«Cuando cayó la noche, salí de mi refugio y vagué por el bosque, y ahora que ya no me frenaba el miedo a que me descubrieran, di rienda suelta a mi dolor, prorrumpiendo en espantosos aullidos. Era como un animal salvaje que hubiera roto sus ataduras […]. Las frías estrellas parecían brillar burlonamente, y los árboles desnudos agitaban sus ramas; de cuando en cuando, el dulce trino de algún pájaro rompía la total quietud. Todo, menos yo, descansaba o gozaba. Yo, como el archidemonio, llevaba un infierno en mis entrañas […]».

MARY W. SHELLEY,
Frankenstein o el moderno Prometeo

22 de enero de 2008

Un grito en la noche.

Súbito y violento como un relámpago, atrapado en la espesura del bosque Itanich. Un alarido que surgía de la niebla hasta alcanzar las siluetas de los que rastreaban no muy lejos, y que ahora permanecían alrededor del cadáver.

Había sido un grito de terror.

Las antorchas se alzaron entonces, evidenciando bajo su destello el titubeo de aquellos campesinos que se enfrentaban al paisaje. Y a lo que se ocultaba en él.

Chudovishche.

Las inmediaciones del bosque se habían tornado hostiles. La negrura que los contemplaba desde la vegetación cuajada de hielo se iba acentuando conforme ellos adquirían conciencia del peligro.

No estaban a salvo. Ni siquiera juntos.

El hallazgo del cuerpo había perdido importancia para esos hombres que atenazaban sin convicción sus rudimentarias armas: hoces, hachas, cuchillos y horcas. Acaso aquella muerte que acababan de confirmar no suponía el fin del peligro; no esa noche. Quizá una víctima no era suficiente.

Los campesinos sabían que, tal vez, el Chudovishche acechaba en esos instantes, husmeando nuevas presas con las que saciar un instinto depredador que no había sido satisfecho.

La intemperie era el reino de la alimaña de los bosques; así lo afirmaba la leyenda. Y ellos habían osado profanar su feudo en plena noche.

Todos vigilaban los alrededores con desconfianza. Ansiaban volver al refugio de sus casas antes de que fuera demasiado tarde.

Sobre el paisaje de Itanich se precipitaba ahora un viento gélido que barría los árboles cargados de nieve provocando leves avalanchas. Apenas había visibilidad. El crepúsculo inundaba de sombras ese bosque, lo sumergía en un horizonte desdibujado por la bruma. Las ráfagas de aire emitían un silbido penetrante al deslizarse entre las ramas, un sonido estremecedor sobre el que logró imponerse un segundo grito.

Más breve, congestionado. Pero humano.

Había vuelto a escucharse.

La corpulenta figura de Antónovich se separó de los campesinos. Atento, el periodista había conseguido ubicar la procedencia de aquel nuevo sonido y no esperó al avance de los lugareños. Necesitaba una exclusiva, por algo había acudido hasta ese lugar.

Reacio a la superstición, albergaba el convencimiento de que tenía que existir una explicación racional para todo lo que estaba ocurriendo, y estaba dispuesto a descubrirla. La existencia de una criatura salvaje constituía una alternativa demasiado fácil y absurda.

El periodista se giró hacia el grupo para dedicar una última mirada al cuerpo inerte de Bratislav Mollensko que ya había fotografiado con su Nikon réflex. Se trataba de un cazador nativo de aquella región de Ucrania, a quien habían buscado durante dos días hasta llegar al desenlace que ahora presenciaba.

En ese enclave acababan de hallar sus restos, en efecto, tendidos sobre la tierra helada junto a su escopeta sin cartuchos.

El cadáver presentaba un aspecto mucho más deteriorado de lo que el frío y la naturaleza habrían podido provocar en circunstancias normales: su rostro, de ojos desencajados, mostraba una crispación extrema que había retorcido su boca en una mueca grotesca, y bajo la piel del cuerpo, tumefacta y cubierta de ampollas, los músculos se habían consumido hasta dibujar los huesos desnudos.

¿Aquella degeneración se había producido en menos de cuarenta y ocho horas? Antónovich no salía de su asombro. ¿Cómo? La ausencia de mordiscos y la ropa intacta descartaban un ataque de lobos, lo que, unido al resto de los detalles, alimentaba la superstición ante un fenómeno inexplicable que se iba repitiendo en el tiempo.

Porque no era el primer cadáver que aparecía en esas condiciones.

Una nueva víctima de la alimaña de los bosques, el Chudovishche, se leía en las aterradas pupilas de los campesinos, cuyas murmuraciones había interrumpido el segundo grito que aún resonaba en los oídos de todos.

Aquellos restos poco tenían que ver con el ataque de un animal. La muerte había sorprendido allí a Bratislav Mollensko, un tipo fornido y sano, de cuarenta y cinco años. El viento había borrado las huellas sobre la nieve, y era imposible determinar la ruta que había seguido el cazador antes de desplomarse o el lugar exacto en el que había efectuado los disparos hasta agotar su munición. ¿Cuántas horas llevaba muerto?

–Hay que hablar con la viuda –susurró alguien, en un vano intento de promover la retirada.

Antónovich apartó la vista del cadáver y montó en su vehículo sin pronunciar palabra. No había tiempo que perder.

