VIAJERAS POR EL LEJANO ORIENTE

(1847-1910)

Pilar Tejera

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ÍNDICE

Viajeras por el lejano Oriente

 

ISBN: 978-84-121020-2-4

 

© Pilar Tejera, 2019

© Ediciones Casiopea, 2019

 

Diseño de cubierta: Anuska Romero y Karen Behr

Maquetación: CaryCar Servicios Editoriales

 

Reservados todos los derechos.

 

A mí siempre me embarga una sensación de plácida dicha durante estas colosales agitaciones de la naturaleza. Con frecuencia me he amarrado cerca de la bitácora permitiendo que me alcanzasen las descomunales olas con el único fin de impregnarme en cuerpo y alma del espectáculo.

Ida Pfeiffer

 

Sigo maravillada por todas aquellas viajeras.

Este nuevo libro se lo dedico a ellas.

 

Mi agradecimiento a Carlos Venegas por su paciencia en la maquetación de este y otros libros.

 

LA VISIÓN VICTORIANA DEL LEJANO ORIENTE

Pocas cosas ejercieron en el pasado tanta atracción entre los viajeros como el mito del Lejano Oriente. China con sus ancianas leyendas, la exótica Conchinchina, el aroma de la nuez moscada, el clavo y la pimienta en el aire de las Molucas, las estupas de Borobudur en el corazón de la isla de Java, las selvas de Singapur, los sampanes en el mar de la China, el «reino ermitaño» de Corea, los palacios de Surinam, la desconocida península malaya… Cuando la reina Victoria llegó al trono en 1837, el anhelo romántico de desvelar los secretos de aquellas vastas regiones se hallaba en su cenit, y se vio acompañado por el deseo del Imperio de acceder a los inmensos mercados del Extremo Oriente.

Con la apertura de países como China y Japón, las fantasías se encontraron con realidades insospechadas, algunas de las cuales echaron por tierra los mitos y estereotipos del occidental sobre Oriente. El comercio británico con China a través del gran puerto del sur de Cantón ya estaba establecido para aquel entonces, si bien las actividades estaban restringidas por las autoridades chinas. El té se exportaba en cantidades enormes, junto con la seda, la laca y la porcelana, pero durante mucho tiempo China apenas mostró interés en comprar productos del oeste. Gran Bretaña corrigió este desequilibrio comercial vendiendo dos productos de la India británica: algodón crudo y opio.

El comercio de opio era ilegal, aunque extremadamente rentable. Pero el daño que causó a la economía china y a la salud de sus habitantes llegó a ser tan preocupante para el emperador que en 1839 envió a uno de sus oficiales a Cantón a fin de confiscar y arrojar al puerto el opio recién llegado. Gran Bretaña tomó represalias contra este ataque en su propiedad enviando buques de guerra. China no estaba preparada para una contienda con una potencia occidental y fue derrotada fácilmente en la primera guerra del Opio. Según los términos del Tratado de Nankín de 1842, China se vio obligada a abrir varios puertos, incluido Shanghái, al comercio extranjero y al establecimiento de representaciones consulares. También tuvo que ceder Hong Kong, ocupada en 1841, a perpetuidad a los británicos. Pronto siguieron tratados con otras potencias occidentales y el número de extranjeros en suelo chino comenzó a crecer, con los comerciantes presionando para un mayor acceso a los mercados locales.

Los problemas reaparecieron y en 1857, China y Gran Bretaña estaban en guerra una vez más. Tras el Tratado de Tianjin un año después, negociado por el conde de Elgin, se abrieron más puertos y, lo que es más importante, se concedió a Gran Bretaña el derecho de tener un embajador en Pekín.

Después de su éxito en China, Elgin fue a negociar otro tratado, esta vez con Japón, en ese momento un país aún más misterioso ya que había mantenido una política de aislacionismo desde la década de 1640. Esto se rompió por primera vez en 1853 cuando un escuadrón naval estadounidense llegó a las costas japonesas exigiendo que el país abriera sus puertos a potencias extranjeras.

Japón no dio la bienvenida a Occidente lo que se dice con los brazos abiertos, y en los primeros años de contacto hubo varios ataques contra extranjeros. Pero el país era consciente de lo que había sucedido en China y comprendió que no tenía ninguna posibilidad contra las fuerzas de Occidente. Así que Elgin pudo negociar un tratado sin recurrir a las armas.

