A Katrina, con amor.

La anciana sonríe en la oscuridad. La lluvia incesante ya ha empapado su capa; el agua azota su espalda, se desliza por su capucha y chorrea hasta sus manos. Las gotas se estrellan contra las frías tejas de la azotea.

Port Fayt. Al fin.

Cierra los ojos e inspira profundamente, saboreando el olor a sal, sudor y pescado podrido que inunda cada recoveco de la calle empedrada.

Port Fayt...

El estallido de un relámpago le permite divisar la ciudad entera: el bosque de mástiles que flota en la bahía, donde los galeones chocan contra las corbetas, las goletas y las balandras de los hobgoblins, fabricadas a escala para su tripulación de duendes; el caos de edificios que se extiende por todo el puerto y asciende hasta cubrir los promontorios de la bahía; el horizonte, un revoltijo de tejados rojizos, chimeneas y grúas de madera... En medio de todo destacan la cúpula gris y el chapitel del ayuntamiento de la Plaza de Thalin, y en la cima del acantilado se eleva el faro, pintado a rayas rojas y blancas como el bastón de caramelo de un niño.

El viento aúlla y la lluvia repiquetea contra las tejas. Y la anciana no deja de sonreír.

Port Fayt.

La joya de las islas Medias: así es como lo llaman. Un refugio en medio de la inmensidad del océano Ébano. Cada día más seres emprenden la larga travesía desde el Viejo Mundo hasta Port Fayt, seguros de que aquí serán bienvenidos. Sean humanos o trolls, duendes o elfos, aquí se convertirán sencillamente en faytanos. Aquí todos son iguales; a todos se los trata con la misma consideración –o, al menos, con la consideración que su ingenio les permita alcanzar.

Port Fayt.

Agazapada en el tejado, la anciana parece beberse la ciudad, rememorando cada detalle. Recuerda el bullicioso mercado de las hadas en el barrio de Marlinspike y la animación de la Vía Mer, la arteria principal de Port Fayt, que avanza serpenteante durante más de un kilómetro desde los muelles hasta la Plaza de Thalin. La anciana se lame las gotas de lluvia de los labios y su sonrisa se ensancha aún más.

Port Fayt.

Cómo lo odia.

Y ahora, al fin ha regresado.

PRIMERA PARTE

Contrabando

 

Capítulo 1

 

Con una pila de platos sucios en precario equilibrio en una mano y una bandeja llena de jarras vacías en la otra, Joseph Grubb intentaba avanzar entre un montón de marineros borrachos. Evitó chocarse contra un enano que le miró asombrado, esquivó un plato que pasó volando por encima de su cabeza y se paró a recoger una jarra vacía que había en el suelo, mientras saludaba con la cabeza a un hombre cojo que, a juzgar por la calavera que llevaba bordada en el parche del ojo, no debía de ser un honrado pescador. En La Sirena Coja había tanto ajetreo como de costumbre: era el refugio de los mayores sinvergüenzas, rufianes y pícaros de todo Port Fayt. No es que Grubb se quejara; como le recordaba constantemente el propietario del local –su tío, el señor Lightly–, él no era mucho mejor que sus clientes.

Joseph Grubb era un «mediastintas»: ni del todo goblin, ni del todo humano. La ventaja de esto es que era menudo y lo bastante rápido como para apañárselas en La Sirena Coja, aun en los momentos de mayor caos. La desventaja era su piel moteada de gris y rosa, sus orejas puntiagudas y el hecho de que los clientes le llamaran «mestizo» a gritos todos los días.

Según el señor Lightly, tenía suerte de haber conseguido trabajo, especialmente en un lugar de tan alta categoría como La Sirena Coja.

Grubb rodeó una mesa y alguien le agarró del delantal con tanta fuerza que casi se cayó al suelo.

–Sírveme más grog, hijo –murmuró un cliente arrastrando las palabras.

Se trataba de un hombre gordo que estaba solo en una mesa del rincón. Tenía el pelo largo y grasiento, un pendiente de oro y un ojo vago, aunque esto último podía deberse a la cantidad de grog que llevaba dentro. No quedaba ni una pulgada de mesa que no estuviera ocupada por una jarra vacía.

Grubb arrugó la nariz y contuvo la respiración.

–Sí, señor. Más grog; marchando.

–Y un buen plato de anguilas al vapor.

–Enseguida.

Grubb suspiró y se abrió paso de nuevo entre los parroquianos. En momentos como ese, fantaseaba con escaparse una noche y no regresar jamás. Pero, como bien habría dicho su tío, sería una estupidez. ¿Adónde podría ir? No era más que un mestizo huérfano y sin amigos. Odiaba admitirlo, pero el señor Lightly estaba en lo cierto: tenía suerte de trabajar allí.

–Una jarra de grog, tío –dijo, soltando en la barra todo lo que llevaba–. Y un plato de anguilas para el caballero de la esquina.

El señor Lightly era un humano fornido y rubicundo que jamás llamaba a su sobrino por su nombre. Llenó una jarra, se la pasó a Grubb y le dio un pescozón.

–¿Cuántas veces tengo que repetírtelo, mestizo? No me llames tío, especialmente en público.

–Sí, señor Lightly. Lo siento, señor.

–Puede que a tu madre le gustaran los goblins, pero te juro por lo más sagrado que yo no comparto sus aficiones. ¿Entendido?

Grubb asintió y se frotó la nuca dolorida: era la cuarta o quinta vez en lo que iba de día que su tío hacía aquello. Regresó escabulléndose entre la muchedumbre para servir el grog. El hombre del ojo vago le arrebató la jarra de las manos y dio un trago, derramando la mayor parte del contenido sobre su sucia casaca. Al cabo de unos segundos, estampó la jarra en la mesa y soltó un eructo gorgoteante.

