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EMMA CRISTINA ZAMORA

Secretos de la sangre









Editorial Autores de Argentina

Zamora, Emma Cristina Secretos de la sangre / Emma Cristina Zamora. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2019.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online ISBN 978-987-87-0034-2


1. Narrativa Argentina Contemporánea. 2. Novela. I. Título.

CDD A863


www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com

Diseño de portada: Justo Echeverría

Diseño de maquetado: Maximiliano Nuttini



Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

A mis ángeles, en la tierra como en el cielo:
Blanca, Nena, Nico y Juan Rayó

PRÓLOGO


Comencé a leer este libro cuando todavía llevaba por título “Tía Pitita”, nombre que no me era significativo para nada en ese momento, pero intuí que para Cristina, su autora, era alguien que había atravesado su vida de la manera más intensa. Los nombres siempre dicen algo importante y este no iba a ser la excepción.

Gracias a su generosidad, llegó a mis manos este texto maravilloso, con el pedido, casi tímido, de hacerle algún comentario, algunas observaciones de las que, a decir verdad, pude hacer muy pocas ya que me ganó la fascinación, la forma tan bella de su narración, y perdí la objetividad por completo.

Leerlo fue como un huracán devastador que revuelve todos los recuerdos, las vísceras, el ser completo. Leerlo fue una experiencia introspectiva, esas lecturas que desordenan y ordenan los sentimientos y las emociones, y uno se pregunta si eso que vivió en la edad primera de la vida no fue, de alguna forma, el paraíso. Porque al tocar con dulzura y tanto amor la infancia portentosa, la narradora nos devuelve a ese lugar y a ese tiempo en los que aparecen personajes, relatos, vivencias, saberes que nos marcan el rumbo para siempre. La familia como constructora indispensable de eso que somos y en lo que nos vamos transformando. Hay libros que uno desearía escribir y este es uno de ellos.

Lo fui leyendo y saboreando, como quien va desgajándose entre el follaje de un pasado que siempre se añora, que lo hacemos volver cuando estamos seguros de que ahí está el principio y la razón de lo que nos hizo felices, y todavía puede hacernos. El tiempo al que regresamos, como a un bálsamo terapéutico, cuando la vida parece habernos pasado por encima.

“Secretos de la Sangre”, el título definitivo de esta novela, o como quiere llamarlo Cristina: “una serie de cuentos”, nos hace transitar por el hermoso lugar de la memoria, con su cuota de nostalgia, sus vaivenes de amores no correspondidos, de muertes prematuras, de dolores silenciados, por donde solo circula la brisa de los secretos. Es como abrir un arcón donde están guardados los mejores tesoros, momentos de intimidad y desconsuelo, alegría de fiesta y las personas inmensamente queridas, que solo pueden volver en los recuerdos o en esta forma tan preciosa de evocar que es la escritura.

Ese tesoro escondido está en la bolsa de botones gigantes que atesora tía Pitita, tesoro amasado, dice la narradora, durante más de treinta años. “El contenido de aquella bolsa era el sueño de cualquier criatura, un circo multicolor, un boleto para mundos imaginarios que yo disfrutaba solo cuando estaba enferma. La única forma de soportar inyecciones y jarabes espantosos era con la bolsa de botones como propiedad exclusiva. Ni mi hermano ni mis primos podían tocar un botón, pertenecían al mágico mundo de las mujeres y Pitita era muy estricta en esas cosas. Cualquier dolencia era soportable en su cama y en compañía de aquellas joyas únicas en el universo”.

Cuando la narradora abre esta bolsa gigante, es cuando comienza a desandar la historia de Pitita, la de sus abuelos, de sus tíos, de sus padres, el mundo de las mujeres y de toda una genealogía familiar que pueblan y atraviesan su vida; un río poderoso en el que comienza a desplazarse por remansos y correntadas. El personaje vertebrador es Pitita, una tía soltera que la quiere como a su hija, que la llena de amor, que la protege, la hace parte de sus historias, de su legado. “Ella es una mujer asombrosa en la vastedad de su espíritu”.

