COSMORAMA

ENSAYOS, ARTÍCULOS, GUIONES RADIOFÓNICOS

Otto Cázares

PRESENTACIÓN

Otto Cázares



Imagino que cuando Adán y Eva fueron expulsados del paraíso la vegetación continuó creciendo con bellísima y natural sencillez. El armonioso y bien recortado jardín se convirtió de pronto en una selva espesa e inhóspita. Se desbordaron las fuentes y las palmas crecieron desmedidamente; dentro de los muros del jardín delicioso crecieron gigantes verdes que ningún jardinero pudo pasar por el rigor de su tijera. Cosmorama creció en la escritura merced al abandono. Es el libro que se escribió mientras el Cuaderno de los Espíritus y de las Pinturas se decía y se escribía. Cosmorama es el Lado B, la noche de ese libro gestado a plena luz que fue el Cuaderno. Por lo tanto hay diferencias inobjetables respecto de su forma pero no en cuanto a su fondo. He aquí algunas de esas diferencias que al apuntarse puedan perfilar los bordes de una y otra obra, o mejor dicho que pueda definirse la tran­sición, el tránsito que va de una a la otra como el rojo transita hacia el naranja en el arco iris que aparece en las tardes de lluvia.

Cuaderno de los Espíritus y de la Pinturas, en la forma en la que fue publicado, fue una interrogación a la forma usual del libro. Libro de viva voz porque también podía oírse, era un libro de imágenes sostenidas por el aliento a la manera de esos viejos juguetes infantiles que mantienen levitando una pelota con un simple popote y un tirabuzón. Así, el aliento radiofónico sostenía en vilo a las imágenes por medio de pequeños torbellinos de cultura. En todo caso, el símbolo del Cuaderno de los Espíritus y de las Pinturas es la Esfera de los Malamados:

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Cosmorama, por su parte, es el libro crecido desmedidamente. Hube de aproximarme al jardín de sus letras con la obcecación de un jardinero, puesto que en aquel edén cayeron semillas de artículos para publicaciones de toda índole, ensayos para uso personal y guiones radiofónicos de ocasión. Comoquiera que sea, todos tienen una característica en común: crecieron para convertirse en otras cosas distintas de las que eran. Los artículos se convirtieron en ensayos, los ensayos se transformaron en pinturas o en dudas, los guiones mudaron a sus nuevas formas como producciones radiofónicas. Este libro está compuesto de escrituras que son una familiarización con aquello que Rainer Maria Rilke llamaba el “mundo interpretado”; esto es, el mundo de la cultura o el mundo al que se le han adjudicado sentidos. Pero estos ejercicios terminaban, paradójicamente, en lo contrario de lo que buscaban: la desfamiliarización cuando no en el desconocimiento; se convertían, por la vía de la duda, en conocimiento en primera persona. Cosmorama es la tentativa de la creación de mis propias dudas sin dejar por ello de buscar la certeza con todas mis fuerzas. Como diría el poeta Ezra Pound, en este libro no hay nada nuevo pero lo he descubierto por mí mismo. Aparece en su lectura una galería imaginaria con los torsos desnudos, y a menudo fragmentados, de aquellos autores que son el amor de mis amores. Es por lo tanto una declaratoria amorosa. Cosmorama está seccionado en tres segmentos: Palabra, Imagen y Audio, en los cuales abordo cuestiones en torno a la producción de las palabras, la producción de imágenes y la producción de los sonidos, respectivamente, dejando por un lado la densa problemática de su reproducción. Por último se encuentra el trabajo de Las Famas: fantasías radiofónicas a la manera de un pianista a partir de las primeras tres decenas de biografías del clásico Las vidas de Vasari. El símbolo del Cosmorama es el “mundo interpretado”, echando raíces en un mar de nulidad:

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Otto Cázares

Cuernavaca, enero de 2015









I. Palabra









II. Imagen









III. Audio









a mi padre

y a mi madre

a Ofelia

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Todos los días de antes… por Otto Cázares. Tinta sobre papel / 21 x 17 cm / 2015