–Ahhhh, esto está mucho mejor. Muy amable, hijo.

–Gracias –contestó Grubb, algo asqueado.

Ya se estaba dando la vuelta cuando el hombre volvió a sujetarle del delantal.

–Alto ahí, muchacho. ¿Qué prisa tienes? Siéntate un poco, ¿quieres?

–Humm... Yo no...

–Venga, vamos. Pareces un chico decente, hijo. ¿No quieres echarme una mano? Soy nuevo en la ciudad.

–Bueno, esto...

–He oído decir que esta noche habrá una fiesta en los muelles. ¿Qué se celebra?

Grubb echó un vistazo a su alrededor: su tío no parecía necesitarle en aquel momento, y tenía muchísimas ganas de descansar sus doloridos pies. Además, el señor Lightly siempre le estaba repitiendo que debía tener contentos a los clientes. Y el caso es que a todos les encantaba hablar, sobre todo cuando trasegaban unos cuantos vasos del aguardiente zumbatripas del señor Lightly... Aquella pócima soltaba la lengua tanto como la vejiga. Lo soltaba todo, de hecho.

–¿Se refiere a la Gran Fiesta? –preguntó Grubb.

–Justo a esa, hijo.

Grubb se sentó e intentó explicarse.

–La Gran Fiesta es... Bueno, esto... La verdad es que es una gran fiesta, sin más. Están invitados todos los habitantes de Port Fayt, y la paga el gobernador de su bolsillo. La celebramos una vez al año para celebrar el primer día del festival, y...

–Para, para, muchacho. No corras. ¿Qué festival?

Grubb hizo auténticos esfuerzos para no mostrarse sorprendido: ¡aquel hombre realmente no sabía nada de Port Fayt!

–El Festival del Mar. Dura cuatro días y empieza hoy. Termina con un desfile enorme: todo el mundo se disfraza y la ciudad se llena de carrozas. Es en honor de Thalin el Navegante... Como una forma de darle las gracias –Grubb empezó a disfrutar de su relato; se sentía bien ayudando a aquel extranjero–. Thalin era un explorador del Viejo Mundo que descubrió las islas Medias y fundó Port Fayt. Ya sabe que esta ciudad es un refugio para todos los seres: humanos, trolls, elfos... Todos juntos y en paz.

El hombre frunció el ceño y echó un vistazo a su alrededor para contemplar a los demás clientes, como si acabara de darse cuenta de su presencia. Había un grupo de estibadores en la barra: humanos, unos cuantos enanos y un troll verde descomunal. Estaban bebiendo y echando pulsos. Siempre ganaba el troll, por supuesto, pero se lo estaban pasando demasiado bien como para dar importancia a aquel detalle. En la mesa contigua, un duende marinero charlaba con una elfa alta y delgada, de piel tan pálida que resultaba fantasmal. Estaba sentada y echada hacia delante sobre la mesa, pero aun así el duende tenía que ponerse de puntillas para conversar con ella. Las fosas nasales del duende se estremecían de emoción según hablaba.

–Parece que funcionó, ¿eh, hijo? –comentó finalmente el hombre–. Puede que el tal Thalin fuera por buen camino con eso de mezclar a toda la gente. Nunca había visto nada parecido en el Viejo Mundo: allí, los seres viven separados.

Grubb se encogió de hombros. Sí que funcionaba, más o menos... siempre y cuando no fueras mestizo, claro. Bajó la vista, contempló sus manos rosadas y grises, de largos dedos huesudos, y suspiró.

–Y ese tipo, Thalin el Navegante... –continuó el hombre–. ¿Qué fue de él?

–Dicen que fue... eeeh... devorado. Por el Maw, un monstruo marino.

El hombre se quedó pensativo unos instantes y después soltó un bufido.

–No me lo trago, hijo. Me parece un montón de estiércol de morsa, si te digo la verdad.

Grubb se rio entre dientes: empezaba a gustarle aquel extraño tan directo y sincero. La gente así no abundaba en La Sirena. Además, siempre es mucho mejor que te llamen «hijo» que «mestizo».

–Entonces, ¿se quedará para la fiesta? –preguntó.

El hombre le dedicó una sonrisilla socarrona, comprobó que su jarra estaba vacía y eructó de nuevo.

–Oh, ya lo creo que sí, hijo. Allí estaré. He de ocuparme de unos asuntos: cuando uno tiene una cita, hay que presentarse, ¿no crees?

–Supongo –convino Grubb, que no tenía ni idea de a qué se refería.

–¿Cómo te llamas, hijo? –preguntó el hombre extendiendo una mano.

–Grubb –respondió él estrechándola–. Encantado de conocerle.

–Lo mismo digo, hijo. Soy el capitán Phineus Clagg.

Grubb notó cómo se le enderezaban las orejas.

–¿Capitán?

–Eso es. El capitán de La Pesadilla del Marrajo, el barco más veloz de todo el océano Ébano. Es una corbeta como no has visto otra igual en tu vida. No hay nada como estar de pie en la proa, sintiendo la brisa salada en la cara. Eso es vida, hijo –le miró a los ojos–. ¿Sabes qué? Deberías unirte a nosotros: siempre hay sitio para un chico listo.

El señor Lightly apareció con un plato humeante de anguilas, lo dejó caer encima de la mesa y agarró a Grubb de la oreja.

–Ya está bien de hablar, mestizo –gruñó tirando de él hacia la barra–. A trabajar.

Clagg se sacó una navaja del bolsillo y empezó a comer, cortando las anguilas en pedazos que pinchaba con el cuchillo para llevárselos a la boca. Obviamente, daba por terminada la conversación.

