1.png

ARGENTINA

VREditoras

VREditoras

VR.Editoras

 

MÉXICO

VREditorasMexico

VREditoras

VREditorasMexico

Para M y Em

Sé que normalmente no leen libros como este (tenebrosos y con monstruos) pero se los dedico de todos modos y, algún día, cuando tengan hijos, dentro de muchos años, podrán tomarlo de la biblioteca de sus casas y contarles: “¡Miren lo que su abuelo me dedicó!”, a lo que ellos responderán: “¿Lo escribió cuando aún tenía dientes y cabello?”. Y ustedes les dirán: “Cuando aún tenía dientes”.

A.W.

 

Para ellas tres,

Melissa, Ellen y Emily, y la increíble María Fernanda.

S.B.

Prólogo: El Zoo de San Aves

Catorce pingüinos me miraban con sus inquietantes ojos amarillos. Lucían desequilibrados, desdeñosos, disgustados, desconcertados, desagradablemente descontrolados. Graznaban –fuerte, rugidos escandalosos– frunciendo sus picos.

Un escalofrío recorrió mi espalda.

Estornudé.

Había sido una mala idea visitar el famoso estanque de los pingüinos del Zoo de San Aves sin mi pañuelo. Mi alergia a los pingüinos era incluso peor que mis alergias a las cebras, jirafas, monos, elefantes, emúes, tigres, osos, nutrias, serpientes, ovejas, vacas, diferentes tipos de reptiles y pandas.

Quizás ser un proveedor de animales de zoológico no fue la mejor elección de mi vida.

Pero, si no hubiera estado allí ese día en particular, a esa hora exacta, nunca habría oído la historia del hombre pingüino. Y, por lo tanto, ustedes tampoco.

Era tarde y el zoológico estaba por cerrar. Me recosté sobre la barandilla del estanque de los pingüinos, girando un pequeño pingüino de cristal que llevaba como amuleto de la suerte. También tenía tres patas de conejo, diez tréboles de cuatro hojas y un número trece enmarcado. No es que fuera supersticioso, pero no es mala idea estar preparado.

Estornudé nuevamente y busqué algo para limpiarme la nariz. ¿Mis calcetines? ¿Mis pantalones? Desafortunadamente, no era tan flexible.

–¿Quiere uno, señor? –me preguntó un hombre con un enorme manojo de pañuelos descartables. Tomé uno a toda prisa.

–Gracias –le dije y estornudé otra vez, pero esta vez sonó como el claxon de un camión. El hombre se sobresaltó. Parecía nervioso y, quizás, incómodo por el fuerte sonido. Menos mal que había dejado mi tuba en casa.

–Soy el encargado de los pingüinos –dijo. Era un señor bajito y robusto, con una nariz bastante grande y una cabeza calva. Llevaba un abrigo negro y largo, una bufanda negra alrededor de su cuello y una camisa blanca. Si entrecerraba los ojos, casi lucía como uno de los pingüinos al otro lado de la reja. Caminaba encorvado, como si llevara las penurias de la vida sobre sus hombros, las cuales eran bastante pesadas por lo visto. O quizás simplemente tenía hombros débiles.

–Estoy haciendo negocios… Negocios de zoológico –le expliqué. El hombre arqueó sus cejas–. Represento a un nuevo zoológico. Uno grande. De proporciones inmensas. He viajado a lo largo y a lo ancho, a lo alto y a lo bajo del mundo para comprar animales para el zoo. Sus pingüinos son magníficos. Le compraré la mitad.

El hombre bajito y robusto frunció el ceño.

–Una oferta interesante, pero me temo que ha desperdiciado su tiempo viniendo hasta aquí. Los pingüinos del San Aves no están a la venta. Están bien aquí. Este es su hogar.

–Tonterías –dije, y resoplé a propósito–. Todo está a la venta. ¿Puedo comprar sus zapatos?

El hombre bajó la vista hacia sus mocasines negros –que parecían ser diez tallas más grandes que la suya– y negó con la cabeza.

–No, los estoy usando. Pero incluso si los pingüinos estuvieran a la venta, que no lo están, nunca podría vender la mitad. Verá, son una familia. Las familias nunca deben separarse.

