellos armados– hasta un austero SUV con cristales a prueba de balas, me di cuenta de que la descripción más acertada para todo aquello era que se trataba de un universo diferente. En cuestión de segundos, el vehículo iba a toda máquina por la carretera del aeropuerto. Parecía una escena sacada de una película, solo que vivida en primera persona impresionaba algo más que cuando la ves en la gran pantalla. Llegamos a un edificio cercano, donde tuve que pasar el control de pasaportes. En cuanto tuve oportunidad, pedí que me indicaran dónde estaba el lavabo, me señalaron una puerta y hacia allí me dirigí.

Cuando giré el pomo de la puerta de los aseos, mi mente no estaba pendiente de las instalaciones. En absoluto. Primero, tenía que ocuparme de algo mucho más urgente. He perdido la cuenta de las veces que he repetido ese mismo ritual (probablemente, unas dos mil) pero jamás olvidaré la primera vez. Ahora, hace ya doce años y todavía me cuesta imaginarlo. De haber sabido que se iba a convertir en algo tan importante en mi vida, me lo habría pensado dos veces antes de iniciarlo en un aseo público, aunque en realidad es el lugar más lógico. Adondequiera que vayas –casas, supermercados, aeropuertos, conciertos, estudios de cine– lo más probable es que haya un aseo y que te brinde un mínimo de intimidad. (Aunque, aparentemente, no la suficiente, porque en el transcurso de los años ha habido unas cuantas personas que me han mirado como si estuviera loco y todavía me siento un poco incómodo).

Eran unos aseos normales: había varios inodoros, debidamente separados con sus correspondientes módulos, una encimera con varios lavabos y un espejo de cuerpo entero cerca de la puerta. Perfecto. Dejé mis bolsas de viaje en el suelo, saqué dos toallas de papel del dispensador, sequé un poco el suelo, me arrodillé delante del lavabo y cerré los ojos un momento. Esta es la primera parte del ritual que hago antes de iniciar una nueva aventura y es una forma de simbolizar la humildad. Había llegado a Kurdistán para servir a los demás, no para ponerme medallas. Esta es la manera en la que siempre me planteo mi trabajo. Hace siglos que el acto de arrodillarse es un recordatorio físico para conectar con ­nuestro aspecto espiritual, con Dios o cualquier otro ser superior en el que creamos. Me he dado cuenta de que al menos para mí es así. Es una potente forma de silenciar mi ego, disolver mis temores y desapegarme del resultado, porque, siempre y cuando actúe desde mi autenticidad, este no es lo más importante.

Acto seguido, me puse en pie y me miré en el espejo: esta es la segunda parte de la rutina. Con mis dos metros de estatura y siendo el único estadounidense que había por allí, era bastante difícil no verme, pero si alguien entró en los aseos y observó mi extraña conducta, no me enteré. Estaba totalmente inmerso en mi práctica. Hubo un tiempo en que todo esto me habría parecido ridículo. Pero ya no era así, porque se había convertido en algo positivamente esencial.

Seguí mirándome fijamente a los ojos en el espejo. Aunque era difícil no fijarme en las oscuras bolsas que tenía debajo de los ojos, después de tantas horas de vuelo, ni en las líneas y surcos que se me habían formado en los bordes externos de ellos, paulatinamente empecé a olvidar el aspecto estético. La finalidad de este ejercicio es trascender todas las distracciones externas y contemplar directamente tu alma. Estaba haciendo una comprobación interna, asegurándome de que estaba totalmente conectado y que actuaba desde mi autenticidad, antes de dar un paso más en ese viaje.

Es un ritual sencillo –mirarte en el espejo, para conectarte mentalmente con el presente–, pero profundo. Esta es una de las cosas que he aprendido por el camino: los actos sencillos pueden ser los más poderosos de nuestra vida. Sé que si dedico unos momentos a entrar en este estado meditativo, a centrarme y a asegurarme de que estoy tomando decisiones desde mi verdad espiritual, podré ofrecer la mejor versión de mí mismo y concentrarme totalmente en mi cliente. Es decir, me ayuda a afrontar cada situación de manera altruista.

Allí estaba yo, en unos aseos públicos kurdos, a escasos centímetros de un espejo, mirándome fijamente a los ojos cuando, como ya me había sucedido en muchas otras ocasiones, me ­vinieron ­imágenes de algunas personas con las que había trabajado en el pasado, como si se desplegara ante mí un mosaico de rostros. Te habrás dado cuenta de que, aunque sea un ritual para contemplar mi propia alma, me vienen recuerdos de otros, porque me ayudan a conectar con mi propia verdad, mi propósito y mi pasión. Me estoy refiriendo a personas con las que he estado en situaciones difíciles y a las que les estoy profundamente agradecido por esas experiencias.