–¡Eh, mestizo! –gritó un cliente al otro extremo de la taberna.

Grubb se apresuró a tomar el pedido, frotándose la oreja por quinta o sexta vez en lo que iba de día. El corazón le latía muy deprisa: no todos los días aparecía un capitán en La Sirena Coja. Tenía que volver a hablar con él. ¿De verdad aceptaría un mestizo en su tripulación? Grubb estaba harto de aquella taberna, y sospechaba que el señor Lightly no le echaría mucho de menos si se largaba de allí. Intentó imaginarse a sí mismo como un marinero de fortuna a bordo de una corbeta, igual que Thalin el Navegante. No parecía muy probable, pero lo cierto es que tampoco Phineas Clagg tenía aspecto de capitán. Curioso; había dicho que tenía una cita en la Gran Fiesta. ¿A qué se...?

¡CRRRRRASH!

Grubb giró en redondo.

La mesa de Phineus Clagg estaba derribada a cierta distancia del lugar donde se encontraba antes. El propio capitán estaba tirado junto a ella, aturdido, rodeado por fragmentos de silla y con todas las anguilas desperdigadas por la camisa.

Grubb contuvo el aliento: sobre el caído se alzaba una figura gigantesca, más alta que cualquier otro cliente de la taberna. Su cabeza rapada rozaba el techo. Su torso musculoso estaba desnudo, y su piel de color marrón oscuro estaba recorrida por un amasijo retorcido de tatuajes negros. En su descomunal puño sostenía un sable.

–Sorpresa –dijo el ogro.

El sable se cernía sobre el cuello de Clagg.

La taberna estaba en completo silencio. Los ogros no eran demasiado comunes, ni siquiera en Port Fayt, y Grubb nunca había visto uno tan grande como aquel.

–Capitán Phineus Clagg, si no me equivocar –añadió el ogro, con un fuerte acento extranjero que Grubb no reconoció–. Conmigo venir.

–Muy bien, muy bien –respondió Phineus Clagg desde el suelo, recorriendo la estancia con la mirada en busca de una vía de escape–. Tú te llamabas... este... te llamabas Tuck, ¿verdad, viejo amigo? A ver, hijo, lo que pasa es que estaba comiendo, así que no es el momento más oportuno...

–No te preocupar –le cortó Tuck–. Muchas anguilas más en el lugar donde tú ir.

–¿Adónde? –preguntó Clagg mientras se le iluminaban los ojos.

–Fondo de mar.

El ogro se rio entre dientes con un gruñido gutural que hizo estremecerse a varios clientes.

–Señores, señores, por favor –intervino el señor Lightly con nerviosismo desde detrás de la barra–. No es necesario recurrir a la violencia... Al menos, aquí dentro.

¡BANG!

Grubb pegó un brinco: el ogro se sujetaba el tobillo y aullaba de dolor como una morsa recién arponeada. Phineus Clagg se puso en pie, dejó caer una pequeña pistola y saltó sobre la mesa entre un revuelo de los faldones de su casaca, con los ojos fijos en la puerta. Demasiado lento: Tuck ya estaba blandiendo el sable. Clagg intentó esquivarlo, se agachó y rodó hacia un lado antes de ponerse en cuclillas. El ogro le cortaba la salida. Clagg se lamió los labios y sacó una cimitarra del cinto.

Hubo un estrépito de mesas y sillas volcadas mientras los clientes se apresuraban a quitarse de en medio, dejando espacio para los dos combatientes. Grubb se tambaleó hacia atrás arrastrado por la gente, sin quitarles los ojos de encima. En La Sirena Coja había peleas de borrachos a diario, pero aquello era una lucha auténtica con armas de verdad. No es que quisiera verla, pero no podía evitar la curiosidad.

Tuck se tocó el tobillo y sacudió la mano, salpicando las baldosas de sangre casi negra. Su rostro se torció en una mueca.

–Tú... –rugió–. ¡Tú hacerme sangre!

Se abalanzó sobre Clagg lanzando estocadas; la hoja de su sable giraba como un molinete. Clagg retrocedió, bloqueando los golpes a la desesperada. Tropezó con una botella vacía, derribó una mesa, agarró un taburete e intentó mantener al ogro a raya con él, pero su adversario rebanó de un tajo las patas y el taburete salió despedido.

Grubb recibía empujones por todas partes. Había gente que se reía y animaba a los combatientes, mientras otros sacaban sus cuchillos e intentaban meterse en la pelea. Una banda de tipos con pinta poco recomendable estuvo a punto de derribarle, así que se metió debajo de la primera mesa que encontró. Allí estaría a salvo: nadie iba a preocuparse por un mozo de taberna mestizo en un momento como aquel.

De pronto, Grubb oyó un crujido ensordecedor: su mesa había quedado destrozada bajo el peso del capitán Phineus Clagg.

–¡Me aplasta! –chilló Grubb.

–Lo siento, hijo –graznó el capitán.

–¡Apartar, ratas de cloaca! –gritaba Tuck–. ¡YO DECIR QUE APARTAR!

Pero la taberna estaba sumida en el caos, y la gente no le abría paso. Phineus Clagg se puso en pie de un salto y se mezcló con la multitud. Grubb consiguió incorporarse justo a tiempo para ver cómo saltaba por la ventana, llevándose por delante el cristal. El ogro soltó una andanada de improperios, se abalanzó hacia la puerta y desapareció.

 

Pasó un buen rato hasta que el señor Lightly consiguió restablecer el orden.

–¡Todo el mundo tranquilo! –resoplaba–. Se acabó lo que se daba. ¡Tú! Suelta eso ahora mismo.

Un joven troll bajó tímidamente la silla que estaba a punto de estampar en la cabeza de su amigo.

