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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Núñez de Balboa, 56

28001 Madrid

 

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

N.º 219 - enero 2020

 

© 2004 Harlequin Books S.A.

Siempre te esperaré

Título original: Expecting!

 

© 1997 Susan W. Macias

Marido por unas horas

Título original: Husband by the Hour

Publicadas originalmente por Silhouette® Books

Estos títulos fueron publicados originalmente en español en 2005 y 2015

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Dreamstime.com.

 

I.S.B.N.: 978-84-1328-911-3

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Siempre te esperaré

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Marido por unas horas

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

Capítulo 11

Capítulo 12

Capítulo 13

Capítulo 14

Capítulo 15

Epílogo

Si te ha gustado este libro…

Capítulo 1

 

 

 

 

 

ME DARÁS un plus si es una compradora joven y guapa? —preguntó Jeanne.

Eric Mendoza intentó mantener una expresión severa, pero le resultó imposible cuando su asistente cincuentona arqueó las cejas y le guiñó un ojo.

—Creo que unas piernas bonitas también deben sumar puntos para el plus —continuó ella, desde el otro lado del escritorio. Él alzó la mano para detenerla.

—Conseguirás un plus si se efectúa la venta. El aspecto y el sexo del comprador no tienen nada que ver.

—Dices eso porque no has visto a la compradora.

—Si hubiera sugerido basar tu plus en otra cosa, me llamarías cerdo sexista —dijo él con un suspiro.

—O algo peor —corroboró Jeanne sonriente—. Me encanta el doble juego. Soy mayor y mujer, así que puedo decir lo que quiera. Tú eres un ejecutivo joven y guapo que busca triunfar, tienes que tener cuidado.

—Ahora mismo tengo que trabajar —señaló los papeles que había en el escritorio.

—Una indirecta muy directa —Jeanne se puso en pie—. ¿Cuánto tiempo?

Él echó un vistazo a la pantalla del ordenador. Su apretado horario no le dejaba tiempo para una reunión inesperada con un posible comprador de la propiedad doce, pero quería solucionar el tema cuanto antes.

—Diez minutos deberían ser suficientes —contestó.

—De acuerdo. Le diré que entre y vendré a interrumpir dentro de diez minutos —sonrió—. ¿Debería llamar antes de entrar para no pillaros haciendo manitas en el sofá?

—Ignoraré ese comentario.

—Bueno, pero no te mataría pensar en tu vida social de vez en cuando. Eric, necesitas una mujer.

—Jeanne, necesitas dejar de intentar ser mi madre.

—Alguien tiene que serlo. Además, se me da bien —se dio la vuelta y salió del despacho.

Eric la observó. Su asistente era descarada, testaruda e insustituible. Por suerte, se la habían asignado tras su primer ascenso, tres años antes. Aunque deslenguada, era muy inteligente y leal. Mientras ascendía dentro de la directiva del Hospital Regional de Merlín County, ella había sido su apoyo y fuente de información. Todos sus colegas eran al menos una década mayores que él, y eso creaba resentimientos que Jeanne controlaba.

—Hannah Wisham Bingham —anunció Jeanne unos minutos después, con voz respetuosa y cortés. La espabilada Jeanne sólo lo torturaba en privado.

Eric se puso en pie. Había cruzado media habitación cuando reconoció el nombre y la apariencia de la mujer.

—¿Hannah?

Estudió a la rubia alta y delgada que había en el umbral, comparándola con la adolescente que recordaba de varios veranos pasados junto al lago. Seguía teniendo ojos verdes de gato y una sonrisa similar, pero todo lo demás había crecido… de la mejor manera.

—Eric. Me alegro de verte —su sonrisa se amplió. Entró en la habitación y miró a su alrededor—. Un despacho grande y con vistas. Estoy impresionada.

Hannah, por favor, siéntate —dijo, señalando el sofá que había en la esquina. Jeanne levantó el pulgar con aire triunfal y se marchó.

—Esto es una sorpresa —dijo, cuando estuvieron sentados—. No sabía que habías regresado a la ciudad.

—Llegué hace un par de días. Estoy interesada en comprar una casa. Revisé los listados de propiedades y me sorprendió que el hospital vendiera una. ¿O es que te dedicas al negocio inmobiliario en tus ratos libres?

—Soy un hombre de muchos talentos.

—Eso no es nada nuevo. ¿De qué se trata? —preguntó, moviendo los dedos con elegancia. La chaqueta entallada y la falda estrecha le daban aspecto de lo que era en la actualidad: hija rica de una familia prominente. Había recorrido un largo camino desde sus inicios.

—El hospital proporciona alojamiento a los médicos que vienen de fuera y a sus familias —explicó él—. Es una forma de atraer a los mejores y más listos. La casa que está en venta es una de nuestras propiedades. Es un lugar fantástico, con vistas a las montañas y al lago, pero está un poco lejos de la ciudad para un médico de guardia. Sugerí que la vendiéramos y comprásemos otra más cerca. La junta directiva estuvo de acuerdo.

—Entiendo. Así que estás a cargo de librarte de la vieja y comprar la nueva, ¿correcto?

—Ya he comprado la nueva.

—¿Por qué será que no me sorprende? —rió ella—. Alejada y con vistas es lo que busco. ¿Cuándo puedo verla?

—¿Qué te parece esta tarde?

—Estoy completamente libre. Dime cuándo.

—A las tres.

—¿Irás tú o delegas ese tipo de cosas? —ladeó la cabeza y la melena rubia le rozó los hombros.

—Iré yo —dijo él, aunque tendría que reorganizar varias citas.

—Estoy deseando ver la casa y seguir hablando contigo —ella se levantó—. Ha pasado mucho tiempo.

—Sí, por lo menos cinco años —dijo él.