La imagen que me vino a la mente ese día fue la de Wyatt, un robusto y acaudalado director ejecutivo, con las mejillas encendidas por la rabia, los ojos hinchados y sanguinolentos. Su caso era, probablemente, la decimoquinta intervención de mi carrera, y fue hace muchos años, pero su historia todavía me persigue. Sarah, su desesperada esposa, estaba aterrorizada por un marido al que ya no reconocía y me había pedido que fuera a su casa para poner fin a la violencia. El que, tiempo atrás, había sido un padre adorable había intentado estrangularla mientras sus cuatro hijos contemplaban horrorizados la escena. Su negocio empezaba a tambalearse, pues sus empleados ya se estaban cansando de aguantar acobardados en un rincón sus violentas y despiadadas broncas. Su ira se había convertido en un tren sin maquinista y nadie sabía cuándo iba a descarrilar. Desde la primera llamada de Sarah, supe que era la persona adecuada para esa situación.

Tuve que ir de compras para prepararme para esa primera intervención. Ella me advirtió que sin un traje y una corbata no tenía la más mínima oportunidad. Extraña petición, pero seguí sus instrucciones con la esperanza de que, al menos, podría ganarme un poco el respeto de ese personaje egocéntrico. Así que allí estaba yo, de punta en blanco, con un traje prestado (en aquel tiempo, no podía comprarme uno), de pie en el dorado vestíbulo de su mansión colonial, esperando.

De pronto, oí sus fuertes pisadas que venían del pasillo. La tensión se disparó inmediatamente e iba en aumento con el eco de cada pisada que resonaba por la casa.

Nada más aparecer en el vestíbulo, frunció el ceño al verme, pero no dijo nada. Wyatt empezó a dar vueltas a mi alrededor, como si fuera un león hambriento, mirándome con los ojos entrecerrados. Al final, me preguntó apretando los dientes:

–¿Quién es usted y por qué ha irrumpido en mi casa?

–Me llamo Mike y su esposa me ha invitado, así que no he irrumpido en su casa. Por cierto, encantado de conocerlo.

–Mi esposa, ¿eh? Bueno, no va a ser ella la que me impida echarlo a patadas por esa puerta –espetó Wyatt.

–Si yo me voy, ella se va –le respondí con calma.

Sarah asintió con la cabeza fortalecida por mi presencia; básicamente, la estaba protegiendo.

Wyatt dio dos zancadas rápidas hacia mí y en un santiamén estábamos, literalmente, cara a cara.

–¿Quién carajo te piensas que eres? ¡Lárgate, AHORA! –­vociferó.

Le sonreí con aires de suficiencia y, en lugar de ceder a su intimidación, me dirigí tranquilamente hacia su bonito sofá, lancé de una sacudida mis recién estrenados zapatos negros de charol, que me había comprado para ese día, puse los pies en el reposapiés y extendí los brazos por encima de los cojines. Respondí de esa manera porque había aprendido que si algo no funciona, no debes forzarlo y, con una persona semejante, has de ser lo bastante incontrolable y ridículo como para desconcertarla. Viene a ser como ponerte a su mismo nivel de locura.

–¿Podría ofrecerme un té?

Mi intención era enojarlo... y funcionó. Wyatt me miró como si fuera un bicho raro.

–Claro. Tenemos té negro –respondió Sarah, siempre en su papel de anfitriona.

–¿Tiene alguna infusión de hierbas? ¿Menta?

Me di cuenta de que Wyatt estaba empezando a perder el control. Eso era perfecto. Quería provocarlo porque tras esa fachada de agresividad es donde se encuentra el dolor. Cuanto antes llegáramos a él, antes podríamos hacer algún progreso.

–No, lo siento, solo tenemos té negro –respondió ella.

–¿De verdad? Vaya. Uno se imagina que en una mansión como esta tendrán todos los tipos de té e infusiones imaginables. Vale, el té negro está bien. ¡Ah!, con miel, por favor. –Sarah se fue a la cocina.

¡Bum! Wyatt explotó como una bomba atómica.

–¿Vas realmente a permitirle a este hombre, a este desconocido, que se meta en nuestros asuntos personales?

Había atacado verbalmente a su esposa, pero ella permaneció firme, sin alterarse.

–Tienes toda la razón, así es. Y te vas a sentar y a escuchar lo que tiene que decir o agarro a los niños, salgo por esa puerta y será la última vez que nos veas. –Sorprendida de sí misma, buscó mi mirada y me hizo un guiño. Tal como ya habíamos practicado antes, volvió a bordar su papel. Las palabras fluían de sus labios.

Solo habían transcurrido veinticuatro horas desde nuestro primer encuentro, pero fue allí donde reconoció algunas cosas esenciales. Se dio cuenta de que sus hijos habían sido testigos demasiado a menudo de cómo su padre bebía hasta perder el sentido. No solo reconoció que sus hijos estaban aprendiendo que las mujeres merecen ser menospreciadas y maltratadas, sino que había permitido que ese vampiro le arrebatara la vida. Admitió que sus hijos se merecían algo mejor. Y lo más importante, fue consciente de que no quería seguir formando parte del problema.