El señor Lightly fijó los ojos en Grubb, que continuaba sentado entre los restos de la mesa, con la mirada perdida.

–¡Por todos los dientes del Maw, mestizo! –le espetó–. No te quedes ahí pasmado como una babosa marina descerebrada, pedazo de idiota. ¡Limpia este desastre ahora mismo!

Grubb asintió, agarró la escoba y se puso a barrer los trozos de la mesa rota. Al igual que el resto de los muebles de La Sirena Coja, estaba fabricada de cualquier manera con pedazos de madera recogidos en la playa. No era de extrañar que se hubiera venido abajo con tanta facilidad.

Rozó algo con el pie y se agachó a recogerlo.

Era un paquete fino, envuelto en un elegante forro de terciopelo negro y atado con un cordón de plata. No era mucho más largo ni más grueso que su antebrazo, y no pesaba casi nada. Lo agitó, pero no produjo ningún sonido. Se le había debido de caer al capitán Clagg cuando se estrelló contra la mesa.

Grubb echó un vistazo a su alrededor: su tío estaba de espaldas, pidiendo disculpas a algunos clientes y echando a otros a patadas de la taberna. Solo disponía de un par de segundos. Se levantó la camisa rápidamente y se metió el paquete bajo el cinto, a salvo de miradas curiosas.

Las orejas le hormigueaban y el corazón le latía a toda velocidad. Fuera lo que fuese, parecía muy valioso, a juzgar por el envoltorio.

Tal vez Phineus Clagg consiguiera escapar del ogro y regresara a recuperarlo.

Tal vez se quedara encantado al descubrir que Grubb lo había encontrado y lo guardaba para devolvérselo.

Tal vez le preguntara cómo podía recompensarlo, y entonces Grubb le pediría que le permitiera enrolarse en su barco y zarparía a bordo de La Pesadilla del Marrajo rumbo al horizonte, en busca de aventuras...

Tal vez no ocurriera nada de eso.

Pero tal vez sí.

Capítulo 2

 

Las botas del capitán Newton pisaban con fuerza los adoquines, todavía húmedos por el chaparrón que había caído la noche anterior.

Era mediodía, y los faytanos abarrotaban el muelle. Los estibadores hacían rodar los barriles por las pasarelas y discutían las tarifas con los agobiados oficiales. Los comerciantes regateaban, se estrechaban las manos e intentaban timarse los unos a los otros. Los vendedores de comida se mezclaban entre la multitud y ofrecían grasientos cucuruchos de papel llenos de marisco, rodajas de pulpo frito y jarras de grog, mientras maldecían a las hadas mensajeras que revoloteaban por el aire cumpliendo los recados de sus señores. En la bahía, los marineros se encaramaban sobre los aparejos, largaban velas, levaban anclas y soltaban órdenes a gritos.

Si los faytanos eran la corriente sanguínea de la ciudad, el puerto era el corazón que latía.

Newton asintió para sí. Hacía un día precioso, la verdad: aire húmedo, cielo azul brillante y una brisa agradable. Justo como a él le gustaba. Su hada mensajera, un varón llamado Slik, revoloteaba delante de él. Los rayos de sol hacían relucir sus diminutas alas.

–¡Buenos días, Newt! –le saludó un pescador.

–Buenos días, Jones. Qué, ¿pican o no pican?

–Pican, pican.

Sí: aquel iba a ser un buen día.

Aunque estuvieran atareados, los faytanos se las arreglaban para apartarse de su camino. El capitán Newton era humano, pero su tamaño igualaba el de un troll. Su cabeza rapada estaba llena de cicatrices, y su rostro mostraba un tatuaje de un tiburón azul: la marca de la Liga del Tiburón, los vigilantes de Port Fayt, amigos de todos los ciudadanos honrados y férreos enemigos de cualquier ladrón, filibustero, contrabandista o malhechor que se cruzara en su camino.

Resumiendo: no era buena idea buscar pelea con el capitán Newton, y no hacía falta ser un mago para adivinarlo.

Newton se detuvo en un ruinoso puestecillo de comida que había en el muelle y compró un bollo. Estaba caliente y dulce, y lo masticó con placer. Slik plegó las alas y se posó en el borde del mostrador, apoyando la espalda contra un salero mientras balanceaba las piernas.

–¿Le gusta, señor Newton? –preguntó el tendero, un joven elfo alto y delgado, casi tan pálido como su blanco delantal.

Newton asintió despacio, se metió un dedo en la boca y rescató un pedazo de entre las muelas.

–No está mal, nada mal.

–Lo hice especialmente para usted, ¿sabe?

–Hummmm –repuso el capitán con expresión escéptica.

–Con ingredientes especiales, señor Newton. Para un cliente especial.

Newton partió un pedacito y se lo tendió a Slik.

–¿Qué opinas?

El hada se metió el bollo en la boca, masticó durante unos instantes y después lo escupió con una mueca de asco.

–Horrible. ¿De qué está hecho? ¿De cuero relleno de moho?

–Disculpa a mi hada –dijo Newton echándole una significativa mirada a Slik–. Está delicioso.

El elfo tomó aire y se puso a fregar el mostrador con toda la intención. Slik captó la indirecta y saltó en el aire, planeando suavemente antes de aterrizar en el hombro de Newton.

–Bueno, más vale que esté rico, la verdad –comentó el tendero–. Es para la Gran Fiesta de esta noche, ¿sabe? Un pedido especial de la Compañía del Basilisco. Tengo que entregarles trescientos bollos recién cocidos esta noche. Mi negocio va viento en popa, ¿no le parece, señor Newton?

–Pues sí, y le felicito.

Newton se limpió las migajas de la boca, rebuscó en el bolsillo de su raída casaca azul y lanzó una moneda de medio ducado sobre el mostrador.

