Título original: Matar cabrones

Primera edición: noviembre de 2019

 

 

 

 

 

© del texto: Fernando Mansilla

© de la fotografía de cubierta: Juan Sebastián Bollaín| Fotogramas cedidos por la Filmoteca de Andalucia —  Consejería de Cultura y Patrimonio Histórico.

Gracias a Enrique Bollaín, cardiólogo y escritor, por dar su cara.

© de la fotografía de la biografía: Lola Cordero y Julieta Mansilla.

© de la edición: Editorial Barrett | www.editorialbarrett.org

Comunicación y prensa: Isabel Bellido | comunicacion@editorialbarrett.org

 

Impresión: Estugraf

e-Pub: Jesús Alés – sputnix diseño editorial

 

ISBN:978-84-121353-0-5

Depósito legal: SE 1804-2019

 

 

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

 

Con cariño para Lola y Julieta.

Prólogo (Mi bendito dedo índice)

Dos hombres fuertes que se sienten atractivos con sus piercings y tatuajes y su mala leche con músculos. Alpáñez, el más alto, el más fuerte, cuarenta años de abdominales, aro de plata en la oreja izquierda, negra cola de caballo. El otro, Cabo Martín Varas, más joven con cráneo rapado, facciones agradables, cuerpo ágil, ojos azules que miran con guasa a un tercer hombre sentado en una silla de enea, de más edad que ellos, débil y viejo. Óscar Valor se llama. Y está desnudo, se le saltan las lágrimas, transpira a chorros y se ha orinado encima. Desnudo. Enclenque. Aterrorizado. Lo tienen a su merced, amordazado, maniatado y amarrado al respaldo de la silla de enea. Sujeto de tal manera que es incapaz de mover un dedo.

—  Qué asco — dice Carolino Alpáñez—. Qué asco — repite—. ¿Pues no se ha meado encima, el muy cochino?

— Pues sí. Qué asco — comenta como al descuido Cabo Martín Varas, situado al lado de Alpáñez. El hombre débil solo se concentra en su miedo. Su pánico. Desnudo y tan delgado y tan enclenque, atado en esa silla se le clavan sus propios huesos, se le clava todo, no ha podido aguantar y de puro terror se ha meado encima. Un charco a sus pies. No hay para menos. Por suerte no se le ha descompuesto la barriga porque se lo hubiera tenido que hacer encima.

— Qué marrano — asqueado Alpáñez.

— Bueno, bueno, bueno… — canturrea Cabo Varas—. Vamos a ver qué tenemos por aquí… qué tenemos por aquí… — sigue el canturreo mientras rebusca en las herramientas dispuestas y ordenadas sobre la mesa y escoge unos alicates de punta fina.

Óscar Valor cierra los ojos. No quiere ni verlo. No quiere saber. No puede con ello. Está amarrado de tal manera que no puede mover un dedo. Amordazado. Se marea. No está acostumbrado al dolor. ¿Qué va a ser de él? Se siente fatal, taquicardia, no lo aguanta. Náuseas, vomita. Se ahoga, se orina otra vez, se desespera. El terror le descompone el cuerpo.

— Pero qué asco — pone cara de asco y desprecio Alpáñez mientras, al igual que su compañero, se cubre el rostro con un pasamontañas y pulsa REC para poner en marcha las grabadoras de vídeo.

Nadie está acostumbrado al dolor. Excepto algún bicho raro. O alguien muy bien entrenado para ello. Pero así, en líneas generales… ¿quién aguanta la tortura? Óscar no, desde luego. Se le revuelven las tripas, vomita otra vez, se le descompone el estómago. Cabo se le acerca con los alicates. Si te toca, te toca.

Finalmente se descompone del todo: se orina, vomita, se caga, se ahoga.

— Cabo es un verdadero artista jugando con los genitales ajenos — comenta Alpáñez a modo de información—. Ya verás que no digo mentira. Eso sí. Te va a doler un poco. Francamente, y para ser sincero, no me gustaría estar en tu pellejo.

Se le nubla la visión al pobre Valor. Nunca había experimentado semejante horror, y eso que ni han comenzado todavía.