Wyatt empezaba a desmoronarse. No lograba entender cómo había perdido su poder de manipulación sobre su normalmente servil esposa. Con la cara enrojecida, se fue a la cocina pisando fuerte. En la casa reinaba el silencio a la espera de su siguiente movimiento. Regresó con un whisky con soda en la mano.

–Un escocés. ¿Es su favorito? –le pregunté.

–Ayuda a superar las cosas. –Se tomó la bebida, se sentó, se aflojó la corbata–. Bonitos zapatos –dijo bromeando, con un toque evidente de sarcasmo en su voz.

–¡Gracias! Aprecio el cumplido de alguien que, posiblemente, tiene toda una habitación dedicada a sus zapatos –le dije, pensando al mismo tiempo que acababa de comprarlos el día antes, puesto que nunca había necesitado un par de zapatos elegantes para hacer mi trabajo.

Eché un vistazo por la sala y vi un ascensor a lo lejos.

–Bonito ascensor. ¿Quién tiene ascensor en su casa? –le pregunté.

El humor sirve para romper el hielo, pero también es arriesgado. Wyatt me miró de reojo un poco molesto.

Yo lo tengo. Y es un fastidio quedarte encerrado en esa maldita cosa tantas veces.

La conversación prosiguió y, durante un rato, parecía que era productiva, pero ese whisky se convirtió en cinco, y su ego tomó las riendas cuando el tema de conversación se desvió hacia el plan que teníamos previsto, que era que ingresara en un centro de rehabilitación. Tal como esperábamos, se puso agresivo y Sarah se marchó con los niños a un hotel. Ya le había amenazado con marcharse, al menos, una docena de veces, pero en esa ocasión cumplió su palabra, pues tenía preparadas las maletas por si se producía esa ­situación.

No fue la imagen de su familia marchándose de casa lo que lo afectó, sino darse cuenta de lo fácil que había sido para ella abandonarlo cuando estaba enfurecido. Como cualquier otro narcisista, se crecía cuando la gente le tenía miedo. Pero ya se lo habían perdido. Y eso lo aterrorizó.

–Tengo algunos asuntos que he de supervisar. No puedo de­saparecer sin más.

–Sé de un sitio donde puede usar el móvil e Internet. Así podrá seguir dirigiendo su empresa.

Se produjo una pausa larga.

–De acuerdo, pero no esta noche. Mañana.

–Paso a recogerlo a las ocho.

A la mañana siguiente, como habíamos programado, partimos sentados hombro con hombro en el asiento trasero de un coche, hacia un capítulo totalmente nuevo en la vida de Wyatt.

Parpadeé para deshacerme de ese recuerdo y volver a concentrarme en el momento presente. Repetí mi mantra en voz alta: «Ya lo tienes». Este mantra ha ido evolucionando con el paso de los años. Empezó siendo «Cree en ti mismo», luego fue «Eres adorable», «Sé tú mismo», «Eres lo bastante bueno», «Di tu verdad», «Estás justamente donde has de estar», «Te quiero», y ahora es «Ya lo tienes». El ritual siempre es igual, pero el mantra cambia. Inicié este ritual a los veintipocos años, en mi primera intervención, cuando tuve que enfrentarme a una situación que me superaba. Todo había ido mal, me había quedado sin cartucho de tinta en la impresora y no había podido memorizar la charla que la empresa para la que trabajaba en aquel entonces me había encargado que diera a una familia. Fue un traspié tras otro y cuando ya había logrado resolverlo todo, los clientes llamaron a la empresa para quejarse de mi falta de experiencia y reclamar lo que habían pagado. A pesar de todo, me sentía bien porque estaba conectado con lo mejor de mí mismo.

Aquella vez, mi ritual me dio lo que necesitaba, como me lo sigue dando desde entonces: el sentimiento de haber ganado, independientemente del resultado, porque estaba haciendo mi trabajo con un deseo genuino y profundo de ayudar a los demás. No podía controlar o predecir las acciones de los demás, pero podía asegurarme de actuar siempre desde un estado interno de autenticidad y de saber que soy lo bastante bueno.

Respiré profundo, agarré las bolsas de viaje que había dejado en el suelo, me reuní con mi equipo de seguridad, que me estaba esperando en la puerta, y seguimos nuestro viaje; todavía nos ­quedaba mucho por delante. En Kurdistán, ir del punto A al punto B no era exactamente tan directo como desplazarse por Hollywood, a pesar de la realidad del tráfico de Los Ángeles. Dicho esto, me sentía como en casa. En realidad, no hay un lugar más acogedor que Kurdistán: allí aceptan y respetan a todas las personas y todas las religiones. Había hablado por teléfono con mi guía kurdo, unas cuantas veces, antes de mi llegada, así que más o menos sabía adónde iba y con qué me iba a encontrar; no obstante, no es fácil prepararse para entrar en un campo de refugiados que se encuentra en el otro extremo del mundo. Lo que sí tenía claro era que necesitaba tomarme un descanso de mi clientela habitual y hacer un uso distinto de mis habilidades.