Elgin luego se planteó regresar a casa, pero aquello coincidió con el estallido de un nuevo conflicto en China, cuando se hizo evidente que los chinos no iban a permitir, así por las buenas, un embajador en Pekín. Elgin aterrizó con las fuerzas británicas y francesas en agosto de 1860 y marchó hacia Pekín decidido a demostrar quien tenía la sartén por el mango. El 5 de octubre, las tropas llegaron al Palacio de Verano, un vasto complejo de edificios y parques situado a las afueras de Pekín, que servía de retiro para el emperador. La vista de todas estas riquezas fue demasiado para las tropas británicas y francesas y se produjo un frenético saqueo.

El 18 de octubre, Elgin recibió noticias de que los soldados británicos y franceses que habían sido capturados unas semanas antes habían sido torturados y la mayoría de ellos asesinados. Decidió entonces tomar represalias ordenando incendiar el Palacio de Verano. Durante dos días el fuego lo quemó todo y el humo fue visible desde Pekín. Los chinos capitularon y a los británicos y a los franceses se les permitió tener un embajador en Pekín.

En las últimas décadas del siglo, el recién inventado medio de la fotografía empezó a jugar un papel decisivo en la difusión de una nueva imagen de algunos países de Oriente como China. El fotógrafo más célebre de la época fue John Thompson, quien mostró a Occidente imágenes inéditas de China y de sus habitantes en la década de los años setenta.

En 1842, cuando se firmó el primer tratado británico con China, hubo una exposición de objetos chinos en Londres. Fue todo un acontecimiento que permitió a los británicos familiarizarse con la cultura china, sus artes decorativas, sus pinturas y su arquitectura. Pese a que la muestra fue muy popular y permaneció abierta durante años, y que, en 1862, durante la Exposición Internacional celebrada en Londres mostró al público nuevos objetos procedentes de aquel país, estas iniciativas no lograron alterar la percepción del estancamiento de aquel país en comparación con el Occidente civilizado.

En cuanto a la imagen occidental de Japón, también se formó en parte a través de la fotografía. Félix Beato, que llegó a aquel país en 1873 y se quedó allí durante más de veinte años, fue su fotógrafo más célebre.

Algunos diplomáticos que visitaron Japón también se animaron a conocer China. Rutherford Alcock había sido cónsul en Shanghái antes de convertirse en el primer ministro británico en Japón. Cuando llegó por primera vez a este país descubrió que «con los japoneses retrocedemos unos diez siglos para volver a vivir los días feudales».

Tanto China como Japón se compararon durante un tiempo con los tiempos de la Edad Media y de alguna forma los habitantes de ambos países fueron considerados como una nación infantil a los que había que tratar con mano dura para que se comportaran.

En 1868, la revolución que estalló en Japón resultando en el derrocamiento del sogún, o gobernante militar, y la restauración del poder del emperador Meiji, inició una importante transformación del país que prefería modernizarse y acercarse a Occidente en lugar de ser dominado por él. Su participación en numerosas exposiciones internacionales brindó a los japoneses la oportunidad de obtener cierto prestigio internacional y, de paso, de hacerse con valiosa información tecnológica de Occidente y promover los productos del país.

Gran Bretaña y otras naciones europeas contribuyeron en parte a la modernización de Japón. Los ingenieros británicos construyeron faros y ferrocarriles, los arquitectos navales ayudaron a construir las flotas comerciales y navales, y los instructores británicos enseñaron inglés, matemáticas y física a los trabajadores japoneses. Pero, aunque los ingleses se sintieron orgullosos de su contribución a esta occidentalización, el Gobierno británico comenzó a sentirse incómodo a medida que el país empezó a desarrollarse industrial y militarmente.

Las cosas fueron cambiando también en China. El fotógrafo John Thompson observó que «las naciones occidentales han despertado al viejo dragón del sueño de Asia». Sin embargo, los intentos de modernización de China fueron vistos como algo baladí en comparación con lo que sucedía en Japón, que «dejando a un lado la oscuridad de la semibarbarie, se ha disparado como un planeta en busca de una órbita más amplia en un sol más brillante».

Los viajeros europeos con sus libros, diarios y relatos contribuyeron al intercambio de ideas, de imágenes y de mensajes cuando los poderosos países de Oriente Lejano y Occidente, comenzaron a estrechar lazos. Aunque Occidente ostentaba el poder industrial y militar, la idea arraigada de la superioridad occidental dio paso a la admiración por el arte, la medicina, la cultura y los productos manufacturados como la seda y la porcelana y esto tuvo su efecto en el arte occidental, un efecto que se denominó influencia orientalizante.

