A mi querida sobrina Ana Lozano, con el deseo de que,
 mientras llega el momento de su inquietante cita
 con la Puerta Oscura, vaya dejándose atrapar
 por el hechizo que se oculta en las páginas de los libros.

¿Qué son los espejos sino la promesa de una frontera permeable, de una excéntrica ventana a ambos lados desde los cuales se observan figuras incompatibles... niños y adultos... vivos y muertos...? No nos fascinarían tanto los espejos... ese otro mundo más oscuro, misterioso e inquietante que el nuestro... la muerte.

LUIS DURÁN, El martín pescador

Vámonos ya. Los muertos nos esperan.

JOSÉ EMILIO PACHECO, Novela de terror

Contenido

Dedicatoria

Cita

 

Preliminares

Capítulo I

Capítulo II

Capítulo III

Capítulo IV

Capítulo V

Capítulo VI

Capítulo VII

Capítulo VIII

Capítulo IX

Capítulo X

Capítulo XI

Capítulo XII

Capítulo XIII

Capítulo XIV

Capítulo XV

Capítulo XVI

Capítulo XVII

Capítulo XVIII

Capítulo XIX

Capítulo XX

Capítulo XXI

Capítulo XXII

Capítulo XXIII

Capítulo XXIV

Capítulo XXV

Capítulo XXVI

Capítulo XXVII

Capítulo XXVIII

Capítulo XXIX

Capítulo XXX

Capítulo XXXI

Capítulo XXXII

Capítulo XXXIII

Capítulo XXXIV

Capítulo XXXV

Capítulo XXXVI

Capítulo XXXVII

Capítulo XXXVIII

Capítulo XXXIX

Capítulo XL

Capítulo XLI

Capítulo XLII

Capítulo XLIII

Capítulo XLIV

Capítulo XLV

Capítulo XLVI

Capítulo XLVII

Capítulo XLVIII

Capítulo XLIX

Capítulo L

Capítulo LI

Capítulo LII

Capítulo LIII

Capítulo LIV

Capítulo LV

Capítulo LVI

Capítulo LVII

Capítulo LVIII

Agradecimientos

Créditos

El ente se mueve, deslizándose por la dimensión neutra de los fantasmas con los movi-mientos ávidos de un depredador. busca, rastrea. la imagen de un adolescente le obsesiona. No ha olvidado sus facciones suaves, tímidas, aunque han transcurrido meses desde que se vieron por última vez. Lo necesita. Pero no lo encuentra.

Recorre túneles oscuros, vías abiertas en la región desconocida donde merodean los espíritus hogareños, las almas de aquellos que al morir se quedaron anclados al mundo de los vivos por algo pendiente, algo que les impide descansar en paz.

Él es una criatura distinta, de naturaleza maligna, libe-rada por las circunstancias en aquel entorno inerte don-de apenas puede dar rienda suelta a sus sanguinarios instintos. Y no está dispuesto a pasarse la eternidad vagando por esa red de galerías como una sombra de los vivos. Por eso escudriña en esa otra realidad a la que no pertenece, aquella poblada por corazones que todavía palpitan.

Busca al Viajero con ansiedad. Ha rastreado ya buena parte de la ciudad donde sabe que habita, París, surgiendo furtivamente desde la otra dimensión.

El ente avanza por esos corredores en tinieblas salpicados de tenues destellos, brillos que advierten de accesos al mundo de los vivos a través de espejos. Se aproxima a esas islas resplandecientes desde la zona oscura y se asoma al otro lado de aquellas fronteras de cristal enmarcado.

Espía. Atisba inofensivas escenas domésticas, ha-bitaciones vacías, pasillos irregulares de viejas casas parisinas. De vez en cuando, travieso, interfiere en esa realidad de los vivos. Pero se reserva su auténtica capacidad de hacer daño. Necesita hallar al Viajero. Cuanto antes.

Abandona su posición frente a un espejo y retorna a la penumbra de la región de los fantasmas hogareños. Ninguno se cruza con él, le tienen miedo. Se ocultan a su paso.

Hacen bien.

El ente es un ser condenado que ha escapado de momento a su sentencia eterna. Alimenta odio y apetito. Constituye en sí mismo una prolongación del Mal, que llega desde tierras de oscuridad abisal de donde nadie vuelve.

Se detiene atraído por el siguiente resplandor que anuncia otro acceso al mundo de los vivos. Husmea, impaciente. Se aproxima hasta aquel nuevo espejo y se inclina sobre él, sus ojos perversos examinan el pano-rama al otro lado.

Y entonces lo ve. Distingue a su presa, lo reconoce cepillándose los dientes en el cuarto de baño al que comunica aquel cristal. Es el Viajero, sin duda. Por fin ha localizado su domicilio, por fin ha dado con él.

El ente esboza una sonrisa aviesa mientras sus miradas se cruzan a una distancia muy corta –el ser maligno casi percibe su aliento–, aunque el chico no se percata de nada; tan solo mira su propio reflejo en el espejo y, sin sospechar lo que acecha al otro lado, deposita el cepillo en un vaso y se enjuaga.