Siempre he logrado el equilibrio en mi vida buscando el polo opuesto de mi realidad del momento. La dicotomía me ayuda a tener los pies en el suelo y a estar agradecido. Mis clientes más recientes, en su mayoría, han sido celebridades que contaban con todos los recursos inimaginables, mientras que allí se trataba de personas a las que los misiles les habían destruido sus hogares, que habían visto cómo asesinaban a sus familiares y a las que les habían arrebatado todo, salvo lo que podían llevar a cuestas. Pero ese viaje no era meramente el resultado de haber decidido ir a un país donde la gente necesitara ayuda, para convertirme en una especie de salvador. De hecho, sabía que era bastante improbable que realmente pudiera hacer mucho por esa gente en tan solo una semana.

Ya había visitado esa parte del mundo antes, hacía ocho años. Me había sentido atraído hacia Afganistán porque sentía que la forma en que los medios estadounidenses reflejaban esa región –to­mada por los terroristas, donde todo el mundo era radical– no podía ser exacta. Tenía que verlo con mis propios ojos. Además, era la capital mundial del opio, y quería ver en primera persona cómo era. Soy un aprendiz experiencial, y cuando quiero aprender algo, he de meterme de lleno en ello. En ese viaje a Afganistán, visité centros de desintoxicación y rehabilitación. En algunos de ellos, utilizaban métodos atroces para desenganchar a los adictos de la heroína. Los encadenaban y dejaban que temblaran, lloraran y se retorcieran de dolor, mientras su cuerpo se desintoxicaba de las drogas duras a las que eran adictos. Fue espeluznante. Necesitaban urgentemente servicios de desintoxicación y rehabilitación modernos y con una base médica. (Hace años que no he estado en esa región en concreto, así que podría ser que ahora ofrecieran mejores modalidades de tratamiento, pero en aquellos tiempos eso era lo que sucedía en algunas de las instalaciones, debido a la falta de recursos). Ese viaje y todos los que siguieron me aportaron una comprensión profunda de las necesidades que tienen los seres humanos en otros lugares y me di cuenta de que ayudarlos formaba parte del propósito superior de mi vida.

Cuando me senté a charlar con los funcionarios del estado para entender mejor su alarmante situación, me enteré de que Kurdistán, desde el inicio de la guerra contra el ISIS, había sido el territorio que más refugiados había acogido, incluidos kurdos yazidíes, cristianos y sirios. Estas gentes habían abandonado sus hogares después de que los terroristas hubieran asesinado a sus familias. Había miles de huérfanos. Eran los protagonistas de las escenas que veíamos en las noticias de la noche o en las portadas de los periódicos, pero había llegado la hora de ser testigo directo de lo que era una crisis de refugiados en el mundo real.

Mientras nos dirigíamos al polvoriento campamento formado por innumerables hileras de tiendas, con ropas harapientas colgadas de las cuerdas que las unían, enseguida me llamó la atención la cantidad de niños que había correteando, riéndose y gritando alegremente. Le estaban dando patadas a una descolorida pelota de fútbol que tenía las costuras rotas, y fue esa imagen lo que me ayudó a entender que, a pesar de todo, había esperanza en aquel lugar, que había luz.

Cuando el coche se paró cerca del campamento, salí de él y empecé a pasear por la zona, y los niños, con sus cabellos ­polvorientos y su ropa hecha jirones, inmediatamente se acercaron a mí. Sabía que muchos eran huérfanos, y, aunque su realidad pareciera desoladora, pude sentir claramente su felicidad. Sus ojos todavía reflejaban esa inocencia capaz de maravillarse. Aquellos que menos posesiones materiales tenían parecían ser los que poseían más esperanza. A las pocas horas de estar en aquel lugar, a pesar de que había ido hasta allí para ayudarlos, ya sabía que el que más recibiría de todo aquello iba a ser yo. Mi corazón estaba pletórico y des­bordado.

He compartido esta historia porque supuso la manifestación física de una conexión mental y emocional con mi auténtico yo. Si unos años antes me hubieras dicho que iría a Kurdistán, te habría hecho el mismo caso que si me hubieras dicho que pisaría la Luna. Pero esta es una de esas cosas increíbles que te suceden cuando vives conforme a quien realmente eres.

A veces, seguir tu autenticidad implica dar un salto de fe sin saber realmente adónde te va a llevar. Cuando me monté en aquel avión, no tenía claro en absoluto cuál era mi meta. Sabía que quería ayudar a una extensa comunidad de personas que habían sido víctimas de la guerra, aunque no tenía ni la menor idea de cómo iba a hacerlo. Pero cuando llegué a ese campo de refugiados y me rodearon los niños, sentí que tenía que hacer todo lo posible para crear programas, y contribuir en ellos, que ayudaran a evitar que a esos menores les lavaran el cerebro y se convirtieran en la siguiente generación de terroristas. Eran tan vulnerables y estaban tan indefensos como pececillos rodeados de tiburones sedientos de sangre. Si los asesoraba y ayudaba a forjarse su autoestima, sería menos probable que cayeran en manos de grupos terroristas. Las piezas del rompecabezas lograron encajar en ese viaje, que aún no ha terminado, porque mi deseo de cambiar el curso de sus vidas sigue vivo.