Tras colocarse el casco, comprobó el estado de su cámara, colgada del cuello; tanteó la culata del arma en su cintura, y llevó sus manos enguantadas al manillar. Acelerando, soltó demasiado pronto el embrague. Su moto de trail dio un respingo, patinó durante un instante sobre el suelo helado y salió disparada por el camino que se adentraba en el bosque. Tras él, los vacilantes brillos de las antorchas y los haces de las linternas comenzaron a desplazarse en su misma dirección. El pueblo al completo, en un avance mudo y solemne, se enfrentaba a la leyenda esa noche. Y lo hacía a pesar del temor que les inspiraba aquel mito que se cobraba su tributo de sangre cada cierto tiempo, en una especie de macabro diezmo que nadie sabía cómo frenar.

El periodista se planteó por enésima vez si la maldición del Chudovishche se trataba de algo real. Como lo era el reguero de muertes asociadas a él durante los últimos años; un dato que, sin embargo, nadie conocía con exactitud. Todo lo relacionado con esa leyenda se desvanecía como la misma bruma de la que parecía nacer. No obstante, después de muchos esfuerzos, Antónovich había logrado identificar cinco fallecimientos en circunstancias similares a las de Mollensko, cinco muertes que, en un lapso de cuatro años, habían sido misteriosamente ignoradas por las autoridades locales.

El periodista tenía que averiguar lo que estaba sucediendo. O, más bien, confirmar lo que sospechaba desde hacía tiempo. Y aquella podía ser la ocasión perfecta.

No redujo la velocidad a pesar de que se dirigía hacia una difusa amenaza, dejando atrás la presencia de los lugareños. A su espalda desapareció por fin el último destello de las teas que esos hombres portaban, una luz que cedía al paisaje opaco de árboles cuyas siluetas hostigaban al periodista conforme se adentraba en la espesura sobre su moto. Un jinete solitario. El bosque lo recibía con su abrazo sombrío y, mientras Antónovich se dejaba envolver por aquella atmósfera, la civilización se le antojó demasiado lejana. Tuvo miedo.

Percibía a su alrededor el aura del Chudovishche. Quiso achacarlo a la sugestión, pero, en el fondo, su escepticismo empezaba a perder solidez.

Un tercer grito, muy próximo, le orientó cuando ya comenzaba a perder el rumbo. Y fue precisamente entonces, al abandonar el camino para seguir la nueva dirección entre los árboles, cuando durante unos segundos se cruzó con aquello.

La visión le dejó sin aliento, pero su pasado de corresponsal de guerra activó su instinto como un acto reflejo: al tiempo que frenaba, una de sus manos acertó a presionar el disparador de la cámara cuando estaba a punto de perder el equilibrio; cayó al suelo y la moto lo arrastró durante varios metros. A continuación, solo el silencio roto por sus jadeos.

Antónovich tardó en recuperar el aplomo. Minutos después de que esa criatura –tan real como él, se repetía entre balbuceos– hubiese desaparecido, todavía permanecía en el suelo. Quieto, sobrecogido.

Su mano aún sostenía la Nikon con pulso tembloroso. Casi no se atrevía ni a respirar. El vaho brotaba de su boca lentamente.

¿Había sucedido de verdad?

Comprobó en la pantalla de la cámara el fruto de su reacción de profesional, aunque no hubiera hecho falta; en su retina habían quedado grabadas las pupilas del monstruo con una nitidez insuperable.

Porque eso le había mirado. El periodista estaba seguro. Durante una fracción de segundo, los ojos de Sergéi Antónovich se habían cruzado con los del legendario Chudovishche.

Porque tenía que tratarse de aquel ser. Su aspecto coincidía con el que le atribuían los rumores, sorprendentemente fieles a la realidad, como acababa de comprobar.

El periodista contempló su propio reflejo en un charco de hielo, absorto. Era el primer testigo que vivía para contarlo. ¿Por qué?

¿Qué había salvado su vida? Tal vez el haz del faro de su moto había cegado a esa criatura de naturaleza híbrida, medio humana y medio animal.

Un apagado ronroneo llegó entonces hasta Antónovich, despertándolo de su ensoñación. Identificó aquel murmullo: un motor. ¿Se aproximaba un vehículo?

Acarició su pistola. Tenía que largarse de allí. Resultaba todo tan extraño...

CAPÍTULO I

 

20 de diciembre de 2011

Las copas de los árboles se recortaban contra un cielo invernal, limpio de nubes, que se iba apagando conforme transcurrían los minutos. El atardecer derramaba su resplandor sobre la cortina verde del bosque, una luz suave, lánguida, que provocaba destellos dorados en el metal de los columpios donde los chicos permanecían apoyados. La luz perfecta para una última cita.

Allí estaban: Nikolái, Ekaterina y Dimitri. No había nadie más. Como siempre.

Acababan de hacerse una foto gracias al disparador automático de la vieja cámara de Nikolái. Los tres juntos, abrazados, sonriendo bajo el crepúsculo en aquel parque de juegos. Un recuerdo antes de la despedida.

–Os enviaré una copia desde España –había prometido el muchacho más alto, acariciando aquella máquina heredada de su padre, una Werlisa.

Ahora se mantenían en silencio, con miradas ausentes, tres jóvenes de catorce años reunidos en aquella explanada cercada de vegetación que había sido escenario de tantos encuentros. Esos columpios convertidos en atrezzo de su entorno constituían el paisaje de su infancia y adolescencia, su rincón secreto.

Ekaterina dirigía en ese momento sus ojos azules hacia una mancha de óxido que tapizaba un tramo del tobogán.

–Nunca pensé que echaría de menos estos columpios –reconoció.

Nikolái se volvió hacia ella. Contempló su figura esbelta, su pelo rubio, de una tonalidad trigueña, que le caía hasta los hombros terminando en leves rizos que a él le recordaban a una ola; le hubiera gustado sumergir la cara entre ellos, notar su suavidad, aspirar su olor. Quería retener cada detalle de su amiga ante la inminente despedida. Le sorprendió comprobar la intensidad con la que ya le dolía su futura ausencia. Quizá porque hasta ese momento no había sido consciente de lo mucho que significaban para él. Ekaterina y Dimitri formaban parte de su vida y solo ahora se daba cuenta.