–La Compañía quedará muy satisfecha –aseguró.

–¿Y a usted qué tal le va, señor Newton? –preguntó el elfo, guardándose la moneda en el delantal y buscando la vuelta–. Supongo que la Liga no dará abasto en estas fechas...

Newton acababa de abrir la boca para contestar cuando se empezaron a oír gritos de ira al otro extremo del muelle.

–¡Teníamos un trato, zángano estúpido! ¡No vales para nada!

Newton reconoció la voz y sonrió al elfo.

–Me temo que así es. Disfruta de la fiesta... y quédate con el cambio.

En el extremo del muelle, un pequeño goblin temblaba de rabia y gritaba a un capitán troll que era tres veces más alto que él. Era la primera vez que Newton veía a ese troll, pero conocía demasiado bien al goblin.

Jeb el Soplón.

Como rezaba un dicho del muelle, «lo que no sepa el Soplón, no merece la pena conocerlo». Jeb nunca revelaba de dónde sacaba la información, pero los vigilantes de la Liga del Tiburón habían conseguido arrestar a tanta gente gracias a su ayuda que estaban dispuestos a pasar por alto ese detalle.

Aparte de la fama que le proporcionaba estar siempre al tanto de lo que se cocía en el mundillo criminal de Port Fayt, Jeb el Soplón era conocido por su vestimenta. Aquella mañana lucía un chaleco de color naranja y una casaca morada con botones de diamante, ambas prendas tan grandes como si las hubieran confeccionado para un humano. En sus orejas puntiagudas resplandecían unos aros de oro. Newton no seguía de cerca los vaivenes de la moda, pero en su opinión, Jeb el Soplón parecía una cacatúa chiflada.

El troll rezongaba cuando Newton se acercó a ellos.

–Mira, si hay una tormenta yo no tengo la culpa. Sabes perfectamente que no se puede navegar bajo una maldita tormenta mágica, Jeb.

–¿En serio? Muy bien, pues por si no te habías dado cuenta, cabeza de chorlito, la tormenta fue anoche y hoy es hoy. Si no me equivoco, me prometiste que antes del festival me conseguirías la bilis de grifo que te pedí. ¿O no?

El troll se encogió de hombros.

–Hace años que no veía una tormenta así, Jeb. Y justo la víspera de la fiesta... Es un mal presagio, tan cierto como que existe la mar.

–¡Ah! ¡Presagios! Ya veo. Me temo que has oído demasiados cuentos de viejas. Lo siguiente que me contarás es que el mar está enfadado, que sus profundidades se agitan, y patatín y patatán. Y que esto lo diga un troll hecho y derecho...

Newton se acercó a Jeb por la espalda y le puso una mano en el hombro. El goblin se envaró y volvió su rostro de color gris hacia Newton. Sus ojillos pálidos giraban con nerviosismo en sus órbitas: debido a su trabajo, Jeb había acabado por ser exageradamente suspicaz.

–Oh, eres tú. Buenos días, Newt.

–Jeb...

El troll aprovechó la oportunidad para escabullirse.

–Menudo montón de estiércol de morsa –murmuró Jeb–. La gente se cree cualquier cosa... ¡Presagios, ja!

–¿Tienes alguna pista para mí hoy, Jeb?

El goblin se lamió los labios y miró a los lados en un ademán teatral antes de inclinarse hacia él.

–Es curioso que me lo preguntes, la verdad, porque sí que tengo algo. Y además es bien jugoso, si me pides mi opinión.

–Adelante.

–Eh, eh, no tan rápido, amigo mío –sonrió Jeb–. Hablemos primero del precio, ¿no te parece?

–El pago es el acostumbrado. Añádele el suplemento habitual si capturamos a alguien. Lo mismo de siempre.

–Vamos, Newt, yo solo intento ganarme la vida honradamente... –Newton enarcó una ceja–. Está bien, de acuerdo, como tú digas. Pero aquí no podemos hablar, ¿entiendes? Tenemos que ir a algún sitio un poco más privado.

 

Dos minutos más tarde, los dos tomaban asiento en una mesa apartada de la Casa de Terciopelo Spottington. El dulce perfume de las infusiones de grano de terciopelo cargaba el aire y se mezclaba con el humo de las pipas de los clientes. La Casa Spottington era uno de los establecimientos más antiguos y respetables de Port Fayt. Sus manteles estaban limpios y sus camareros eran amables; los pocos clientes que había eran ancianos, y la mayoría estaban medio dormidos. Era un lugar seguro para hablar.

Se sentaron mientras Jeb se acomodaba el chaleco dándole palmaditas y se colocaba los puños de la casaca. A esa distancia, Newton se dio cuenta de que los botones de diamante eran falsos y los pendientes no eran de oro, sino de simple latón pulido. En cambio, el resto de la indumentaria del goblin resultaba tan llamativo de cerca como de lejos.

–¿Sabes que pareces un camaleón histérico? –comentó el hada desde el hombro de Newton; para ser tan pequeño, Slik tenía la voz muy fuerte.

–Dile a tu hada que cierre el pico.

–Ya le has oído, Slik –ordenó Newton con voz severa–. Vigila esa lengua.

Slik refunfuñó un poco, bostezó y revoloteó hasta el mantel para echarse una siesta.

Un camarero les sirvió dos tazas humeantes de infusión.

–Menuda tormenta cayó ayer, caballeros –comentó alegremente–. Un mal presagio, no hay duda.

Jeb el Soplón puso los ojos en blanco.

–Y bien, Jeb –comenzó Newton, con la esperanza de cortar al goblin antes de que comenzara a soltar un nuevo aluvión de protestas–, ¿cómo va el negocio de la bilis de grifo?