¿Qué tiene esto que ver contigo? Lo que quiero es que te des cuenta de que el viaje es el destino. Todos estamos en un proceso de constante evolución y transformación, y no tenemos idea de qué y quién seremos o dónde estaremos al final de dicha transformación. Y si por el camino descubres alguna zona oscura –que para mí es un área en la que no estás en sintonía con la mejor versión de ti mismo–, tu trabajo será encender la luz y volver a sintonizar.

En parte, la razón por la que puedo ayudarte a conseguirlo es porque yo también lo he hecho. Tal como te he dicho antes, hubo una época en la que mi forma de vida era cualquier cosa menos auténtica, dado que estaba atrapado por una importante drogadicción. Aunque había intentado sinceramente dejarlo muchas otras veces, a través de programas ambulatorios intensivos, no lograba entender por qué seguía recayendo en el consumo de drogas. Me compraba cristal, 1 me hacía una raya y tiraba el resto al inodoro jurándome que esa iba a ser la última vez, que eso era el punto y final. Sin embargo, a los tres días volvía a comprar otra dosis. No tenía ni la menor idea de lo que eran las dependencias químicas y no podía entender de ninguna manera por qué siempre recaía. Pinté de rojo mi apartamento, convencido de que estaba poseído por el diablo. Creía que en el ojo de la cerradura de mi puerta de entrada había una cámara que me observaba en todo momento. Pensé que si dejaba de consumir «meta», recobraría la lucidez. Mi vida era un caos y yo estaba muy indefenso. Me sucedió una y otra vez, hasta que, al final, supe que no tenía escapatoria y que tendría que someterme a rehabilitación. Así lo hice, y aquella vez seguí todas las recomendaciones al pie de la letra, porque quería darme todas las oportunidades para recuperarme. En el proceso de rehabilitación, por fin, encontré las directrices que tanto necesitaba. Fue agotador, y tardé meses, pero conseguí salir de la oscuridad en la que me tenía sumido esa dependencia.

Cuando logré estar limpio, pude conectar con mi autenticidad. ¡Y vaya si cambiaron las cosas a raíz de eso! A pesar de no haber sido nunca bueno en los estudios, de pronto descubrí una pasión por aprender todo lo posible sobre la rehabilitación de las ­drogas y del alcoholismo. Y gracias a esa nueva pasión, logré tener la ­suficiente confianza en mí mismo para crear un negocio próspero y ayudar a mucha gente por el camino.

Me he pasado la mitad de mi carrera ayudando a salir del pozo a personas que estaban en sus peores momentos. La otra mitad de mi carrera, he estado con individuos que no necesariamente estaban pasando una crisis, pero que querían ser más felices y no sabían por dónde empezar. Muchos de esos clientes han llegado a mí de formas inesperadas y estoy seguro de que la razón por la que me han surgido oportunidades es porque he estado abierto a ellas. Me gusta el contrapunto entre trabajar con personas que están intentando afrontar distintos problemas y mi propia búsqueda del equilibrio en todas las áreas de mi vida. Esto me ayuda a tener una visión más amplia; asimismo, significa que sea cual sea tu situación, puedo encontrarte en ese punto y ayudarte a llegar a tu meta, porque creo que existen algunas leyes universales que valen para todos.

Estoy seguro de que la mayoría de las personas con las que he trabajado estaban mucho peor que tú en estos momentos. Empecé siendo consejero de alcohólicos y drogadictos, y trabajé en algunos de los centros de rehabilitación más prestigiosos del país. Al cabo de un tiempo, cambié y me hice intervencionista. Eso significa que la gente me llama cuando alguna persona allegada no tiene la menor intención de cambiar. Estas intervenciones suelen ser situaciones altamente explosivas. Nadie se espera llegar a su casa y ver a su familia, a sus amigos y a un desconocido en la sala de estar, serenos y dispuestos a tomar cartas en el asunto. Suelen ser situaciones muy tensas y bastante dramáticas, pero, al final, he podido ayudar a muchos a cambiar aquello que no tenían interés en cambiar. Si estás leyendo este libro es porque deseas cambiar, así que ya has dado un primer gran paso. El cambio está al alcance de tu mano.