Atan las personas, no los lugares.

Nikolái sentía que con su partida le arrebataban un fragmento de su historia. Al principio no había entendido su resistencia a dejar esa tierra donde se había criado, a romper una rutina que, en realidad, no podía ofrecerle nada. No había futuro allí. Sin embargo, sabía que no quería irse; una actitud inútil ante la determinación de sus padres.

En ese momento de extraña lucidez, comprendió la causa de sus reticencias. Era por ellos, sus amigos. Lo demás no importaba, pero esa complicidad que había nacido entre los tres con el paso de los años...

–Ya nadie utiliza estos columpios en el pueblo –comentó, apartando de la mente su deducción–. Sin nosotros quedarán abandonados.

–Yo seguiré viniendo –Dimitri, el tercer miembro del grupo, no había dudado en comprometerse, llevado de una repentina fidelidad–. A fin de cuentas, soy el único que se queda.

–¡Qué tontería! –Ekaterina soltó una breve carcajada–. ¿Para qué vas a hacerlo? Menudo aburrimiento. Aquí no hay nada, Dimitri. No quiero imaginarte solo, prométeme que buscarás nuevos amigos. Al menos hasta que volvamos a vernos.

Ella, tan práctica como siempre, se había erguido. Menuda –no llegaba al metro sesenta–, pero bien proporcionada, imperiosa, viva. Esos adjetivos habían brotado en la mente de Nikolái, que continuaba junto a Ekaterina memorizando cada rasgo de la chica. Ahora el muchacho se recreaba en la piel de su rostro, tan lisa y suave. Una nariz graciosa, respingona, resaltaba en aquellas facciones femeninas que todavía exhibían una mueca divertida.

Nikolái deslizó, de forma inconsciente, una de sus manos por su propio rostro, contaminado de un acné que de improviso le avergonzó. Apartó la mirada de la chica.

–Seguiré viniendo, lo haré para recordaros –se justificaba Dimitri–. Para recordar nuestras reuniones. Y tengo mis libros. Leeré, no estaré tan solo.

El chico se había puesto de pie y les dedicaba ahora, con las manos en los bolsillos del pantalón y los hombros encogidos, un gesto apenado. Había inclinado la cabeza y observaba a sus amigos con una entrañable melancolía, casi azorado de mostrar sus sentimientos. No dejaba de mover su cuerpo largo y huesudo, y el pelo castaño le caía por la frente en desordenados mechones bajo los que se agitaban sus ojos, de un verde profundo. Pocos habrían intuido la viveza que latía más allá de su timidez. Apenas hablaba, pero era un fiel compañero. Prefiero soñar, decía siempre.

Dimitri poseía un mundo propio, en el que se cobijaba cuando la realidad comenzaba a importunarle. Enfermizo, lo vacunaban y medicaban con frecuencia, pero nunca se encontraba del todo bien.

La lectura era su otro refugio: siempre andaba con un libro debajo del brazo. Nunca los prestaba, aunque le apasionaba narrar las historias contenidas en sus páginas. Solía escribir misteriosas anotaciones en cuadernos que tampoco mostraba.

Su respuesta había debilitado la sonrisa de Ekaterina. La decisión de su amigo había dejado de tener gracia y sus palabras recuperaron el tono solemne de las despedidas.

Y es que Dimitri acababa de recordarles que ese encuentro era el último. Tanto Ekaterina como Nikolái se disponían a iniciar una nueva etapa en sus vidas. Si ahora se encontraban allí, era exclusivamente para decirse adiós. Sus respectivas familias se los llevaban lejos al día siguiente. Como mínimo, tardarían años en volver a reunirse. Y lo sabían. Solo Dimitri continuaría su vida en el pueblo, en esa tierra estancada al margen del ritmo del mundo.

–He traído algo –comunicó Ekaterina, rebuscando en una bolsa que había dejado al pie de la valla que circundaba el parque.

Extrajo una muñeca rusa de unos veinte centímetros cuyo cuerpo, de madera policromada, representaba a una mujer con el atuendo típico de las campesinas de aquella región. Su rostro dibujado, muy blanco, sonreía, y bajo la cintura, una ranura casi invisible advertía de su interior hueco.

–Es antigua –añadió–. Tiene más de cien años. Mi madre me matará cuando se entere de que la he cogido.

Ekaterina abrió la muñeca rusa y de su interior extrajo otra matrioska idéntica, aunque algo más pequeña. Sin perder su concentración, repitió el proceso con esta última, y quedó ante los ojos de sus amigos una tercera figura, aún más reducida que las anteriores.

–Tomad –tendió a sus amigos las dos pequeñas–. Para el juramento.

–¿Un juramento? –Nikolái sujetaba su matrioska, sentado en la hierba. Miró a Dimitri, que se encogió de hombros frente a él.

Nunca habían podido competir con la espontaneidad, con las ocurrencias de Ekaterina. Los dos muchachos atisbaron todo lo que perdían al separarse de ella. La vida no sería igual sin su ingeniosa compañía.

–Yo me voy mañana a Estados Unidos, y tú, a España –la chica miraba a Nikolái, estudiándole con sus ojos intensos–. Tenemos que prometer que nos encontraremos en el futuro. Nuestra amistad tiene que sobrevivir a la distancia. No quiero perderos, ¿vosotros sí?

Los chicos negaron con la cabeza, imbuidos del tono grave que ella insistía en emplear durante aquella improvisada liturgia.