Se oye correr el agua del grifo, la vibración ronca de una cañería. La criatura demoníaca alarga un brazo, regodeándose en el encuentro, como si se dispusiese a acariciar el pelo del muchacho que ahora se inclina sobre el lavabo. El ente detiene su mano de dedos retorcidos, no atraviesa la plancha de vidrio que los separa; todavía no.

Prefiere esperar. Ahora ya no hay prisa.

Tras meses de búsqueda, puede aguardar unas horas…

El ente se relame. Finalmente, el Viajero va a ser suyo.

CAPÍTULO
 
I

 

AUNQUE todavía quedaba lejos la hora de levantarse para ir a clase, Pascal Rivas estaba ya despierto. Permanecía sobre la cama con los ojos cerrados, su delgada figura tendida en una postura cómoda, meditando. El día anterior había tomado una decisión trascendental que le hacía recordar una incómoda ansiedad: interrumpir la cuarentena impuesta por Daphne, la pitonisa, desde que retornara del Más Allá tras su último viaje.

Sí, mantener durante unas semanas la rutina del lycée había sido una buena idea para evitar llamar la atención de la policía tras todo lo sucedido en los meses previos; pero Pascal no soportaba más aquella postiza tranquilidad que todos aparentaban, ese anodino discurrir de sus días de estudiantes que en realidad ya no existía. Por mucho que lo pretendiesen, aquel retorno a sus vidas anteriores resultaba artificial; nunca volverían a ser los mismos, y procurarlo era como renegar de su propia naturaleza: una tarea ardua, pero sobre todo inútil.

Además, como señalara la vidente, él era a fin de cuentas quien ostentaba el control como Viajero, él era quien debía determinar cuándo volver a ejercer su rango. Y había llegado el momento, se lo pedía su mente... y también su cuerpo. Recordó a la hermosa Beatrice, sus transparentes ojos rasgados bajo el cabello castaño, su cuerpo estilizado, su voz dulce. Necesitaba volver a ver a esa chica que aguardaba en el Más Allá, a pesar del conflicto íntimo que su presencia generaba en él debido a los sentimientos que continuaba albergando por Michelle, su mejor amiga en el mundo de los vivos. Otro tema pendiente.

Necesitaba iniciar un nuevo viaje a la Tierra de la Espera.

Estaba decidido. Ese mismo día acudiría al local de la Vieja Daphne para comunicarle que había llegado la hora de cruzar de nuevo la Puerta Oscura. Hacerlo entrañaba riesgos, claro. Acceder al Mundo de los Muertos no era una excursión inofensiva, pero Pascal ya no podía eludirla por más tiempo. Había asumido su condición de Viajero y ahora experimentaba la poderosa llamada de la Puerta.

Jules Marceaux, que como gótico le había ido preguntando al respecto durante aquellas semanas, no podía disimular que también estaba deseoso de asistir una vez más al espectáculo desplegado con la apertura de la Puerta Oscura. Su afición a la noche, a lo siniestro, era más fuerte que la prudencia. Michelle, sin embargo, y aunque compartía con su amigo Jules la filosofía gótica, se mostraba mucho más comedida, tanto por todo lo que había sufrido en aquella otra dimensión cuando fue raptada, como por el hecho de que ahora se estaba planteando salir con Pascal –o al menos eso creía este–, lo que le llevaba tener más en cuenta los riesgos. Incluso como simple amiga, le preocupaba lo que pudiera pasarle al joven español en el Otro Mundo.

Aun así, la atracción ante la incógnita del Más Allá los embargaba a todos. Incluso a Dominique, el más racional de todos los amigos, que en el fondo también deseaba conocer más detalles sobre aquel otro espacio inerte. Pascal estaba convencido de ello. El aura mística de la Puerta Oscura los poseía; de alguna manera, en cuanto alguien entraba en su horizonte de sucesos, sufría una especie de atracción hipnótica. El hecho de que merodear en torno a ese umbral misterioso supusiese jugar con fuego resultaba irrelevante.

Pascal detuvo sus reflexiones de forma súbita. Algo había acariciado su mano, que colgaba fuera de la cama. Lo habría jurado. Se quedó quieto, sin atreverse a abrir los ojos. ¿Tal vez estaba medio dormido, y lo había soñado?Tragó saliva. Otra vez aquel cosquilleo juguetón entre los dedos. A Pascal casi se le detuvo el corazón. No estaba solo. El pánico le impidió apartar el brazo, como si delatar su estado insomne pudiera provocar algo peor. Pero lo que verdaderamente le puso un nudo en el estómago fue sentir sobre el rostro, segundos después, una corriente tibia de aire.

Delicada, suave. La ráfaga tenue recorría su cara y agitaba su flequillo, podía percibirlo. Era un aliento.

Alguien –o algo– soplaba encima de él.