Cuando inauguré los centros CAST, 2 en 2006, lo que me impulsó a hacerlo fue el deseo de crear una estrategia humanista para manejar cualquier dificultad que se nos pueda presentar en la vida. Desde los mismísimos comienzos, cuando trabajábamos en mi ­pequeño apartamento de Venice Beach, en California, ya ofrecíamos varios enfoques, basados en pruebas fehacientes, para ayudar a nuestros clientes a mejorar. Es mucho más que un simple diagnóstico. El verdadero problema es que las personas viven muy alejadas de su verdadera esencia, ya sea porque siguen los pasos de su familia, en lugar de transitar su propio camino, o porque hacen lo que les funcionó hace diez años pero que en su situación actual ya no les sirve, y se han cerrado a lo que les ofrece la vida, por miedo o por cualquier otra razón. Cada situación es única. Algunos necesitan medicación. Otros puede que necesiten un tratamiento específico para su depresión o su trastorno de estrés postraumático. En algunos casos, puede ser necesario realizar terapia cognitivo-conductual. Quizás se trata de alguien que no ha sido capaz de superar una pérdida y no puede seguir avanzando. Me parecía imprescindible idear un plan claro e individualizado, para que los clientes pudieran volver a su camino o a la normalidad después de un acontecimiento que les hubiera cambiado la vida.

Imagínate que a alguien se le incendia la casa. Lo primero que harás será poner a la persona a salvo, sacarla del edificio en llamas. Pero después hay muchos más pasos, ¿no te parece? Una vez que esté fuera de peligro, no la abandonarás sin más y dejarás que se queme su casa hasta que quede calcinada. Llamarás a los bomberos, intentarás apagar el fuego, contactarás con la compañía de seguros, limpiarás el lugar del siniestro, reconstruirás la vivienda para que la persona no se tenga que mudar, comprarás muebles nuevos, etcétera. Sin embargo, cuando alguien experimenta un acontecimiento emocional importante, no se suelen adoptar las medidas necesarias para afrontar dicha situación de una forma saludable. Es como si le dijeras a esa persona que volviera a la casa quemada y que no se preocupara de las cenizas.

Todos estos años, en mi trabajo como intervencionista, he ayudado a ludópatas, que se habían gastado los fondos para la universidad de sus hijos y para su jubilación; a agorafóbicos, que no habían salido de su casa en meses, después del fallecimiento de su cónyuge; a adictos a la ira y a víctimas de la violencia doméstica; a estrellas de la música pop que tenían que desintoxicarse a mitad de una gira de conciertos, y muchos casos más. En todos esos casos, aprovechaba esa experiencia para convertirme en un gestor de crisis. A veces, no es necesario que la persona siga un tratamiento, pero necesita ayuda para superar la crisis y obtener resultados duraderos. Esas experiencias fueron las que, al final, me condujeron a trabajar con celebridades, que según parece se enfrentan a crisis periódicas.

Puedes considerarme como un agente de cambio. Sé qué es lo que hace cambiar a las personas. En nuestra sociedad, la creencia de que no podemos cambiar está muy arraigada. Eso es totalmente falso. Si no pudiéramos cambiar, yo seguiría siendo un drogadicto arruinado. Si no pudiéramos cambiar, nadie conseguiría adelgazar. Si no pudiéramos cambiar, nadie dejaría de fumar. Si no pudiéramos cambiar, prácticamente todos estaríamos sentenciados. He visto personas que han superado todo tipo de dificultades –traumas, pérdidas, enfermedades mentales, discapacidades físicas– para cambiar su vida. La gente cambia. Muchas personas lo han hecho. Yo lo he hecho. Tú puedes.

Quizás haya una parte de ti que siente que nadie te puede ayudar y que no puedes hacer más que aceptar tus circunstancias. Bien, si ese es tu caso, te digo que si estás vivo y respirando, hay esperanza.

¿Recuerdas a Sarah, la esposa que me llamó en un acto de desesperación, porque su adorable esposo, Wyatt, se había convertido en un monstruo salvaje? Pues bien, recuperó a su amable y considerado esposo y también se sintió capaz de hacerse oír. Wyatt fue a rehabilitación y participó en un programa para aprender a controlar su ira, pero lo más importante es que se dio cuenta de que la ­empresa que había heredado le había estado socavando el alma. Había estado trabajando más de setenta horas a la semana en algo que no lo motivaba lo más mínimo. Así que tomó la decisión de vender el negocio familiar y comprar una granja equina. No había montado desde que era adolescente, y eso es lo que había estado echando de menos. Casi sin darse cuenta, no solo tenía varios purasangres campeones en sus caballerizas, sino que dirigía un popular campo de terapia equina. Ahora, todos los días se levanta con un propósito renovado. Suelo recibir correos electrónicos conmovedores de Sarah, con fotos de sus hijos, que están prosperando y beneficiándose de su decisión de plantar cara a sus problemas. El efecto dominó, que se produce cuando una persona elige cambiar y ser genuina en su forma de vida, puede llegar a ser prodigioso.