—Seis. La facultad de Derecho me está enseñando a ser precisa —se despidió moviendo los dedos y fue hacia la puerta. Eric la observó marchar. Hannah siempre había sido una chica bonita y se había convertido en una bella mujer. No le extrañaba el comentario de Jeanne sobre el plus por las piernas bonitas; Hannah las tenía de impresión.

—Bien elegida, ¿no? —Jeanne entró como una tromba en el despacho—. No hay marido, se lo pregunté.

—Típico —se quejó él, con una mueca.

—Quería saberlo. Sabía que tú no lo preguntarías —dijo Jeanne sin ápice de vergüenza—. ¿O ya estabas al tanto de esa información? Parecéis conoceros.

—Es un par de años más joven que yo. Nos conocimos cuando éramos adolescentes. Yo trabajaba en el lago y ella pasaba los veranos allí. Su padre es Billy Bingham.

—¿El hijo más joven y salvaje de los adinerados Bingham? —Jeanne alzó las cejas—. ¿No murió?

—Hace mucho tiempo.

Eric recordó que había muerto un año después de que Hannah se enterase de que era su hija bastarda. Ése fue el verano en que se conocieron. La abuela de Hannah la había apuntado a clases de vela y él había sido su profesor. Él tenía dieciséis años y se consideraba mucho mayor que ella, pero se hicieron amigos. En aquella época ella fue la única persona con la que podía hablar.

—Supongo que si es una Bingham no hará falta comprobar su crédito. Debe tener dinero —dijo Jeanne.

—He quedado con ella en la casa a las tres. Tendrás que reorganizar mis citas para dejarme la tarde libre.

—¿Vas a salir de la oficina antes de las siete y media? —Jeanne agitó las pestañas con descaro.

—Vender la casa es responsabilidad mía.

—A mí no tienes que convencerme de que haces lo correcto. Estoy encantada. No recuerdo la última vez que tuviste una cita.

—Mi vida personal…

—Lo sé —cortó ella—, no es de mi incumbencia. Lo siento, Eric. Casi todas las mujeres entre veinte y cuarenta años en un radio de cincuenta kilómetros han intentado conquistarte; pero tú sólo sales con las que sólo quieren pasarlo bien. ¿No quieres casarte?

La miró fijamente, en silencio.

—De acuerdo, no contestes —ella apretó los labios—. No necesitas consejos maternales. Pero alguien debe dártelos —sin rastro de desánimo siguió hablando—. Te dejaré la tarde libre. Aunque sea una compradora, hasta tú debes haber notado que Hannah es una mujer muy atractiva. Antes te gustaba y puede que vuelva a gustarte. Sé amable, llévala a cenar. No te mataría involucrarte, ¿sabes? —con eso, se marchó y lo dejó solo.

Eric volvió a mirar el informe que había estado leyendo, pero las palabras de Jeanne le rondaban la cabeza. Tenía razón en que una relación no lo mataría.

Pero había aprendido hacía mucho tiempo que lo mejor era canalizar sus energías en algo concreto, como su carrera, en vez de malgastarlas intentando que una relación romántica funcionase. En su experiencia, las mujeres no solían quedarse mucho tiempo y el amor sólo causaba tragedias.

Aun así, podía disfrutar la compañía de una vieja amiga durante una hora o dos. Si compartía su filosofía de pasarlo bien sin ataduras, ese par de horas podría estirarse un poco más.

 

 

A Hannah no le importaría mantener su complexión juvenil muchos años más, pero tenía la esperanza de que otras partes de sí misma madurasen. Deseaba que su barniz de sofisticación se engrosara y formara parte de ella, y poder ser elegante en cualquier ocasión. Pero no ocurría así; por lo visto se podía sacar a la chica de Merlyn County, pero no se podía sacar a Merlyn County de la chica.

Riéndose de sí misma, enfiló el coche por la carretera que llevaba a la casa. La primavera manifestaba su presencia con una explosión de hojas verdes, flores y cantos de pájaros. Bajó la ventanilla para inhalar la dulzura del aire. Después de un frío invierno en la universidad, en New Haven, era maravilloso estar allí.

Había comprendido la verdad en Virginia, mientras conducía de vuelta a Kentucky. Por fin entendía que no estaba huyendo de una vida que no le gustaba, sino regresando al lugar al que siempre había pertenecido. Había tardado tres días en hacer el viaje, pero estaba allí, dispuesta a empezar desde cero.

Sin embargo, tenía la sensación de que el tiempo, la distancia y su educación en una de las universidades más prestigiosas de Estados Unidos no la habían ayudado a superar su amor de colegiala por Eric Mendoza. A los catorce años le había parecido el arquetipo de chico guapo, maduro y perfecto. Diez años después, era eso y mucho más: tenía éxito, estaba más pulido y llenaba mucho mejor el traje.

Al menos no lo había mirado embobada. Estaba segura de que no tenía ni idea de lo que había sentido por él en aquellos años. Aunque estaba locamente enamorada, no era ninguna idiota. Había observado a una ristra de novias llegar y marcharse. Todas la habían superado en el terreno romántico, pero ella había sido la única a quien aceptó y mantuvo como amiga.

Ya eran los dos adultos, y estaban en igualdad de condiciones. Bueno, lo estarían si a él le latiera el corazón y le sudaran las palmas de las manos al verla. Teniendo en cuenta lo que sabía de él, suponía que no era así. Pero una chica tenía derecho a soñar…

Miró su reloj de pulsera y volvió a concentrarse en la serpenteante carretera. A su izquierda vio un buzón de correo con el número que buscaba y tomó el camino hacia la casa. Una curva después se encontró frente a una casa de madera y piedra, con tejado inclinado e impresionantes vistas. Hannah suspiró; se sentía como si acabara de entrar en un cuadro de colores vivos y luz misteriosa y cálida.