A partir de ella se construyen una serie de anécdotas, se entreteje una trama de silencios poderosos, aquellos que toda familia alberga en su seno y que al intentar indagar sobre ellos, uno comienza a descubrir quiénes eran esos seres tan queridos pero, por sobre todas las cosas, quién es uno mismo. Dice Borges en uno de sus emblemáticos cuentos:


Cualquier destino, por largo y complicado que sea, consta en realidad de un solo momento: el momento en que el hombre sabe para siempre quién es”. La narradora busca su identidad, busca entender y entenderse a través de este personaje por demás significativo; Pitita la pone frente a sí misma, la interpela, hace que recorra, desde la memoria y el cuerpo, las vivencias a su lado pero, ante todo, que se recorra en su interior cargado de sombras, de dudas, de encuentros y desencuentros que aparecen a la luz y no dejan de sorprenderla.

Había días en los que tomaba con fiebre y premura este libro, lo releía con el encanto de quien se va construyendo también a sí mismo, dejándome llevar por ese mundo casi mágico, un mundo de olores, sabores, duendes, sueños y pesadillas, dolores y felicidad, del que se nutre con sabiduría la existencia.Imaginé a Cristina en situaciones de llanto y angustia, alegría y regocijo, todo eso revuelto en palabras zigzagueantes, en sentimientos encontrados, en una catarsis de volcanes que expulsaban una lava tan caliente como aliviadora. La imaginé sanando sus miedos, hechizando todos los males y sonriendo ante la imagen de esos seres amados, muy amados.

La soledad transita con su pluma cada una de las historias, las toca suavemente, las despierta, pero me atrevo a decir que quien organiza sus texturas es el amor, un amor que abarca la vida de la narradora en un todo intenso. También la invade el dolor de las pérdidas; de sus pérdidas se repara cuando la memoria la hace recordar lo amada que fue por la familia materna y, en especial, por Pitita. “La ilusión reparadora del amor pasó de largo dejando heridas candentes que alimentaron el fuego eterno.

Me atrevo a pensar que ya no quedan heridas ni desconsuelos en su garganta, ni en su corazón, ni en sus células más recónditas; después de esta aventura, de este homenaje, las cuentas están saldadas, se han exorcizado todos los fantasmas. Ha llegado el alivio, la paz vuelve al corazón, aunque, como dice la narradora en el final de este maravilloso libro: “Te desdibujaste en una neblina que lo cubrió todo.

Fue real, tanto que la bruma tardó en disiparse de mi dormitorio. Sé que no es definitivo, que vas a volver. Nos queda pendiente el abrazo final.

Ese abrazo ya está dado con este libro, Cristina;desde tu voz hablan esas voces, con tu maestríade escritora haces que ya no mueran y que estén presentes con el mejor de los sentimientos: el amor.


Fernando R. Matiussi

PERTENENCIAS


Este pedazo de cielo me pertenece y las tejas húmedas y los palos rotos. Existen desde antes, pero sus telarañas se fueron tejiendo en el tiempo que conozco: tiempo hecho de inviernos sobre esqueletos de la estación primera.

Por allí se fueron los sueños y el andar lento de los que amamos, por allí vuelven las tardes a compadecerse de la rutina, y es justamente allí donde mi memoria se queda como un eco del silencio eterno.


EMMA CRISTINA ZAMORA

TÍA PITITA


Tía Pitita revuelve bolsos, monederos, cuadernos, revistas, bolsillos, ruedos, zapatos, colchas y colchones, tarros, frasquitos, joyeros, cajones, repisas y cacerolas buscando el dinero de su jubilación.

Sabe que en algún lugar secreto y seguro está guardado, pero no recuerda dónde.

De repente la asaltan las dudas: “¿Y si alguien me robó la jubilación?, pues no sería la primera vez”. Entonces abandona la búsqueda y nos increpa con sus ojitos grises, saturados de nubes pintadas por el tiempo. Se retrae, enmudece, frunce el ceño y se le marcan, más que nunca, infinitas arrugas, como infinitos son sus pasos sobre el mundo.