— Ay, espera, se me olvidaban los guantes — se percata Cabo de que no lleva puestos los indispensables guantes—. Como podrás observar aquí guardamos todas las medidas higiénicas, aunque a ti eso… te va a dar bastante igual.

Se calza los guantes, empuña los alicates, ahora los abre ahora los cierra.

— ¿Estamos listos?

— Cuando quieras — confirma su disposición Alpáñez.

— Por favor… por favor… por favor… — suplica Óscar Valor pero no se le entiende nada con la mordaza, y qué más da si no le hacen ni caso, gimotea, llora, se ahoga, se asfixia, no puede respirar—. Por favor, por favor, por favor… — le va a dar algo. Quizás sería lo mejor, un ataque al corazón y fuera.

Alpáñez pone la oreja e intenta entender algo.

— ¿Cómo dices, chaval?

— Dice que por favor — interpreta bien los sonidos que salen de la boca amordazada Cabo Martín.

— Ni por favor ni hostias. Aquí no hay por favor que valga. Este boleto te tocó en la tómbola, chaval. Eso es lo que hay, y todo lo demás es inútil: llorar, rogar, sollozar, implorar… inútil. Así que, Cabo, proceda cuando guste — dice severo Alpáñez y Cabo se sonríe.

— Procedamos pues.

Enarbola y abre y cierra los alicates. Con la mano izquierda convenientemente enguantada le coge el arrugado pene por la punta y lo levanta con cierta delicadeza, abre los alicates y abraza con ellos el arrugado miembro de Óscar Valor, un abrazo todavía delicado, todavía sin causar dolor ni estropicio. El dolor y el estropicio vienen a continuación. Ahora.

— Por favor… por favor… por favor…

— No sé… ¿cómo lo hacemos? ¿Cortamos todo a la vez, o primero la polla y luego los huevos? ¿Tú qué dices, Alpáñez?

— Yo digo la polla y luego los polluelos.

¡Carcajada brutal!

— Hombre… hombre… eso ha estado bien. Mejor ir por partes. Primero la polla, que ya está preparada en los alicates. Y luego, los huevos. O los polluelos. Aunque, no sé… tú corta y según vaya surgiendo, pues… improvisas.

— Improviso. Venga, vale. Vamos allá. Se me da bien improvisar.

— Por favor… por favor… por favor…

— Ji, ji, ji — ríe malicioso Cabo Varas, imaginando ya el dolor y el estropicio—, ji, ji, ji.

Ahora.

Pero lo que viene ahora soy yo.

Otro enclenque bueno.

Yo,

que abro la puerta y aparezco de repente en la escena de la ignominia empuñando un revólver de seis tiros. Pero… pero… ¿Pero quién es y cómo coño ha entrado este tío aquí? Óscar Valor me mira con ojos de terror y parece que se le va a salir el corazón por la boca. Quisiera decirle algo, tranquilizarlo, pero yo también estoy muy nervioso y muy asustado. ¡Qué panorama! Una peste espesa y fétida a excrementos y vómito me hace retroceder un paso, pero me sobrepongo, me planto, por fin soy capaz de contener las arcadas y decir algo:

— Aparta esos alicates — ordeno a Martín Varas con la boca seca como el esparto.

Todos mudos. Paralizados.

— He dicho que fuera esos alicates.

Aclarar que yo soy, ya lo he dicho, un individuo enclenque y, en circunstancias normales, poco amenazador. Pero claro, ese revólver en mi mano derecha me prestaba cierta autoridad. Había entrado por la puerta de la pequeña estancia. ¿Cómo diablos había llegado hasta allá? No se lo podían explicar. Vi claramente como se quedaban estupefactos durante unos segundos. ¿Cómo coño…?

— He dicho que sueltes esos alicates.