EL ÚNICO RELOJ CON LA HORA CORRECTA

En Imágenes que piensan Walter Benjamin reflexionó en breves líneas en torno al tema mayúsculo de la narración y la curación. “La narración que el enfermo hace al médico al principio de su tratamiento —apuntó Benjamin— puede convertirse en el principio del proceso de curación.” Es imperiosa por lo tanto la completa legibilidad y la transparencia en la narración. No importaría tanto la originalidad del pensamiento subyacente cuanto su legibilidad. Que la imaginación y la narración sean certeras y precisas: cuanto más legible un pensamiento tanto más sólido. ¿Es mucho pedir que la imaginación, la evocación y la sutileza tengan la solidez de la punta de piedra con la que se labran instrumentos de caza, pesca y recolección? He aquí que el principio de legibilidad de la imaginación es uno de los fundamentos de la salud y la eudemonía (el arte de la plenitud).

Me viene a la mente la discutible felicidad del hombre sensato que posee el único reloj que lleva la hora correcta en una ciudad donde todos los relojes llevan la hora equivocada. Sólo alguien con el profundo conocimiento de la angustia como Arthur Schopenhauer pudo haber imaginado a este pobre hombre dueño de una verdad equivocada. “El destino de este hombre es digno de compasión”, pues “no hay en este hombre dife­rencia alguna entre el sabio y el chiflado”, escribió al respecto Hans Blumenberg. A menudo imagino que este hombre digno de lástima —pero al mismo tiempo gangrenado de verdad, por así decir— se regiría también por un calendario verdadero que nadie reconocería como tal. Este hombre llevaría su propio cómputo de los días; cargaría sus propias semanas de cinco días sobre los hombros y administraría sus propios meses. Marcaría en su calendario los días en los que se ha de guardar y colocaría una pequeña señal con plumón rojo en los cumpleaños de los amigos. Probablemente declararía su amor a la bibliotecaria del archivo de la municipalidad el sexto día del cuarto mes del año xxxiv de su República Interior.

Posiblemente el calendario de este hombre sólo se regiría por el Sol y sus días comenzarían a las siete de la mañana con la llegada del periódico, el primer café negro y la absoluta claridad de la mañana fresca. Daría nombres distintos a cada día del mes —como los persas—, nombres de lo sonoro a lo vago como Nur Ed Din para el día decimocuarto del mes, Marcabrú para el vigesimoséptimo, Elinás para el quinto o Hanuman para el día decimotercero. Como este hombre habría observado rigurosamente las estrellas, los meses de su calendario verdadero comenzarían cuando la luna creciente emprende su camino a la visibilidad (y en esto se parecería mucho al calendario hebreo antiguo). Agruparía los años en ciclos de siete cuando siente que su manera de pensar y su manera de ser han transitado a nuevas formas de pensar y a nuevas formas de ser. De hecho, habría fijado arbitrariamente como el día 1 de su calendario verdadero la primera vez que creyó oír el maullido melancólico de un minino coincidentemente con el primer solsticio de otoño de su memoria. Según sus propios cálculos él habría nacido hacia el decimosegundo mes del año 5, el día de Melusina. La hora de su nacimiento solamente él la sabría decir.

Puesto sobre la pared su calendario parecería un gran crucigrama. Algunas casillas aparecerían blancas y otras aparecerían negras; son los días fastos y los días nefastos. Muy rápidamente se daría cuenta de que su división mensual solar se divorciaba dramáticamente de los eventos lunares, así que se inventaría un sistema zodiacal del cual hemos recibido noticias pero que consideramos complejo en grado sumo como para tratar de explicarlo en estos breves párrafos. Baste decir que sus animales (zodion) son gatos, perros, peces e insectos y todas sus posibles combinaciones.

De repente este pobre hombre sabio regido por el calendario auténtico y la hora verdadera pasaría —a fuerza de voluntad creadora— de lector de calendarios equivocados a productor del suyo: para él leer y escribir sobre su calendario verdadero se habría vuelto indistinguible.

Imagino lo que este hombre solitario —el hombre más solo del mundo, pero también el más feliz— pensaría mientras camina por las calles de la ciudad. Pensaría algo así como:

¡Nunca se me hace tarde!

¡VOILÁ KLEINZACH! APUNTES OCULTOS ACERCA DE E. T. A. HOFFMANN

¡Naturalmente! ¡Naturalmente! Usted que es un hombre

tan razonable debería darse cuenta de que nada es natural en este mundo.