Un vendedor ambulante llama a la puerta y ella lo hace pasar con la consuetudinaria hospitalidad y confianza de sus años mozos. Mira, o adivina tal vez, los estampados de manteles paraguayos extendidos sobre la mesa del comedor, se entusiasma como una criatura y separa dos, tres, cinco...

Va a buscar el dinero, se demora una eternidad en revisar el monedero habitual, la cartera colgada en el respaldo de la cama, la funda de la almohada... hasta que una certeza le acelera el corazón: “Me robaron la jubilación”.

Vuelve al comedor y se deshace en explicaciones: que si la hermana, que si los nietos de la hermana, que si los sobrinos...

El vendedor, con expresión de quien ha visto esa escena pero en otro escenario, le dice: “Abuela, ya me ha pagado los manteles, ¿no se acuerda? Venga, sólo tiene que elegir los que más le gusten”.

Una sonrisa inverosímil borra las arrugas de tía Pitita y abre uno y otro y otro paño florido hasta que queda satisfecha con la selección que su instinto femenino le dicta.


LAPROMESA


Tía Pitita tenía una bolsa de botones gigante, un tesoro amasado durante más de treinta años, desde que había comenzado a ir a Corte y Confección a la Escuela de Manualidades de Tafí Viejo a los 13 años. Era azul, con arabescos búlgaros en negro y un cordón gris que ceñía la boca.

El contenido de aquella bolsa era el sueño de cualquier criatura, un circo multicolor, un boleto para mundos imaginarios que yo disfrutaba solo cuando estaba enferma. La única forma de soportar inyecciones y jarabes espantosos era con la bolsa de botones como propiedad exclusiva. Ni mi hermano ni mis primos podían tocar un botón, pertenecían al mágico mundo de las mujeres y Pitita era muy estricta en esas cosas. Cualquier dolencia era soportable en su cama y en compañía de aquellas joyas únicas en el universo.

Pero un día, tía Pitita, en su afán de satisfacer a Dios con promesas poderosas, o creyendo que Él cumpliría algún pedido íntimo, cargó su bolsa de botones y la llevó a CARITAS.

Esa noche la soñé llorando botones. Caminaba lentamente las cinco cuadras que separaban su casa de la Iglesia mientras una fuente inagotable de rueditas con dos o cuatro agujeritos salía de sus ojos y tapizaba la vereda con una tristeza mortal. Como ella había compartido conmigo el misterioso origen de unos cuantos, podía nombrarlos mentalmente a medida que caían: el único de nácar beige de la mortaja de abuela Adelaida; los fucsia con estrás del vestido que había usado para su primer baile de San Antonio, el patrono de la ciudad; los innumerables marrones de la ropa de trabajo, de grafa, de su padre, hermanos y tíos; los grandotes de tantos y tantos tapados de cinco hermanas, su madre y tres tías; los forrados con encaje blanco destinados a un vestido de novia que no fue... Tía Pitita lloraba por amor: amor por sus botones y amor por el Creador.

Nunca más juntó botones, desde entonces se los encontraba en cualquier rincón, huérfanos.

La mayor sorpresa, en aquella edad temprana, la recibí cuando en familia, según la costumbre, asistimos al Vía Crucis del Viernes Santo: la imagen de Jesús muerto, con huellas inequívocas de su terrible sufrimiento, acostada sobre una camilla de flores, desbordaba de botones. De sus llagas caían goterones de botones rojos; sus ojos entreabiertos mostraban dos botones negro azabache, su cabellera completa se movía al compás del paso de los que llevaban la camilla en cientos de botones de las camisas y pantalones de grafa; las uñas hacían juego con el pelo... hasta en los huecos de los pies y de las manos pude ver los enormes botones de los tapados antiguos.