Ekaterina extendió sobre la hierba una tela que tenía impreso el símbolo del trueno: seis triángulos negros alrededor de un pequeño círculo del mismo color al que apuntaban con sus vértices superiores; el conjunto ofrecía la forma de un hexágono, en cada uno de cuyos lados sobresalía, como último elemento, otro círculo. Los obligó a sentarse encima, como solían hacer cada vez que celebraban un cónclave del club secreto que se habían inventado hacía ya muchos años, el Club del Trueno. Lo habían llamado así en alusión a una divinidad eslava llamada Perun, el dios del trueno y el rayo, que según la tradición gobernaba el mundo de los vivos desde una ciudadela situada en la rama más alta del Árbol del Universo.

–Levantemos nuestras muñecas –indicó Ekaterina. Ellos obedecieron al instante–. Llevaremos con nosotros las matrioskas en la nueva vida que empezamos a partir de mañana. Y ahora –hizo una pausa para mirarlos–, juremos en voz alta por el Trueno que, antes de diez años, la matrioska volverá a estar completa o una maldición caerá sobre todos los miembros del grupo.

Nikolái y Dimitri repitieron la fórmula junto a Ekaterina, mientras entrechocaban sus muñecas en el centro del círculo.

–Ahora ya no tenemos alternativa –tradujo ella–: debemos reunirnos antes de diez años o nuestro futuro, el futuro de los tres –amenazó, insinuando que el incumplimiento de cualquiera de ellos afectaría a los demás–, estará lleno de desgracias terribles.

Los chicos asintieron. Otorgaban a aquel pronóstico una fiabilidad absoluta. No se atreverían a romper el juramento.

Dimitri suspiró. Era el único a quien no asediaba la incertidumbre sobre el mañana.

–Aquí os espero –anunció con resignación–. Me encontraréis. Creo que nunca saldré de aquí.

Su voz arrastraba cierta envidia que no se molestó en disimular. Hubiera deseado escapar a su futuro en el pueblo, como hacían sus amigos, pero su familia no alcanzaba a ofrecerle otro horizonte. Inmerso en esa frustración, no imaginó lo certero de su presagio.

Jamás saldría de allí.

Nadie lo habría pronosticado con tal precisión, de hecho. Aunque el tiempo se encargaría muy pronto de confirmar su vaticinio. De un modo cruel.

Los tres, ajenos a la tragedia que se iba gestando con el transcurso de las horas, se levantaron. Llegaba el instante de la despedida. Sus familias aguardaban, debían superar el trance del último abrazo y separarse en dirección a sus hogares. La tristeza iba calando en el ánimo del grupo, se resistían a renunciar a todo lo que habían compartido. A partir de entonces, tan solo conservarían en la memoria sus vivencias. Y los recuerdos terminaban por disgregarse de la realidad, se diluían en la mente hasta convertirse en retazos sin consistencia. En simples sueños. Por primera vez experimentaban el dolor de quien se ve obligado a dejar atrás algo querido para proseguir su camino. No estaba en sus manos, aún, decidir el rumbo de sus vidas.

Tenían que despedirse ya.

Sin embargo, no llegaron a abrazarse. En el momento en que sus cuerpos se aproximaron, los árboles que rodeaban el parque estallaron en llamas. Un fogonazo súbito se alzó sobre el bosque con una virulencia que los impulsó contra el suelo mientras una nube abrasadora se abría paso como una onda expansiva, arrancando los troncos de cuajo y provocando una lluvia de hojas muertas. Pequeños animales huían despavoridos y los chicos se vieron envueltos en una atmósfera de humo y fuego que creció ante ellos, contenida misteriosamente por la verja que delimitaba la zona de los columpios. El aire ardía, contaminado de partículas incandescentes que aterrizaban con un revoloteo en el parque. Dentro de su recinto, convertido en una isla que se derretía entre mareas de fuego, el tobogán empezó a fundirse. Pronto esa explanada desaparecería, y ellos morirían abrasados.

Los muchachos gritaban y tosían por la falta de oxígeno. Intentaban apartarse de las llamas y de los columpios al rojo vivo. En unos segundos, el paisaje se había transformado en un infierno y apenas lograban mantenerse en pie. Dimitri fue arrancado del parque por un soplo huracanado que lo empujó de un golpe fuera del recinto. Ni siquiera tuvo tiempo de gritar; simplemente fue absorbido por el humo. Se precipitó en medio de las llamas. Ekaterina y Nikolái se lanzaron hacia delante para intentar socorrerle, pero fue inútil. El calor se lo impidió y tuvieron que apartarse a contemplar espantados cómo las lenguas de fuego caían sobre su amigo, envolviéndolo con voracidad. Dimitri se consumía entre alaridos de dolor, incapaz de soportar las quemaduras que iban carcomiendo su cuerpo. Se arrastraba hacia ellos, extendía los brazos suplicando una ayuda imposible.

Entre sus dedos distinguieron la humeante figura de la matrioska.

Dimitri no se detuvo. Llegó a apoyarse en la verja, transformado en una pira humana que se tambaleaba. Sus amigos asistían a la escena hipnotizados ante esa imagen atroz que encogía el alma. ¿Por qué no moría? ¿Cuánto tiempo más se iba a prolongar su sufrimiento?

–No me olvidéis... –susurró el muchacho, agonizante–, no me olvidéis...

Dimitri calló. Sus manos se soltaron por fin y su silueta carbonizada desapareció hundiéndose en la masa del incendio.

No me olvidéis...

Nikolái despertó.

Conforme recuperaba la consciencia, acertó a escuchar cómo sus propios labios musitaban aún ese ruego: No me olvidéis...