Puntos de vista y consideraciones del Gato Murr,

E. T. A. Hoffmann

Johann Wolfgang von Goethe nunca lo quiso. Tampoco Immanuel Kant que fue su maestro en la Universidad de Königsberg. Hubo quien sí lo quiso y lo admiró. Hay quienes todavía lo queremos y lo leemos con devoción. Se sabe, por ejemplo, que Andréi Tarkovski murió mientras preparaba su Hoffmaniana, un filme de largo aliento cuyo personaje principal sería ¿adivine quién? Hoffmann. Y es que E. T. A. (Ernest Theodor Amadeus) le quitó el sueño a directores de cine —a Tarkovsky, sin duda, pero también a Ingmar Bergman y sigue quitándoselo a David Lynch— al igual que le hurtó el sueño a Sigmund Freud, que tomó El hombre de la arena para desarrollar sus célebres reflexiones psicoanalíticas en torno a la categoría de lo siniestro. Una lista no exhaustiva y nunca completa de los adoradores de E. T. A. Hoffmann debería comenzar con Robert Schumann y sus ocho deliciosas piezas para piano que tituló en su conjunto Kreisleriana, fantasías que se inspiran en el estrambótico personaje que aparece en Puntos de vista y consideraciones del Gato Murr: el compositor Johannes Kreisler —auténtico doble literario de Hoffmann— que siempre iba “paseando por la ciudad con dos sombreros en la cabeza, uno sobre otro, con dos pautas acomodadas como puñales en su cinturón rojo, saltando y cantando”. Después, la lista continuaría con Richard Wagner que se imbuyó del relato hoffmaniano La contienda de los cantores para confeccionar el glorioso Acto II de su Tannhäuser. Pero antes de Wagner fue Vincenzo Bellini: su ópera Marino Faliero se inspiró en El Dux y la Dogaresa, y Gaetano Donizzetti, por su parte, no se queda atrás: su hilarante Don Pasquale se nutrió directamente de El señor Formica. No olvidar en nuestra lista a Piotr Ilich Tchaicovsky y El cascanueces que, como se sabe, se basa en el bellísimo cuento navideño El cascanueces y el rey de los ratones. También Leo Délibes y su ballet Coppélia, basado en El hombre de la arena, no menos que Paul Hindemith y su Cardillac, siniestro personaje que aparece en la narración La señorita de Scuderi. Tantos y tantos otros fascinados por el arte excelso de E. T. A Hoffmann faltan en nuestra imperfecta lista en la que, quizás, Los cuentos de Hoffmann, de Jacques Offenbach, ocupe el lugar de privilegio.

La vida de Ernest Theodor Wilhelm Hoffmann —sólo después cambiará el Wilhelm por Amadeus en homenaje a Mozart— transcurrió entre los agitados años de 1776 y 1822. Dotado de un genio total, se trata sin duda de uno de los artistas más completos de la humanidad al tiempo que uno de los más altos del romanticismo alemán, que tan alto es. A los ocho años, Hoffmann era poseedor de una precoz maestría en las artes del dibujo y la caricatura; también fue un hábil intérprete del violín y del piano en sus mocedades. Estudió derecho. Fue pintor, escritor y compositor de un variopinto catálogo musical que incluye sinfonías, óperas, ballets, misas, música para piano y canciones. A pesar de que con frecuencia E. T. A. Hoffmann ha sido considerado el puente oscuro y no revelado que une a Mozart con Wagner, sus óperas raramente se ven por los teatros del mundo. Una obra como El cazador furtivo, de Carl Maria von Weber, por poner un claro ejemplo, obra que es definitiva para la conformación de la identidad de la ópera alemana, es deudora en todo sentido de la visión y la sensibilidad dibujada por la obra de Hoffmann, en particular la de su ópera Ondina.

A pesar de su fecundidad artística, que se expresó en múltiples artes, Hoffmann conoció el hambre. En un momento crítico se anunció en los periódicos locales ofreciendo sus servicios como maestro de capilla y pintor de retratos. Fue contratado aquí y allá pero nunca tuvo certezas. Colaboró en la importante Gaceta musical de Leipzig y sus textos críticos fueron notables. Ahora, esos textos son antológicos. Dice Rosa María Phillips, en un espléndido estudio sobre la vida de Hoffmann, que en una de sus entregas a la gaceta el genio múltiple muestra la relación existente entre los vinos y el arte: a la música sacra le corresponde vino del Rin; a la ópera seria, un borgoña; a la ópera ligera, champaña.