Jamás volví a entrar a esa Iglesia, ni mis padres me obligaron porque debieron soportar las pesadillas que aquella imagen perturbadora de Jesús me había dejado poniéndome al borde de una incierta enfermedad mental.

Jamás tía Pitita fue la misma y, para ser sincera, siempre supe que la gracia solicitada nunca había llegado. Se le escapó la risa; se le acentuaron las arrugas alrededor de la boca y de la frente; se le oscureció la mirada en un muro infranqueable; se le apagó cualquier emoción en las palabras.

Ya en agonía, a los 99 años, en un rapto de loca conciencia, respondió la callada pregunta que me hacía desde la infancia y me involucró en su promesa:

- Pedí la muerte–dijo con voz clara y contundente– y se me otorgó el deseo con el doble de años en este infierno. Si todavía puedo cambiar ese deseo, por favor, decile al Jesús de mis botones que quiero seguir viviendo.


PRIMER AMOR


Tía Pitita tuvo un gran amor y, por lo menos, un amor prohibido. Fue la sorpresa más grande de mi vida esa confesión tardía de mamá. Para mí, ella tenía alma de soltera de nacimiento, pero no, fue normal, como cualquiera de nosotras, con la diferencia de que cargó en silencio su frustración de mujer.

Lo cierto es que en su juventud se enamoró de un amigo de la familia, asiduo visitante de la casa de abuelo Antonio, hijo de padres emigrados de España, alegre, simple y algo menor que ella. Poco a poco fue evidente el lazo que los unía, las miradas furtivas, la comunicación con pañuelos blancos en las lomas próximas a ambas propiedades para asegurar sus encuentros clandestinos –que no pasóinadvertida a más de un curioso–, la compra hormiga de telas para el ajuar, los bordados de manteles, servilletas, pañuelos y sábanas que se guardaban celosamente en cajas especiales, los tejidos de carpetitas de distintos tamaños y colores que luego desaparecían de la vista y de los que nadie se atrevía a preguntar... en fin, las señales eran muchas, pero el supuesto candidato llegaba y se iba de la casa después de mantener un diálogo de hermano con cada integrante de la familia, de comer uvas frescas bajo la parra que adornaba el frente del humilde hogar y de enviar mensajes velados a Pitita, sin hablar con el paciente abuelo Antonio.

De un día para el otro, sus visitas cesaron. No hubo respuesta a los pañuelos blancos agitados con desesperación en el lugar de siempre. Fueron días difíciles, ninguno se atrevía a hablar; era la hija soltera mayor, la hermana que había criado a los más chicos después de la muerte de abuela Adelaida y, por eso, un silencio sobrecogedor se impuso en el ambiente.

Tras un mes tenso, llegó el sobre lapidario: la invitación al casamiento del enamorado de tía Pitita. Un revuelo estremecedor y casi trágico agitó el corazón del abuelo que ya había perdido a otra hija por desamor, ¡ah, cuántos pensamientos nefastos le pasaron por la cabeza mientras sostenía, incrédulo, el papel con letras doradas que le acababa de dar su compatriota, padre feliz del insensato que había jugado con su Pitita!

¡Cómo decírselo! No terminó de pensarlo cuando ella apareció bajo la parra con el estigma deun presentimiento atroz en la sangre, aun así guardó las apariencias, saludó amablemente y tomó el sobre de las manos de su padre. Leyó lentamente, volvió a leer y volvió a leer. Agradeció la consideración a aquel que pudo haber sido su suegro y desapareció dentro de la casa.

