La renguera del perro

La renguera del perro

Patricia Suárez

XLVI premio internacional de novela corta “ciudad de barbastro” 2015

Seudónimo Diana Arroz

Suárez, Patricia

La renguera del perro / Patricia Suárez. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Galerna, 2017.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga y online
ISBN 978-950-556-705-8

1. Literatura Argentina. I. Título.

CDD A863

Primera edición en formato digital: abril de 2017

Digitalización: Proyecto451

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ISBN edición digital (ePub): 978-950-556-705-8

Llévame a la Iglesia

Llévame a casa

Capítulo 1

La mujer que León Ventura amaba vivía en una ciudad pequeñísima a la vera de un río caudaloso: San Antón. A decir verdad, no sabía si la amaba. Amar era otra cosa, se decía a sí mismo para acallar la angustia. Y era evidente que ella no lo amaba. O sea que estaba usando la palabra amar por pura retórica romántica. León Ventura era periodista y escritor. Era un escritor en sentido general, y la crítica lo consideraba un escritor en estilo pato mandarín: escribía todos los géneros y en ninguno se destacaba. El lector no moría de aburrimiento pero tampoco tenía un ataque de euforia. Dos o tres libros de poemas, cinco obras de teatro, dos novelas muy extensas que morían en las mesas de saldo de la calle Corrientes por veinte pesos cada una. Pero si ibas y decías que no tenías veinte pesos, no te alcanzaba la plata, para comprar una novela de Léon Ventura, el librero, que más que pecar de generoso pensaba en cómo evitar que el exceso de papel le llenara de cucarachas el local, te la vendía por lo que tuvieras: quince pesos, doce, ocho. Lo que tuvieras estaba bien.

Aquella ciudad pequeña era en la que León Ventura había pasado tantos veranos cuando niño, visitando a sus tíos. Los tíos lo llevaban a pescar o mejor, a contemplar la pesca del surubí, un pez llamado el tigre del río Paraná, por su imagen o por su ferocidad. En esa época, paseaba con los tíos, navegaba con ellos en un lago artificial entre patos medio desplumados mientras la tía tiraba mendrugos de pan duro que llevaba en la cartera, o visitaba el monumento patrio que caracterizaba la ciudad y el zoológico. Del zoológico recordaba al mandril, masturbándose de continuo cuando se paraba delante de él una señora. Todo esto perturbaba a León Ventura, entonces Leoncito; sin embargo fue la única fuente de excitación de sus siete a sus doce años en aquella ciudad: básicamente, con los tíos se aburría de muerte. Por suerte, los tíos fallecieron. Él no recordaba mucho el asunto, había sido un accidente en la ruta, tenían un Renault 9 y se estamparon contra algo: un árbol, un camión. Él, por ese tiempo, estudiaba en la facultad y no fue al velatorio ni al entierro. Su madre le contó que hubieron de velarlos a cajón cerrado, porque estaban muy destrozados por el accidente. La madre agregó que no pudo soltar una lágrima porque ella no podía llorar la pérdida de dos cajas de madera en lugar de la de dos personas; y así como ella, todos los concurrentes. O ninguno soltó una lágrima por incapacidad de ver a través de la madera del ataúd, o a los tíos de San Antón no los quería nadie. Como sea, pasó. Él ya no volvió a la ciudad pequeña.