Bufé y resoplé otra vez.

–¿Hogar? ¿Familia? Son aves, señor. No necesitan un estanque tan grande y cómodo como este. Las consiente demasiado. Lo único que un pingüino necesita es una jaula y algunos periódicos en el suelo.

–Los pingüinos no pueden leer.

–No importa, dígame su precio. Debo comprarlos –noté que el encargado estaba mirando la figura de pingüino que tenía en la mano. La levanté para que la observara mejor.

–¿Dónde la consiguió? –preguntó.

–En un mercado de pulgas en Katmandú. Se les habían acabado las pulgas, así que compré este en su lugar. El vendedor me dijo que fue hecho en Brugaria.

–Sí, es un pingüino brugariano. He visto otros como ese –comentó, luego volteó y miró sobre la barandilla. Suspiró con fuerza–. Seguramente, oyó hablar de los hombres pingüino de Brugaria.

–¿Hombres pingüino? Querrá decir hombres lobo. Los humanos que se convierten en lobos con la luna llena.

–Los hombres lobo se llevan toda la atención. Uno no lee mucho sobre los hombres oricteropo de Tanzania, o los hombres termita de Brasil. Algunas personas dicen que son mitos. ¿Quién sabe? Pero el hombre pingüino… Ah, no. Esa sí es una historia real.

–Cuentos de hadas –dije haciendo un gesto despreciativo con la mano–. No existen tales cosas como hombres-algo…

–¿Puedo contarle una historia? La encontrará incluso más valiosa que la cola de nuestros pingüinos. Pero le advierto, notará que es larga.

–Pero si todos sabemos que la cola de los pingüinos es corta –respondí. Y eché a reír por mi broma.

–No es algo para tomárselo a la ligera –replicó–. De hecho, haré un trato con usted. Escuche mi historia. Si para el final sigue interesado en comprar la mitad de mis pingüinos, serán todos suyos. Gratis.

–¿Gratis? –lo miré con cautela para ver si me estaba engañando. ¿A quién le ofrecieron alguna vez pingüinos gratis? Pero al ver sus ojos hundidos y sus mejillas caídas me convencí de que no era alguien que hiciera bromas. Si alguna vez tuvo sentido del humor, lo había perdido hacía mucho tiempo–. Es un trato, amigo mío. Cuénteme su historia… sea corta o no.

–Le advierto es una historia muy desagradable. También desdeñosa y desconcertante, como las aves que nos observan –señaló hacia el estanque, en donde un grupo de pingüinos no dejaba de mirarnos fijamente.

Estornudé y el hombre me ofreció el resto de sus pañuelos descartables.

–La historia –continuó–, comienza en un hogar de huérfanos. A los doce años, Bolt Wattle no tenía familia ni expectativas para nada que no fuera un futuro decepcionante. Pero su vida estaba a punto de cambiar para siempre.

–Odio los cuentos de niños –lo interrumpí.

–Esta historia no tiene nada de infantil, se lo aseguro.

PRIMERA PARTE

El viaje a Brugaria

1.
Bolígrafos púrpuras

El sol ya se había ido cuando Bolt Wattle esperaba fuera de la oficina de la directora, con miedo a ingresar. No era común que los niños fueran citados para ver a la directora Fiona Blackensmear, y mucho menos por la noche.

Ella estaba sentada al otro lado de su escritorio, profundamente concentrada. Tenía la frente tensa, mientras examinaba unas hojas dentro de una carpeta manila. Presionaba con fuerza sus labios. Su cabello estaba recogido en un rodete, y no dejaba de tamborilear sus dedos contra el escritorio: del meñique al pulgar, del meñique al pulgar.

–Siéntate, Humboldt –dijo sin mirarlo y con una voz tan firme como su cabello. Sus dedos dejaron de moverse.

Bolt se incomodaba al oír su verdadero nombre. Sus padres, a quienes nunca había conocido, solo le habían dejado dos cosas: el nombre Humboldt y un pingüino de peluche, al que él simplemente llamaba “Pingüino”.

Le gustaba el peluche.