Los viajeros sintieron que ya conocían aquellos países a través de los objetos de porcelana que habían contemplado en sus museos. Las bandejas, los abanicos, las teteras y el marfil ya adornaban las vitrinas de sus galerías. Era una época, además, en la que se puso de moda comprar artículos de recuerdo, especialmente, en el este de Asia.

En cuanto al Sudeste Asiático, una denominación postcolonial de los territorios conocidos como Indochina (Sudeste Asiático continental) y las Indias Orientales (Sudeste Asiático insular o archipiélago malayo), los holandeses mantuvieron su dominio en gran parte de la zona por espacio de casi tres siglos. Primero, a través de la Compañía de las Indias Orientales Holandesas y, a partir de 1798, del Gobierno que heredó sus posesiones de ultramar: Java, Sumatra, Borneo, Malaca, la isla de Penang y Ceilán, además de parte de la India y parte de Timor. Y aunque los ingleses lograron hincar el diente en algunos de estos territorios en 1811, tuvieron que devolverlos a Holanda por el Tratado de Paz de París de 1815.

Singapur fue un caso aparte. Desde que en 1819 Stamford Raffles fundara un asentamiento, en el sitio donde hoy se encuentra la moderna ciudad, y la Compañía Británica de las Indias Orientales lograra afianzarse definitivamente en la isla en 1824 a cambio de una renta vitalicia al sultán de Johor, la llegada de comerciantes y viajeros ingleses fue sucediéndose en un goteo. Algunas de las viajeras recogidas en este libro, incluida Sophia Raffles, esposa de Stamford Raffles, fueron testigo de excepción de la vida en la isla.

Aun así, las tensiones en la zona fueron moneda común en el siglo xix y principios del xx. Las guerras y revueltas sumadas al ambiente xenófobo, a las enfermedades, las fiebres y tifones no ayudaron.

Vamos a ver cómo se las vieron las trotamundos, misioneras y esposas que anduvieron por aquellos países hace cien o ciento cincuenta años.

 

BUSCANDO SU PROPIO LUGAR EN LA ERA DE LAS EXPLORACIONES

El viaje a través del Pacífico Norte es solitario y monótono. Entre San Francisco y Yokohama apenas se divisa una vela. Cuando la Pacific Mail Steamship Company estableció la línea China, sus barcos de vapor navegaban a lo largo de rutas prescritas, de manera tal que tanto los barcos que se dirigían hacia Oriente como los que regresaban a Occidente se reunían regularmente en medio del océano. Ahora, en que no están obligados a tocar Honolulu, los capitanes eligen su ruta para cada viaje, ya sea navegando directamente desde San Francisco a Yokohama o siguiendo uno de los grandes círculos más al norte, lo que disminuye el tiempo y la distancia. En estos meridianos del norte, el clima es a menudo frío, amenazante o tormentoso y el mar agitado; pero la estabilidad de los vientos favorece este rumbo y convence a los oficiales a acortar el rumbo y garantizar su llegada a Japón a tiempo. A los habitantes de climas cálidos no les gusta la transición repentina a aguas más frías, pero algunos viajeros lo disfrutan. Afortunadamente, los icebergs no pueden flotar por los tramos poco profundos del Estrecho de Bering, pero los vientos feroces soplan a través de algunos de estos pasadizos y tocando las Islas Aleutianas.

Eliza Scidmore, 1891

«Una dama no debería jamás desplazarse sin acompañante a un lugar recóndito», declaró a mediados del siglo xix Kart Baedeker, editor inglés de guías de viajes. Claro que este buen hombre era ajeno a lo que sus compatriotas con faldas iban a protagonizar en las siguientes décadas.

El siglo xix fue un período de cambios producidos a nivel mundial. Fue el primer siglo en el que tuvo lugar una interacción generalizada entre las culturas. Parte de ello fue resultado de las guerras, pero la colonización y la consolidación de las grandes potencias europeas y del Imperio británico también contribuyeron. Los europeos comenzaron a viajar por placer gracias al ferrocarril y a las grandes embarcaciones. Cuando la poderosa armada británica erradicó la piratería, cuando surgió el barco de vapor y se abrió el canal de Suez se facilitaron los viajes al extranjero.

Aunque las naciones europeas habían explorado y colonizado tierras extranjeras mucho antes del siglo xix, fue en este siglo cuando Europa, especialmente Gran Bretaña y Francia, controló una gran parte del planeta y el Lejano Oriente no estuvo ajeno a aquellos cambios. Ceilán, la península malaya y la ciudad de Hong Kong quedaron en manos de los ingleses, aunque estos tuvieron que devolver a Francia algunas posesiones coloniales ganadas al derrotar a su país vecino en las guerras napoleónicas. A finales del siglo xix, los franceses controlaban gran parte del Lejano Oriente habiendo colonizado Vietnam, Laos y Camboya, y lo llamaron Indochina francesa. En cuanto a los holandeses, con una larga historia de comercio de especias que se remonta al siglo xvii, mantuvieron su esfera de influencia en diversos países en el siglo xix, incluidos algunos del Oriente Lejano.