Había escrito un par de veces sobre este paso sanantoniano de su vida, un cuento y un texto para una revista literaria. En el cuento, el protagonista era un viejo obsecuente, empecinado en hacer florecer unas orquídeas, de nombre achira, que sólo florecen muy al norte en el país. El viejo empeñaba una fortuna en eso. El cuento “La achira” estaba en un volumen menor, publicado en una ciudad capital de un país limítrofe, Uruguay. En los países limítrofes no te lee nadie: no sos el autor exótico que debió atravesar siete mares y cinco continentes para venir a dar al regazo del lector, y tampoco sos el autor fraterno, cercano, con quien el lector se puede topar en una librería o en un shopping al cerrar su libro. Es como un dramaturgo chileno decía a propósito de tener cuarenta años: dejaste de ser una promesa del teatro y tal vez estás a punto de convertirte en un clásico: en suma, no le interesás a nadie. En el artículo para la revista, mencionaba a San Antón porque allí se encontró por primera vez con Julio Verne; aburrido él de sus tíos y fastidiados sus tíos de él, le compraron un libro. Su primer libro, un libro suyo, de su propiedad. De la Tierra a la Luna. Eso fue todo, le pagaron cuatrocientos pesos por el artículo en la revista, de los cuales gastó casi cien en taxi en el viaje de ida y vuelta a la oficina editorial.

Cuando ella lo llamó de San Antón por primera vez, tuvo un sobresalto. Ante la primera impresión, nada más que por oír su nombre en los labios de ella, le dio el impulso de quitársela de encima. Como si algo se le hubiera prendido en la ropa, abrojos o un erizo con las púas paradas. Hubiera sido razonable hacerlo, pero no fue lo que hizo. Se limitó a escuchar el motivo del llamado, mientras deslizaba sus ojos por el correo electrónico abierto en pantalla. Cinco africanas le pedían ayuda para salir de su país; le solicitaban no un apoyo diplomático, sino un giro por Western Union. Suprimía los correos con la mano derecha, mientras que con la izquierda sostenía el tubo del teléfono. Por la voz al otro lado, ronca y cascada al final de cada frase, él sospechó que era una mujer mayor. Y rica. Veterana, fue la palabra que se formó en su mente, y con plata. Aburrida tal vez y con inquietudes literarias. ¿Podía él leer algunos poemas suyos, bocetos, algo por el estilo?, pedía. A ella le hubiera gustado tomar clases con él, ir a un taller, un seminario que él dictara, no importaba cuánto tuviera que viajar, si era en Buenos Aires o en la Cochinchina. A él le hizo gracia esa desesperación, tan femenina, por otra parte; se consideraba a sí mismo un escritor menor. En el panteón donde yacían Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares, él no tenía ni media parcela. Se limitó a responderle que él no daba clases de ningún tipo, ni conferencias sobre el oficio o el arte de escribir. Detestaba el punto en que un taller literario se convierte en un cotolengo de psicosis menores y neurosis mayores. Hubo un silencio prolongado donde pudo sentir la decepción de la mujer. Pero puedo leer sus poemas, le dijo. Había que devolver a la Providencia los favores recibidos y él recordó cuando jovencito la ya entonces gran poeta Alejandra Pizarnik leyó sus textos y le contestó. No recordaba las palabras de su respuesta, sólo el gesto: la misiva. Mándemelos impresos por correo postal. (Tenía terror de que una escritora psicópata compulsiva le atestara el correo electrónico con su obra, hasta reventarle el CPU). Dictó con cuidado su dirección postal; la mujer apuntó. Le preguntó cómo se llamaba. Jacqueline, respondió, Jacqueline Ésser. No respondió Ana Carlota Wasserman; no valía la pena decir que se llamaba Ana Carlota Wasserman; el tipo no iba a pedirle el documento de identidad, por mucho que ella lo admirara; no le iba a salir con que necesitaba su partida de nacimiento para corroborar sus datos. Tenía veinticuatro años, agregó Ana, para él Jacqueline, pero ya casi cumplía los veinticinco, agregó apresurada. Eso fue todo; él colgó y se preguntó si no debería contestar a alguna de las africanas primero y pedirles que le enviaran una foto en pelotas, antes de mandarles plata.