Pero seguían estupefactos, sin habla. Y sin soltar los alicates. Pasaban tan lentos los segundos… El tiempo casi detenido. Óscar Valor tampoco se lo acababa de creer. ¿Esperanza? Cualquier cosa a cambio de apartar aquellos alicates de sus genitales. También yo estaba estupefacto. Estupefacto y armado. Y pasmado, ¿qué hacía yo con un revólver en la mano? En la vida me había visto en semejante situación. Nunca jamás había empuñado una pistola o un revólver. Solo en el servicio militar tuve un Cetme en mis manos. Solo entonces disparé un arma, y con buena puntería, todo hay que decirlo. Pero hacía ya sus buenos cincuenta años o más y nunca había vuelto a disparar un arma. Ni a empuñarla. Nada. Cero armas. Y de repente, aquella mañana, apuntaba con un revólver cargado a aquellos dos individuos. Yo estaba más pasmado que ellos. Sabía que eran peligrosos como una víbora, prestos a saltar sobre mí a la primera ocasión. No podía permitirme perder la ventaja. Tenía que convencerles de que era capaz de dispararles, pero, ay, yo sabía muy bien que era totalmente incapaz de matar a nadie. Aun así le eché coraje a la situación:

— Entonces… ¿vas a soltar esos alicates? ¿O te he de meter una bala en el cerebro, pedazo de mierda?

Amartillé el arma con el pulgar, click. Funcionó. Martín Varas soltó los alicates cuidadosamente sobre la mesa en la que se alineaban otros instrumentos de tortura. Ahora debía llevar mucho cuidado. Un paso en falso significaría sentarme en otra silla al lado de Óscar, bien atado. En el infierno.

Cabo y Alpáñez me miraban, allí de pie, encapuchados, ocultos los rostros tras los pasamontañas, permanecían con la mente fría, entrenados para este tipo de situaciones. Yo sabía que estaban absolutamente concentrados en encontrar el momento de saltar sobre mí y arrebatarme el arma. No era una broma. ¿Qué podía hacer? ¿Qué tenía que hacer? Aunque parecía que dominaba la situación, yo también, como el pobre Valor, estaba aterrorizado.

— Oye, espera — abrió por fin la boca Cabo Varas—, no te pongas nervioso. Te vas a hacer daño con ese revólver. Dime solo una cosa… ¿tú sabes quién es este hijo de puta? Creo que no. Tú no sabes quién es este hijo de puta ni lo que ha hecho. ¿Lo sabes? Este desgraciado se merece esto y más. Sinceramente, lo mejor es que me des el arma y te vayas por donde has venido. Esto no es asunto tuyo — hizo una pausa y luego agregó— : Muchacho.

¿Muchacho? ¿Eso era una guasa? Reconozco que me desconcertó. ¿Muchacho? Ya no soy un muchacho.

Me tendió la mano para que le entregara el arma.

— Dame el arma. Te prometo que no te va a pasar nada si me das el arma — y seguía tendiéndome su mano.

— Venga, chaval, no tienes ni idea de dónde te estás metiendo.

¡¿Chaval?! Otra vez con la guasa. Yo ya no era ningún chaval.

Lo cierto es que no tenía ni idea de si Óscar había hecho algo merecedor de estar amarrado a la silla de enea.

Tendía su mano Cabo Varas para que le diera el arma. Comprendió que yo no iba a disparar, que en mi vida había empuñado un arma, que matar a un hombre no es cosa fácil. Y no lo es. Ya lo creo que no. Yo sabía que si mataba a uno de aquellos desgraciados me iba a caer un marrón de los de aquí te espero. Un asesinato, sea quien sea el asesinado, tengas las razones que tengas, puede suponer un montón de años de cárcel y de remordimientos sin fin. Me imaginé a mí mismo en la cárcel. ¿Yo en la cárcel? Impensable. Pero… ¿en qué jardín me estaba metiendo, Dios mío? ¿Qué hacía yo allá?

— Dame el arma.

Y Varas se acercaba a mí, se acercaba, se acercaba y no me dejaba pensar. Aquello no iba a durar mucho. La alternativa a no disparar era acabar a la vera de Óscar, amarrado como él a una silla, desnudo, torturado, castrado. Necesitaba pensar. Necesitaba tiempo.

— Venga hombre, no lo pienses más, dame el arma.

