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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

© 2018 Clare Connelly

© 2019 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Inocente belleza, n.º 2746 - diciembre 2019

Título original: Bound by Their Christmas Baby

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Bianca y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Las marcas que lleven ® están registradas en la Oficina Española de Patentes y Marcas y en otros países.

Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-704-1

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

GABE estaba aburrido. Siempre le ocurría en aquel tipo de eventos, pero formaban parte de su vida. De su trabajo. De su ser. Y nunca había sido de los que le daban la espalda a un reto.

Sabía que Noah, su socio y mejor amigo, no iba a asistir a la cena organizada por un inversor. Habría ido si hubiese sido una fiesta, pero a las cenas iba solo Gabe. Este miró a su alrededor con una sonrisa en los labios y se preguntó cuánto tiempo más tendría que aguantar antes de poder excusarse y marcharse de allí.

Se le ocurrían miles de maneras mejores de pasar una velada.

La última vez que había estado en Nueva York, un año antes, había sido un desastre, por eso había evitado volver. Las navidades eran unas fechas demasiado melancólicas, en las que siempre se sentía solo, por eso había caído en la trampa.

–Calypso va a cambiar las reglas del juego –le dijo Bertram Fines con seguridad–. Lo habéis vuelto a hacer.

Gabe hizo como si no lo hubiese oído. Todo el mundo lo adulaba desde que Noah y él habían conseguido que su empresa de tecnología se posicionase en el número uno mundial. No obstante, durante los primeros años no habían tenido amigos, ni fondos, y habían tenido que contentarse con su trabajo y determinación. Tomó su copa, que estaba vacía. Levantó una mano para llamar al camarero sin mirarlo.

–Es la culminación de muchas innovaciones y de todavía más investigación. Calypso no es solo un teléfono inteligente, es un modo de vida –comentó, encogiéndose de hombros.

Era la cúspide de una idea que Noah y él habían tenido muchos años atrás, en la que habían trabajado de manera incansable hasta llegar a aquel punto. Casi estaba en el mercado y era mucho más que un teléfono inteligente. Porque, además de inteligente, era seguro y garantizaba la privacidad.

Se puso recto y sintió un escalofrío al recordar cómo, un año antes, su proyecto había estado a punto de fracasar. Calypso había estado a punto de caer en manos de la competencia.

Pero no lo había hecho. Le brillaron los ojos, todavía estaba resentido, no lo podía olvidar.

–¿En qué puedo ayudarlo, señor? –preguntó la mujer que acababa de aparecer a su izquierda.

Era esbelta, pelirroja y le estaba sonriendo. En otra época, Gaby le habría devuelto la sonrisa y, tal vez, habría hecho algo más, le habría preguntado a qué hora terminaba de trabajar y la habría seducido. La habría invitado a tomar una copa y se la habría llevado a dar una vuelta en limusina antes de invitarla a su habitación de hotel.

Pero la última vez que había hecho aquello, había aprendido la lección. Jamás volvería a invitar a un lobo con piel de cordero a su cama. Antes de conocer a Abigail Howard, Gabe no habría concebido la idea de pasar un mes sin la compañía de una bella mujer entre sus sábanas, pero de aquello ya hacía un año. Un año en el que no había estado con ninguna mujer.

Pidió una botella de vino en concreto, una de las más caras de la carta, sin sonreír, y volvió a centrar su atención en la mesa. Estaban hablando del precio de una propiedad inmobiliaria. Fingió que escuchaba.

El restaurante se estaba quedando vacío. A pesar de que era uno de los más antiguos y prestigiosos de Manhattan, era tarde, casi medianoche, y la clientela conservadora que lo frecuentaba estaba comenzando a retirarse.

Gabe recorrió la sala con la mirada. Había lámparas de araña, cortinas de terciopelo color granate adornando las ventanas, y la carta y los vinos eran exquisitos.

La camarera se acercó con el vino y él le hizo un gesto para que sirviese a sus acompañantes. Él bebía poco, y no iba a empezar a hacerlo con personas a las que no conocía bien. También había aprendido lo importante que era la discreción un año antes. O no, en realidad, lo había sabido siempre, pero ella había conseguido que lo olvidase.