A la izquierda había un garaje independiente. Lo que veía del jardín estaba descuidado pero seguía siendo bonito. La propiedad estaba cercada por árboles adultos. Un camino de piedra recorría el jardín delantero, pasando ante dos bancos y lo que parecía un baño para pájaros. La casa tenía muchas ventanas y dos estrechas vidrieras a los lados de la puerta principal; en el porche de piedra había varios tiestos vacíos.

Hannah aparcó junto a un BMW de cuatro puertas y salió del coche. Sólo había visto la parte delantera de la casa, pero si el interior estaba a la misma altura, era amor a primera vista: la compraría.

—¿Qué te parece? —preguntó Eric apareciendo por un lateral del garaje.

Ella estudió sus bien definidos rasgos y su relajada sonrisa. El tiempo había esculpido sus pómulos y añadido fuerza y dureza a su mandíbula. El tono oliváceo de su piel hacía que sus dientes pareciesen muy blancos pero, como siempre, fueron sus grandes ojos oscuros los que captaron su atención.

Se recordaba con quince años, un aparato en los dientes, granos en la cara y cada vez más enamorada de Eric. Había pasado innumerables noches en su dormitorio escribiendo poemas horrorosos, intentando describir la maravilla de sus ojos. No había encontrado palabras para detallar la mezcla de marrones y dorados, ni para explicar que tenía las pestañas espesas y largas pero en absoluto femeninas. Era deslumbrante, ninguna chica podría resistírsele.

—La primera impresión es muy buena —contestó.

—Espera a ver el interior. Esta propiedad siempre ha recibido muy buena nota de los médicos visitantes y de sus familias —la guió hacia la puerta.

Hannah se sintió de nuevo adolescente al ver que él seguía sacándole una cabeza de altura. Era alto, moreno, devastador. Tras su reciente ruptura amorosa había aprendido que no debía fiarse de los hombres guapos, pero por lo visto la teoría no funcionaba con los hombres guapos del pasado. Cuadró los hombros y se prometió que durante el resto de la tarde se concentraría en los negocios. Quería comprar una casa y Eric tenía una que vender: fin de la historia.

Mientras él sacaba la llave del bolsillo, Hannah subió al porche y miró el jardín. Imaginó cómo arreglar los setos y podar los rosales. Con un poquito de cariño y arrancando muchas malas hierbas, quedaría perfecto. Iba a tener mucho tiempo y le iría bien el ejercicio.

Eric abrió la puerta y dio un paso atrás para cederle el paso. Un pequeño vestíbulo se abría hacia una gran sala vacía, con chimenea de piedra y ventanas arqueadas. A la derecha de la entrada había un comedor, a la izquierda un pasillo.

—¿Cuánto tiempo lleva vacía la casa? —preguntó.

—Alrededor de un mes. Cuando decidimos venderla, esperamos a que la familia que vivía aquí se marchase y la pintamos de arriba abajo.

—Gran elección de color —comentó ella mirando las paredes blancas.

—Es un poco austero, pero fácil de cambiar.

—Estoy de acuerdo —pensando ya en algunas ideas, Hannah fue hacia la cocina. Los suelos eran de madera, viejos pero en buen estado, igual que los armarios de la cocina. Los electrodomésticos parecían nuevos.

—¿Cuántos dormitorios tiene?

—Dos arriba. Dos más abajo.

—Creía que sólo tenía una planta —arrugó la frente.

—Eso parece desde la calle, pero la casa está construida en una ladera y hay un sótano luminoso con una salita, un trastero y dos dormitorios.

Antes de bajar, Hannah decidió explorar los dos dormitorios de esa planta. El principal era grande, con un cuarto de baño moderno y elegante y armarios suficientes para una modelo. El otro era más pequeño, pero muy soleado. Hannah se detuvo, imaginándose el aspecto que tendría con juguetes y mobiliario infantil.

La planta de abajo era tan grande y luminosa como la superior. Sólo el trastero y la sala de la caldera eran interiores. Tenía dos dormitorios, otro baño, chimenea y muchos armarios.

—Me habría bastado con la planta de arriba —dijo ella—. Esto es fantástico.

—Espera a ver esto —sonrió Eric. Abrió la puerta de cristal corredera de la salita y salió fuera. Ella lo siguió.

El jardín trasero era llano y enorme y estaba rodeado por una valla de madera. Se veía una panorámica perfecta de las montañas.

—Esto sí que es una casa con vistas —murmuró Hannah, cruzando la hierba hacia la valla.

—La casa incluye un pequeño amarradero de barco.

—¿Qué? —Hannah miró a un lado de la colina y vio unos escalones de piedra que bajaban al lago.

El agua azul le recordó las felices tardes pasadas en el barco de vela. El lago Ginman no era grande, pero para los residentes de la zona equivalía al paraíso.

—¿Es ahora cuando debo simular que no me interesa, para que tú me convenzas de que es perfecta? —preguntó, sabiendo que había encontrado su hogar.

—No soy vendedor —Eric negó con la cabeza—. El precio es justo, tenemos recibos de todas las reparaciones de los últimos siete años y te daremos una garantía de cinco años para todo el equipamiento esencial.

—Es bueno saberlo. A cambio te diré que pienso pagar al contado —sonrió ella.

—Vamos a hablarlo.

Volvieron a la casa y acabaron sentándose en los escalones delanteros, al sol.

—He echado esto de menos —admitió ella—. La vida aquí es mucho menos complicada.

—Tiene sus momentos.

—Lo supongo. Hace unos cinco años que dejaste la universidad, ¿no? Y ya has subido como la espuma.

—¿Cómo lo sabes?

—Por el tamaño de tu despacho.

—Cierto. He trabajado mucho y me ha ido bien.

Ella recordaba que tenía planes de ser rico y poderoso. Crecer siendo un hijo bastardo en la parte pobre de la ciudad obligaba a soñar. Lo sabía por experiencia propia. La diferencia era que Eric deseaba el éxito, ella sólo había deseado encajar.