Caminó sobre el suelo crujiente con sus zapatos del orfanato, dos tallas más pequeñas y hechos de arpillera, y se sentó en la silla verde de plástico resquebrajado frente al escritorio de la directora. Estaba muy inquieto. Como sus zapatos, los pantalones eran demasiado ajustados, por lo que casi siempre estaba incómodo cuando se sentaba. El Hogar del Roble Marchito para Niños Abandonados no tenía mucha ropa para los de doce años de edad.

Nada más se movía en la habitación. Las arañas y topos que acechaban al Hogar sabían muy bien que no debían ingresar a la oficina de la directora.

Sobre el escritorio descansaban algunos bolígrafos dentro de tres portalápices transparentes. Estaban agrupados por color: rojo, negro y azul. Bolt tomó el bolígrafo azul y trató de interesarse en él, pero no pudo. Lo dejó nuevamente en el portalápices.

–¿Eso se guarda ahí? –gruñó la señorita Blackensmear, observando el bolígrafo azul que descansaba entre los rojos.

Bolt era pequeño para su edad y, ante la intensa mirada de la directora se sentía mucho, mucho más pequeño. Colocó bolígrafo en el portalápices adecuado.

–Mucho mejor –agregó ella, cerrando la carpeta de golpe–. Los bolígrafos se parecen mucho a los niños, sabes. Uno azul está feliz con los bolígrafos azules como él. Pero cuando se lo coloca en el lugar incorrecto, como entre los rojos, es doloroso –se aclaró la garganta–. Pero tú no eres ni azul ni rojo, Humboldt. Eres un bolígrafo púrpura roto casi sin tinta, uno al que solo le quedan por escribir algunas líneas antes de ser desechado para siempre –comenzó a golpear cada uno de sus dedos otra vez, mientras observaba la carpeta sobre su escritorio, y luego a Bold–. Pero eso acaba de cambiar.

–¿De verdad? –parpadeó él confundido.

La directora se puso de pie, con la carpeta entre sus manos, moviéndola con gran entusiasmo.

–¡Sí! Tuvimos una visita hoy –su voz rozaba la excitación–. Un mensajero. ¡Y trajo esto! –golpeó la carpeta contra el escritorio, como si fuera un balón y acabara de anotar un punto–. ¿Sabes lo qué es esto?

–¿Una carpeta?

–Una oportunidad. Alguien preguntó por ti. Sí, específicamente por ti. Este señor ni siquiera quiere conocerte, lo cual probablemente sea lo mejor –sus ojos deambularon hacia el cuello de Bolt, en donde una marca de nacimiento con la forma de un ave se asomaba en su clavícula.

Él inclinó la cabeza levemente hacia la izquierda para ocultar la marca, tal como acostumbraba hacerlo.

La directora apartó la vista, tosió, y luego levantó la carpeta una vez más:

–El señor estaba bastante interesado en saber cómo es que terminaste aquí con nosotros.

–Pero yo no sé cómo llegué. Me dejaron en la puerta cuando era bebé.

–Eso fue lo que a él le pareció más intrigante. Es casi como si estuvieran destinados a estar juntos. ¿No es maravilloso?

Bolt tembló. No creía que fuera algo maravilloso. De hecho, pensaba lo contrario. Siempre había estado agradecido de que nadie lo quisiera adoptar. Estaba seguro de que su familia, su verdadera familia, estaba afuera en algún lugar, y que pronto regresarían en busca de su hijo perdido.

Si dejaba el orfanato, quizás nunca lo encontrarían.

–Pero ya puedes cantar victoria –dijo la directora–, y no será en vano. ¡Te irás a vivir con un Barón! –si notó el ceño fruncido de Bolt, no lo demostró–. Su nombre es Barón Chordata –luego de que la señorita Blackensmear pronunciara su nombre, Bolt creyó haber oído un grito, o quizás el quejido de alguna de las alimañas del orfanato, seguido de un golpe en seco, como si el animal, luego de gritar, se hubiera desmayado o caído muerto. Ella no pareció escuchar nada. Bajó la vista y colocó la carpeta sobre su escritorio–. Sí, un Barón. No creo que haya una Baronesa. Una lástima, pero de todos modos pertenece a la realeza –levantó la cabeza y sonrió–. Tu suerte rebalsa, al igual que nuestros retretes… lo que me recuerda que hay que repararlos –señaló la puerta–. Debes irte de inmediato.