Pascal no aguantó más la incertidumbre y abrió los ojos de golpe. Solo alcanzó a ver una silueta de baja estatura que se ocultaba bajo su cama entre carcajadas infantiles. Aquellas risas congelaron su rostro, no pudo evitar traer a su memoria la imagen de Marc, el ente demoníaco que liberase por error al volver de su último viaje al Más Allá. Un escalofrío se deslizó por su espalda. Aun así, no quiso precipitarse; tal vez se trataba de un simple fantasma hogareño que acudía para transmitirle algún mensaje como Viajero.

Pascal dirigió la vista hacia el armario de su dormitorio, que contaba con un espejo en la cara interior de una de sus puertas. En efecto, el mueble estaba abierto. La posibilidad de que fuese un espíritu hogareño ganaba enteros. Algo había entrado por allí a su habitación.

El Viajero procuró recuperar un pulso normal. «Los hogareños no son agresivos», se dijo, controlando la respiración. A continuación, se incorporó, modificó su postura para sentarse sobre el colchón y, después, se impulsó hasta apoyar –no sin titubear antes, ¿acaso no podía volver a salir aquel espectro por cualquier extremo de la cama?– los pies desnudos en el parqué.

Pascal imaginó cómo unos ojos siniestros estudiaban sus propios tobillos desde el resquicio que, a la altura del suelo, dejaban libre los flecos colgantes del edredón. Apartó de sí aquella imagen inquietante. Sus fantasías podían convertirse en su peor enemigo.

Ahora llegaba lo más difícil, lo más desasosegante: agacharse para comprobar si aquella presencia continuaba bajo la cama. Suspiró.–¿Hola? –saludó sin mucha convicción, con el anhelo de que aquel presunto espíritu ni se asomara ni estuviese, evitándole el riesgo de aquel último movimiento tan vulnerable.

Nada, como era previsible. No hubo respuesta.

Con lentitud, Pascal se puso de rodillas frente al lecho, repitiéndose, como un niño que se enfrenta a solas con la oscuridad, que no ocurría nada. Que no iba a ocurrir nada. Procuraba convencerse para no perder la entereza que requería su actuación.

Comenzó a inclinarse hacia la grieta oscura que se abría bajo el somier, medio oculta por el telón de las sábanas algo sueltas. Lo hacía a cierta distancia, por si acaso. Contempló el medallón que siempre llevaba al cuello y que ahora, por culpa de su posición, colgaba balanceándose en el aire. Lo agarró para colocarlo de nuevo bajo su camiseta.

Estaba helado.

«Joder», alcanzó a pensar mientras un sudor frío empezaba a empaparle el cuerpo. Ahora tenía claro que había cometido un error subestimando aquella aparición. Tendría que haber cogido su arma, la daga del Viajero capaz de dañar carne muerta, antes de aproximarse.

Paralizado, no lograba apartar de su mente el hecho de que su talismán solo se enfriaba ante la cercanía de alguna criatura maligna. No. Ya no había duda, por tanto, del propósito hostil que arrastraba aquel visitante de madrugada.

El problema era que él se encontraba frente al lugar donde se había ocultado aquel espíritu. ¿Tendría todavía margen para alejarse y alcanzar su daga? ¿Le permitiría la suerte llegar de un salto hasta el pequeño mueble donde la guardaba? Comenzó a separarse de la cama paulatinamente, con ánimo de no alertar al ser que aguardaba agazapado frente a él, aunque aquella cautela no sirvió de mucho cuando un brazo pequeño surgió de improviso de la brecha negra y cayó sobre él sin darle tiempo a reaccionar, agarrándolo del cuello con una energía insospechada.

Pascal intentó apartarse, se revolvió luchando por liberarse de aquellos dedos de niño que se incrustaban en su garganta con fuerza de adulto. Ni con sus dos manos lograba zafarse de aquel cepo de piel joven que le impedía tomar aire.

El pulso silencioso continuaba, solo delatado por los pequeños golpes secos que el cuerpo de Pascal provocaba en el suelo con sus frenéticas contorsiones. El oxígeno empezó a faltarle, su rostro congestionado se volvía hacia la puerta de su cuarto, incapaz de emitir sonidos inteligibles o, por lo menos, audibles.

Solo salían de sus labios gemidos ahogados. No podía pedir ayuda.

A su espalda, las puertas del armario se habían abierto más, como esperándole.

Pascal continuaba resistiéndose a aquella extremidad que se perdía en la zona oculta bajo la cama, cada vez con menor impulso. Tuvo una idea, algo desesperada. Sin mirar, estiró un brazo hacia el cajón de la mesilla, que por fortuna estaba a su alcance, hasta tocar el tirador. Su visión, mientras tanto, empezaba a enturbiarse, pero no detuvo su iniciativa, del mismo modo que su atacante no reducía la presión de sus manos.