—A ti tampoco te va mal —dijo él—. Facultad de Derecho de Yale. Enhorabuena.

—Gracias —aceptó ella, sin querer pensar en nada que tuviese que ver con su vida en New Haven.

—Esta casa será una residencia de verano ideal.

—¿Qué? —Hannah alzó la cejas.

—¿No la compras para venir en verano?

—No. Será mi residencia permanente.

Capítulo 2

 

 

 

 

 

POR QUÉ? —preguntó Eric con voz de incrédula.

—¿Por qué voy a renunciar a la vida en la costa Este para volver a Kentucky? —sonrió Hannah.

—Ésa es una buena pregunta para empezar.

—Me gusta esto —lo miró—. Tú no te has ido.

—No, pero encontré un buen trabajo después de la universidad. Si el trabajo adecuado hubiera estado en otra ciudad y otro estado, me habría ido.

—Hmm. Yo no —miró la vista—. No hay nada más bonito.

—Eso es que te hace falta viajar más.

Ella se echó a reír. El sonido suave y dulce hizo que Eric sintiera una opresión en el pecho y un súbito calor. No fue sólo por su risa, sino también por el aroma floral de su piel, su limpio perfil y el suave arco de sus cejas cuando se divertía.

—Éste es mi hogar —dijo.

—Por supuesto —él recordó que era una Bingham. Merlyn County implicaba familia, raíces y riqueza.

—No me ha gustado el sonido de eso —protestó ella—. ¿Por qué «por supuesto»?

—Eres una de ellos.

—Oh, por favor. ¿Una Bingham? —arrugó la nariz—. Supongo que lo soy, técnicamente.

—Billy Bingham era tu padre. Eso sí que es técnico.

—No me siento como una de ellos. Sigo siendo la chica que creció en la pobreza. Una noche fantástica en mi casa era una película y comida rápida.

—Ahora es champán francés.

—¿Pensarás peor de mí si te confieso que nunca he probado el champán francés? —rió ella.

—No te creo.

—Es verdad. No bebo mucho en cualquier caso, y en las fiestas de la universidad se bebía cerveza, no eran reuniones de la alta sociedad. Y jamás bebo en presencia de los Bingham; me da miedo hacer algo mal.

—Sin embargo, quieres vivir en la puerta de al lado.

—Cierto —frunció el ceño—. Pero no es exactamente la puerta de al lado. Viven al otro lado de la ciudad.

Él pensó que las distancias allí eran pequeñas, pero decidió no comentarlo.

—No entiendo que no decidieras instalarte en París.

—Créeme —ella enarcó las cejas—. No hay tanto dinero. Aunque eso solucionaría el problema del champán, ¿no? Pero en el fondo soy una chica del campo.

—No tienes aspecto de chica del campo —dijo él, mirando significativamente su ropa bien cortada.

—Es de una liquidación —dijo ella, tocándose la falda—. Te asustarías si supieras lo poco que me costó.

—Lo dudo.

—Bueno, no entiendes de compras —soltó una risita—. Puede que ahora sea una Bingham, pero aún sé cómo estirar un dólar como si fuera chicle —era algo que había aprendido de su madre durante su infancia—. ¿Sigue tu hermana en la ciudad?

—Sí. CeeCee trabaja en el Centro de Salud de la Mujer. Es comadrona.

—Sí, creo que recuerdo haberlo oído antes. Debe gustarle mucho su trabajo.

—Así es.

—¿Y tú? —ladeó la cabeza— ¿Disfrutas escalando hacia la cima corporativa?

—Cada centímetro.

—No creo que a mí me gustase —admitió ella con humor—. Pero dudo que mi tío Ron me invite a unirme a la junta directiva, así que no es problema.

Ronald Bingham, director ejecutivo de Empresas Bingham era conocido por su destreza en los negocios. Eric lo había visto algunas veces y no parecía de los que concedían favores a miembros de la familia.

—Quizá tendrías que empezar clasificando el correo —se burló él.

—No lo dudo —se volvió hacia él—. Oye, espera un segundo. Primero me dices que podría vivir en cualquier sitio y ahora que mi tío no me dará trabajo. Empiezo a tomármelo como algo personal. No quieres que vuelva aquí, ¿verdad?

—No he dicho eso —alzó las manos como si se rindiera—. Estoy encantado de que hayas vuelto.

—¿En serio?

—Totalmente.

Los ojos verdes se oscurecieron un poco y la boca se relajó. Eric se descubrió estudiando su rostro; el humor se diluyó, dejando una estela de sutil tensión. Comprendió que era tensión sexual. El ambiente estaba cargado con ella. Sus dedos desearon acariciar la curva de su mejilla y tenía algunas cosas más eróticas en mente.

Era extraño que una mujer captara su atención en un día laboral. De hecho, hacía meses que ninguna la captaba. Se preguntó si Hannah lo atraía por que era la versión adulta de alguien que siempre le había gustado. Eso, unido a su inteligencia, agilidad mental y belleza la convertía en una mujer difícil de resistir. De hecho, se planteó que rendirse sería muy agradable.

—¿Qué piensas? —preguntó ella suavemente.

—No quieres saberlo.

—Quizá sí.

—Pensaba que has crecido —admitió—. Primero la escuela universitaria y después Derecho y ahora…

Arrugó la frente mientras echaba cuentas. Hannah era un par de años más joven que él; si había pasado cuatro años en la escuela universitaria, como era habitual, no había tenido tiempo de acabar Derecho.

—¿Cuándo te licenciaste? —preguntó.

—¿En Derecho?

Él asintió con la cabeza.

—Aún no lo hice —suspiró ella. Alzó una mano—. Lo sé, lo sé. Te mueres por darme una charla. Ya lo han hecho mis profesores. Necesitaba un respiro, así que lo dejé y volví a casa —perdió la mirada en la distancia—. Tenía que resolver algunas cosas.