–Pero ¿por qué un Barón me querría a mí?

–Quizás tienes sangre de la realeza –miró con mayor detenimiento a Bolt–. No, es poco probable. No importa. Tal vez el Barón necesita a alguien para hacer experimentos en su laboratorio… o a un muchacho para los quehaceres de la casa. ¿Quién sabe? ¿A quién le importa? Es extraño y misterioso, como tantas otras cosas. Empaca tus cosas y prepárate para viajar a Brugaria.

–¿Brugaria? ¿Dónde queda?

–Muy lejos de aquí –movió un dedo hacia la puerta–. Ahora, largo. El asistente de dirección Smoof te está esperando para acompañarte y asegurarse de que llegues en una sola pieza. O, al menos, de que todas tus piezas lleguen al mismo tiempo.

Bolt dio unos pasos hacia la puerta, con el estómago revuelto y moviéndose como un pez fuera del agua. Volteó nuevamente hacia la señorita Blackensmear, que frotaba un collar de perlas entre sus manos. Estaba seguro de nunca antes haberla visto con perlas.

–Es demasiado bueno para ser verdad –se decía para sí misma–. Claro, si algo parece demasiado bueno para ser verdad, entonces probablemente no lo sea en absoluto.

Y con eso, Bolt salió de su oficina, para nunca más regresar.

2.
La tendencia de Bolt

Bolt se asomó por la ventana del tren y se adentró en la oscuridad de la noche, mientras la formación chillaba sobre las vías oxidadas. El tenue resplandor de la luna reveló un espeso pero muerto bosque allá fuera. Las ramas de los árboles se elevaban como brazos y manos difusas. Algunas estalactitas de hielo colgaban de la punta de sus dedos y la nieve recubría sus antebrazos. Arañaban las ventanas del vagón como si intentaran atrapar a Bolt o picarle los ojos.

Los fuertes vientos rugían. En algún lugar, un animal aulló.

Bolt apretujó su pingüino de peluche, ese que le habían dejado sus padres, a los que nunca conoció. Tenía una sola aleta, con unas marcas en donde la otra aleta tendría que estar, como si se la hubieran quemado y arrancado. Siempre había sido así.

Él sabía que ya era grande para estar abrazando a un peluche, pero hacerlo le daba un poco de consuelo… una muy pequeña cantidad, como usar un hilo como sábana. Aun así, era preferible eso a sentirse muy intranquilo.

Habían estado viajando un día y una noche entera; Bolt había estado abrazado al pingüino la mayor parte del viaje. Primero, él y el señor Smoof habían tomado un avión hacia Nueva York. Luego, subieron a un segundo avión rumbo a Londres y otro de regreso a Nueva York, momento en el cual se percataron de que estaban en el avión equivocado, por lo que tuvieron que tomar dos vuelos más hasta poder finalmente abordar el tren con destino a Volgelplatz, un pueblo pesquero en Brugaria.

Bolt odió cada segundo del viaje. Si la gente estuviera destinada a volar habría nacido con alas. El desvencijado tren era casi tan malo como los aviones. Se sacudía y crujía como si amenazara con partirse por la mitad.

Y él presionaba su ave de peluche con fuerza.

Pero lo peor de todo era que, con cada chirrido de vías y con cada despegue de los aviones, Bolt era llevado más y más lejos del Roble Marchito. Sus padres probablemente lo irían a buscar en cualquier momento: tal vez habían llegado al orfanato minutos después de que él se fuera.

Frente a Bolt dormía el señor Smoof. Cuando estaba despierto, el hombre era un compañero bastante gruñón. Aparentemente, se estaba perdiendo su programa de televisión favorito, uno sobre cacería de animales salvajes. Bolt no podía imaginar al señor Smoof cazando: era demasiado alto como para ser sigiloso y apestaba a salchicha. Seguramente los animales podrían olerlo a kilómetros de distancia.

La barriga enorme del sujeto, cubierta con un suéter rojo navideño con renos (era abril, pero el señor Smoof tenía muy pocos suéteres), se mecía hacia arriba y abajo con cada ronquido, un rugido profundo que habría despertado a todos en el vagón… si hubiera habido alguien más allí. Pero él y Bolt eran los únicos pasajeros.