No reaccionaba. De ninguna manera iba a ser capaz de apretar el gatillo, volarle la cabeza a una persona, matar. ¿Estaba bloqueado? Moví un poco el dedo índice. ¿Podía moverlo? ¿Me obedecía?

— Dame el arma, chaval. Te juro que me vas a cabrear y va a ser peor. Dame el arma y vete de aquí. Esto no es para ti.

¿Chaval? ¿Otra vez? Empezaba a sentirme muy mal con la broma del chaval. Tenía que poner orden. No podía dejar que se rieran de mí.

— Dame el arma.

— Vale, vale, vale… te voy a dar el arma. Pero júrame que me dejaréis marchar.

— Sin problema. Pero dame el arma. ¡Ya, dámela!

— Vale, vale… te la doy. Pero júrame antes que me dejarás ir. Júralo y te doy el arma.

— Escucha, hombre, ¿cuál es tu nombre?, ¿cómo te llamas?

— No me llamo. Cállate.

— No me puedo callar. ¿No lo entiendes? Este tipo se merece eso y más. Es una mala persona. Tú no tienes ni puta idea.

Alpáñez se mantenía en silencio. Agazapado. Sabía que iba a saltar sobre mí en cuanto tuviera ocasión.

Retomó Cabo su discurso:

— Así que vamos a tranquilizarnos todos. Te dejaremos marchar. Palabra de hombre. Pero nos tienes que dar ese revólver antes de que se te escape un tiro y hagas daño sin querer a cualquiera.

Óscar se agitaba, quería decir algo pero no podía con la mordaza. Pude ver sus ojos, su mirada desesperada. Yo estaba en un callejón sin salida. Me sentía incapaz de apretar el gatillo, ¿cómo iba yo a matar a nadie? Me tocaba confiar en aquel par de energúmenos, confiar en que iban a cumplir su palabra y nos iban a dejar salir indemnes del atolladero. Una voz interior me decía que estaba a punto de cometer el gran error de mi vida, pero por otra parte… ¿un tiro en la cabeza? No me quedaba otra que confiar. Y rezar.

— Bueno… sí, te voy a dar el arma, pero júrame también que dejaréis ir a este hombre. Jurádmelo y os doy el arma. Pero tengo que saber que nos vais a dejar marchar sin violencia. Juradlo. Sin violencia.

— Está bien, chaval. Sin violencia. Lo juramos.

— Jura tú también — dije en dirección a Alpáñez.

— Vale, vale, lo juro — dijo y sonrió Alpáñez. Sonrió. ¿Qué le hacía gracia? Yo quería acabar con aquello. Irme cuanto antes. Pero no lo tenía fácil. Sabía que entregarles el arma era un error. Pero no me sentía capaz de apretar el gatillo. Esa era la realidad. Los ojos de Óscar expresaban el horror más absoluto. ¡No lo hagas!, decía su mirada desesperada. ¡No lo hagas! ¡Nos matarán a los dos! ¡Nos torturarán, nos cortarán los huevos y luego nos matarán!

Pero yo persistía en confiar. Persistía en el error

— Bueno… quiero creeros. Pero… por favor. Hemos hecho un trato. Solo os digo que cumpláis vuestra parte. Toma el arma — dije a Cabo Martín Varas. Óscar Valor abrió sus ojos como platos. No daba crédito; íbamos a morir sin remedio. Y tendí la mano con el revólver, pero entonces se rebeló mi dedo. Mi bendito dedo índice actuó por su cuenta. No hizo preguntas. Solo se enroscó en el gatillo y ejerció la presión suficiente. ¡Bang!

— ¡Coño! — me asusté.

Una bala en la frente. Cabo Martín cayó como un saco de patatas. Me giré hacia Alpáñez que todavía no había procesado lo que acababa de ocurrir. No daba crédito.

— Tú también vas a morir — dijo mi dedo índice.

— No… oye… no… yo… — balbuceaba Alpáñez.

— Díselo a mi dedo — dije yo.

— Por favor… — suplicaba Alpáñez.

— No me cuentes tu vida — dijo el dedo.