A punto de cumplir los 40 años, Ernest Theodor Amadeus se reunía con algunos poetas románticos para celebrar verdaderos jolgorios llenos de poesía y vapores etílicos al por mayor. En estas juergas, Hoffmann, el excéntrico, se convertía en el centro porque hablaba a sus compañeros de sus sueños y de ocultismo. Les hablaba también de amores infortunados. El grupo que formaba un coro alrededor de Hoffmann se bautizó a sí mismo como “La hermandad de san Serapión”. De todos los números operísticos que tienen a E. T. A. como personaje principal, el más apegado a la realidad es el coro ansioso por oír los malhadados amores de Hoffmann en la ópera de Jacques Offenbach. En escena, la ópera Los cuentos de Hoffmann muestra a un artista genial, pero disminuido por los infortunios y los embates de la vida, que en medio de un canto que narra la historia de Kleinzach —el contrahecho enanito que hace cric-crac— abre de pronto un agujero, por así decir, a visiones de amores interrumpidos por la carcajada demoniaca. Con toda seguridad “La hermandad de san Serapión lo escuchó discurrir sobre (des)amores lo mismo que sobre las teorías planetarias de Johannes Kepler o los argumentos teosóficos de Emanuel Swedenborg. Lo escuchó meditar acerca de la segunda parte del Fausto de Goethe y La flauta mágica de Mozart que tanto admiró. E. T. A. Hoffmann, que es un artista integral y que siente hambre, se alimenta de sueños. Y como diría el estudioso del romanticismo Albert Béguin: “expresa sus sueños de manera lúcida”. Tiene una estrecha relación con la locura y la alucinación (quién haya leído Los elíxires del diablo sabe a lo que me refiero). Inventó una auténtica mitología romántica de la que bebieron libretistas, músicos, poetas y pintores. Más tarde vendrán los psicoanalistas y los cineastas.

Casi todos los personajes del universo hoffmanniano tienen una escisión: una bifurcación que les obliga a elegir entre el arte o la vida. Sí: la vida contradice al arte. La vida civil desvía la vocación. “La mayor dificultad del arte es que todos toman por verdadera vocación lo que no era más que un impulso del momento”, afirma Hoffmann en uno de sus cuentos. El artista ha de saber encontrar en la vida cotidiana el hueco que le lleve al arte. El joven comerciante Traugott por poner un ejemplo, en El salón del rey Artús, cuando quiere escribir sus reportes de Bolsa no puede sino trazar bellas calígrafías y dibujos al margen de los folios mercantiles, lo que le ocasiona, como es muy natural, todo tipo de reproches y censuras por parte de su suegro y patrón. Presas de solicitaciones de la vida práctica: sí, arte por un lado, vida por el otro.

Como corolario, Hoffmann también inventó un instrumento musical que después perfeccionará Frédéric Chopin junto con algunos mecánicos constructores: el eolomelodicón, una mezcla entre arpa eólica y órgano que buscaba expresar el sonido puro de la naturaleza sin la intermediación del hombre. En alguna parte, E. T. A. escribió: “Un día construiré un autómata para edificación de mis amigos”. Pero aquél que se sorprenda de la frase anterior debe tener muy en cuenta que estamos reflexionando acerca de un individuo que apuntó en sus Diarios que una tarde, en una baile, creyó ver a su propio yo, ¡pero multiplicado como por un prisma!, de tal suerte que el baile resultaba una especie de mazurka multitudinaria de Hoffmans. Sólo entonces comenzaremos a comprender su literatura plagada de mil diablillos, espectros, dobles fantasmales, sueños al por mayor plagados de compositores que producen sonidos musicales y burbujas. Pero de entre todo lo que hasta aquí he señalado hay algo que considero digno de hacer notar. Tomaré como ejemplo la muy célebre escena de la ópera Los cuentos de Hoffmann de Jacques Offenbach, donde el poeta se enamora de una autómata que responde al nombre de Olympia y espeta oui oui mecánicos a sus solicitaciones amorosas. En la autómata no hay nada de admirable, en realidad, como no sea un portento mecánico. En Olympia no hay nada de fantástico. Lo fantástico comienza cuando el poeta usa unos lentes mágicos que le ha vendido el siniestro Copelius. Cuando Hoffmann no usa sus lentes todo es vil artefacto y mecánica. Cuando los usa, todo es amor y transmutación. Una bella lección hoffmaniana, pintor, escritor y músico: la fantasía está en los ojos que pueden trastocarlo todo en cosas maravillosas, no en los objetos.