Eric se tragó sus preguntas. Era una antigua amiga, pero no tenía derecho de cuestionar sus decisiones. Aunque no tuvieran sentido para él. No se abandonaba una licenciatura de una universidad como Yale; nunca.

—Cambiemos de tema —sugirió ella—. Suponiendo que quiera comprar la casa, ¿cuál es el paso siguiente?

—Tengo los documentos en la oficina. Te los daré y cuando revises todo tendrás que hacer una oferta. La venta dependerá de la aprobación del crédito, que en tu caso significa confirmar que tienes el dinero, y de una inspección del edificio. Una vez resuelto eso, podríamos cerrar la venta en una semana más o menos.

—Eso es muy rápido. ¿Podría instalarme antes de fin de mes?

—Claro. Si es lo que quieres.

—Sí. Me alojo en el hotel Lakeshore Inn, que es muy agradable pero no es mi casa.

—¿Y tu vivienda de New Haven?

—Era un apartamento de estudiante —encogió los hombros—. Nada de espacio y ventanas diminutas. No lo echaré de menos —señaló el terreno—. No con una casa preciosa y todo esto. Me muero por arreglar el jardín.

Él miró las plantas que invadían todo y el baño para pájaros. Sus nociones de horticultura consistían en saber que había que cortar el césped cuando estaba alto.

—¿Qué piensas hacer? —preguntó. Tenía que volver a la oficina pero no quería hacerlo aún. Hablar con Hannah bien se merecía trabajar hasta tarde después.

—El jardín delantero necesita mucho trabajo —dijo ella con entusiasmo—. ¿Te imaginas esto en verano? ¿Con los rosales trepadores y flores por todos sitios? Quiero quitar las malas hierbas del sendero y limpiar el baño para pájaros —señaló a la izquierda—. Y en el lateral de la casa voy a plantar bayas.

—¿Bayas? —preguntó él.

—Sí. Fresas, arándanos y frambuesas. No darán fruto este año, pero el año que viene tendré buena cosecha.

—¿Bayas?

—¿Por qué repites eso? ¿No te gustan las bayas?

—Sí, claro, pero…

—Deja que adivine —puso los ojos en blanco—. No lo suficiente para plantarlas. Seguramente las compras en la tienda.

—A veces.

—Ya me imagino. Podrías tenerlas frescas, ¿sabes?

—Vivo en un apartamento con patio. No hay sitio.

—Pues aquí sí, y me apetece. Mi madre y yo teníamos frambuesas y arándanos. Las comía todo el verano. A veces hacíamos helado.

—Suena muy bien —dijo él controlando la sonrisa.

—Búrlate todo lo que quieras, pero el verano que viene, cuando me supliques que te dé arándanos, te daré la espalda.

—No serías tan mala.

—Puede que no, pero te insultaría antes de dártelos.

—Hannah, te has convertido en una mujer fantástica —rió él.

—Gracias. Tú tampoco estás mal.

Ambos se habían hecho un cumplido, pero él dudaba que hubieran pretendido que la tensión y excitación creciera entre ellos, como una tormenta eléctrica. Se preguntó si ella sentía lo mismo y decidió comprobarlo.

—¿Te apetece cenar conmigo mañana? —preguntó—. A no ser que haya un marido esperándote.

—No hay nadie —se metió el pelo tras la oreja—. Sí me gustaría cenar contigo.

—Es una cita.

—Eso es muy serio —dijo ella abriendo los ojos.

—¿Preferirías que fuésemos como amigos?

—No —carraspeó—. Una cita es agradable; nunca he tenido una en Kentucky.

—¿En serio? Tendré que darte una copia del manual. No querrás romper ninguna regla básica en la primera cita.

—Claro que no. La gente hablaría.

—Van a hablar de todas formas.

—Parece un pasatiempo universal —sonrió ella.

—Te recogeré en el hotel, ¿de acuerdo?

—Habitación catorce. ¿A qué hora?

—¿Te parece bien a las siete?

—Muy bien.

—Lo he pasado muy bien —dijo él, mirando su reloj de pulsera—, pero tengo el escritorio lleno de papeles.

—Ya imagino que estás muy ocupado —señaló la puerta—. ¿Te importaría dejarla abierta para que pueda echar otro vistazo? Cerraré cuando me vaya.

—Haré algo mejor —le dio las llaves—. Puedes devolverlas mañana.

—¿Estás seguro?

—Sí, confío en que no harás pintadas ni robarás los electrodomésticos.

—No creo que pudiera con el frigorífico —rió ella—. Pero me apetece volver con un metro y empezar a hacer planes.

—Como quieras. Entretanto, yo pondré en marcha los papeles. Alguien traerá la información sobre la casa mañana.

—Cuánta eficacia —se levantó—. Estoy impresionada.

Él también lo estaba, pero por otras razones. Titubeó un momento; el deseo de besarla era muy fuerte y tenía la impresión de que no la molestaría. Pero ésa era una reunión de negocios y decidió esperar a la cena.

—Te veré mañana —hizo un gesto de despedida con la mano y fue hacia el coche. Estaba nervioso y excitado; ella le gustaba, y mucho.

 

 

La tienda de artículos para el hogar que había a la salida de la ciudad era nueva. Hannah empujaba un enorme carro por los anchos pasillos, pensando que sería fácil perderse allí dentro. Se detuvo ante una colección de persianas que le embotó el cerebro.

—Y yo creía que la zona de las telas era demasiado grande —murmuró para sí, observando las distintas texturas y colores disponibles.

Su prioridad era decorar la planta superior, en la que viviría. Sin embargo, se había dado cuenta de que los dormitorios de abajo no tenían nada en la ventana y quería cubrirlas antes de instalarse. Tocó las persianas de plástico y las de metal. Había de madera, pero no quería hacer una inversión tan grande de momento.

—Siempre podría clavar unas telas —se recordó. Sería una solución fácil y barata.