El chico insistió en maniobrar con su mano libre. Empujó hasta que el cajón quedó completamente abierto, y entonces forzó la postura para introducir los dedos en el interior y comenzar a revolver con el rastreo indiscriminado de un ciego. Tanteaba los objetos y los descartaba al identificarlos, para proseguir su búsqueda sin pérdida de tiempo.

El Viajero veía cada vez peor, y unos primeros vahídos le advirtieron de que estaba a punto de perder la consciencia. Disponía de muy poco tiempo antes de quedar a merced de aquel inesperado visitante.

Al fin halló lo que buscaba, el tercero de los instrumentos del Viajero junto con la daga y el talismán: se trataba del brazalete que atenuaba los latidos del corazón, acababa de reconocer su perfil curvilíneo y su tacto neutro. Lo atrapó sin pérdida de tiempo y, atrayéndolo hacia sí, ya con el balanceo de un borracho a punto del desmayo, consiguió ponérselo en la muñeca.

En el instante en que aquella pieza de metal entró en contacto con su piel, los dedos que estrujaban su garganta perdieron empuje, aflojaron su cerrazón al no detectar la presencia viva que anhelaban. Pascal, envuelto en toses conforme el aire volvía a entrar en sus vías respiratorias, los apartó de un golpe y retrocedió varios metros.

Cuando se hubo recuperado, se asomó bajo su cama con la daga en la mano, pero ya nada lo esperaba.

Se había salvado... no sabía de qué.

CAPÍTULO
 
II

 

PASCAL Rivas había sido el último en entrar a las duchas tras la clase de Educación Física de aquella mañana, y ahora permanecía medio vestido en un banco de aquellos vestuarios ya vacíos, con gesto abstraído, secándose sin prisa con su toalla. Aún no había logrado quitarse de encima la preocupación por el fenómeno paranormal que había sufrido de madrugada, y que no acababa de entender. ¿Por qué había sido atacado? ¿Quién era aquella criatura? Pensar en Marc no tenía mucho sentido; ¿para qué iba ese ente demoníaco, una vez liberado, a atacar a la persona de la que se había servido para huir de la región de los condenados? Por otro lado, aquellas risas infantiles que había creído percibir...

Esa misma tarde visitaría a Daphne para comunicarle el final de la cuarentena, y aprovecharía para ponerla al día de lo sucedido. Sentía curiosidad por conocer su opinión, tal vez pudiera arrojar algo de luz sobre aquel episodio.

Una voz familiar le sobresaltó:

–Qué lento eres últimamente, ¿no?

Pascal giró la cabeza para encontrarse frente a frente con la atlética figura de Mathieu, que lo observaba desde la puerta del vestuario con una sonrisa extraña. –Las prisas no son buenas –disimuló, sin dejar de pasarse la toalla por el torso todavía desnudo–. ¿Cómo es que has vuelto? ¿No tienes clase?

–Claro que tengo. Como tú, aunque no parece importarte llegar tarde.

A Pascal no se le escapó el tono inquisitivo de su amigo, que le había provocado un súbito despertar. Su confusión nerviosa se diluía por momentos, la cita de la tarde con Daphne había pasado por un instante a un segundo plano ante la delicada situación que acababa de materializarse, ahora se daba cuenta. Pascal maldijo en silencio no haber mantenido ya la charla pendiente con su amigo, un error que ahora lo colocaba a él en una precaria posición. Y es que Mathieu era el único del grupo de amigos a quien todavía no había puesto al corriente de lo de la Puerta Oscura, un hecho aún más imperdonable teniendo en cuenta la ayuda que el chico les había prestado en su anterior viaje al Más Allá.

En cualquier caso, Mathieu había regresado a los vestuarios con alguna intención concreta, que no tardaría en desvelarle. Aunque estaba matriculado en un curso superior, los dos grupos solían compartir las duchas y el espacio para cambiarse, pues sus horas de Educación Física coincidían.

De momento Pascal mantuvo el semblante fatigado que se espera de quien ha practicado deporte. No hacía falta ser un lince para intuir el propósito de su amigo: lo que buscaba Mathieu era información.

–Te colocas siempre en la última ducha –señaló el recién llegado, perseverando en sus sutiles rodeos–. No sabía que fueras tan pudoroso.

Pascal se encogió de hombros.

–Ya ves. Ni yo que me observaras tanto.

Mathieu, sin alterar su sonrisa, se preguntó –como había hecho en otras ocasiones desde hacía algún tiempo– de dónde extraía Pascal aquella rapidez de reflejos tan ajena a la propia forma de ser que había exhibido durante años. En algunos aspectos, su amigo parecía otro. ¿Estaría vinculada esa inesperada evolución personal con su creciente cercanía a Michelle, Jules y Dominique? Una cercanía de la que Mathieu, por causas que ignoraba, se había visto excluido desde el principio, algo que empezaba a molestarle.

–¿Es que no se puede ser tímido? –añadió el joven español.

–No te hace falta. Estás bastante bien –Mathieu mostró una sonrisa pícara–, puedes enseñarte. Aunque deberías ganar algo de peso. Y hacer más deporte.