Capítulo 2

Los escritos tardaron unos meses en llegar; al parecer, Ana Wasserman no había tomado nota correctamente de la dirección, o la escribió mal en el sobre. Así que cuando el cartero le devolvió el paquete, lo guardó y escondió, avergonzada, suponiendo que el escritor los había rechazado. Ni siquiera se había dignado a posar sus ojos en los desplumados poemas. Cinco o seis semanas después, cotejando las direcciones, comprendió que había escrito calle Moguillanes donde iba calle Magariños. Volvió a meter los papeles en otro sobre y explicó brevemente qué había sucedido. Quiso ser más amable, cálida. No tenía la intención de que el escritor sospechara que ella estaba ansiosa, necesitada, que buscaba un destino. En la carta lo llamaba profesor Ventura, aunque él no era profesor. Y lo trataba de usted, por la diferencia de edad –veinticinco años– y porque no lo conocía. Ella no quería quedar como una aventurera literaria. Al fin y al cabo, toda la idea de contactarse con un escritor famoso y al que se recordaba en San Antón como un lugareño, había sido de su marido, del marido de Ana Wasserman, José. Si ella quería escribir, le dijo, tenía que buscar alguien que la ayudara, la apadrinara. José Wasserman se dedicaba a la cría de perros. Pastores alemanes. Tenía un criadero con dos machos de pelaje negro y cinco hembras, todos de pedigrí. Uno de los machos había sido premiado por el Kennel Club y a una de las hembras, que era muy vieja, hubiera debido sacrificarla, pero él no tenía corazón para hacerlo. José era un buen hombre, quince años mayor que su mujer, y aplomado. Quienes lo conocían dictaminaban que José era un espíritu tranquilo, lo que se denomina un buen tipo. Había que tener buen temple para adiestrar animales, perros de policía. Ana tenía la sospecha de que quienes opinaban así confundían tranquilidad con lentitud. José era lento, José era la quietud mental en persona; en suma, creía ella, José era un subnormal que solamente con los perros se entendía. Acostumbraba a darle consejos a Ana, autorizado por la diferencia de edad. Ana, rebelde, acababa gritando que la dejara en paz; para equivocarse, ella se bastaba a sí misma. Eso fue lo que le gritó la vez que volvió el paquete del correo; hasta que él la apremió para que revisara las direcciones, los datos que el tipo, el escritor, le había brindado. Ella era una cabezahueca, era una papafrita, le decía él sin levantar la voz; pero si Ana seguía sin obedecerlo, él le chillaba que era una estúpida y que tenía menos inteligencia que una yegua preñada. En situaciones así era cuando Ana, ofendida mortalmente, le negaba sus noches. Lo conminaba, como decía ella, a hacer el amor con el aire, hasta que él le pidiera perdón sincero y ella pudiera perdonarlo. José se encogía de hombros y se iba por donde había venido. Si ella no quería hacer el amor con él, peor para ella. Onán había dado más de una idea a los caballeros solitarios y él se consolaba con los consejos de Onán. Si la pelea duraba mucho tiempo, él se iba al cobertizo y dormía abrazado a Reina, la perra joven. La acariciaba hasta dormirse y aunque una u otra vez se le había pasado por las mientes penetrarla, nunca lo había hecho. A la perra no le hubiera gustado y quién sabe si no lo hubiera mordido. La mordida del pastor alemán puede ser mortal; es una de las ocho razas responsables de casos trágicos junto con el malamute, el chow chow, el san bernardo, los huskies, los rottweilers y un par más que él ya no recordaba…