— Bang — dijo el revólver.

Entre los ojos. Otro saco de patatas.

No me detuve a mirar los cadáveres. Liberé de ataduras y mordaza a Óscar Valor. Busqué con la vista un grifo donde pudiera lavarse y reponerse un poco, porque iba hecho una pena, cagado, orinado y vomitado. Pero no daba con ese grifo. Recuperó sus ropas que estaban hechas un amasijo en un rincón de la habitación. Todavía perduraba el terror en su expresión. Y el mal olor. Se limpió como pudo con la chaqueta americana de Alpáñez que encontramos colgada de una percha.

— Me ha ido de… décimas de segundo. Me iban a cortar los huevos. Joder.

Miró los cuerpos tendidos en el suelo. Varas todavía estaba vivo. Murmuraba algo: «mama…», parece que decía mamá… o mama, o algo parecido.

Las cámaras de vídeo no se perdían detalle y grababan y grababan todo.

Inca en los columpios

Hacía tiempo que no veía a Inca tan contenta. Jugaba en el recinto de los columpios, corría y brincaba. Había encontrado un compañero de juegos a su medida. Parecían entenderse de maravilla, ahora te persigo yo luego me persigues tú. Una muchacha joven y guapa observaba los lances del juego.

— ¿Es suyo?

— Sí, sí.

Estaba contenta. Estábamos todos contentos. La mañana estaba fresca y despejada, me sentía protegido bajo el árbol grande. La alegría duró hasta la llegada del hombre que nos reconvino.

— Hombre, que los perros no pueden estar ahí, que eso es para los chiquillos, no para los animales.

— Pero si ahora no hay ningún chiquillo — observó con timidez la muchacha.

— ¡Que le digo que los perros no pueden estar ahí! — insistía machacón el hombre

Vi como la chica, que hasta entonces había permanecido distendida y feliz, se tensaba, perdía la sonrisa. Le dije algo, no sé qué, daba lo mismo porque ya no me escuchaba, solo pendiente del hombre que subía la voz y nos llamaba la atención. La muchacha sacó de su bolso una llamativa correa azulgrana. Yo no llevaba correa que sacar. El recinto en cuestión era un pequeño parque artificial para niños con una valla de colores delimitando el espacio y suelo de corcho. Los perros giraban alrededor del columpio y se disputaban un palo de madera. Pero el hombre no estaba dispuesto a permitirlo. El hombre también llevaba perro. Pero amarrado a una correa, todo en orden. Se dirigía a nosotros desde la acera de enfrente, a voces.

— Déjenos en paz, hombre. Que estábamos muy tranquilos hasta que ha llegado usted. Que no estamos molestando a nadie — decía yo.

— Y yo le digo que los perros no pueden estar ahí.

Le hubiera roto la cabeza y me hubiera quedado descansando. Pero no, no. Mejor no. Mi salud no me lo permite. Eso sí, le envié a tomar aire.

— Vaya usted a tomar aire, hombre.

Y el hombre insistía:

— Ni tampoco puede usted llevar suelto a su perro. El perro tiene que ir amarrado.

— Oiga, ya está bien — también la muchacha se impacientaba—. ¿Por qué no nos deja en paz?

El hombre solo se dirigía a mí. A la muchacha ni la miraba. Ni a su perro. Inca sintió que pasaba algo y salió del recinto. El otro perro detrás.

— ¿Quiere ver cómo lo amarra? ¿Usted quiere ver cómo amarra al perro?

Era un hombre de edad, quizás más viejo que yo. Con un bigote blanco y un pequeño perro también blanco y amarrado a una correa. Empezó ostensiblemente a mirar los coches que pasaban en busca de un vehículo de la policía.

— Me voy — dijo la muchacha mientras amarraba a su perro y dicho y hecho se iba.