–Gracias, lo tendré en cuenta.

–Pero no cuela, Pascal. El que es pudoroso, lo es desde el principio, y tú antes no te comportabas así.

Mathieu dio unos pasos y se sentó junto a Pascal.

–Si te acercas más, gritaré –bromeó Pascal aludiendo a la condición homosexual de su amigo (era uno de los pocos del lycée que estaba al corriente de ello), en un intento bastante digno de cambiar de tema.

Mathieu soltó una sonora carcajada.

–De momento, prometo respetarte. Pero no te garantizo nada.

Pascal dejó de pasarse la toalla por la espalda. Estaba seco.

–No hace falta que me esperes –indicó a su involuntario acompañante, en una nueva tentativa de eludir aquella emboscada–, llegarás tarde a clase.

Mathieu suspiró, pasándose una mano por su breve melena morena.

–No necesitas seguir disimulando –el chico claudicaba, enseñaba sus cartas ante la férrea resistencia de su amigo a hablar–. El otro día las vi.

Pascal se irguió de forma inconsciente.

–¿Qué es lo que viste?

–Tus cicatrices. En la espalda. ¿Acaso llevas una doble vida, como yo? Porque no creo que esas marcas salgan de estudiar...

Pascal no supo qué decir. Desde que había vuelto de su viaje al mundo de la oscuridad, había procurado ocultar las marcas de los latigazos en su cuerpo, la única prueba visible que le había quedado de su aventura clandestina en el Más Allá; porque, aunque aquel viaje por la región de los condenados le había transformado mucho más de lo que habría estado dispuesto a admitir, las verdaderas secuelas no consistían en cambios físicos que pudieran distinguirse a simple vista.

–No me apetece hablar de ello –repuso Pascal, por fin–. Fue un accidente que tuve, nada más. No os lo he contado porque no tiene importancia.

–Cuánto misterio –Mathieu no cejaba en su empeño de iniciar la conversación que tendrían que haber mantenido meses atrás–. Y qué mal mientes.

Pascal resopló. Acababa de asumir –no tenía más alternativa– que había llegado el momento de incorporar a Mathieu al grupo de los conocedores de la Puerta Oscura. Como miembro del grupo de amigos, no debían mantenerlo al margen de algo tan importante y, aunque aprovechar aquella ocasión no era el mejor modo de solucionarlo, darle largas solo complicaría más las cosas.

–Aquí no podemos hablar –advirtió al fin, haciendo gala de una cautela que le permitió ganar tiempo–. Quedamos después de clase, ¿vale?

Pascal había adoptado sin percatarse el tono grave de las confesiones, que su amigo acogió con gesto triunfal mientras se levantaba del banco.

–De acuerdo, me conformo. Te dejo ya.

Pascal le observó dirigirse hacia la puerta del vestuario, con el porte resuelto de quien está satisfecho con su propio cuerpo.

–Mathieu.

El otro se volvió.

–Dime.

–Se te da bien esto de las encerronas, ¿eh?

Mathieu se echó a reír.

–Todos te conocemos. A veces te hace falta un pequeño empujón, eso es todo.

–Serás maricón...

Mathieu reanudó sus pasos hacia la salida, manteniendo un gesto digno.

–No lo sabes tú bien –dijo, sin volverse.

Pascal no pudo evitar echarse a reír. Qué necesario era el humor en todo momento.

No obstante, aquella risa, que contaba con los nervios como ingrediente principal, se cortó pronto. Pascal se sintió desbordado: a la tensión que suponía el ataque sufrido por la mañana y la visita a Daphne que había programado para la tarde, se añadía ahora la charla con Mathieu. Vaya día intenso.

La Vieja Daphne, una de las videntes más reconocidas de París, se encontraba revisando unos tratados de astrología del siglo XIX en su biblioteca, cuando se abrió la puerta del local. Refunfuñando por la interrupción, se asomó al recibidor para encontrarse frente a la figura atlética de Marcel Laville, el clandestino Guardián de la Puerta Oscura.

Los ojillos de la anciana médium, erosionados por los años y envueltos en la bruma de su brillo acuoso, estudiaron a aquel tipo de mediana edad y aspecto pulcro que ocultaba su identidad bajo la apariencia de un reputado forense que solía colaborar con la policía. Ataviado con un traje azul oscuro, su semblante franco, terminado en una espesa mata de cabello gris siempre bien peinado, transmitía honestidad.

–¿Qué te trae por aquí, Marcel? ¿Alguna novedad? ¿Ya has reubicado la Puerta?

–Sí, está todo preparado para cuando Pascal decida volver a cruzarla.

La vidente sonrió.

–Ocurrirá pronto, percibo su ansiedad. Algo llama poderosamente su atención desde el Más Allá. Y él va a responder.

–El instinto del Viajero, supongo –aventuró el médico–. Ya debe de estar desarrollándose en él.

Daphne se pasó una mano por las comisuras de su boca, húmedas de saliva. No parecía convencida con aquel planteamiento.