SIMPATÍA POR EL ESTAFADOR

Escribir acerca de la obra de Thomas Mann arredra toda inteligencia. Su extremada lucidez consiste en la particularidad de que tan pronto uno descubre que está arredrado ante el pensamiento manniano uno obra ya en posesión de su encanto. La suntuosidad densa de ese pensamiento se debe a que no es tanto un pensamiento como una fisonomía: retrata al artista o, mejor dicho, como autorretrato, su obra señala al artista que habita en él mismo. En ese rostro autorretratado el lector descubre el proceso de afeamiento al que se somete todo artista digno de llamarse de tal modo, pues la talla en madera de la madura lucidez espiritual toma también como material artístico al rostro y le surca y le aja como botín de guerra de la obra. Escribir acerca de Thomas Mann arredra toda inteligencia porque, en un acto de volición, él lo ha dispuesto así. Presentar los rasgos fisonómicos del artista y hacerlos pasar por pensamiento deja siempre arrobado a su lector, que no sabe decidir si los métodos por los que es embelesado son artísticos o fraudulentos.

Pensamiento, palabra y fisonomía se unen en Thomas Mann, el último artista que creó obras maestras en el sentido en que Occidente pensó la obra durante cinco siglos. El mago —como le llamaban Erika, Klaus y Golo— se adjudicó la herencia mejor de la ideología artística alemana (Goethe, Schiller, Nietzsche, Wagner) y por momentos tomó las vestimentas del uno o se vistió con las prendas espléndidas del otro. Prendas de gala tomaba para confeccionarse sus trajes, sin duda. El artista que había en Thomas Mann era el artista de la profundidad empática (acaso la más notoria característica de la genialidad) que construyó su propia voz de artista con voces de otros; voz de vórtice era la de Thomas Mann, que entre visos da a conocer la genealogía de sus magníficos materiales artísticos. ¿Existe —mucho nos hemos preguntado— una más conmovedora identificación empática entre un artista que homenajea a otro que en el célebre monólogo de Goethe del capítulo siete de Carlota en Weimar? Opino que no.

Pero también lo inconcebible sucede en la extensa obra de Thomas Mann: sintetiza a Goethe y a Wagner, acaso dos agones o antípodas artísticas. “Hay que decidirse entre uno y otro” aconseja Mann que no hace caso de su parecer y prefiere fundirlos a prescindir de alguno. De Los Buddenbrook a El elegido, sin olvidar los primeros cuentos, pasando por Tristán y La muerte en Venecia, La montaña mágica y Doktor Faustus, la tetralogía de José y sus hermanos y Carlota en Weimar, Thomas Mann retrata al artista cimero que había en sí mismo y que a su vez eran muchos —elegidos todos— monstruos de lo absurdo que poblaron lo mejor de Occidente.

Al igual que Giuseppe Verdi con su Falstaff el canto del cisne de Thomas Mann es también una obra que se corona con una gran carcajada. En Confesiones del estafador Félix Krull el engaño está cifrado en clave humorística y la estafa se cristaliza como la actividad artística por excelencia. Los embustes y los embelecos son el campo propio del arte y parecen deslizar la idea de que entre la seriedad de Wagner y Nietzsche se esconde siempre un Rossini, y que en medio de la gravedad más circunspecta, la parodia irrumpe, si bien al final de una trayectoria, llevando felizmente al artista grave a un error afortunado: el encuentro consigo mismo o verse desnudo imitando cómicamente las voces de los otros. La escritura de Félix Krull llevó a puerto una singladura de poco más de cuarenta años. Thomas Mann comenzó a redactar la novela ya desde su primera juventud dejando reposar el manuscrito a la deriva de un largo itinerario lleno de experiencias internas y externas, que se completará en las postrimerías de su vida, los primeros años de la década de los cincuenta. La revisión y la refundición de una obra iniciada en la juventud llevada a cabo en la cúspide de una trayectoria literaria otorga a la misma carácter de confirmación: el joven tiene una intuición genial que sólo el viejo puede resolver cabalmente, o dicho de otro modo, el joven cede al anciano el derecho de la facultad resolutiva de la obra. La intuición pertenece al joven, la resolución al viejo.