Yo debería ser prudente y hacer lo mismo porque ni siquiera llevaba una correa para amarrar a Inca. Si el hombre paraba un coche de la policía, con la perra suelta y sin la correa, lo iba a tener peor que mal. Entonces decidí huir ignominiosamente. Media vuelta. Agaché las orejas y emprendí la retirada. Me sentí orgulloso de haber tomado la decisión correcta, la más prudente. El hombre seguía esperando el paso de un coche patrulla. Pegarle no podía, pues no me lo permite el médico. No me permite ejercicios violentos, ni cosas raras, ni impresiones, ni sustos, ni acaloramientos. Podía azuzarle al perro, pero tengo el recuerdo de aquella penosa experiencia, cuando José, mi perro anterior, mordió la pantorrilla de aquel crítico del Diario X. El pobre José, al final, fue quien pagó el pato. No, no azuzaré mi perro contra nadie. Pero todavía tengo el recurso del Primo. Eso pensé, que le echaría encima al Primo. Luego me di cuenta de que no había memorizado la cara del energúmeno. Sí, un viejo con bigote y perro. Pero nada más. Mejor olvidarlo. Era lo más prudente. Además, y bien pensado… tampoco había sido para tanto, ¿no? Un vulgar rifirrafe por el cual no valía la pena partirse la cara.

El Primo

Después de haberme hartado de negarlo, al cabo del tiempo tengo que comerme mi prejuicio y reconocerlo: mi bien material más preciado es el televisor. Mi actividad favorita, pues, ver la tele. Sin prejuicios. Son momentos de intenso bienestar. No me importa reconocerlo. Hubo un tiempo que me daba vergüenza. Incluso me engañaba a mí mismo. Aquello no podía ser, la televisión no podía ser buena para mi espíritu. Entretenida, bueno; entretenida sí, pero buena para el espíritu, eso categóricamente, no. Pues ahora afirmo lo contrario: buena para el alma, sí. Sí, sin dudar. Además es uno de los pocos bienes materiales que me quedan, un viejo ejemplar de 19 pulgadas, en color, no me sé ni la marca, pero funciona bien, sin grandes alharacas, lo justo, lo correcto. Un poco como yo, lo justo, lo correcto, no nos pidan más. Nada de pantalla plana ni modernidades por el estilo. Ya lo he dicho, un viejo ejemplar.

Así que llegué a casa y puse la televisión. La perra bebió agua y se fue al balcón a fisgar la calle. En la televisión una presentadora se hacía la simpática. Y no lo hacía mal. Yo sé que tiene su mérito salir en pantalla sonriendo con naturalidad. Yo no sabría hacerlo mejor. Pese a la presentadora, la imagen del viejo retornaba a mi mente. Dios, aquel viejo se había puesto muy impertinente. La presentadora intentaba distraerme con sus monerías pero el recuerdo del viejo persistía en mi cerebro. Mirado fríamente yo había hecho muy bien en retirarme. Había sido prudente. No tenía sentido martirizarse.

La prudencia. Saber morderse la lengua. Saber esperar. No puedo ir dando el cante por las calles. Mucho menos por culpa de un viejo idiota que se pone impertinente porque los perros disfrutan. Vaya con el viejo que me hizo quedar tan mal delante de la muchacha. ¿Por qué no fui hasta su posición y le arreé un par de bofetadas? No era más que un viejo. Pero es que yo también soy un viejo, probablemente más viejo que el mismo viejo. Y ya lo dije antes, no estoy para esas alegrías. El médico me lo prohíbe terminantemente, no es coña, ya veis lo torcido y despacito que camino. No puedo llevarme sofocones ni sufrir violencias. Despacio, amigo mío, despacio, insiste mi médico, que no es que sea mío, en verdad cada vez es uno diferente, pero todos me dicen lo mismo y debo fiarme de su criterio, más todavía cuando me recomiendan reposo y las medicinas correspondientes. Me gusta el reposo y no le hago ascos a las medicinas. Y lo que decía, que cada vez es un médico diferente porque mi sistema son las urgencias. Cuando me siento mal escojo una buena lectura y me encasqueto en las urgencias del hospital más cercano. Ahí es donde me hacen las mejores revisiones: análisis de sangre, radiografías… lo que haga falta. Y además me dan los mejores consejos: nada de violencias, ni peleas, ni nefastos sentimientos de ira o de venganza. Mejor dedicarse al saxofón y a comer bien. Bueno.