El año pasado, cuando estaba revisando a todos aquellos que habían llevado a cabo un cambio radical gracias a los centros CAST, se despertó en mí el deseo de compartir estas estrategias con el resto del mundo. Deseaba desesperadamente poder ayudar a aquellos que estaban demasiado avergonzados para hablar de sus sentimientos, que se conformaban con soportar los avatares de su existencia, sin tener un rumbo fijo, o que simplemente no vivían como se merecían. Por eso, creé CAST on Tour (‘CAST de gira’), un evento gracias al cual recorremos setenta ciudades, donde participan oradores motivacionales y celebridades que han salido de su propia oscuridad para vivir en la luz.

Más de treinta mil personas han asistido a los actos, cuyas entradas se agotaron nada más salir a la venta. La gente está deseando saber cómo mejorar. Al final de cada evento, se me acercaban docenas de personas que me decían que nunca habían hablado de sus problemas emocionales, pero que ahora estaban dispuestas a cambiar y a sintonizar con lo mejor de sí mismas. Ser testigo de ese momento de conexión, de ese gran paso, en el que alguien, de pronto, descubre su razón de ser, me anima a seguir adelante. ¡Todos podemos ser nuestra mejor versión! Basta con que tengamos muy claro cuál es y encontremos la manera de aceptar quiénes somos realmente.

Recientemente, he realizado una encuesta para la que he recibido miles de respuestas, y una de las preguntas era: «¿Estás viviendo actualmente tu vida ideal?». Puede que te quedes estupefacto al ver que el ochenta y uno por ciento de las personas respondieron «no», pero a mí no me sorprendió lo más mínimo. ¿Qué responderías ? Aquí está la clave: siempre se puede mejorar.

Si te cuesta admitir que tu forma de vida actual dista mucho de ser la que deseas o te mereces, quiero que sepas que no estás solo. Pero como dice mi amigo Doctor Phil: «No puedes cambiar lo que no reconoces». Reconozcamos que hemos de cambiar algo. Aquí estoy para ayudarte. Este es el propósito de mi primer libro. Estoy encantado de compartir contigo mis reflexiones, las lecciones que he desarrollado a lo largo de mis muchos años de trabajo con mis clientes, y los ejercicios que han ayudado a tantas personas a descubrir su mejor versión.

Podemos estar de acuerdo en que la vida solo te da una oportunidad, pero no hay ninguna regla que diga que debes conformarte con lo que tienes. En estas páginas, te ofrezco un plan personalizado para que te reinventes descubriendo y encarnando tu mejor versión. Yo me he reinventado varias veces; de hecho, en el momento en que estoy escribiendo estas palabras, me hallo en medio de otra reinvención. De ti depende provocar el cambio, pero una vez empieces, te sorprenderá ver con qué rapidez suceden las cosas. Ya lo tienes. Así que ¡vamos!


1 Metanfetamina pura.

2 Los centros ofrecen programas de tratamiento diurno y nocturno para personas que luchan contra la ansiedad, la depresión, el trastorno bipolar y la adicción al alcohol y otras drogas.

Agradecimientos

En primer lugar, quiero dar las gracias a mi extraordinario equipo de Dey Street Books y HarperCollins Publishers, Lynn Grady, Kendra Newton, Heidi Richter, Sean Newcott, Kell Wilson, Benjamin Steinberg, Andrea Molitor, Nyamekye Waliyaya y Jeanne Reina. Desde el primer momento supe que erais el equipo editorial con el que quería trabajar. Mi agradecimiento especial a mi editora, Carrie Thornton, la mejor colaboradora que un autor puede desear.

Gracias, Jan Miller y Lacy Lynch, de Dupree Miller. Jan, tu carisma y tu franqueza son incomparables. Me has ayudado a escribir el mejor libro posible. Hay que ver lo que ha mejorado este libro gracias al chasquido de tu látigo.

Gracias, Robin McGraw, por tu disposición a compartir comentarios despiadadamente sinceros que me han ayudado a mejorar. Siempre guardaré las notas que me enviaste. Tu sabiduría es algo fuera de lo habitual.

A veces, en nuestra vida aparecen unicornios y lo hacen en el momento adecuado. Casi son demasiado buenos para ser reales. ¡Nos aportan mucha magia, amor y resplandor! ¿Qué puedo decir, Doctor Phil McGraw? Gracias por ser mi coach y mi mentor. Me has aportado una perspectiva y una comprensión de la generosidad totalmente nuevas.

Phil McIntyre, gracias por ser un buen amigo y confidente. Shonda y tú sois un hermoso ejemplo de familia maravillosa y una fuente de inspiración para mí.

Gracias a Jay Glazer y a la familia de Unbreakable Performance, por ponerme en forma, literalmente. He tenido la resistencia física para escribir este libro en un tiempo récord gracias a vosotros. Jay, tu lealtad no tiene precio y me siento muy afortunado por tenerte como amigo.

A mi hermano mayor, David, y a su esposa, Carol, gracias por todas las horas que hemos pasado juntos en el sofá charlando de nuestras infancias y caminos y ayudándonos mutuamente a mejorar. Gracias por estar en mi círculo íntimo.

Gracias, Jennifer López, por enseñarme química, amor incondicional y lo que es perseguir incansablemente lo que deseas.