Sus ojos se acostumbraron a la oscuridad. El hecho de reconocer su habitación y el ambiente silencioso propio de la madrugada le ayudó a recuperar la calma. Todo había sido un sueño. Un inofensivo sueño.

Se notó húmedo de sudor. Otra vez aquella pesadilla que en los últimos tiempos insistía en protagonizar sus noches. Esa desoladora pesadilla. Nikolái no se movió de la cama mientras los latidos de su corazón se iban amortiguando. Tampoco encendió la luz. Parecía todo tan real en su cabeza... Los rostros de sus amigos, las voces, aquel parque donde se reunieron durante años en Ucrania...

Los mecanismos de la mente eran diabólicos; a través de escenarios auténticos, de genuinos recuerdos que la memoria manipulaba a su antojo, el cerebro articulaba historias falsas que resultaban demasiado verosímiles.

Nikolái estiró un brazo y, a ciegas, abrió el cajón de su mesilla. Tanteó con la mano hasta localizar lo que buscaba: la matrioska que hacía siete años le había entregado Ekaterina.

Aquella muñeca rusa se había convertido en su talismán, un amuleto que ahuyentaba sus miedos y remordimientos.

No me olvidéis... La matrioska lograba incluso acallar aquel eco que reverberaba en su conciencia como si, en efecto, hubiera presenciado ese episodio que su imaginación se empeñaba en recrear.

Aunque Dimitri, por desgracia, sí estaba muerto. Eso sí era real.

¿Cómo podía afectarle de ese modo, después de tanto tiempo?

Nikolái se sorprendió llorando y decidió encender la lámpara de su mesilla, aunque molestara a su compañero de habitación. La penumbra acentuaba el sentimiento de soledad que acababa de envolverle, necesitaba algo de luz para soportar la persistente sombra del pasado.

Motulyak levantó de la cama su macizo cuerpo, más de cien kilos distribuidos de forma irregular a lo largo de su metro noventa de estatura, con cuidado para no despertar a su novia. El somier rechinó al sentir aquella liberación. Era todavía muy temprano, ni siquiera había amanecido y a través de la ventana solo se distinguía la negrura de la noche.

Por suerte, Natalia era muy consciente de que la profesión de periodista no responde a horarios fijos, y ya no se quejaba de los intempestivos movimientos de su pareja. Como reportero, además, Motulyak dependía de las rutinas de los personajes a los que acechaba cámara en mano. Era su trabajo.

Bostezó mientras se dirigía al baño, maldiciendo el talante madrugador de su nuevo objetivo: Karol Viridik, un político del Óblast de Kiev implicado en turbios negocios. Un chivatazo había advertido al periodista de la sospechosa cita que aquel tipo había concertado un par de horas más tarde en un pueblo cercano. Y él tenía que comprobarlo. No podía dejar pasar la ocasión.

Ya frente al lavabo, Motulyak se apartó el flequillo de los ojos y se acarició las mejillas, sintiendo el roce de una barba de varios días. No tenía intención de afeitarse. Justificó su pereza con el argumento de que el sueño que abotargaba sus sentidos incrementaba el riesgo de sufrir algún corte.

Las cuchillas las carga el diablo, se dijo. En cambio, decidió colocarse de perfil ante el espejo, una maniobra que le devolvió una silueta poco atlética. Tampoco está tan mal, se dijo. Tengo cuarenta años. Se dio leves golpecitos en el prominente vientre. Definitivamente, tenía que dejar de beber. Al menos, cerveza; el vodka podía esperar.

No tardó en salir de casa, tras revisar minuciosamente su valioso equipo fotográfico. El simple contacto con aquel material despertaba en él un extraño instinto; era un periodista de raza cuyos sentidos se activaban al sentir sobre los hombros el peso de sus herramientas de trabajo.

–¿Otra vez la pesadilla?

Martín, su compañero de habitación en aquella residencia universitaria, se acababa de incorporar torpemente sobre la cama y se frotaba los ojos. La pregunta había brotado pastosa, somnolienta.

–Te he despertado, lo siento –se disculpó Nikolái, secándose las lágrimas con disimulo–. Me ha entrado el agobio, necesito algo de luz.

No problem –el chico se estiraba bajo la manta–. ¿De nuevo el incendio?

Nikolái asintió.

–Otra vez he visto la muerte de mi amigo Dimitri... Nos miraba mientras se iba quemando. No consigo olvidar sus ojos.

–Pero tú no llegaste a ver el accidente, ¿no?

–No, ni Ekaterina tampoco. El incendio se produjo al día siguiente de nuestra marcha, el cuatro de marzo de 2004. Ya no estábamos allí. De hecho, nos enteramos dos días más tarde, fue un caos. Todo era un caos en esa región. Se quemaron varias granjas, un pequeño pueblo desapareció del mapa y muchas hectáreas de bosque quedaron arrasadas. Murieron cuarenta familias. La de Dimitri Lébedev entre ellas. Al completo. Él, sus padres y sus tres hermanos.

–Joder, vaya historia.

–Ya lo creo.

–Lo que no entiendo es por qué sueñas con eso siete años después. Se supone que ya lo tienes superado, ¿no?

Nikolái suspiró.

–En realidad, nunca he dejado de recordarlo. Cada cierto tiempo, me viene a la cabeza mientras duermo.

–Pero nunca con la frecuencia de estos días...

–Ni con la intensidad –Nikolái estaba impresionado ante la excepcional viveza de las imágenes–. Es alucinante cómo reconstruyo en esos sueños cada detalle. Y eso que no lo viví.

–La memoria guarda mucho más de lo que imaginamos.