En casa sigo dale que te pego con el sucedido del viejo. Olvídate, hombre; olvídate ya. Pero no me olvido. Primo, ¿dónde te metes? El Primo no es que fuera mi primo. Todo el mundo le llamaba Primo, quizás porque él a todos llamaba «primo». «Hola, primo». «¿Cómo estás, primo?» Éramos muy diferentes y aunque era mucho más joven que yo, congeniábamos, me llevaba bien con él. El Primo tenía la idea de que yo era poco menos que alguien, un tío importante con recursos y amistades que además sabía tocar el saxofón. No veas. Era obvio que yo nunca tenía un duro, pero eso le daba igual al Primo. A él le parecía que yo no era un cualquiera. Con eso tenía suficiente. Yo no le engañaba, era él quien se hacía esas ideas. Tampoco me dedicaba a desengañarlo. Sentía que el Primo podía hacer cualquier cosa por mí, cualquier cosa que le pidiera, por ejemplo deslomar al viejo que me había irritado tanto aquella mañana. Qué tontería. Yo no quería sentir aquel rencor, no quería ser así. Es la puta edad, que me ha hecho ser tan malicioso. Olvida al viejo, olvida las afrentas. Es una inutilidad colgarse de tales historietas. Vive, copón. Vive y olvida. Pues no, vivo pero no olvido. No olvido, no me da la gana, hasta aquí hemos llegado, etc., etc. ¿Por qué tengo yo que comerme el mal rollo de ese señor amargado? ¿Por qué no puedo disfrutar de mi perra ahora que ha encontrado un compañero de juegos y estamos todos tan contentos? No me joda, caballero, porque estaba charlando con esta hermosa muchacha en este momento único temprano por la mañana amaneciendo. Este momento que nunca volverá y que ese señor está impidiendo que pase.

El Primo tampoco tenía nunca un duro. Se había metido en tantos problemas que finalmente sus padres habían optado por renegar de él. No querían saber nada. Pero el Primo era una buena persona. No tenía maldad, aunque ya hubiera mandado a más de uno al hospital, y no sé si a la morgue. Nunca lo quise averiguar, solo sé que pagó muchos años en la cárcel. Nunca nadie me dijo el motivo, y él no era muy proclive a hablar del talego; pocas veces se refería a su larga experiencia carcelaria. Pero era en esencia buena persona. Y grande y fuerte. Yo lo apreciaba y él me apreciaba a mí. Y me respetaba.

Fantaseo con la posibilidad de llamarlo para que le ajuste las cuentas al viejo horrible. Sé que es una mala jugada hacerle eso al Primo. Y no es plan. Acaba de salir de la cárcel y no debe meterse en líos. Es más, yo, como amigo de su tío paterno, debería velar por que tal cosa no ocurra, vigilarlo incluso para evitar que vuelva a las andadas. Bastaría que se lo insinuara: ese viejo me ha insultado, o me ha mirado mal, o cualquier cosa insultante o vejatoria para que saliera como las balas a poner orden. Pero sé que no debo. Su tío no me lo perdonaría, si bien, todo hay que decirlo, no es que su tío se ocupe tampoco mucho de él. Más bien lo tienen un poco al margen, apartado, a raya, no es un buen ejemplo para sus hijos, los primos del Primo, gente educada y muy formal, los estudios, la familia, y probablemente la misa de los domingos, porque la mujer de mi amigo, su tía política, es muy religiosa, me consta. También el Primo es una persona creyente, y también yo creo vagamente en algo, no sabría decirte en qué, pero eso no quita que le desee al viejo un par de bofetadas. Aunque, insisto: no sería honrado hacerle eso al Primo. Y si me da mal rollo haber dejado escapar impune al maldito viejo, recordaré el antiguo sucedido con aquel crítico teatral al que un mal día se le ocurrió escribir aquella crónica insultante, injusta y devastadora y sentimos que había que darle su merecido al hijo de su madre. Joder, qué historia.

No debe repetirse. No vale la pena.