Otro rugido resonó fuera del tren, era salvaje y primitivo. Bolt podía sentirlo en sus huesos, como cuando uno siente la neblina que flota sobre un pantano infestado de ranas.

Algo en esos rugidos le sonaba familiar. Era extraño, ya que los animales estaban estrictamente prohibidos en el Roble Marchito para Niños Abandonados, a excepción de arañas, cucarachas y topos. Y esas criaturas ni siquiera estaban permitidas, solo se las toleraba… pero ninguna de ellas rugía.

Aun así, era como si él hubiera oído ese sonido antes. Pero ¿dónde? ¿En sus sueños? ¿En sus pesadillas?

El tren dio un golpe fuerte y sus paredes se sacudieron. Bolt voló unos quince centímetros por el aire. Esta vez, era seguro, el tren se partiría a la mitad y, si no lo hacía por su mal estado, lo haría simplemente por despecho. El chico se desplomó sobre su asiento.

¡BOING! Un resorte salió despedido. El resto del tren se mantuvo intacto.

El señor Smoof seguía roncando.

Bolt respiró hondo y se dijo para sí que era feroz. ¡Fuerte! Como su apodo, que aludía al voltaje de un rayo que cae con determinación y poder.

Esperaba que, si se lo repetía lo suficiente, se hiciera realidad. No quería pensar en el verdadero origen de su apodo, el que le habían puesto los niños del orfanato por su forma de voltear y disparar como un rayo hacia abajo de la cama cuando se enfrentaba a cosas desagradables, como películas de terror o posibles padres que buscaban adoptar a alguien.

Algunos de los niños se reían de la manera en que Bolt huía, pero para él siempre era mejor salir corriendo que quedarse y tener que enfrentar consecuencias desafortunadas.

Así como ahora, que sería mucho mejor regresar corriendo al orfanato, hacia los brazos de sus padres que podrían aparecer en cualquier momento. A ellos no les importaría su extraña marca de nacimiento o su nariz –la que siempre le pareció un poco grande–, o su cabello rebelde que parecía levantarse en lugares raros sin ninguna razón aparente. Simplemente, lo querrían por lo que era.

A menos que…

Bolt recordó la conversación que tuvo con la directora: “Como si estuvieran destinados a estar juntos”; “Quizás tienes sangre de la realeza”.

Como ella había dicho: todo era tan extraño. Tan misterioso.

A menos que…

A menos que este Barón, este desconocido miembro de la realeza, no lo hubiera elegido a él por azar.

Pues, ¿por qué lo elegiría, sin siquiera verlo, si no fuera por otra razón que tener sangre de la realeza? A menos que este Barón fuera… ¿su padre?

Era tan obvio ahora.

Se sentó más derecho. La esperanza renació en su pecho. Era una sensación extraña. No solía sentirla muy seguido y, al principio, creyó que era un insecto que había ingresado por su boca, pero luego comprendió que la sensación era cálida y reconfortante. En el orfanato, varias veces se le habían metido insectos en la garganta, especialmente cuando dormía con la boca abierta, y nunca dejaban esa sensación cálida y reconfortante.

Su padre podría haberse acercado a Bolt antes… a menos que viviera muy lejos como para ir a buscar a su hijo. A menos que, por ser un Barón, estuviera demasiado ocupado con cosas de Barón, fuera cuales fueran, para invitarlo a su hogar.

A menos que…

A menos que…

Bolt se levantó como el resorte roto de su asiento. Era como si ese nuevo optimismo avivara una reserva oculta de valentía nunca antes usada, como un grifo seco antes de que la tubería sea reparada. Lo que le recordó que la mayoría de las tuberías del orfanato estaban rotas y que necesitaba tomar un baño.

Animado, ya no se sentía atado a su asiento. Exploraría el tren, quizás encontraría un baño para asearse. Se reuniría pronto con su nueva familia. Necesitaba oler bien, lucir lo mejor posible y provocar una maravillosa primera impresión.

No huiría, y quizás nunca más necesitaría hacerlo.