Virtuosos de la mofa: Aristófanes, Cervantes, Rabelais, Rossini, Offenbach, pero también Wagner en Los maestros cantores y Thomas Mann en Confesiones del estafador Félix Krull. Me parece de una significación fundamental en esta última el singular pasaje que aparece ya en las primeras páginas de esta obra cumbre: la aparición en escena de Müller-Roszé, cantante de opereta, actor, agregado de embajada y cazador de faldas que prodigaba en el tablado escénico una indecible “alegría de vivir”. El infante Félix y su padre visitan al esplendente artista en su camerino después de su representación y una escena repugnante se ofrece a los ojos de los visitantes. Sentado al espejo, el actor sin su disfraz “se frotaba el cuerpo y el cuello cubiertos por una espesa capa de brillante ungüento […] una mitad de la cara estaba todavía recubierta por la espesa capa. […] Uno de los ojos aún continuaba pintado de negro y las pestañas tenían un polvillo de un negro metálico resplandeciente. El otro ojo acuoso, irritado por las fricciones, estaba clavado en nosotros”. Ante este “molusco repulsivo” surgen las primeras preguntas en Félix Krull acerca del arte y los artistas: “¿De manera que este engrasado y leproso es el ladrón de corazones que hacía soñar a las multitudes? […]. ¿Era que un acuerdo tácito no consi­deraba engaño a ese engaño?” Oigamos a la lucidez de Thomas Mann responderse: “¡Cuánta buena voluntad unánime para dejarse seducir! […]. Recuerdo que el cantante, aunque tenía que estar seguro de su triunfo por los entusiastas aplausos del público, no cesaba de preguntar si había gustado y en qué grado había gustado… ¡y qué bien comprendo su inquietud!”.

Yo también comprendo a Müller-Roszé.

TRES ESTAFADORES

Bernard Shaw dice en su libro El perfecto wagneriano: “Ser un devoto de Wagner simplemente como un perro le es devoto a su amo, compartiendo con él algunas pocas ideas elementales, algunos deseos y emociones, en una palabra, reverenciando su superioridad sin entenderla: eso no es verdadero wagnerianismo.”

Intoxicado de exactitud y de verdadero wagnerianismo está el enunciado del lúcido irlandés, pues, cierto, una vez que nos hemos iniciado por la senda del arte de Richard Wagner los sentidos permanecerán para siempre arrobados. La impresión de grandeza del corpus entero de la obra de Wagner con frecuencia embebe los espíritus, los enajena y después los enfervoriza con sus dioses y gigantes, sus Tristanes y sus Isoldas, con sus caballeros del Grial y sus holandeses. A base de escuchar y consumir ciertas obras artísticas, artistas y espectadores terminan desdibujando en una especie de megalomanía histérica los límites entre su persona y el artista que admiran. Tengo un lamentable amigo que en su delirio bonapartista se pretende en eterna campaña egipcia, el resultado natural: el de un personaje triste y patético. Lo mismo sucede con casi todos los wagnerianos que conozco. ¡Cuidado!”, dice Nietzsche. “¿Y si un día se viene abajo vuestra veneración? Cuidado con perecer aplastados por una estatua.” Yo mismo, lo confieso, no pude haber escrito este artículo tres años atrás, pues ¿cómo transitar la melancolía de mis veintes sin Richard Wagner? ¿Sin amarlo desmedida e incontestablemente?

Amor con los ojos abiertos. En las Consideraciones de un apolítico (1918) Thomas Mann, ambiguo adorador-detractor de Richard Wagner, escribe acerca de su sentimiento por éste: “La pasión tiene la vista clara o no es digna de ese nombre. El amor ciego, todo panegírico y apoteosis, es una majadería.” Y más adelante concluye: “Entrega por conocimiento. Amor con los ojos abiertos: eso es pasión.”