Sacó una de las cajas primorosamente guardada, tenía metros de encaje, tul y tafeta blancos, además de botones forrados por ella misma, pequeñas flores artificiales, bobinas de hilo y un sinfín de exquisiteces de una costurera experta. Usó la tafeta y en menos de dos horas tenía su mortaja lista, la peor de las pesadillas de abuelito se desarrollaba frente a su mirada sin que hubiese palabra que llegara a los oídos de Pitita; para ella el universo se había quedado sin sonido, sin imágenes, sin olores ni sabores, solo el tacto sobre la tela blanda, fresca, sumisa, la conectaba, por una grieta, al infierno que era el mundo. Se calzó su obra recién terminada y se acostó descalza, con las manos entrelazadas sobre el pecho y los párpados apretados, aunque no tanto como para detener las lágrimas. El calvario de la muerte impuesta, en huelga de hambre, duró siete días. Todos la atendían, la vigilaban por turnos, limpiaban su bacinilla, le dejaban la comida sobre la mesa de luz con tiernas y, a veces, enérgicas recomendaciones, hasta llevaron al párroco que se cansó de hablar a la muerta en vida que nada escuchaba.

Una semana más tarde, la grieta entre los dos mundos desapareció y se hizo la luz: todo estaba en su lugar, como siempre, y ella, Pitita, tomó el suyo. Se levantó, secó las últimas lágrimas –apenas recordaba el porqué de tanto llanto inútil–, miró su imagen ridícula en el espejo y de inmediato tiró ese pedazo de tela extraña al fuego encendido en el fogón de la cocina. Después de bañarse, peinarse y de ponerse su vestido de fajina, decidió que era hora de amasar el pan familiar de cada día. Recién horneado,replicó los gestos heredados de su abuelo y de su padre de cortar una de las puntas y rociarla abundantemente con aceite de oliva. Saboreó ese manjar como un regalo de los dioses y repitió tantas veces el ritual en los próximos siete días –cuando las campanas sonaron sobre la felicidad de dos desconocidos en la distancia– que aumentó los treinta kilos que le confirieron el aspecto de matrona que la distinguió hasta la ancianidad.


EL ABUELITO PATERNO


Tía Pitita tenía quince años cuando murió su abuelito paterno, un mallorquín bondadoso y trabajador que la despertaba todos los días con un beso y una bendición en su lengua de origen, como a todos sus hermanos.

El abuelo José Pedro llegó a la Argentina a mediados de la primera década del siglo XX como trabajador golondrina para ofrecer sus brazos en los vastos campos de este país que estaba emergiendo al mundo, mientras el mundo, especialmente su patria amada, no podía darle las oportunidades de crecimiento con las que tanto soñaba. Durante los meses duros de las distintas cosechas y lugares por los que pasó, lo mantuvieron vivo la imagen de la esposa y de los hijos distantes que esperaban su regreso. Y regresó una, dos, tres, tal vez cuatro veces, con los bolsillos rebosantes de billetes con los que aseguraba la supervivencia familiar hasta el próximo viaje, además de remozar su casita. Pero hubo un año desafortunado, 1912, en el que las cosechas de Tucumán, provincia del noroeste argentino, fueron devastadas por las langostas y, lo que quedó, por las heladas. Imposible regresar. Los escasos pesos juntados a base de muchas necesidades, incluso de hambre, le fueron entregados a un paisano –que se atrevió a gastar lo suyo en el pasaje de vuelta– con el fin de que se los diera a su esposa que, por aquellos días, daría a luz a su sexto hijo. José Pedro prefirió aguantar un tiempo más lejos del hogar pero que su familia recibiera lo poco que había ahorrado. Saldría adelante, como los años anteriores, y volvería con su dignidad intacta. En ese momento estaban tomando obreros en los Talleres Ferroviarios de Tafí Viejo, probaría suerte en otro rubro que no fuese la agricultura.

Allí lo sorprendió, meses después, la llegada de su hijo mayor, Antonio, quien había atravesado el Atlántico con solo catorce años para ayudar a su padre. Fue la sugerencia que su compatriota le había hecho a abuela Petrona cuando le entregó los míseros pesos enviados. Confusión, alegría, esperanza, amor y lágrimas se fundieron en el abrazo de padre e hijo en ese reencuentro.