Volvió a mirar a su alrededor, en esa ocasión hacia las cocinas, que estaban detrás de unas puertas blancas que se movían en silencio con el ir y el venir de los camareros. Sabía que detrás de aquellas puertas la actividad sería frenética, a pesar de la tranquilidad del salón. Las puertas se abrieron de nuevo y Gabe creyó verla allí.

Una melena rubia, una figura menuda, de piel clara.

Agarró su copa de vino vacía, tenso de repente, alerta.

Pero no podía ser ella.

¿En la cocina? ¿Con un paño en la mano?

No era posible.

Intentó concentrarse de nuevo en la conversación que había en la mesa, rio, asintió, pero volvió a mirar hacia la puerta para ver si su fantasma de las navidades anteriores seguía allí.

No era un hombre que dejase las cosas al azar. No estaba dispuesto a que la vida lo sorprendiese.

No obstante, ella lo había sorprendido aquella noche.

Había entrado en el bar de su hotel de Manhattan y sus miradas se habían cruzado al instante. Él había contenido la respiración, había deseado escuchar su voz y averiguarlo todo de ella al instante.

Se había vuelto loco aquella noche.

No obstante, su encuentro no había sido una casualidad, había estado meticulosamente planeado. Se obligó a prestar atención a sus acompañantes, pero su mente volvía una y otra vez a aquella noche, una noche en la que siempre intentaba no pensar, pero que jamás olvidaría. No porque hubiese sido maravillosa, aunque lo hubiese sido, sino por la lección que había aprendido.

Había aprendido a no confiar en nadie. Salvo en Noah. Estaba solo en el mundo y prefería estar así.

No obstante, no pudo quitarse de la cabeza a Abby y, cuando todo el mundo se fue despidiendo, él llamó al maître.

–¿Ha disfrutado de la velada, señor Arantini? –le preguntó el otro hombre inclinándose ante él.

Gabe, que había crecido en la pobreza, llevaba siendo rico el tiempo suficiente para haberse acostumbrado a aquellos gestos, que le resultaban divertidos.

No respondió a la pregunta. No era necesario. Si la velada no hubiese sido de su agrado, el maître ya lo habría sabido a esas alturas.

–Me gustaría hablar con Rémy –pidió en voz baja.

¿Con el chef?

Gabe arqueó una ceja.

–¿Acaso hay más de un Rémy trabajando aquí esta noche?

El maître rio suavemente.

–No, señor, solo hay uno.

–En ese caso, entraré a verlo a la cocina.

Se puso en pie y se dirigió hacia las puertas blancas sin esperar a que el maître le respondiera.

Al llegar a ellas dudó un instante y se preparó para la posibilidad de encontrarse con ella una vez más. O de no encontrársela, que era lo más probable.

Se dijo que, si quería volver a ver a Abigail Howard, podía hacerlo. Ella lo había llamado muchas veces, desesperada por disculparse, por verlo, por hacer las paces, pero él jamás perdonaría su traición. Le había dejado muy claro lo que pensaba cuando Abby se había presentado en su despacho de Roma, pidiendo verlo.

De aquello habían pasado seis meses. Seis meses desde que había afirmado ser inocente de haber echado un vistazo a los archivos del proyecto Calypso para después llevar la información a su padre.

Y Gaby se había sentido muy bien al ver cómo su equipo de seguridad la echaba de sus oficinas. Abby había ido a Roma a verlo y él le había dejado claro que no quería saber nada de ella.

Entonces, ¿qué hacía queriendo entrar en la cocina de un restaurante porque había creído verla allí? ¿Y cómo era posible que la hubiese reconocido si solo había visto aquella figura rubia un instante? No era posible, se dijo, al tiempo que se sentía seguro de que era ella por la gracia de sus movimientos, la elegancia de su cuello y el brillo de su melena rubia.

Estupendo.

Estaba empezando a ponerse poético con una mujer cuyo único objetivo había sido arruinarlo.

Enderezó los hombros y empujó las puertas. La cocina estaba más tranquila de lo que él había imaginado. Ya la habían recogido y se estaban preparando para el servicio del día siguiente. Él la recorrió con la mirada y entonces se le hizo un nudo en el estómago.

No estaba allí. Solo había hombres, cosa que él jamás habría permitido en uno de sus hoteles o restaurantes, en los que siempre se exigía que hubiese paridad.