En este periodo se intercambiaron ideas, surgió la figura del trotamundos, las librerías se llenaron de títulos sobre países lejanos, viajaron funcionarios, oficiales, comerciantes, diplomáticos, soldados, buscavidas, artistas, intelectuales y hasta personas llevadas simplemente por la curiosidad. Las mujeres no lo tuvieron fácil, pero lograron hacer oír su voz y perderse por regiones consideradas extremadamente inapropiadas para su frágil naturaleza. Claro que afirmaciones como esta se hacían cuando la mujer pretendía viajar por decisión propia, y no cuando se la enviaba como misionera o acompañante de su esposo expatriado.

La figura de la aventurera y escritora de viajes en el xix ha sido desconocida durante mucho tiempo hasta salir del anonimato recientemente. Las dos últimas décadas del siglo xx sacaron a la luz algunas antologías dedicadas a las pioneras de los viajes demostrando que la presencia femenina en lo que muchos suponían un mundo abrumadoramente masculino era muy superior a lo que se pensaba.

Al observar todo ese enorme trasiego viajero en una era marcada por las expediciones y los descubrimientos geográficos, pensada y protagonizada por el hombre, resulta sorprendente descubrir las hileras de largas faldas que desfilaron por el planeta. A su manera, todas esas viajeras fueron exploradoras, descubridoras, y nos muestran cuanto vieron bajo una perspectiva nueva. Aunque su sexo o condición en aquel mundo reservado al hombre no jugó a su favor, la mayoría logró sobrevivir, disfrutar, salirse con la suya, realizarse o alcanzar sus sueños.

Esta atención repentina por las trotamundos victorianas no solo ha ampliado nuestro conocimiento sobre ellas, sino que también nos permite descubrir cómo contribuyeron a que los últimos reductos salvajes del globo dejaran de ser un misterio para incorporarse al mundo de lo conocido. Durante mucho tiempo el común estereotipo fue el de que todas ellas eran unas solteronas feas y excéntricas rebelándose contra las restricciones de género de la sociedad victoriana. Llevó un tiempo el reconocimiento de su figura, de su belleza, de los diversos contextos en los que viajaron y de la variedad de modos, itinerarios y actitudes que adoptaron.

Hoy sabemos también que contaron sus vivencias de una manera diferente a la de los hombres. La mayoría habló a través de «las sensaciones», y esto enriqueció enormemente la literatura viajera de la época, restándole academicismo y pomposidad. En la mayoría de los casos, su experiencia del viaje estuvo determinada por factores como su género, su edad, su educación, sus ideales y su posición financiera. La mayoría pertenecía a una clase social media imbuida de firmes principios familiares, sociales y religiosos, y por ello resulta más sorprendente descubrir la facilidad con la que muchas de ellas se desprendieron de tales principios para adecuarse al entorno que les tocó vivir. Mientras se cuestionaba su capacidad para desenvolverse solas, muchas se perdieron en el Lejano Oriente y algunas lograron liberarse de las limitaciones de su educación victoriana participando en el juego masculino de la exploración y también en el conocimiento del Imperio extramuros.

Las trotamundos y escritoras de viajes tardaron un tiempo en ser tomadas en serio por los editores y lectores de la época. No digamos, por las instituciones geográficas. Con frecuencia encasilladas bajo la etiqueta condescendiente de «excéntrica viajera», estas mujeres hicieron frente a la sátira o la censura tan pronto daban muestras de sobrepasar las normas de la feminidad comúnmente aceptadas. Pocos editores aceptaron y apostaron por las escritoras de viajes. Solo los más avispados intuyeron que, con el estilo autobiográfico de sus obras, sus particulares narraciones y puntos de vista, las viajeras podían ejercer una poderosa influencia en la sociedad, y ellos, de paso, ganar dinero con sus libros. Este fue el caso de Jhon Murray, editor incondicional de la trotamundos Isabela Bird. Cuando ella le comentó su intención de adentrarse en las regiones rurales de Japón y establecer contacto con las tribus aborígenes del norte, enseguida se mostró entusiasmado con la idea.