–Mal –repuso el goblin en cuanto se aseguró de que el camarero andaba lejos–. Muy mal. No hay forma de navegar fuera de las islas Medias, hoy día. Y no es solo la bilis, ni mucho menos. Los comerciantes del índigo van a la quiebra, y el zephyrum es más raro que el diente de basilisco. Ayer vi un almacén lleno hasta los topes de sacos con grano de terciopelo, todos tirados: lo que no se llevaban las hadas, se estaba pudriendo. Un triste espectáculo, Newt, te lo digo en serio. El comercio con el Viejo Mundo se está yendo al garete por culpa de la Alianza.

–Ajá.

–Lo cierto es que ahora tienen a su merced, en su asqueroso puño, la mayor parte del continente, y ya no quieren hacer negocios con los faytanos. Consideran escoria a cualquiera que no sea humano.

–Ya.

–Peor que escoria: criaturas de la oscuridad, vástagos del demonio. Por los dientes del Maw, te juro que el Viejo Mundo se ha vuelto loco, Newt. Casi me entran ganas de...

–Efectivamente –le cortó Newton, con mucha mayor brusquedad de lo que pretendía.

Jeb se quedó callado.

Newton frunció el ceño y se masajeó las marcas encarnadas que rodeaban sus muñecas. La Alianza de la Luz... Habían pasado casi veinte años desde que los hombres de la Alianza le dejaran esas cicatrices, pero el recuerdo todavía continuaba fresco.

Dio un sorbo, se retiró un grano de terciopelo de una comisura y cambió de tema.

–Vamos con el asunto, ¿te parece?

–Sí, hablemos de negocios. Tienes toda la razón –Jeb el Soplón se echó hacia delante y escudriñó la estancia para comprobar que nadie los escuchaba–. La cosa es que hay un nuevo contrabandista en la ciudad; llegó ayer noche con su cargamento. Tiene que ser algo importante, porque apareció en mitad de la tormenta mágica.

Newton levantó las cejas: aquella era una buena pista. Fueras o no supersticioso, navegar en medio de una tormenta mágica era tan seguro como intentar darle un beso a un tiburón. El contrabandista que se atreviera a hacerlo era o bien muy estúpido... o bien muy inteligente.

–¿Tienes alguna idea de dónde puedo encontrarle?

Jeb sonrió mostrando sus agudos dientes de goblin.

–Esta noche estará en la Gran Fiesta. No sé cuál puede ser su mercancía, pero la entregará después de la puesta de sol en la bodega de La Venganza del Espectro. Podrías atrapar al contrabandista y a su cliente al mismo tiempo; así matarías dos dragones de un tiro, ¿no crees?

Newton asintió. Condenados contrabandistas: siempre elegían el peor momento para su sucio trabajo. En fin, era de esperar. Pero incluso durante la Gran Fiesta, la Liga del Tiburón estaría preparada y alerta.

–Muy bien –dijo–. Vamos, Slik.

Le dio un toque suave al hada, que estaba durmiendo tranquilamente.

–¿Qué paaaasa...? Déjame dormiiiir...

–Despierta.

–Humpf... No, no, el azul... El del borde de encaje...

–He dicho que te despiertes.

Slik se sentó y se frotó los ojos.

–¡Eh! ¡Estaba durmiendo, especie de patán!

–Qué lástima. Encuentra a los vigilantes de la Liga y diles que se reúnan conmigo aquí al atardecer, armados y dispuestos para ir a la Gran Fiesta. Tenemos que prender a un contrabandista.

–¿Y si me das un poco de azúcar? No he visto ni un grano en tres días.

Newton se sacó un terrón del bolsillo de la casaca y le partió un pedacito al hada.

–No te lo comas de golpe. ¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez? Todavía no he logrado quitar las manchas de vómito.

Sin dejar de protestar, Slik guardó el azúcar en una bolsa diminuta, batió las alas y echó a volar entre la neblina del tabaco y el aroma de la infusión de granos de terciopelo. Newton lo observó mientras se alejaba.

–Este Slik... –murmuró–. Me costó ocho ducados y no me da más que problemas.

–Bueno, el chico no es tan malo, Newt. Y ahora, ¿qué tal si hablamos del pago?

Newton se guardó el azúcar y sacó una bolsa de dinero.

–Una última cosa: ¿sabes cómo se llama ese contrabandista?

–Creía que nunca me lo preguntarías. Es un viejo chucho de mar poco aficionado al jabón, con un ojo vago. Lo llaman Clagg: capitán Phineus Clagg.

Capítulo 3

 

Grubb tarareaba entre dientes mientras lavaba los platos. Al señor Lightly no le gustaba oírle cantar, así que iba recitando mentalmente la letra de la melodía:

 

Limpiar, frotar, fregar sin parar,

los platos muy limpios van a quedar.

 

Su madre cantaba esa cancioncilla hacía mucho, mucho tiempo, en su casita con la puerta de color verde. Grubb intentaba rememorarla por lo menos una vez al día. Al fin y al cabo, no quedaba nadie más que la recordara, y le gustaba conservar algo de su madre, aunque solo fuera una canción.

En aquellos tiempos recogían la cocina los tres juntos: Grubb retiraba los platos de la mesa, su madre los fregaba y su padre los secaba con un trapo viejo. Su madre tenía el pelo largo y castaño, siempre sujeto en una coleta. Cuando empezaba a cantar, su padre se ponía de puntillas para darle un beso en la cara.

Grubb suspiró, dejó a un lado el plato y contempló la montaña de vajilla sucia que le quedaba. Llevaba ya media hora fregando y la pila no había disminuido ni lo más mínimo. Hay que centrarse en el plato que estás limpiando e ir de uno en uno: es la única forma de hacerlo, pensó.