Estaba encantada de tener que tomar ese tipo de decisiones. Apenas había mirado el contrato que había enviado Eric, pero ya se sentía dueña de la casa.

Sería el primer hogar real que tendría desde que su madre murió cuando ella tenía trece años. Hasta entonces había vivido felizmente en una vieja y dilapidada casa de dos dormitorios. Tenía muchas corrientes de aire y era pequeña, pero había sido su hogar. Después había pasado unas confusas semanas en la mansión de los Bingham, donde conoció a su padre por primera vez. El duelo por su madre y enfrentarse a una familia nueva había sido demasiado para ella. La alegró que decidieran enviarla a un internado para chicas.

Desde entonces había vivido en dormitorios comunes y, últimamente, en un pequeño apartamento. Pero habían sido lugares temporales. Por primera vez en diez años iba a tener un sitio propio y se sentía muy bien.

Abandonó la confusión de las persianas y fue hacia la zona de jardinería. Quizá podrían informarla de si era demasiado tarde para plantar arbustos de bayas. Sonrió al imaginarse montones de hojas verdes y frutos brillantes y maduros. Su madre siempre había congelado varios kilos y hecho mermelada con las demás. Tendría que buscar una buena receta.

Rió para sí al imaginarse lo que pensarían sus amigos de la facultad de Derecho si supieran que la emocionaba comprar persianas y hacer mermelada casera. No la reconocerían.

En ciertos sentidos Hannah tampoco se reconocía. Por primera vez en su vida no estaba haciendo lo que todos esperaban y querían. Estaba haciendo lo mejor para ella.

Entró en una amplia zona cubierta, adosada al edificio principal, e inhaló el aroma de las plantas. Antes de que pudiera seguir el cartel que indicaba la zona dedicada a las bayas, alguien la llamó.

—¿Hannah?

Se volvió y vio a un hombre alto y guapo caminando hacia ella. Hannah sintió alegría y también cierto disgusto. En una ciudad tan pequeña, era inevitable que se encontrara con algún miembro de su familia, pero no había contado con que ocurriese tan pronto.

Ronald Bingham, poderoso y encantador, dirigía Empresas Bingham con la facilidad de alguien nacido para el mando. Técnicamente era su tío, el hermano de su difunto padre, pero como no había crecido con él, lo consideraba simplemente el cabeza de familia.

—Sí, eres tú —dijo él, acercándose.

—Me has cazado en la sección de jardinería de un almacén de cosas para el hogar. ¿Qué va a decir la abuela? —exclamó ella con ligereza, para ocultar su nerviosismo.

—No tengo ni idea —Ron la abrazó y besó su mejilla—. Seguramente que estás preciosa —la apartó un poco para observarla—. Lo que sea que hayas estado haciendo te ha sentado muy bien, Hannah.

—Gracias —Hannah deseó que siguiera pensando lo mismo cuando contestase a las inevitables preguntas.

—¿No deberías estar en New Haven? —preguntó—. ¿Estáis de vacaciones en la universidad?

—Debería estar en Yale, pero no estoy —dijo ella—. Estoy aquí.

—¿Quieres decirme por qué?

Ella estudió su rostro y sus ojos avellana. Hannah había entrado en su familia de repente; una más entre los bastardos engendrados por Billy Bingham. Ron la había acogido con cariño y deseó que eso no cambiara.

—¿Te importaría que te dijese que no y cambiase de tema?

—Sobreviviría.

—Me alegro —sonrió—. ¿Qué haces tú aquí, rodeado de plantas? ¿No tienes un imperio que dirigir?

—Sí —soltó una risa—, pero a veces hay demasiadas reuniones. Entonces me escapo un par de horas. Estoy añadiendo un porche nuevo a la casa y vine a echar una ojeada a la madera.

—¿No hay lacayos y contratistas que lo hagan por ti?

—Claro, pero si lo hicieran ellos, no podría decirle a mi asistente que tengo que hacerlo yo para escapar.

—¿Por qué no te tomas un día libre?

—Ejem —miró a su alrededor para asegurarse de que nadie lo oía—. Un día libre no es tan divertido como escaparse un par de horas.

—Yo creía que siempre seguías las reglas.

—No cuando me conviene romperlas.

—Es bueno saberlo —se apoyó en el carro—. Pero mirar madera no es muy buena excusa.

—No necesito una mejor. Soy el jefe. ¿Qué haces de vuelta en la ciudad?

—¿No acabo de evitar esa pregunta? —suspiró ella.

—Sólo temporalmente. Lo siento Hannah, insistiré hasta que me convenzas de que todo va bien.

Hannah deseó decirle que no tenía que preocuparse por ella, pero no creía que la escuchara. Aunque no había pasado mucho tiempo con los Bingham, sabía que Ron la consideraba parte de la familia. Por desgracia, desilusionarlo iba a darle mucha vergüenza.

—He vuelto a la ciudad.

—¿Y tus estudios de Derecho? —preguntó él sin parpadear.

—Todavía me faltan dieciocho meses.

—Nadie lo sabe, ¿verdad? —adivinó él, tras estudiar su rostro. Ella asintió—. Y no quieres que se enteren.

—No exactamente —lo sabrían antes o después, pero Hannah deseaba algo de tiempo—. Sé que no tengo muchas posibilidades de guardar el secreto.

—Aquí, no —puso la mano en su hombro—. De acuerdo, chica. No diré una palabra. Ni siquiera a Myrtle.

—Gracias —dijo Hannah, intentando no estremecerse al oír nombrar a su abuela. La matriarca de la familia no se tomaría su decisión tan bien como Ron.

—¿Estás bien? —inquirió él—. ¿Puedo ayudarte en algo?

—Estoy perfectamente —le prometió—. Ah, pero sí necesito el nombre de un abogado experto en gestiones inmobiliarias. Voy a comprar una casa.