–No lo sé, Guardián. Lo único que tengo claro es que hace tiempo que la mente del chico juega en los dos mundos.

–Pronto nos enteraremos de lo que le inquieta, entonces.

–No estoy segura. Tengo la impresión de que Pascal es más hermético de lo que parece.

–Bueno, es un adolescente. No suelen compartir todo lo que piensan.

–Cierto.

Marcel se rascó el mentón, decidido a abordar la verdadera razón de su visita.

–En realidad, he venido a pedirte un favor, Daphne.

Ella volvió a sonreír.

–Ya imaginaba que tu presencia aquí no se trataba de una simple cortesía. ¿Qué necesitas?

Marcel contestó al momento:

–La detective Marguerite Betancourt me ha pedido ayuda para un caso que se presenta muy difícil.

–Estupendo. Pues préstasela.

–El problema es... que lo que precisamos va más allá de mis análisis de laboratorio.

La vidente alzó la cabeza, suspicaz.

–¿En qué estás pensando?

–En el Viajero.

Daphne descartó aquella posibilidad con la cabeza.

–La detective jamás aceptará un recurso que se salga de lo racional.

–Esta vez lo hará, vidente. Está desesperada, en pocas horas soltarán a un asesino por falta de pruebas.

Ella frunció el ceño al oír aquella información.

–¿Y qué esperas del chico? La investigación policial no es su mundo.

–Lo único que pretendo es llevarlo al lugar del crimen; quizá vea algo como Viajero.

–La memoria de los lugares.

–Eso es.

Daphne se quedó pensativa.

–Tampoco puedo garantizarte que el Viajero acepte ayudaros.

–Solo te pido que hagas de enlace.

La médium se encogió de hombros.

–Bueno. A fin de cuentas, nuestra cuarentena estaba ya agonizando. Si Pascal accede, yo lo acompañaré en todo momento, que quede claro.

–Me parece bien, aunque ya sabes que... no le caes muy bien a Marguerite.

El rostro castigado de la médium, bajo su pelo desordenado, se arrugó todavía más al sonreír.

–Tendrá que ir acostumbrándose a mí esa detective.

Pascal terminó de guardar la toalla, cerró la cremallera de su mochila y se agachó para abrocharse los cordones de las zapatillas. Continuaba con la mirada dirigida al suelo cuando la puerta de aquella sala se cerró con violencia, provocando en él un respingo que le hizo saltar del banco.

¿Algún compañero gracioso?

Consultó su reloj. Ya no disponía de tiempo para llegar a clase. Se levantó y alcanzó la puerta en pocas zancadas.

No pudo abrirla.

Lo intentó una vez más, con el mismo resultado. ¿Alguien la había bloqueado desde fuera? Lanzó un par de insultos, a ver si eso convencía al bromista anónimo.

Pero nada; aquella puerta seguía igual de infranqueable, y al otro lado no se escuchaba nada.

Un ruido llegó hasta él desde el fondo del vestuario. Agua.

Una ducha acababa de empezar a gotear. Pascal se dio la vuelta, sorprendido. Estaba solo allí. ¿De repente comenzaba a caer agua de una ducha? ¿O tal vez lo había estado haciendo todo el rato y era ahora cuando él se daba cuenta?

Un sonido metálico, algo chirriante, vino a resolver su duda. Un sonido que había reconocido como el provocado por alguna de las manivelas que, tras las cortinas de las duchas, regulaban la presión del agua. Alguien la estaba girando.

Pero era imposible. No había nadie en el vestuario salvo él.

Pascal depositó con lentitud la mochila en el suelo y comenzó a abrir su cremallera, sin desviar la mirada de la zona de duchas. Acababa de activarse su instinto de supervivencia, su mente se había puesto en guardia. Breves pinchazos en su pecho le advertían de la temperatura gélida que había adquirido su talismán junto al cuello. Por segunda vez en aquel día, después de meses de absoluta tranquilidad, el Mal se aproximaba a él.

Lo que estaba sucediéndole era incomprensible.

Ahora, desde su posición junto a la puerta cerrada, escuchaba frente a él un torrente de líquido precipitarse sobre el suelo de azulejos más allá de las cortinas, al que pronto vino a acompañar el fragor húmedo de las demás duchas. Todas dejaban caer agua a borbotones, se habían ido añadiendo a aquel absurdo despliegue acuático.

Pascal había terminado de extraer de su mochila la daga, que emitía tenues destellos verdosos. Estaba preparado.

Otra vez las risas infantiles bajo los chorros que terminaban provocando gorgoteos cavernosos en los desagües. Así que se trataba de la misma entidad que le había acosado por la mañana en su habitación... Pascal avanzó unos metros hasta situarse ante las cortinas de las duchas. El vapor del agua caliente había empañado el cristal de los espejos y las ventanas a cuyo lado acababa de pasar.