Nikolái estuvo de acuerdo. El símbolo del Club del Trueno era buena prueba de ello. Hacía tanto tiempo que no pensaba en ello...

–¿Y tienes idea de por qué estás tan... sensible estos días?

Martín se había terminado de desperezar y ahora doblaba su almohada para acomodarse. Era un conversador nato, y ni siquiera la madrugada reducía su interés cuando un asunto le intrigaba.

–Creo que sí –dedujo Nikolái–. En la facultad nos han encargado un reportaje de investigación para navidades.

Esa información dejó indiferente a su compañero.

–¿Y...? Es un coñazo tener que trabajar en vacaciones, pero no parece tan grave como para provocar pesadillas. Ni siquiera en alguien tan vago como yo.

Nikolái suspiró. No encontraba fuerzas para sonreír.

–He decidido volver a Ucrania.

–¿Volver? –ahora Martín sí parecía haber despertado por completo. Se había erguido y enfocaba con sus ojos a Nikolái–. ¿Volver a Ucrania?

–Dos o tres semanas –concretó él–, lo suficiente para hacer un reportaje sobre el incendio que mató a mi amigo. Se lo he propuesto al profesor y ha estado de acuerdo. Mis padres han preferido mantenerse al margen.

Martín se rascaba la cabeza, confuso. Entonces cayó en la cuenta de lo que implicaba aquella iniciativa:

–¿Me voy a quedar sin hacker durante tanto tiempo?

Nikolái era muy bueno con la tecnología y solía resolver los abundantes problemas informáticos que asediaban a su compañero.

–Sobrevivirás, Martín.

–¿Pero estás seguro de que es una buena idea?

Nikolái se encogió de hombros.

–Lo sabré cuando llegue allí –se quedó en silencio unos segundos–. Intuyo que ha llegado el momento de reconciliarme con mi pasado, Martín. Jamás he regresado a mi país desde que nos fuimos, nadie de mi familia lo ha hecho. Quizá sea eso lo que me impide superar lo que ocurrió. Necesito despedirme de mi amigo, no sé. Visitar su tumba.

–Pasemos primero a lo práctico: ¿tu familia te paga el viaje? Porque no será barato...

–Parte. Y con los ahorros que tengo del curro, será suficiente. Además, nos quedan algunos parientes en esa zona. En caso necesario, puedo recurrir a ellos.

–Vale –ahora Martín adoptó un gesto malicioso–. ¿Y no será que quieres seguir la pista de esa amiga rubia en la que tanto piensas? Sé que la has estado buscando en internet... y en esa foto promete –señalaba la que Nikolái tenía enmarcada sobre la mesilla, la que tomaron durante su último encuentro–. Seguro que ahora está muy buena, se intuye material de primera.

Nikolái cerró los ojos. Ekaterina. Una búsqueda que se había prolongado durante años –eso no podía sospecharlo Martín–, y que había resultado infructuosa. Ella no había dejado huellas en su marcha hacia el futuro. Ni una sola.

Nikolái se apresuró a rechazar con la cabeza la suposición de su compañero, aunque el comentario le había hecho daño.

–Ella también forma parte de ese pasado, es cierto. Pero son asuntos distintos.

Otro asunto, sí, continuó pensando. Pero casi igual de doloroso. Dos ausencias, al fin y al cabo. Aunque Ekaterina siguiese con vida, Nikolái ya no formaba parte de su realidad. Para él, por tanto, se trataba de dos pérdidas definitivas. Dos recuerdos de personas que no pudo o no supo retener a su lado. Era tan joven cuando abandonó Ucrania...

Su falta de culpa en aquellos hechos no mitigó la tristeza. No le sirvió ese atenuante. Siempre prefieres castigarte, solía decirle su padre cuando Nikolái se echaba sobre los hombros la responsabilidad de tropiezos que no le correspondían. Tienes alma de mártir.

–Será mejor que durmamos, Martín.

Nikolái cogió su iPhone y apagó la luz. Ahora necesitaba escuchar canciones tristes, dejarse invadir por melodías teñidas de nostalgia. Se colocó los auriculares.

Juremos en voz alta por el Trueno que, antes de diez años, la matrioska volverá a estar completa o una maldición caerá sobre todos los miembros del club.

La profecía formulada por Ekaterina, aquella última tarde de su adolescencia en Ucrania, se repetía en la cabeza de Nikolái bajo el sonido de Life for rent, su canción favorita de Dido. Pero esa sentencia no había respetado el plazo, tan solo les había concedido veinticuatro horas; el tiempo exacto que había tardado Dimitri en morir, haciendo imposible que cumplieran el juramento.

Su muerte los había condenado a una separación irreversible, habían sido traicionados por las circunstancias. Entonces todavía no había internet en el pueblo y habían acordado que Nikolái y Ekaterina enviarían sendas cartas a Dimitri con sus domicilios, para establecer el contacto. Sin embargo, cuando ellos aterrizaron en sus respectivos destinos, el escenario de su primera juventud había desaparecido, consumido por las llamas. Mientras se iban alejando a bordo de los aviones, sus historias se desintegraban. Y entre las cenizas, bajo el firmamento donde flotaba aún la huella de sus vuelos, quedaba la vida interrumpida de Dimitri.

Nikolái apretó los dientes. Nada de su pasado había sobrevivido a aquella catástrofe. Excepto la matrioska, que de ese trágico modo había terminado convirtiéndose en un tesoro de incalculable valor para él. Su objeto más valioso, junto a la foto que se hicieron al despedirse y otras dos que conservaba, tomadas durante el verano de 2003.