Acomodó al pingüino en su asiento y salió trotando por el pasillo hacia el fondo del vagón. Los niños con padres no necesitaban animales de peluche.

Abrió una de las puertas corredizas de su vagón. Los vientos fríos y rugientes lo envolvieron, y consideró regresar a la calidez de su asiento. No lo hizo; todavía alimentado por la nueva esperanza, entró al siguiente vagón. Era igual que el anterior: lleno de hileras de asientos desgarrados y sin pasajeros.

Continuó, atravesó otra puerta y la incomodidad de los vientos helados del exterior, e ingresó al tercer vagón. Lucía idéntico a los otros dos.

–¿Yendo a Brugaria? –dijo una voz aguda y chillona, pero repleta de escalofriante amargura. Un hombre estaba sentado más adelante. Un mechón de su cabello gris se asomaba por el respaldo de su asiento en el fondo del vagón. Bolt se congeló–. Acércate.

Avanzó, pero lentamente. Respiró hondo, recordándose a sí mismo que ahora tenía una familia y no había nada que temer. ¡Soy un rayo! ¡Soy feroz!, se repetía a sí mismo.

Llegó al fondo del vagón. Era un sujeto delgado, con la piel pegada a su cráneo como un film de plástico transparente. Llevaba un sombrero de maquinista y un uniforme desgastado y manchado con sangre… o quizás salsa de tomate. No quería averiguarlo, pero tampoco veía ninguna caja de pizzas cerca.

–No recibimos demasiadas visitas en Brugaria –dijo el hombre. Sus dientes tenían un tono gris oscuro–. ¿Qué motivo te lleva hacia allí?

–Voy a mi nuevo hogar –contestó Bolt esforzándose por no salir corriendo.

–Entonces debes aprender el himno nacional de Brugaria –dijo el hombre y comenzó a cantar. A Bolt ese chillido agudo le recordó el sonido de un gato rasguñando su plato de comida:

 

“Somos Brugaria.

Brugaria somos.

Somos… ¡ARGGHH!”

 

Tras un silencio incómodo, Bolt parpadeó.

–¿Eso es todo?

–El autor murió cuando lo estaba escribiendo. Se lo comió un escorpión gigante. Ese es el tipo de cosas que suceden en Brugaria –el hombre tosió y un poco de saliva se asomó por sus labios–. Es un lugar horrible y peligroso.

Bolt respiró hondo. Volvió a recordarse que pronto tendría una familia, que ya no estaba abandonado. Era valiente.

–Estaré bien. Iré a vivir con un Barón.

Los ojos del maquinista se agrandaron. Su vil aliento llegó a la nariz de Bolt; apestaba a carne rancia en salmuera. Conocía bien ese aroma, ya que en el orfanato todos los jueves servían ese plato.

–Escucha mi advertencia –le dijo con voz temblorosa–: vete. Regresa a tu hogar antes de que sea demasiado tarde.

Afuera, un coro de rugidos estalló con ira, fuerza y violencia. Parecía colisionar en la cabeza de Bolt; era aterrador y familiar a la vez. Como si un sueño recurrente, una pesadilla que no podía recordar bien, se hubiera despertado nuevamente.

El maquinista miró por la ventana a medida que el ruido se desvanecía a la distancia.

–Graznidos de pingüino... están cerca. Siempre están cerca –comentó. Sus manos temblaban. Su boca se contraía–. Cuidado con los pingüinos.

–¿Con los pingüinos? –repitió. Imaginó a una de esas pequeñas y graciosas criaturas de patas palmeadas. Pensó en su peluche. Y puso los ojos en blanco.

–Tampoco hagas eso. ¡Solo cuídate! –el sujeto se puso de pie, levantó las manos y gritó–. ¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡Cuidado!

Bolt gritó, volteó y salió corriendo. Ya no le importaba fingir valentía. Detrás de él, el maquinista continuaba gritando:

–¡Cuidado con Brugaria! ¡Cuidado con su luna llena permanente! ¡Cuidado con los pingüinos!

Bolt no se detuvo hasta haber atravesado los dos vagones y sentarse otra vez en su asiento. Abrazó a su pingüino de peluche con una sola aleta.

Su corazón latía con fuerza. Pum-pum-pum.