Pascal, conteniendo a duras penas su ansiedad, decidió intervenir. Fue dirigiendo con su arma rápidas estocadas sobre aquellos pliegues plásticos que parecían ocultar al enemigo con su resbaladiza uniformidad. Se lanzaba contra ellos con la virulencia desatada que habría exhibido un loco en plena crisis. De hecho, él soltaba breves gritos que se ahogaban bajo el sordo rumor del agua, gritos destinados a distraer sus propios temores. Pero la hoja metálica solo encontraba aire después de ensartar las cortinas, que bailaban, burlescas, al ritmo de sus golpes ciegos.

El agua le salpicaba en la cara, confundiéndose con su sudor.

Continuó con el arrebato, disparando el filo de su daga hacia todos los rincones que quedaban a su alcance. Sin embargo, en ninguna de las duchas logró alcanzar nada sólido ni atisbar algo visible.

Cuando hubo terminado aquella inspección, se giró hacia los espejos que permanecían sobre los lavabos. Y allí sí, descubrió un rostro que lo observaba, y que se difuminó antes de que él se aproximara con la daga. No llegó a identificarlo.

La puerta del vestuario se ofrecía entornada. Y ni una gota se precipitaba ahora desde las alcachofas mudas de las duchas.

 

El ente se pierde por las profundidades de las galerías oscuras a las que se ha precipitado desde aquel espejo de los vestuarios, se aleja de los accesos al mundo de los vivos mientras murmura imprecaciones. Acaba de descubrir, por segunda vez, que el Viajero cuenta con sus propias armas en su dimensión, se muestra más fuerte de lo que había imaginado.

La criatura deambula por los interiores vacíos del nivel de los fantasmas hogareños. Contiene su furia mientras su mente perversa va concibiendo nuevas maniobras.

Conforme maquina sobre cómo atraparle, puede ir preparando el terreno y eliminando nuevos obstáculos...

Es entonces cuando detecta a otra de sus víctimas, que se dispone a iniciar una sesión de videncia. El ente sonríe, satisfecho. Eso es como invitarlo a entrar.

Se apresura entre túneles, directo hacia el espejo que lo conducirá hasta la siguiente presa.

 

 

Pascal y Mathieu se encontraban ya en la cafetería en la que se habían citado. Por elección de Pascal, acababan de acomodarse en una de las mesas más apartadas, tras pedir en la barra sendos cafés que aún no les habían servido. Ambos habían avisado a sus familias de que llegarían tarde a comer. Aunque, en el caso del Viajero, el apetito había desaparecido tras los fenómenos sobrenaturales que había presenciado.

Mientras esperaban sus consumiciones, se miraron a los ojos, en una suerte de tanteo previo. A Mathieu le sorprendió descubrir en el rostro azorado de su amigo una normalidad que por alguna misteriosa razón no terminaba de resultar natural. Estaba claro que Pascal procuraba camuflar una sutil crispación con sabor a titubeo, ofreciendo un semblante postizo que él también había mostrado en más de una ocasión.

Mathieu había sufrido ya aquel incómodo síndrome –cuando salía el tema de su sexualidad–, combinación de rubor e intimidad puesta en evidencia, cuyo efecto más inmediato consistía en que las palabras ensayadas para la ocasión adoptaban entonces un inoportuno tono de confesión. Por eso aguardó sin atosigar –y eso que la curiosidad lo estaba carcomiendo–, tal como había venido haciendo durante aquellos meses hasta que había decidido tomar la iniciativa y preguntar a Pascal.

El Viajero, consciente de lo absurdo que iba a parecer lo que se disponía a contar, se hallaba inmerso en un dilema y no terminaba de decidirse a empezar.

El camarero llegó con los cafés, y se apartaron para dejarle espacio mientras depositaba las tazas sobre la mesa. Incluso aquella fugaz pausa fue un respiro para Pascal.

Sus ojos grises se movían inquietos, bailaban de la mesa al rostro firme de Mathieu, de la puerta de la cafetería a la barra donde ahora se afanaba el camarero retirando unos platos vacíos. Pascal empezó a beber a sorbos cortos su café, limpiándose los labios a cada trago con una servilleta de papel, anhelando nuevos movimientos que le permitieran ganar tiempo, hallar ese buen comienzo que evitara la brusquedad en lo que se disponía a contar.

–Aquí, justo en esta mesa, tuve una primera cita hará un año –comentó Mathieu, con ánimo de romper el hielo, golpeando con su dedo índice la tabla circular de madera policromada sobre la que reposaban sus tazas–. Un contacto del chat.

Pascal agradeció aquel tema inofensivo y se agarró a él.

–¿Y qué tal fue?

Mathieu encogió sus anchos hombros.

–Vamos a dejarlo en que fue divertido mientras duró, que no fue mucho. Tenía un cuerpazo, la verdad. Se llamaba Ronald.

–Seguro que lo pasasteis bien...

Ambos rieron y el ambiente se distendió lo suficiente como para que Pascal reuniese el aplomo necesario para vencer su temerosa pereza a la incredulidad ajena. Empezó a preparar sus palabras, sentía la boca seca.