—Veo que no bromeabas con respecto a tu vuelta —su tío enarcó las cejas—. Está bien, te conseguiré el teléfono de un buen abogado. ¿Dónde te alojas?

—En el Lakeshore Inn.

—Te dejaré un mensaje allí.

—Te lo agradezco mucho, de verdad.

—Es un placer —miró su reloj—. Tengo que volver a la oficina. Cuídate, Hannah. Si necesitas algo, sabes cómo ponerte en contacto conmigo.

—Sí. Gracias otra vez, por todo. —le dio un abrazo y lo despidió con la mano. Sabía que cuando regresara al hotel ya le habría dejado un mensaje, era ese tipo de hombre: amable, digno de confianza y considerado.

Y se sentía solo. No se le notaba tanto como hacía dos años, pero aún se veía en sus ojos. Su esposa, Violet, había muerto repentinamente muchos años antes, pero Ron seguía echándola de menos. Habían estado locamente enamorados hasta el día en que ella murió.

Hannah no podía evitar envidiar el amor que Violet y él habían compartido. Se preguntó cómo sería amar y ser amado de esa manera. Ser lo primero en la vida de alguien. Siempre lo había deseado y se preguntaba si alguna vez lo conseguiría.

Como no iba a conseguir una respuesta, decidió centrarse en sus compras para la casa y en los temas que podía controlar. Por ejemplo, lo que iba a decir su abuela cuando descubriera que Hannah había vuelto para quedarse. No era una conversación a la que deseara enfrentarse.

Desafortunadamente, su vuelta no era lo único que había ocultado. Hannah se detuvo y apretó la mano contra el leve bulto de su vientre. Era su primer embarazo y apenas se le notaba, aunque estaba de cuatro meses.

A su abuela le iba a dar un ataque por su vuelta, pero no podía ni imaginarse lo que diría cuando descubriese que había un bebé en camino… y ni rastro del padre.

Su abuela no iba a ser la única sorprendida. Hannah no quería pensar en la reacción de Eric cuando se enterase. No era asunto suyo, pero si seguían viéndose iba a tener que decirle la verdad, o arriesgarse a que creyera que tenía tendencia a engordar.

Pero no era necesario decírselo aún. Una cena no implicaba que fueran a iniciar una relación.

Capítulo 3

 

 

 

 

 

ERIC, animado por la recompensa de cenar con Hannah, salió de la oficina a su hora. Fue a casa, se duchó y cambió de ropa y apareció en su hotel puntualmente. Ella abrió la puerta y sonrió.

—Eric.

Había oído su nombre cientos de veces, pero Hannah lo decía de una forma especial que le gustaba. No solía distraerse en el trabajo, pero esa tarde había pensado más de una vez en la cena. Al verla, supo que no había sobreestimado su atractivo.

Llevaba el pelo rubio suelto y rizado, y un poco de maquillaje acentuaba sus grandes ojos verdes. El vestido color melocotón era lo suficientemente escotado como para acelerarle el pulso, y le llegaba justo por encima de la rodilla.

Era una mujer adulta, sofisticada y tentadora. Él era un hombre que no había sido tentado en bastante tiempo; le gustaba la combinación.

—Aquí tienes los documentos legales —dijo, entregándole los contratos.

—Bien. Tengo el nombre de una abogada; mañana se los llevaré para que los estudie —dejó la carpeta en la mesa y le devolvió las llaves de la casa—. He dejado todo exactamente como estaba.

—Eso no me preocupaba.

—¿A dónde vamos? —preguntó ella tras recoger su bolso.

—Lo dices como si hubiera una docena de opciones —Eric soltó una risa—. Esto no es Nueva York.

—¿En serio? —simuló sorpresa—. Eso explica que no haya ruido de tráfico. Me extrañaba tanto silencio —bromeó ella, mientras bajaban al vestíbulo.

—¿Qué has hecho hoy? ¿Has comprado alguna baya?

—Ahora te burlas de mí, pero serás tú el que te arrastres por mi jardín, suplicando que te deje probarlas

Eric no dudaba que suplicaría, pero no sería fruta lo que pidiera.

Cuando salieron el sol se había puesto, tiñendo el cielo de rosa. Ya se veían algunas estrellas.

—He echado esto de menos —Hannah inspiró con anhelo—. Me alegro de estar aquí.

—Espera a que llegue la humedad del verano.

—No me molestará —negó con vehemencia—. Pienso disfrutar de cada segundo de sudor.

—Siempre puedes ir a remojarte en el lago.

—Es verdad. Sólo está a unos peldaños de distancia.

Eric metió la mano en el bolsillo y sacó el control remoto del coche. Los cierres de BMW 330i se levantaron y él abrió la puerta del pasajero.

—Bonito coche.

—Sí —Eric sonrió—. Ya lo sé. Es un capricho. Siempre me gustaron los coches, pero estaba demasiado ocupado ganando para comer o estudiando para permitirme uno que fuera más que un medio de transporte básico. Con el último ascenso, decidí que había llegado el momento.

—Te lo has ganado. Me alegro de que seas capaz de disfrutar de tu éxito. Algunas personas se pierden trabajando y no llegan a disfrutar de lo que tienen —Hannah entró en el coche, Eric cerró la puerta y fue al otro lado.

El BMW había sido su primer y único capricho. Vivía con sencillez y metía la mayoría de sus ganancias en el banco. Pero el coche había sido un sueño desde su infancia. No le interesaban las casas grandes ni las vacaciones lujosas; un coche era algo distinto.

Según decía CeeCee, su hermana, era típico en los hombres. Nunca había entendido su fascinación por los motores; se negaba a hablar del tema con él.

A los dieciséis años, le había parecido igual de importante ahorrar para el coche que para pagarse la universidad. Había trabajado duro, pero tenía estudios, un buen trabajo e iba a cenar con una mujer bellísima.

—No me has contado lo que has hecho hoy —insistió—. ¿Volviste a la casa?