–¿Mestizo? ¿MESTIZO?

Grubb se sacudió el agua de las manos, se las secó en el delantal y salió corriendo de la pequeña cocina tan rápido como pudo. Había aprendido hacía mucho tiempo que no era buena idea hacer esperar al señor Lightly.

Su tío bajaba las escaleras a trompicones, apestando a perfume y vestido con unos pantalones de un dudoso color blanco, un raído chaleco rojo y una chaqueta dorada que había conocido mejores tiempos. La ropa parecía haber sido confeccionada para alguien más menudo y considerablemente más agraciado.

–¿Dónde demonios está mi maldita peluca, en el nombre del océano azul? –rugió el señor Lightly–. ¡Ya sabes que no puedo ir a la Gran Fiesta sin ella!

–No lo sé, tí... señor Lightly, señor.

Su tío cruzó la estancia de tres trancos gigantes, lo levantó de los tirantes del delantal y lo empotró contra la pared.

–¡No me mientas, muchacho!

–¿Estará... estará en su armario, señor? –tartamudeó Grubb pataleando en el aire.

El señor Lightly lo soltó.

–¿Crees que no lo he mirado ya? ¿Te piensas que soy idiota, mestizo?

Grubb echó a correr hacia el mostrador; no le gustaba el color de la cara de su tío. Aquel era el mejor indicador que tenía para averiguar su humor. Si estaba rosa, no había peligro inmediato. Si estaba roja, era aconsejable apartarse de su camino. Ahora mismo, la tez del señor Lightly mostraba un tono peligrosamente cercano al púrpura. Grubb se devanó los sesos en busca de algo que pudiera apaciguarlo, pero sabía que sería inútil.

–Le ayudaré a buscarla –se ofreció.

Los ojos del señor Lightly se estrecharon hasta formar una línea apenas perceptible en su rostro carnoso.

–Los goblins sois todos iguales –gruñó–. Se lo advertí a Leonor antes de que se casara con tu padre. ¿Me escuchó? No. Sois un hatajo de ladrones, y yo soy el tabernero más compasivo de todo Port Fayt al darte cobijo. Tú, miserable renacuajo de piel gris, pedazo de inútil que no hace más que lloriquear y quejarse, ¿qué has hecho con mi peluca? ¡Contesta, mestizo!

–Yo...

El señor Lightly dio un paso hacia delante.

–¡Maldito montón de escoria! Llevas viviendo conmigo seis años, y ni un solo día has dejado de decepcionarme. Ahora, por última vez, te pregunto: ¿DÓNDE ESTÁ MI...?

Se detuvo en seco: algo le había distraído, un ruido al otro lado de la taberna. Grubb se giró para ver qué pasaba, dando gracias mentalmente a Thalin por la interrupción.

La puerta del establecimiento estaba abierta, y en el umbral se recortaba la delgada figura de un hombre joven. Era pelirrojo y pecoso, y llevaba una elegante casaca de color verde oscuro. Algo en su apariencia sugería que se trataba de todo un caballero, aunque, evidentemente, ningún caballero se acercaría a menos de una milla de La Sirena Coja.

El alivio de Grubb se esfumó tan rápidamente como había aparecido. Hubiera jurado que había atrancado aquella puerta... El señor Lightly iba a enfadarse aún más con él por haberse olvidado de hacerlo. Pero es que sí que lo he hecho. ¿O no?

–La taberna no está abierta –dijo el señor Lightly.

–Soy consciente de ello –contestó el hombre con un leve acento del Viejo Mundo.

Se metió la mano en el bolsillo de la casaca, sacó una bolsa de cuero y la agitó por el cordón, provocando un atractivo repiqueteo de monedas. En cuestión de segundos, la cara del señor Lightly pasó del púrpura al rojo y desembocó en su habitual color rosado oscuro. Pellizcó la oreja derecha de Grubb y le empujó hacia un barril de su mejor aguardiente zumbatripas.

–¿En qué podemos ayudarle, señor? ¿Desea una jarra de grog?

–No es grog lo que busco –repuso el desconocido aproximándose a ellos. Sus pies no producían el menor ruido; no era de extrañar que hubieran pasado por alto su entrada–. Busco algo que me pertenece. Lo he perdido. Es valioso, y deseo recuperarlo.

Sus ojos recorrieron la estancia y Grubb descubrió con asombro que no eran de color azul o castaño, como los de un humano normal. Eran amarillos.

–Ya, ya –respondió el señor Lightly–. Naturalmente, cómo no. Mesti... esto... chico, trae un poco de nuestro mejor aguardiente para el caballero.

–Se me cayó aquí hoy –insistió el extraño mientras Grubb se dirigía a la despensa–. Es un paquete menudo, envuelto en terciopelo negro y atado con un cordón de plata.

Grubb se quedó helado: un paquete negro con un cordón plateado... Tardó un instante en reaccionar y seguir andando como si nada. En cuanto estuvo fuera de la vista del extraño, se detuvo en seco y respiró hondo. Buscó el paquete bajo su camisa: sí, continuaba allí.

Aquel hombre mentía: el paquete se le había caído a Phineus Clagg. Lo cual significaba que el recién llegado pretendía... pretendía robarlo. La voz de su tío resonó en la sala.

–Terciopelo negro, ¿eh? –repitió el señor Lightly, con un exagerado acento que debía de parecerle refinado y elegante–. No me suena, por desgracia. Espere que mire en el cajón de objetos perdidos... –se oyó un breve tintineo mientras revolvía–. No –sentenció finalmente–. Aquí no está. Aguarde un momento.

Grubb pegó la espalda contra la pared del pasillo; la sangre le latía con fuerza en los oídos. No sabía qué le haría el señor Lightly si se enteraba de que había guardado el paquete sin comentárselo.