–Rémy –dijo, atravesando la cocina.

–¡Ah! ¡Arantini! –dijo el chef sonriendo–. ¿Le ha gustado la cena?

–Exquisita –respondió él.

–¿Ha tomado la cigala?

–Por supuesto.

Entonces se abrió la cámara frigorífica y salió ella. Tenía la cabeza agachada, pero Gabe habría reconocido aquel cuerpo en cualquier parte, vestido de cualquier modo.

Un año antes, de manera elegante y, en esos momentos, con unos sencillos vaqueros negros, camiseta también negra y un delantal blanco y negro atado a la delgada cintura. Llevaba el pelo recogido en un moño e iba sin maquillar.

A Gabe se le hizo un nudo en el estómago.

Aquella mujer había estado en su cama y no solo por Calypso, sino porque lo había deseado a él. Le había entregado su virginidad, le había rogado que la hiciese suya, y él la había tomado como un regalo. Había sido un momento bonito, especial.

La vio dejar las cajas que llevaba en las manos encima de un banco y mirar el reloj que había encima de las puertas. No lo había visto y Gabe se alegró. Se alegró de poder observarla sin que se diese cuenta, de poder recordar todos los motivos por los que la odiaba, de tener tiempo de recuperar la compostura antes de demostrarle lo que pensaba de ella.

Cuando había hecho que la echasen de sus oficinas en Roma, se había dicho que era lo mejor, que no quería volver a verla, pero allí, en aquel restaurante de Manhattan, Gabe tuvo que reconocer que se había mentido a sí mismo.

Quería volver a verla una y otra vez, pero sabía que solo podría disfrutar de aquel momento de debilidad antes de obligarse a recordar que Abby había querido arruinarlo.

Para él, Bright Spark Inc. no era solo un negocio. Era su vida y la de Noah. Los había salvado cuando habían tenido que empezar de cero.

Y ella había querido destrozarlo. Se había acercado a él para averiguar los secretos de Calypso.

–Rémy –le dijo en voz suficientemente alta para que ella lo oyera.

Y tuvo la satisfacción de verla girar la cabeza hacia él y abrir los ojos verdes con sorpresa, palidecer y apoyar ambas manos en la encimera.

–Tienes a un traidor en tu equipo.

Rémy frunció el ceño.

–¿Un traidor?

–Sí.

Gabe atravesó la habitación para acercarse a donde estaba ella, que temblaba ligeramente, con gesto de terror. Él la miró de manera fría y despectiva. Nadie en aquella cocina habría adivinado el calor que sentía por dentro.

–¿De qué está hablando?

–Esta mujer –continuó Gabe con determinación–, no es quien tú piensas.

La miró de arriba abajo antes de continuar.

–Es una mentirosa. Estoy seguro de que está aquí para obtener información de tus clientes. Si quieres mantener tu reputación, deberías despedirla.

Rémy se acercó a Gabe, su gesto era de confusión.

–Abby lleva trabajando aquí más de un mes.

–Abby… –repitió Gabe, arqueando una ceja, en tono burlón–. A mí me parece que Abby se está riendo de ti.

La mujer tragó saliva, se humedeció los labios.

–Eso no es verdad, lo prometo –dijo, levantando las manos temblorosas para tocarse las sienes.

Gabe pensó que parecía muy cansada, como si hubiese estado de pie todo el día.

–¿Lo prometes? –le preguntó, acercándose más–. ¿Quieres decir que das tu palabra de que estás diciendo la verdad?

Su tono era sarcástico.

–Por favor, no haga eso –le dijo ella en voz baja.

Parecía tan angustiada que el propio Gabe estuvo a punto de creerla. La habría creído si no hubiese sabido de lo que era realmente capaz.

–¿Sabes que esta mujer vale mil millones de dólares, Rémy? ¿Y qué tú la tienes entrando y saliendo de la cámara frigorífica?

Rémy lo miró con sorpresa.

–Me temo que se equivoca con Abby –respondió, sacudiendo la cabeza y tomando el bolígrafo que llevaba detrás de la oreja.

–La conozco muy bien –dijo Gabe–. Y te aseguro que no quieres tenerla aquí.

¿Abby? –preguntó Rémy–. ¿Me puedes explicar qué está pasando aquí?