Se giró en la cama para mirar el resplandor de las luces de la ciudad a través del cristal de la ventana. Las lágrimas volvían a resbalar por su rostro hasta caer sobre la almohada. Una sutil sensación de orfandad fue cubriéndole como una segunda piel.

El día que abandonó Ucrania se llevó como equipaje todo lo que no importaba. Y desde entonces, a pesar de la cercanía de sus padres, no había logrado desembarazarse de una soledad que se hacía presente en los momentos más inoportunos.

Ahora él se disponía a regresar, a hacer frente a un episodio que le había marcado desde la distancia.

–Eres un romántico –concluía Martín, desde su cama–. No lo puedes evitar.

CAPÍTULO II

 

22 de diciembre de 2011

Stanislav Kozlov observó a su hijo desde el sofá. Los dedos de sus manos bailaban sobre los brazos del sillón en el que se hallaba sentado.

–Entonces, ¿ya has tomado una decisión?

Nikolái, acomodado frente a él, asintió.

–Ya tengo los billetes, papá. Y he conseguido un alojamiento barato. Salgo para Ucrania dentro de tres días.

Su padre se encogió de hombros.

–Suponía que seguirías adelante. Es tu vida –sentenció–. Ya eres mayor.

–Sí.

–¿Y los entrenamientos?

Nikolái estaba federado en fútbol sala y su padre seguía con fidelidad la liga en la que participaba.

–Ya he hablado con el entrenador. Me permite faltar mientras esté de viaje. Y solo me pierdo un partido.

Se hizo el silencio. El chico aprovechó para pasear su mirada por esa estancia que conocía tan bien, el salón de la casa familiar, hasta que sus ojos se encontraron con los de su madre, que acababa de entrar.

–Nosotros también perdimos amigos en ese accidente –dijo ella meneando la cabeza–. Fue una tragedia. ¿Seguro que quieres recordar aquello?

–Creo que lo necesito. Forma parte de mi historia, al fin y al cabo. Siempre he tenido la sensación de que dejé algo pendiente. Tengo que volver. Al menos una vez.

–Se facilitó muy poca información, nadie parecía saber nada –la mujer continuaba rescatando de su memoria aquellos hechos–. Un rayo, dicen que fue la causa del desastre. El gobierno no se preocupó de las víctimas, se limitó a entregar unas indemnizaciones ridículas y a provocar retrasos en las autopsias, a pesar de que apenas disponían de restos que analizar. Desde aquí era imposible enterarse de nada.

Ahora, en el gesto de su madre se agudizó la melancolía, sus pupilas continuaban asomándose al vacío profundo del tiempo. A la vida que habían dejado atrás para siempre. Las huidas hacia delante implicaban siempre fuertes renuncias; ellos también habían sacrificado muchas cosas al abandonar su país.

–Formabais una pandilla encantadora... –comentó ella–. Tú, Ekaterina Ivanova, Dimitri Lébedev.

A Nikolái le sorprendió descubrir que su madre recordaba los nombres de sus amigos.

–Volveré en tres semanas, mamá. No pretendo desenterrar nada.

Se planteó si estaba mintiendo. Ni él mismo lo sabía.

–Al menos estarás con nosotros en Nochebuena –se consoló ella.

–Sí, vuelo el día de Navidad por la tarde. Y me pierdo pocos días de clase –su madre quitó importancia a ese detalle con un aspaviento–, los primeros tras las vacaciones.

Stanislav Kozlov se levantó del sillón y le tendió un papel.

–Es el teléfono de Motulyak, un amigo que todavía conservo de nuestros tiempos en Ucrania. Vive en un pueblo cercano al nuestro.

–Pero ya tengo los datos de nuestros parientes.

–Este contacto quizá te interese más –explicó Stanislav–. Es un periodista muy competente. Puede ayudarte en tu reportaje. Hemos hablado por teléfono, ya sabe que planeas viajar hacia allí. Comunícate con él. Hace algunos años era un reportero muy importante. A lo mejor te ofrece que colabores en su trabajo mientras permaneces en Ucrania, una especie de prácticas que te vendrán bien para tu carrera.

Nikolái asintió. No parecía mala idea.

–Muchas gracias, papá.

El chico estudió los rostros meditabundos de sus padres. Tendría que haber previsto que su iniciativa también iba a afectarlos. Se preguntó –como en tantas ocasiones– qué estaría haciendo en esos momentos Ekaterina, cómo sería su vida, si dedicaría algún fugaz pensamiento a sus recuerdos. Tal vez no; ella siempre había sido demasiado pragmática como para desperdiciar minutos en algo tan inútil.

Trató también de imaginar su aspecto. En eso no dudó. La recreó inteligente, sensual, enérgica, con esa sonrisa espléndida que siempre iluminaba su rostro bajo los cabellos rubios. La misma imagen con la que no habían podido competir otras chicas que había conocido en el instituto y en la universidad.

Siempre se interrogaba sobre todos los pormenores que rodeaban la existencia de Ekaterina. Nikolái no se engañó; al final, todo se reducía a una única incógnita que le atormentaba: si ella le habría olvidado.

Simplemente.

El soldado se giró buscando a sus compañeros. Bajo la visera del gorro militar, sus ojos sorteaban la vegetación con el ansia del instinto de supervivencia. Volvió a desplazarse procurando no delatar el movimiento. Sus botas resbalaron en el barro y el cañón de su arma tropezó con varias ramas, que recuperaron su posición con un vaivén de látigos. No veía a nadie, la última carrera lo había apartado de su unidad y ahora el haz de la linterna solo descubría perfiles de troncos a su alrededor.

Nadie junto a él. Al menos, nadie... humano, si el Chudovishche estaba cerca. El cazador cazado; se habían invertido los papeles.