El señor Smoof se despertó exaltado y abrió los ojos. Bolt se preguntó si había sido el sonido de su corazón lo que lo había despertado. El asistente de la directora parpadeó dos veces y miró alrededor levemente alterado, como si hubiera olvidado dónde estaba. Pero al ver a Bolt, se relajó y habló malhumorado:

–Ah, sí. Tú. El tren. Cierto –revisó su reloj–. Falta poco, por suerte. Es imposible dormir en estos vagones.

El chico estuvo a punto de decirle que había estado durmiendo sin problemas, pero en cambio habló de su preocupación más urgente.

–¿Sabe por qué deberíamos tener cuidado con los pingüinos?

–¿De qué estás hablando? –preguntó el señor Smoof frotándose la barbilla y poniendo los ojos en blanco.

–Oí al maquinista del tren decirlo, y también me advirtió sobre hacer ese gesto.

–Debes haber escuchado mal –replicó poniendo nuevamente los ojos en blanco–. Tal vez dijo: “Cuidado con los pinos”.

–¿Y qué significa eso?

–¿Cómo podría saberlo? No soy de Brugaria. Estamos en un país extraño, por lo tanto, la gente actúa de modo extraño. De otra forma, no lo llamarían país extraño, ¿verdad? Ya hablamos demasiado. Despiértame cuando lleguemos –dijo, luego se reclinó y comenzó a roncar casi al instante.

Bolt deseaba poder dormir también. En cambio, se quedó mirando por la ventana. Una vez más, las ramas retorcidas de los árboles extendían sus garras de hielo, arañando el tren. El vagón se sacudió.

Afuera, los graznidos regresaron. ¿Pingüinos?

Bolt hizo su mejor intento para ignorarlos. Pero las palabras del maquinista seguían presentes.

Cuidado con los pingüinos.

Bolt permaneció abrazado a su peluche, sabiendo que estaba demasiado grande para esas cosas, y repitiéndose a sí mismo que pronto estaría con su verdadera familia.

Trató de convencerse de que su nueva vida sería grandiosa, a pesar de que los graznidos de los pingüinos recorrían su espalda con una aterrorizante familiaridad.

3.
De cejas gruesas y cuernos

El hombre del tren había dicho que siempre había luna llena en Brugaria. Eso parecía extraño, por no decir, imposible. Pero Bolt estaba agradecido por eso, ya que el brillante globo salpicaba con su luz –la única luz– la desolada estación de tren. Una densa neblina cubría el suelo. No podía verse los zapatos. Sujetó su pequeño bolso con tanta fuerza, que sus dedos quedaron blancos.

No llevaba muchas cosas dentro del bolso: algunos calcetines, dos mudas de ropa interior, un cepillo de dientes viejo casi sin cerdas, y su pingüino de peluche, el que guardó a toda prisa ni bien el tren se detuvo.

En la plataforma había un pequeño e insípido letrero de madera que decía: Bienvenido a Volgelplatz.

En realidad, decía ienvenido a Volgelplat. La primera y la última letra no estaban, era como si algo se las hubiera comido.

Una delgada capa de nieve cubría el suelo. Bolt deseaba tener un sombrero y unos guantes, pero los niños en el Hogar del Roble Marchito para Niños Abandonados no tenían acceso a esos lujos. Una vez, él había recibido un par de calcetines de lana, pero fue antes de que fueran devoradas en lo que se conoció como “La noche de las mil polillas”. Los reporteros habían tomado fotografías del desafortunado evento y el rostro de Bolt había salido en todos los periódicos, aunque era difícil de reconocer por la densa capa de polillas furiosas que lo cubrían.

Un solitario camino de tierra se abría paso a un lado de la plataforma. Emergía de un bosque oscuro, pasaba junto a la plataforma y a una cabaña rústica –la única construcción a la vista–, y desaparecía nuevamente en el bosque.

No había ni siquiera un farol, aunque la pequeña ventana de la cabaña emanaba un resplandor suave, un oasis en la oscuridad.

El señor Smoof saludó desde el tren:

–Aquí es donde nos separamos.