«Se daba por sentado que al viajar las mujeres estarían en peligro de corromperse moralmente, adquirir costumbres poco castas o acostumbrarse a las libertades de las que disfruta el viajero en tierra ajena, especialmente en lo que respecta a quedarse en casa, que para las burguesas europeas (las únicas que podían permitirse viajar) era una obligación». Juan Jiménez Fuentes, describe así el ambiente que se vivía en la época en su libro Fascinadas por el Pico: tres damas y un volcán.

Pese a los logros y descubrimientos de mujeres como Isabela Bird, que finalmente sería el primer miembro femenino de la Real Sociedad Geográfica de Londres, hasta bien avanzado el siglo xix las instituciones científicas no hicieron gran cosa por revisar la poca estima que les merecía la incursión femenina en un asunto considerado patrimonio del hombre. Viajar, visto como un complemento en la educación de los jóvenes acomodados y un ejercicio saludable para cualquier adulto, resultaba poco recomendable para la mujer. «Su sexo y su entendimiento las hacen ineptas para la exploración y este tipo de trotamundos femeninos es uno de los mayores horrores de este fin de siglo xix», declaraba públicamente Lord Curzon desde su silla de presidente de la Real Sociedad Geográfica de Londres.

Tampoco se hizo mucho por permitir su participación en los debates y discursos geográficos del momento. Ello hubiera supuesto un peligroso trampolín para su reconocimiento como individuos capaces y autónomos. Los informes con relevancia geográfica, estratégica o política redactados por algunas de estas viajeras, eran leídos religiosamente por los miembros masculinos de tales instituciones.

Pese a todo ello, unas cuantas siguieron viajando y publicando libros y diarios. Al final de la era victoriana, las mujeres habían demostrado su capacidad para perderse no solo por destinos conocidos, sino también por regiones previamente inaccesibles a los europeos. Aunque sus motivos para viajar y sus experiencias hubieran sido diferentes, sus relatos y percepciones de lugares geográficamente distantes y tan culturalmente opuestos a Europa tuvieron un impacto entre el público y los círculos académicos. Incluso sus ideas y sus opiniones sobre el expansionismo colonial europeo tuvieron su calado.

Beth Ellis en Burma, Annie Brassey navegando por aquellos mares en su propio velero, Mary Crawford Fraser viajando como esposa de un diplomático a Pekín y Tokio, Alicia Ellen Neve, casada con un empresario establecido en China, la misionera Annie Taylor en las estribaciones del Tíbet, la elegante trotamundos Isabela Bird, emocionándonos con sus relatos, Marianne North, perdida con sus pinceles por las junglas de Java y Sumatra, Ida Pfeiffer, desconcertando con su humor a los antropófagos de Borneo, Constance Cumming, pintando acuarelas de los volcanes activos en Japón, Marie Stopes, recogiendo fósiles de flores en Japón, Anna Leonowens protagonizando escenas de película con el rey de Siam, Harriet McDougall, que hizo de Borneo su hogar durante veinte años, Emily Innes sobreviviendo en las ciénagas de Malasia, Sophia Raffles y el drama tejido en torno a ella en las selvas de Sumatra, Helen Caddick recorriendo China y Japón como si tal cosa, o Eliza Scidmore, logrando trasplantar los cerezos japoneses a orillas del río Potomac, en la ciudad de Washington, son solo algunas historias que ponen de relieve que aquellas mujeres merecieron su propio espacio en el siglo de las exploraciones.

Todas ellas demostraron que la sociedad estaba muy equivocada o quería seguir ciega con respecto a las viajeras de la época.

 

 

AVENTURAS EN LAS FRONTERAS DEL IMPERIO

No puedo dejar de alabar a estos japoneses. Verdaderamente,
son el deleite de mi corazón
.

Eliza Scidmore

No siempre resulta fácil acomodarse a los hábitos de otras culturas, al fin y al cabo, somos animales de costumbres. Menos aun cuando los hábitos y conductas ajenas atentan contra nuestra integridad moral o física. Es entonces, cuando las cosas empiezan a ponerse interesantes. Muchas veces no fueron las geografías, la lejanía, la amenaza de la enfermedad o de las tribus hostiles lo que supuso el mayor obstáculo para viajar, sino simplemente el abismo cultural. Este fue el caso de La esposa de John Henry Gray, que dejó en su libro: Fourteen Months in Cantón, publicado en 1889, un vívido retrato de su experiencia en China.

Jamás me he enfrentado a una situación tan embarazosa como aquella en que inesperadamente nos invitaron a comer. Había almorzado hacía apenas dos horas y aún me sentía a rebosar. ¿Cómo enfrentarme a los numerosos platos que dispusieron frente a mí?