El militar tragó saliva. El miedo empezaba a ascender por su cuerpo, inundándolo de un calor incómodo. Podía percibir la proximidad de la bestia y su propia soledad frente a ella. Tenía que salir de allí o moriría.

Nadie sobrevivía a un encuentro con el Chudovishche.

El soldado alzó la mirada calibrando la negrura del firmamento. Empezaba a clarear, así que quedaba alrededor de media hora para el amanecer. Debía resistir hasta la llegada de la luz.

No se atrevía a llamar en voz alta a su sargento: la posibilidad de advertir a la criatura resultaba mucho más amenazadora. No hubieran llegado a tiempo de salvarle.

Escuchó un chasquido a su izquierda. Alzó su kaláshnikov mientras con el dedo índice acariciaba el gatillo. De refilón detectó una sombra que se desplazaba entre los árboles y abrió fuego.

Ya había delatado su posición, así que echó a correr sin esperar a comprobar el resultado de sus disparos. Sus botas se hundían en la nieve ralentizando su huida, volviéndolo torpe.

Ni siquiera era consciente de la dirección de sus pasos. Tenía que escapar, algo a su espalda lo estaba acosando.

Motulyak calculó la apertura del diafragma para compensar la falta de luz y enfocó el teleobjetivo de su Nikon hasta conseguir la nitidez deseada. Continuó haciendo fotos. Agachado entre dos coches, dirigía su cámara hacia el escaparate de un local situado en la acera de enfrente. Una tienda de alimentos.

Contempló el cielo: estaba a punto de amanecer. Debía irse ya o sus movimientos se harían demasiado visibles.

Situó su ojo de nuevo en el visor de la cámara y estudió la escena: tras el cristal de la tienda, hacia el fondo del establecimiento, el político gesticulaba en compañía de un desconocido. El zoom no dejaba lugar a dudas. Ambos se hallaban sentados en torno a una mesa y la luz amarillenta de una lámpara dibujaba sus rasgos con precisión.

Aquellas imágenes ofrecerían la calidad suficiente.

Motulyak ignoraba la identidad de la persona que acompañaba a Karol Viridik, pero no le costaría demasiado averiguarla.

Apostó a que se trataba de alguien con una reputación aún más dudosa que la de su interlocutor. Nada limpio podía hablarse en esas circunstancias.

En cualquier caso, el soplo que le había avisado de aquel encuentro era fiable. Recompensaría a su fuente con una buena cantidad de grivnas. Había que cuidar a los informadores.

Motulyak dejó de presionar el disparador y fue retirándose de su escondite, en dirección a su vehículo. Llevado de su instinto periodístico, deseaba conectarse a internet sin pérdida de tiempo para empezar a investigar al desconocido. Si resultaba ser alguien con antecedentes penales, envuelto en escándalos, la trayectoria del político estaba acabada.

Nada le satisfacía más que arruinar carreras de individuos deshonestos. Jamás había perdido su idealismo profesional, a pesar de los años que llevaba en la brecha y de algunos golpes bajos que había sufrido por incordiar en exceso. Aún creía en el periodismo comprometido, independiente.

Nunca se vendería, alguien tenía que contar la verdad de lo que sucedía en el mundo. O al menos, eso se empeñaba en creer.

El soldado se arrastraba sobre la nieve, exhausto. Seguía sin localizar a sus compañeros y las detonaciones de su arma no habían servido para que la unidad lo encontrara a él.

Continuaba disparando de vez en cuando, pero los ruidos del bosque se multiplicaban a su alrededor y ya no era capaz de distinguir entre ellos la huella del monstruo que le estaba dando caza. Cada rincón parecía ocultar siluetas, ojos, garras que se crispaban al percibir su aproximación.

Su mente, llevada del pánico, lo rodeaba de espantosos espejismos: las sombras de los árboles se transformaban en figuras acechantes, la mirada de las lechuzas parecía conectarse con la visión de la fiera que controlaba su extravío.

El soldado insistió en avanzar, entre jadeos, hasta que se dio de bruces con una alambrada. En uno de sus postes había un cartel clavado que atrajo su atención.

RECINTO MILITAR
PROHIBIDO EL PASO

Reconoció el aspecto desértico que presentaba el terreno más allá del alambre; un panorama que no transmitía buenas noticias. Sabía que aquella zona, pese al aviso, estaba abandonada. Se había alejado mucho del área donde se estaba desarrollando la batida y apenas le quedaba munición. No había tenido suerte.

El frío, mientras tanto, iba alojándose bajo su uniforme húmedo. Tiritaba.

La conciencia de su ubicación hundió su ánimo.

Volvió a atisbar a través de los filamentos espinosos de metal, como si entre los árboles que quedaban ante su vista, dentro ya de aquella propiedad gubernamental, fuese a aparecer en cualquier momento alguna presencia humana. Qué absurda esperanza. Allí, en realidad, nunca había llegado a haber instalaciones militares. Nada aguardaba al otro lado de la alambrada.

Tras él, sin embargo, sí.

Se giró, entrecerrando los ojos. Levantó su arma. Había llegado el final. Esperó a descubrir algún movimiento sospechoso en el bosque y, cuando lo hubo detectado, se lanzó hacia él haciendo fuego.

Se equivocaba en la dirección de su acometida, y ese error le hizo vulnerable. Algo se precipitó contra su cuerpo desde un lateral. El soldado sintió el impacto demasiado tarde y se desplomó emitiendo un último grito, cuyo eco fue devorado por el aullido del viento.

No demasiado lejos de allí, otros soldados detenían su búsqueda al escuchar las últimas detonaciones.