Emprendió de nuevo el camino hacia la despensa, pero no había dado más de tres pasos cuando notó una mano en el hombro. Se giró y vio que el señor Lightly se cernía sobre él. Estaba medio oculto entre las sombras, de forma que Grubb no podía adivinar qué color mostraba su rostro. En realidad, prefería no saberlo.

–Mestizo, ¿has visto un paquete pequeño envuelto en terciopelo negro?

Grubb sacudió la cabeza.

–No, señor.

El señor Lightly se acercó más todavía, y Grubb distinguió sus ojos entornados y su cara a medio camino entre el rosa y el rojo. Su perfume resultaba asfixiante.

–¿Estás seguro?

No tenía elección: ya había dicho una mentira y ahora tenía que mantenerla.

–Seguro, señor.

–Tú limpiaste toda la sala después de la pelea, chico. Si ese caballero perdió aquí alguna cosa, deberías haberla encontrado. Vuelvo a preguntártelo: ¿has visto un paquete envuelto en terciopelo negro?

Grubb tragó saliva.

–Puede... puede que alguien se lo llevara.

Se produjo un largo silencio. El señor Lightly le fulminó con la mirada, apoyando las dos manos sobre sus hombros. Estaba tan cerca de él que Grubb notaba el tacto suave del terciopelo contra su estómago.

–Ya hablaremos de esto, mestizo –concluyó su tío–. No he confiado en un goblin en toda mi vida y, tan cierto como que existe el mar, no pienso empezar a hacerlo ahora. Ve a por el aguardiente y no tardes.

Grubb aguardó tembloroso mientras el señor Lightly regresaba al mostrador.

Estaba muerto.

No podía esconder el paquete: el señor Lightly conocía cada rincón de su taberna. Lo encontraría tarde o temprano. Y cuando lo descubriera...

No. Tranquilo. Mantén la calma. Cerró los ojos, inspiró profundamente y contó hasta diez.

No estaba muerto. Aún no, al menos.

Había una forma de salir de aquella.

Se dio media vuelta, echó a correr hacia la despensa, se coló por la puerta y la cerró tras de sí. Escrutó la habitación en penumbra y encontró un enorme barril casi vacío que arrastró hacia la puerta entre el chapoteo del aguardiente. Sus músculos de goblin no eran demasiado potentes; le parecía que en cualquier momento le fallarían las fuerzas, pero se las apañó para encajar el barril bajo el picaporte. Aquello no conseguiría bloquear la puerta durante demasiado tiempo, pero con un poco de suerte, no necesitaría más que un par de minutos. Además, el señor Lightly estaba ocupado hablando con el hombre de los ojos amarillos.

A Grubb le parecía estar en una pesadilla. Cada movimiento le resultaba antinatural, como si fuera un mal actor de una función callejera. A pesar de ello, continuó con su tarea: se subió sobre otro barril de aguardiente, saltó al tonel de las anguilas en escabeche y brincó hasta la cima de un barril de grog. Encima había un ventanuco demasiado pequeño para que pasara un humano, pero lo bastante grande para un chico medio goblin como Grubb.

Se detuvo un momento. ¿De verdad era capaz? Si lo hacía, jamás podría regresar, eso lo sabía muy bien. Así pues, su única esperanza consistía en no tener que volver. El capitán Clagg le había dicho que siempre había sitio para un chico listo en su tripulación. Si le devolvía el paquete, tendría que aceptarle a bordo, ¿no?

La voz del señor Lightly resonó en el pasillo.

–¡Mestizo! ¡Date prisa en traer el aguardiente!

Tú, miserable renacuajo de piel gris, pedazo de inútil que no hace más que lloriquear y quejarse...

A Grubb le temblaban las manos. Levantó la falleba y empujó para abrir el ventanuco. Tomó aire, decidiendo si sacar primero la cabeza o las piernas, y finalmente optó por la cabeza. Fue una decisión pésima, porque aterrizó contra los adoquines de la calle y apenas le dio tiempo a protegerse con los brazos para amortiguar la caída. Se levantó, se quitó el delantal y echó a correr por el callejón.

Sintió que le invadía una inesperada ola de emoción. La Sirena Coja era su hogar, o al menos lo había sido durante los últimos seis años, desde que los casacas negras lo llevaron allí y el señor Lightly aceptó hacerse cargo de él. Desde que abandonó la casita con la puerta verde.

Desde la noche en que murieron sus padres.

Se detuvo en la esquina, jadeante. Echó una última mirada atrás, contempló el mostrador a través de una ventana... y se encontró con la mirada del pelirrojo. El desconocido contemplaba a Grubb con una extraña sonrisa hambrienta, en absoluto sorprendido de encontrar al chico de la taberna fuera de ella. Era casi como si se lo estuviera esperando. A Grubb le asaltó una idea desagradable: se sentía como un ratón contemplando los ojos amarillos de un gato.

–¡MESTIZO! –aulló el señor Lightly a su espalda. Había conseguido entrar en la despensa y ahora asomaba la cabeza por el ventanuco, con el rostro casi azul y los ojos desorbitados–. ¡Vuelve aquí de inmediato! ¡No te ATREVAS a dar un paso más! ¡No se te OCURRA...!

Grubb seguía mirando los ojos del desconocido, cuya sonrisa se hacía más extraña y hambrienta por segundos. De pronto, le guiñó un ojo.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Grubb. Se giró y echó a correr más rápido de lo que había corrido en toda su vida.

Pronto dejó atrás La Sirena Coja. Y sin embargo, continuó corriendo, con el corazón desbocado y los dedos cerrados en torno al paquete de terciopelo negro.