Trabajaron y trazaron sueños que ya no se dirigían hacia el regreso a España sino a traer a la familia a Argentina. Poco después, en Europa, se desató la primera Guerra Mundial lo que complicó y postergó los planes. De todos modos, aquí los caminos se abrían hacia un futuro prometedor y el tiempo pasó volando sobre sus vidas inquietas, cambiando de lugar anhelos y prioridades. Antonio se casó y comenzaron a llegar losnietos y, una vez más, la sorpresa: un día arribaron, desde la patria lejana, sus otros dos hijos varones: Nicolás, un poco menor que Antonio, y el más pequeño, al que no vio nacer ni crecer, tenía diecisiete años y se llamaba como él: José Pedro.

Así fue como Pitita creció con su abuelo y sus tíos emigrados mientras que en un punto lejano y desconocido del planeta habían quedado la abuela que todos aprendieron a querer por fotos al igual que a las tías que compartían la vida con ella. Nunca más se encontraron, el abuelo José Pedro y la abuela Petrona, uno se quedó a cuidar los hijos y la otra a las hijas, él en Tafí Viejo, ella en Selva.

El abuelito paterno de Pitita, cariñoso y sensible hasta las lágrimas, sintió que la parábola del hijo pródigo le hablaba al revés: sus vástagos habían hallado al padre ausente en distintas épocas pero con el mismo amor.

Cada uno conformó su hogar y siguieron llegando nietos, también los tenía más allá del inmenso océano y sus retratos ocupaban un lugar central de la casa en la que vivía con Antonio.

Un día, mientras almorzaban en la bulliciosa cocina con el fuego eterno del fogón encendido, llegó corriendo un vecino con la terrible noticia: el abuelo José Pedro había muerto de un síncope en el mercado central de Tucumán. Las palabras se congelaron en un mutismo repentino y todos miraron al abuelo sentado en la cabecera de la mesa hasta que la verdad pasó como un rayo por sus pensamientos: era su querido hijo, los habían confundido porque tenían el mismo nombre. Gritó con el pecho partido por el dolor la frase con que los bendecía cada día: “A tothon sagrat és Déu” y se deshizo en llanto.

Tía Pitita recordaba, con la piel erizada cada vez que hablaba del tema, que esa misma noche, durante el velatorio en el comedor de su casa, se escuchó un silbido largo, penetrante, irreal, que los dejó sin aliento y confundió los sentidos. El único que habló fue el abuelito, quien susurró, con una convicción visceral: “Hijo, aquí estoy”.

Desde ese momento, cada atardecer comenzaba el silbido a rondar por los rincones y se callaba al salir el sol. Eran horas de miedo paralizador, especialmente para los más pequeños. El anciano mallorquín murmuraba todo el tiempo: “Hijo, aquí estoy”.

Veinte días después, agotados por las noches insomnes, cuando los miembros de la familia se disponían a soportar otra velada con ese chiflido que perforaba el silencio, la carne y la imaginación, escucharon dos, no uno, muy distintos entre sí, como si dialogaran. El ruido aumentó hasta hacerse ensordecedor, giraban los silbidos por las habitaciones como un huracán invisible; tía Pitita y sus hermanos, mayores y menores, tiritaban abrazados a sus padres impotentes. Luego de un tiempo sin tiempo, ese dúo de sonidos encontró una armonía extraña y pacífica. Ciertamente uno hablaba, o cantaba, y el otro le respondía. Salieron de la casa y bailaron bajo la parra. Abuelo Antonio, de la mano de su esposa y con los hijos apretados a ellos, se asomó al exterior. Los envolvió una conocida fragancia y los silbidos fueron un tierno arrullo por un instante, el suficiente como para entender lo que ocurría. Enseguida, los dos espíritus, saltando alegres por encima de las lomas sembradas con arvejas, se fueron hacia el infinito. Cuando no quedó ni el mínimo rastro acústico en el aire, entraron para comprobar lo que ya sabían: el abuelo José Pedro estaba sentado a la cabecera de la mesa, con los ojos brillantes y la sonrisa plena, muerto.


“A tothon sagrat és Déu”: “En todo el mundo, sagrado es Dios”