Me parece que uno de los momentos más hermosos y, por así decirlo, cargados de más humanidad en la historia de la cultura occidental, es el momento en el que el sagaz Thomas Mann descubre la gran estafa de Friedrich Nietzsche. Bien sabido es que la crítica wagneriana tuvo un solo y terrible detractor, el genial “Filósofo del Martillo”, quien por diversión sometía a examen profundo a los ídolos haciéndoles preguntas a base de golpes de martillo. Sostuvo contra Wagner polémicas directas de altísimo voltaje en sus obras Cuarta consideración intempestiva (1876), El caso Wagner (1888), Nietzsche vs. Wagner y El ocaso de los ídolos (ambas de 1889), aunque el compositor-poeta permeó indirectamente toda su obra pese a no ser nombrado explícitamente. Léase la siguiente frase y decida el lector si lleva o no una dedicatoria tácita:

“Schopenhauer es el último alemán que merece ser tenido en cuenta (que es un acontecimiento europeo, como Goethe, como Hegel, como Heine, y no sólo un acontecimiento local, ‘nacional’).”

Este “no sólo” está cargado de sentido y significación. A través de la herida muchas veces puede robustecerse la escritura. Pues bien, Thomas Mann nunca se tomó muy en serio el odio y las diatribas que Nietzsche dedicó a Wagner con tanto esmero. ¿No era evidente que a través de ellas le amaba por encima de todo y que su amor trastocado no era más que la confirmación de su devoción? ¿Enaltecer la Carmen de Bizet en detrimento de la enervación adorada que le ocasionaba la música wagneriana? ¡Por favor! Thomas Mann descubre la estafa del amor bajo la apariencia de la invectiva. Somos todos unos estafadores que enmascaramos nuestros verdaderos y más profundos sentimientos. ¿No nos resistimos todo el tiempo a aquello que realmente deseamos? ¿No lo anotó el mismo Nietzsche en Así hablaba Zaratustra?

“‘Sé al menos mi enemigo’ —así habla la veneración verdadera que no osa solicitar amistad.” Y después: “El amigo debe ser el mejor enemigo. Resistiéndole es cuando tu corazón debe estar más cerca de él”.

Lo anterior es elocuente. Mann, en una carta escrita al compositor y director de orquesta Hans Pfitzner en 1925, anotó: “Nietzsche trató de vencerse a sí mismo, de vencer ese amor. […] Renegó por escrúpulos de conciencia pero lo amó hasta la muerte”.

Con la idea de la estafa y el enmascaramiento emocional que descubrió en Nietzsche, Mann escribió quizás una de las obras más perfectas de la literatura universal, Las confesiones del estafador Félix Krull, que parodia —sobre todo en la primera sección del libro: la infancia del estafador—, los Recuerdos de mi vida, de Richard Wagner, esa épica biografía donde el héroe-artista es retratado con tanta minuciosidad como Homero retrató la ira de Aquiles. Muchos son los puntos de encuentro entre la infancia narrada por el mismo Richard Wagner y la infancia del estafador Félix Krull, quien se pregunta muy tempranamente: “¿qué es más provechoso: ver el mundo pequeño o grande?” Enumerar las sincronías entre ambas infancias sería exhaustivo. Basta señalar que ambos niños se responden que quizá sea más provechoso ver el mundo grande, y que quien ama al mundo se prepara, se educa para gustarle. A decir verdad, y si hemos de creer en esa gran ficción que es toda autobiografía, el niño Wagner busca en los cuentos fantásticos de E. T. A. Hoffman su educación artística (¡busca un Kreisler como maestro!). El joven Nietzsche funda su educación intelectual en los griegos y en Wagner; y Thomas Mann, por su parte, se forma al crisol de las dos antípodas del arte alemán, los extremos probablemente irreconciliables de Goethe y Wagner. Todos cantan su estafa. Aman enmascarados. Quizá todo verdadero wagneriano ha de vencer el amor que siente por Wagner para poder seguir amándolo. “Yo no podría creer en un dios que no supiera danzar”, escribió Nietzsche. Yo creo que en realidad se refería a que no podía creer en un dios que no supiera componer canciones y melodías infinitas. A este respecto, la hermosísima máxima xxxiii es contundente y conmovedora en extremo. He aquí el amor eterno hablando en primera persona: “¡Qué poco basta para ser feliz! El sonido de una gaita resulta suficiente. Sin música la vida sería un error. El alemán se imagina que hasta Dios canta canciones.”

WERTHER, CUÁNTO TE ECHO DE MENOS