–¿Y ahora estás con alguien? –quiso saber, antes de precipitarse en su propio abismo de confesiones–. De ese tema no solemos hablar.

–Bah, ahora me dedico a tontear con conocidos del Messenger y del Facebook, nada más.

–Dominique estará orgulloso de ti.

Mathieu esbozó una sonrisa pícara.

–Él siempre ha reconocido que envidia la facilidad con la que ligamos los gays.

–Eso será si estás bueno.

–No te creas –matizó–. Es verdad que, al margen de eso, es más fácil entre tíos. Puede que algunos de nosotros seamos menos... exigentes a la hora de liarnos con alguien.

–No sé –Pascal apenas se detuvo a valorar aquella posibilidad, demasiado pendiente de ultimar los preparativos mentales de su propia revelación–. Pero vamos, que Dominique está convencido de eso.

Mathieu asintió, divertido.

Pascal consultó su reloj y no lo pensó más –su amigo empezaba a cuestionar que de aquella cita surgiese la conversación pendiente–, se tiró al vacío antes de que algún resquicio le permitiera huir.

–Lo que te voy a contar no tiene gracia y es imposible de creer –soltó de sopetón, acompañando su declaración con un giro radical de su voz, consciente de que si no se ponía él mismo contra las cuerdas, no encontraría el momento de terminar con aquello de una vez.

Pascal no estaba dispuesto a postergarlo más. No debía abusar de la paciencia de Mathieu, que ya estaba en su derecho de ofenderse por ser el último de los amigos en ser puesto al corriente de lo que ocurría. Pero es que así lo habían querido los acontecimientos...

Aquellas intrigantes palabras que acababa de pronunciar, en cualquier caso, habían descolocado a Mathieu, que bebía de su taza sin apartar la vista de su amigo.

–Tú sí que sabes crear expectativas –comentó cuando terminó su sorbo–. Te escucho.

–¿Crees en el Más Allá? ¿En la otra vida?

Mathieu frunció el ceño.

–¿Ahora te vas a poner místico? No tienes término medio; de estar hablando de tonterías, pasas a hacer preguntas existenciales.

Eso es porque todo lo anterior eran rodeos, pensó Pascal.

–Responde.

Su gesto solemne dejaba poco margen para las bromas.

–Supongo que sí –reconoció Mathieu, prudente, removiéndose en su asiento–, no sé muy bien qué puede haber, pero algo seguro que hay.

Pascal entrecerró los ojos, su mirada adquirió una intensidad abrumadora, insostenible. Dos rendijas grises que analizaban cada detalle de su interlocutor.

–¿Y si te dijera que yo sí sé lo que hay más allá?

La voz no le tembló al plantear esa posibilidad inquietante, y fue justo aquella firme convicción lo que más impresionó a Mathieu, que contemplaba cómo su amigo, de algún misterioso modo, iba extrayendo de sí mismo una fuerza desconocida, apabullante.

¿Sus ojos brillaban, o era un reflejo de la iluminación del local?

Mathieu se limitó a aguardar con una pose intencionadamente aséptica, mientras procuraba detectar en su amigo algún detalle, por minúsculo que fuera, que le permitiera dilucidar si Pascal hablaba en serio o iniciaba una broma de dudoso gusto y aún más nebulosa finalidad.

–¿De qué estás hablando? –inquirió por fin, para prolongar aquellos sondeos mutuos, fingiendo indiferencia.

Pascal sonrió de una manera sagaz que indicó a Mathieu que su propia maniobra elusiva había sido descubierta.

–Me has entendido muy bien –repuso Pascal–. Conozco lo que hay después de la muerte.

La aclaración –cuya espectacularidad había querido evitar Pascal planteándola de otro modo más discreto– no hubiera hecho falta, y ambos lo sabían.

Mathieu se dio cuenta de que aquella afirmación contenía una trampa, un cebo. Al pronunciarla, Pascal le arrastraba a un nuevo e inevitable interrogante: cómo podía saber él lo que se escondía tras la muerte, si estaba vivo. A Mathieu le preocupó lo que pudiera contestar su amigo si lo formulaba –no tenía más remedio que hacerlo–, aunque era muy consciente de que había sido él quien había provocado con su insistencia aquel encuentro. Tensó el brazo sobre el que apoyaba la cabeza y dedicó unos segundos a observar a su amigo.

–Debería pedir algo fuerte, ¿no? –Mathieu volvía ahora la cabeza hacia el camarero, como pidiendo ayuda.

Pascal asintió.

–A ti te lo darán, pareces mayor.

«Y lo parecerás todavía más, cuando te haya contado todo lo que me propongo contarte», añadió el Viajero para sus adentros, disfrutando con cierta malicia –no estaba dispuesto a ser el único que pasara un mal trago en aquella situación– de su posición privilegiada como conocedor del secreto de la Puerta Oscura.