Joe Jonas, eres la razón por la que me encanta trabajar con artistas. Encarnas todas las cualidades que busco en un artista: bondad, consideración y altruismo. Gracias por todo tu apoyo.

Gracias, Lisa Clark, la mejor compañera de pensamiento. Me has enseñado lo que es estar con una persona inteligente y que es posible ser aprendiz de todo y maestro de muchas cosas.

Gracias a Tom y Robyn Wasserman, mis fieles animadores y puntos de apoyo, mientras yo trabajaba para crear caminos de sanación y construir vidas mejores. Gracias a mi equipo de los centros CAST por creer en mí y aguantar mis formas poco ortodoxas de dirigir la empresa.

Por último, quiero dar las gracias a Merlín, mi mejor versión. Sigamos con nuestros conjuros y viviendo la vida que hemos venido a vivir.

Conclusión

El SUV negro llegó a mi casa a las siete en punto, tal como habíamos quedado. Tomé mi equipaje, salí a la calle y entré en el vehículo. El conductor llevaba una gorra de chófer y una gran sonrisa en los labios. Durante el trayecto, ojeé las ciento treinta páginas del libro por centésima vez. Cada vez que lo revisaba, descubría algo que no había visto antes. Lo había revisado con todo mi equipo y todos estaban tan impresionados como yo por la cantidad de información importante que contenía. Había entrevistas, fotos, información de terceros, autoevaluaciones, documentos legales, etcétera.

A medida que nos adentrábamos en la ciudad y aumentaba la densidad del tráfico de la mañana, las voces del interior de mi cabeza se dejaban oír con más fuerza y las dudas empezaron a asaltarme. Rebotaban en mi mente como pelotas de ping-pong. Me preguntaba: «¿Llevo demasiada ropa en mi equipaje?», «¿Y si no soy bueno en esto?», «¿Estoy lo bastante cualificado para hacerlo?». Estaba entrando en un mundo totalmente nuevo para mí. Siempre había sido de los que están entre bambalinas, pero eso iba a cambiar. Me encontraba en territorio extraño y mis inseguridades estaban sacando sus feas cabezas.

Seguía dudando de mí y de lo que podía aportar en ese entorno. ¿Estaría a la altura?

Entonces, lo entendí. Eran «grabaciones» antiguas que se reproducían en mi cabeza, como la música de fondo que sonaba antes en los ascensores. ¿Era un nuevo reto para mí? Sin duda alguna. ¿Se trataba de mi ascenso a «Primera División», a la plataforma nacional e internacional número uno en temas de salud de todos los medios? Las cuotas de pantalla no engañan, el programa Dr. Phil es líder de audiencia en este género, por un amplio margen, desde hace años. ¡Madre mía! ¡El Congreso de Estados Unidos recurre a él para que consulte con comités bipartitos sobre temas de salud mental! Es el profesional de la salud mental más famoso del mundo. ¡Doctor Phil y Sigmund Freud son la respuesta a nuestros crucigramas! Pues sí, estaba en «Primera División».

En ese instante, me vino a la cabeza: ¡ha sido él quien me ha pedido que participara en el programa! ¡Un momento! ¿Qué? Casi podía oír el redoble de tambor. No fui yo quien se lo pidió... ¡Él me lo pidió a mí! Empecé a revisar sus éxitos inigualables en áreas donde muchos otros han fracasado. Mira, tiene más grados que un termómetro y me ha invitado a mí, no a otro de los miles de expertos que conoce. Había llegado el momento de poner todavía más en práctica lo que predico y de revisar mi verdad personal, para reconocer que tengo mucho que ofrecer y que las personas que me conocen lo saben y, en realidad, yo también. El deseo de ser humilde puede llegar a ser perjudicial, cuando te conduce a negar tu propia vocación y tus dones. De pronto, me di cuenta de que tenía más sitio para las piernas en el asiento trasero de ese SUV. ¿Por qué? Porque estaba más erguido. ¡Cuando cambió mi diálogo interior, también cambió mi lenguaje corporal! El uno influía en el otro y aumentaba mi motivación.

–¿Está nervioso? –me preguntó el chófer, sacándome por sorpresa de mi profunda introspección.

–Bueno, lo estaba. Ahora, estoy entusiasmado. Me siento como un jugador en el banquillo: «Ponme a prueba, entrenador. Estoy listo para jugar».

–Sé tú mismo, y si eres solo la mitad de bueno de lo que ellos dicen que eres, te harás de oro. –Me sonrió y yo le devolví la sonrisa. Mis pensamientos negativos habían desaparecido.

–Es un gran consejo. Gracias. –Asintió con la cabeza, confirmando la verdad que encerraba esa sencilla afirmación.

En realidad, se puede aplicar a todas las circunstancias de la vida. Sé tú mismo. Sé tu mejor versión. De vez en cuando, todos necesitamos recordatorios por nuestra parte y por la de los demás.

mejor y más alto uso