–¿N-no viene conmi-go? –preguntó Bolt con la voz temblorosa, por el frío y por la idea de quedarse solo. Nunca antes había estado solo. Incluso un compañero gruñón que apestaba a salchichas era mejor que nada.

–Prometí acompañarte hasta Brugaria –respondió, negando con la cabeza–. Ya cumplí con mis deberes.

–Pero no puede dejarme aquí.

–Claro que sí. El tren pasa una vez por mes y no tengo intenciones de quedarme en este lugar ni un segundo más. Un carruaje vendrá a buscarte. Al menos, eso fue lo que me dijeron. Ahora eres un volgelplatziano. ¿O quizás un volgelplatzense? Buena suerte, Humboldt Wattle –a la distancia se oyeron unos graznidos–. La necesitarás.

El tren comenzó a andar, con las ruedas chillando sobre las vías oxidadas. El señor Smoof desapareció en el interior del vagón. Rápidamente, el tren fue ganando velocidad, como si estuviera ansioso por marcharse lo antes posible. Una enorme estela de humo negro lo tapó enseguida.

Bolt quiso abrir su bolso y tomar el pingüino de peluche, pero no lo hizo. Necesitaba ser valiente por su padre. Cerró los ojos e imaginó unas vacaciones familiares en la playa. A eso le sumó imágenes de una hamaca en su jardín trasero, picnics y un partido de polo acuático en familia.

Se preguntó si las familias jugarían al polo acuático; pues, como nunca había tenido una, no lo sabía.

Mientras estaba parado en la oscura y fría plataforma, pensó en los niños del orfanato. ¿Lo extrañaban? ¿Sentirían envidia de que él pronto estaría con su padre? Cuando eran adoptados, ¿jugaban en el agua?

¿Y qué pensaría su padre de él? Si esperaba que fuera lindo o adorable, como el resto de los niños en el orfanato, estaría decepcionado. A diferencia de estos, Bolt tampoco era muy talentoso. Tenor sabía cantar. Erudita era inteligente; sabía las capitales de todos los estados. Seudónimo era listo y particularmente bueno poniéndole apodo a cada niño.

Su único talento era escapar en circunstancias desafortunadas. Si tenía otro talento, aún no lo había descubierto.

Una rama se quebró y Bolt abrió bien los ojos cuando algo pasó corriendo por el bosque, más allá de la plataforma. Era algo pequeño y rápido.

Un pingüino se paró frente a la hilera de árboles, y miró a Bolt. Sus ojos rojos brillaban intensamente debajo de unas cejas tupidas y severas. Sus patas con membranas anaranjadas repiqueteaban en la nieve, y espesos penachos blancos y negros brotaban de sus sienes y acompañaban algo que lucía como cuernos en su cabeza.

Mientras Bolt observaba a la criatura, su mente se llenó de imágenes aterradoras. Podía ver pingüinos atacando a humanos; pingüinos cazando adorables conejitos. Vio pingüinos eructando sin siquiera pedir disculpas. Las imágenes eran desagradables y desconcertantes.

Era como si Bolt pudiera leerle los pensamientos al animal, y no eran nada divertido de hacer.

Sujetó su bolso con fuerza y bajó a toda prisa de la plataforma, casi resbalándose en el hielo, en dirección hacia la pequeña cabaña.

No miró hacia atrás. Podía sentir al pingüino mirándolo, siguiéndolo.

¡Cuidado con los pingüinos!

Llegó al pórtico. Se oían risas y música; hasta percibía el aroma a galletas con chispas de chocolate. En la puerta había un letrero que decía: La Posada del Pingüino Muerto, en letras blancas, y tenía el dibujo de un pingüino ceñudo y decidido. La imagen no lucía hospitalaria –más bien, todo lo contrario–, pero alguien le había puesto por encima un papel que decía: Todo aquel que busque protección será bien recibido. Motivado, Bolt abrió la pesada puerta de madera e ingresó.

La puerta se cerró de un golpe detrás de él.

Una docena de ojos lo miraron. Nadie se movió. Nadie respiró. El lugar estaba en silencio y olía a pan quemado.

En el fondo de la habitación, una mujer emitió un grito fuerte y desgarrador. Y Bolt, lleno de miedo, permaneció inmóvil en la entrada a la cabaña.