Capítulo 3

Leyó los dos poemas, de un tirón. Uno muy corto, con verso libre, blanco; una especie de epigrama. El otro era como una oda. Antes estaba solazándose con Perec, Georges Perec, para hacer un artículo sobre su obra. Nadie entiende a Perec como corresponde, decía él. E iba a publicar un ensayo en un suplemento literario donde parecían interesados en esta apostilla. Por supuesto, él escribía afanosamente y, más tarde, el jefe de sección del suplemento cultural en cuestión le taladraba la paciencia conminándolo a reducir el ensayo a ocho mil caracteres con espacios, o seis mil, o cuatro mil; de suerte que para los lectores él quedaba como un tarado que sabe Dios qué carajo opinaba sobre el raro escritor francés. O sea que, cuando llegaron los cuentos por correo, León Ventura estaba leyendo Las cosas, ese libro maravilloso, que no cuenta nada especial que no sea la confusión y la fantasía de un matrimonio más o menos mal avenido pero con ideas políticas que no desean ellos que sean burguesas; lo grandioso del libro era que estaba escrito de pe a pa con verbos en modo potencial: diríamos, haríamos, revolucionaríamos, fracasaríamos. Detuvo toda esa maquinaria –que acorde se acercara a la vejez, León Ventura vería como vana e infernal– para leer las hojas metidas dentro del sobre de papel Manila y recién llegadas de San Antón. Con el primero de los poemas se dijo que ella tenía afición a los versos de corazón roto. Buena pluma, pero un poco cursi, sí, algo que había que admitir como propio de la edad. Con el segundo sintió un tirón en la boca del estómago. Algo no encajaba; algo le dio vuelta el alma dentro de las tripas. La autora era una mujer de veinticinco años que vivía en San Antón, una ciudad mínima dentro de la provincia de Santa Fe, Argentina; una ciudad insignificante en Occidente. Jacqueline Ésser. Después pensó que se trataba de un plagio; era casi seguro que fuera un plagio. ¿Para qué?, él no lo sabía; el mundo está lleno de gente loca: a lo mejor se imaginaba que ser leída por él le daba un brillo especial. Baudelaire, eso era. Esto le sonaba como un poema plagiado de Las flores del mal de Charles Baudelaire. Menos mal que él no daba talleres, ni seminarios, ni robaba a nadie con un deseo imposible o inconmensurable de ser escritor, sino hubiera tenido que detenerse a explicar qué clase de pájaro era este Baudelaire.

No: la tal Jaqueline Esser no había copiado a Charles Baudelaire. Pensó entonces en Delmore Schwartz, Q.E.P.D., ya que era o había sido un autor de moda. Moda que se acrecentó después de su muerte (y la leyenda: su cuerpo dos días abandonado en la morgue), ¿por qué era así? ¿Por qué la gente compraba más discos de determinado cantante después que el cantante tenía una sobredosis y estiraba la pata…? ¿Por qué leían los libros de un autor maldito, que se cagó de hambre literalmente toda su perra vida, y sin embargo al morir de cirrosis se convierte en un autor de culto leído por miles…? ¿Por qué? Porque la gente básicamente es mala. No hay otra respuesta. “Seraut, domingo a la tarde a orillas del Sena”, ese era el poema de Delmore Schwartz que le recordaba Ana. Después, León desistió: en ese pueblucho de mierda ¿adónde iba a leer Ana Wasserman a Delmore Schwartz, si además ni siquiera estaba traducido en forma de libro dentro de una editorial, un catálogo de fácil acceso? Las librerías del poblado –si es que las había– no comprarían otra cosa que los manuales de texto Santillana y Estrada. A lo mejor, ella compraba por Internet. Capaz que era una de esas nenas de mamá, caprichosas, con una mamá o un papá ganadero o dedicado al cultivo de la soja, y podía ella adquirir libros en Amazon o en Cúspide o en Yenny y se los enviaban a domicilio. En Amazon seguro que no, porque mandaban todo por correo DHL a las ciudades que tenían una receptoría de DHL y ese pueblo del culo del mundo no tendría DHL. No habiendo plagiado a Baudelaire ni a Delmore Schwartz, ni a algún otro que León Ventura no recordara en este preciso momento, a lo mejor lo que ella tenía era talento: a lo mejor, sí, ella tenía un don. Así empezaría su carta de respuesta, diciéndole: Usted es mujer y vive en San Antón. Usted escribe. Usted es un milagro de la naturaleza. Dudó acerca de si ponerle o no la siguiente frase, pero para cuando acabó de un envión la copa del tinto chileno que estaba tomando, le escribió: Venga a verme. Y se despidió: Cordialmente suyo, L.

Capítulo 4