Ella separó los labios para hablar y después volvió a apretarlos.

–¿Conoces al señor Arantini? –insistió Rémy.

Ella miró a Gabe, que la recordó sentada sobre su regazo, mirándolo a los ojos mientras él la penetraba. No quería recordar aquello, solo debía pensar en cómo había terminado, con ella fotografiando documentos de su despacho.

Apretó la mandíbula y se inclinó hacia delante.

–Cuéntale cómo nos conocimos, Abigail –le sugirió, sonriendo con frialdad, como si estuviese disfrutando del momento, aunque no fuese así.

Ella cerró los ojos un instante.

–Eso no importa –murmuró–. Forma parte del pasado.

Ojalá fuese así –le dijo él–, pero estás en la cocina de mi amigo y, conociéndote como te conozco, no puedo evitar pensar que tienes algún interés oculto.

–Necesitaba un trabajo –respondió ella–. Nada más.

–Sí, por supuesto –rio Gabe con amargura–. Es muy duro vivir de un fondo fiduciario, ¿verdad?

Ella miró a Rémy.

–Conozco a este hombre, es cierto, pero eso no tiene nada que ver con el motivo por el que estoy aquí. Me postulé para este trabajo porque quería trabajar con usted. Porque quería trabajar. Y lo estoy haciendo bien, ¿verdad?

Rémy inclinó la cabeza.

Sí –admitió–, pero yo confío en el señor Arantini. Nos conocemos desde hace mucho tiempo. Y si él dice que no deberías estar trabajando aquí, que no debo confiar en ti…

Abby se quedó paralizada.

–Puede confiar en mí.

–Seguro que sí –intervino Gabe.

–Señor Valiron, le prometo que el único motivo por el que estoy aquí es que necesito un trabajo.

–¿Que necesita un trabajo? Otra mentira –dijo Gabe.

–No sé de qué está hablando –replicó ella, fulminándolo con la mirada.

A él le sorprendió que se mostrase tan enfadada.

monsieur

Rémy frunció el ceño.

–Quiero creerte, Abby…

Gabe se giró lentamente hacia su amigo y le dijo en tono frío:

–Confiar en esta mujer sería un error.

 

 

Abby se sentía aturdida. Y no tenía nada que ver con la nieve que cubría las calles de Nueva York, convirtiendo la ciudad en un precioso paisaje invernal, ni con haber olvidado el abrigo en el restaurante, y las propinas, por haber salido demasiado deprisa de él.

Juró entre dientes mientas las lágrimas corrían por sus mejillas. ¿Cómo era posible que Gabe Arantini hubiese entrado en la cocina del restaurante en el que trabajaba? ¿Y que fuese tan amigo del dueño como para convencerlo de que debía despedirla?

Se le escapó un sollozo y dejó de andar. Se detuvo y se apoyó en la pared para intentar recuperar las fuerzas.

No había pensado que volvería a verlo. Había intentado hablar con él porque había querido hacer las cosas bien, pero ese momento había pasado.

Otro sollozo escapó de sus labios al pensar que Gabe la odiaba.

Siempre lo había sabido, pero al verlo tan enfadado sintió miedo, se preguntó qué debía hacer.

¿Cuándo habría llegado Gabe a Nueva York? ¿Llevaría allí mucho tiempo? ¿Habría pensado en ella?

Tenía que volver a verlo, pero ¿cómo? Había intentado llamarlo muchas veces. Le había escrito por correo electrónico, pero le habían devuelto sus mensajes. Incluso había volado a Roma, pero la habían echado de sus oficinas.

¿Qué podía hacer?

En realidad, era un cretino y no merecía saber la verdad, pero Abby sabía que tenía que contársela por su bebé, por Raf.

Se le encogió el corazón al pensar en la vida que le estaba dando a su hijo. Vivían en un piso minúsculo, tenían dificultades para llegar a fin de mes y ella trabajaba tanto que casi no podía estar con su hijo, que estaba al cuidado de una vecina. Todo era un desastre y Raf se merecía mucho más.

Así que tenía que encontrar la manera de ver a Gabe por Raf y solo por Raf.

Y en esa ocasión no iba a permitir que Gabe la echase sin haberle contado antes la verdad.