—Claro que sí. Me gusta más cada vez que la veo. Tomé medidas para las persianas de abajo y pensé en cómo iba a amueblar la planta superior. Fui a un par de tiendas de muebles y al almacén de artículos para el hogar. Podría gastar una fortuna allí.

—Eso te haría muy popular.

Llegaron a Melinda, uno de los pocos restaurantes de lujo de la ciudad. Eric aparcó y salió a abrirle la puerta a Hannah.

—¿Qué te parece? —preguntó, señalando la estación de bomberos reconvertida—. No ha cambiado mucho.

—No solía venir aquí —dijo Hannah mirando a su alrededor—. Los universitarios no frecuentan este tipo de local. Mi abuela me trajo una vez, antes de que empezase Derecho y me gustó mucho.

Una vez dentro, los condujeron a una mesa en la parte de arriba. Ya sentados, Eric miró la lista de vinos.

—¿Te apetece algún vino? —preguntó.

—No, gracias —ella negó con la cabeza.

—Eso no está bien. Estás estropeando mis planes.

—Ya —alzó las cejas—. Deja que adivine. Pretendías llenarme de alcohol y aprovecharte de mi debilidad.

—¿Habría alguna posibilidad de que funcionase? —inquirió él, aunque no había tenido plan alguno.

—Te aseguro que no soy esa clase de chica —replicó ella, mirándolo con aire de superioridad.

—¿De qué clase eres? —se inclinó hacia ella.

—Ahora mismo, una en transición. Pregúntamelo dentro de un par de meses. Tendré una respuesta mejor.

—No estaba pensando en emborracharte —aseguró él, apartando la lista de vinos.

—Ya lo sé —lo miró de soslayo—. Nunca necesitaste trucos para conseguir lo que querías de una mujer.

—Un momento. ¿Cómo ibas tú a saber eso?

—Oía cosas. Y las veía.

—¿Qué cosas?

—A todas esas chicas que te rodeaban cuando trabajabas en el lago. Eras el profesor de vela más solicitado.

—Eso fue hace mucho tiempo.

—¿Y ha cambiado? No pensarás decirme que te cuesta conseguir una cita, ¿verdad?

Él no quería hablar de su vida privada. No sólo no tenía una, en realidad ni siquiera estaba interesado. Tenía que preocuparse de su carrera profesional.

—Ya basta de hablar de mí. ¿Cuántos corazones rotos has dejado en New Haven?

—Prácticamente ninguno.

El camarero llegó antes de que tuviera que decir más. Tomó nota de las bebidas que querían, les ofreció la carta y se marchó.

—Fue interesante conducir por la ciudad hoy —dijo Hannah—. Noté algunos cambios pero, básicamente, Merlyn County sigue igual.

—¿Eso hace que lo consideres más como tu hogar?

—Sí —replicó ella tras reflexionar—. Cuando me fui el mundo exterior me asustaba. Nunca había salido del condado y de repente me encontré en un avión.

—¿Tenías miedo?

—Estaba aterrorizada —admitió ella con una sonrisa—. Nunca había estado en un internado, sólo había leído sobre ellos. No encajaba con el resto de las chicas. La mayoría nunca habían conocido a nadie nacido al oeste de Filadelfia. —arrugó la nariz—. Pero no todo fue malo. Hice amigas y empecé a adaptarme. Nunca llegué a disfrutar leyendo revistas de moda, pero teníamos otras cosas en común.

—Y viste algo de mundo.

—De eso nada. Un internado de chicas en mitad de la nada —movió la cabeza de lado a lado—. Ni siquiera había un colegio de chicos cercano. Las trescientas teníamos que pelearnos por los cinco adolescentes que vivían en el pueblo. Era horrible. No tuve mi primera cita hasta que entré en la universidad.

—Pero venías aquí en verano —Eric arrugó la frente—. Recuerdo que ibas con muchos chicos.

—Siempre en grupos grandes.

—¿Ninguno te pidió que salieras con él?

—Supongo que ninguno tenía el valor de enfrentarse a mi abuela cuando fuera a recogerme a casa.

—Entonces, debería estar contento de que te alojes en un hotel, ¿no?

—Depende. ¿Te aterroriza Myrtle Bingham tanto como a mí?

—Cuando tenía dieciocho años, habría conseguido que me temblaran las piernas dentro de las botas. Estoy seguro de que ahora podría manejarla.

—Fantástico. Entonces puedes encargarte de decirle que he vuelto definitivamente. Todavía no he reunido el coraje suficiente para hacerlo yo.

—¿No lo sabe? —preguntó él asombrado.

—Aún no. Pero hoy vi al tío Ron, así que la voz se irá corriendo.

El camarero apareció con las bebidas. Eric y Hannah consultaron el menú y pidieron la comida. Cuando se marchó, Hannah lo miró seriamente.

—No pretendía que mis años en el internado pareciesen horribles. Recibí una educación fantástica y hubo muchos ratos divertidos. Una amiga y yo encontramos un mapache bebé y lo criamos. Por supuesto, cuando se hizo mayor destrozó nuestra habitación, pero mereció la pena. Y nos visitaban muchos profesores excelentes; venían durante un trimestre y nos enseñaban cosas interesantes, como arquitectura o filosofía.

Removió su vaso de soda con la pajita, bebió un sorbo y sonrió.

—Basta de hablar de mi pasado. ¿Qué me dices del tuyo? Eras un rompecorazones cuando trabajabas en el lago. Todas esas jovencitas que siempre te rodeaban… con esos bikinis diminutos y la loción bronceadora que eran incapaces de ponerse solas.

—Tuve algunas citas.

—Lo recuerdo. Docenas.

—Cuando no estaba trabajando, me divertía —Eric se encogió de hombros. Había tenido poco tiempo libre, pero lo aprovechaba. Si las chicas querían compartirlo con él, no se negaba.