Ana María Machado

Siempre con mis amigos

Traducido por Rafael Chacón

1 Mi mejor amiga

—¿vas a salir así?

No sé muy bien cómo reflejar la entonación de este así. Tal vez deba añadirle signos de interrogación al principio y al final de la frase. O escribirlo todo inclinadito, para recordar la boca torcida con que él pronuncia esta palabra. O ir variando el tamaño de las letras, e incluso repetir esa i final para mostrar cómo su voz va subiendo y se prolonga en un espanto total. Sus cejas arqueadas acompañan a la pregunta con un aire de crítica, de reprobación, del más profundo desprecio.

—¿Vas a salir asíííí?

Puede parecer estúpido escribir una palabra de esta forma. Pero eso no es nada, comparado con la cara de estúpida ambulante que se me pone cuando veo que estoy a punto de salir, ya casi despidiéndome, y oigo el comentario asesino.

Porque es un comentario, por más que parezca ser solamente una pregunta. Pero es también una forma de asesinato, ya que mata toda mi alegría, por bueno que sea el plan que me espera. Un plan por el que llevo muchos días esperando, para el que yo me he venido preparando con la mayor dedicación.

Y solo con mirar el montón de ropa que queda encima de mi cama después de vestirme, ya da una idea de cómo he experimentado con blusas y pantalones, de cómo me he probado faldas y vestidos, de cómo he intentado comprobar si me quedaba bien esta o aquella pieza, o si un color combinaba con otro. No, si me pongo este pantalón, no puedo vestirme con una blusa holgada. Este top no me pega nada, voy a sentir frío, y ninguna chaqueta va con su color. Este otro me aprieta un poco el pecho y hace que la barriga parezca mayor de lo que es. ¿Y si me cambiase de pantalones? Estos de aquí, no; hacen que la poca celulitis que tengo en los muslos se vea más, a pesar de que todo el mundo dice que estoy delgada y que una chica de mi edad casi nunca tiene celulitis. Sin embargo, el espejo me dice algo distinto. Quiero decir que yo lo veo así. A fin de cuentas, tengo la obligación de observar cómo mi propio cuerpo cambia antes de que lo perciban los demás. Con suerte, incluso antes de que el espejo me lo muestre.

Y siempre es así. Yo pienso en esas cosas, converso conmigo misma, a veces incluso hablo entre dientes o refunfuño en voz alta. Y voy sacando perchas del armario, vaciando cajones, escogiendo o rechazando cosas, y lo echo todo encima de la cama. Veo cómo crece aquel montón de ropa y me entra pereza. Sé que debería ordenarlo todo antes de salir, para no tener que enfrentarme con aquella montaña de tela cuando vuelva de la fiesta con sueño y ganas de dormir.

Pero pensarlo no me vale de nada, porque siempre que me pasa esto, es ya la hora de salir y sé que no me va a dar tiempo. Y al volver, por culpa del asunto este de dejar las cosas tal cual, de cerrar la puerta de mi habitación con llave y salir con disimulo para que nadie me vea, más de una vez tuve que tirarlo todo al suelo, porque vengo muy cansada y quiero irme derechita a la cama. Y, además, tengo otras preocupaciones. Miro el reloj a cada instante, compungida porque todavía no he comenzado a maquillarme. Ni siquiera veo la manera de cómo arreglarme este pelo, en el que, para variar, se me ha formado una onda tan grande, que debe servir incluso para que alguien practique el surf en ella. Necesito encontrar unos zapatos adecuados en el armario de mi madre, especialmente si voy a llevar falda, porque si la llevo, no quiero ir en zapatillas deportivas, aunque, a fin de cuentas, siempre acabo usando las mismas sandalias.

En resumen: me lleva siglos escoger la ropa, años conseguir un peinado más o menos satisfactorio, horas maquillarme para parecer de lo más natural y casi sin maquillaje, como todas las revistas aconsejan. Y, al final de toda esta tarea, cuando me miro en el espejo antes de apagar al luz y salir de la habitación, cuando tengo suerte o un día feliz, pienso que no me ha quedado todo tan mal, que puede ser que por una vez no me sienta la más desastre y horrorosa de la pandilla. En ese momento paso por la sala para despedirme de mis padres y oigo:

—¿Vas a salir asííí?

El que me conozca, sabrá ya quién ha hablado. Y siempre es él, Rodolfo. Mi hermano Rodolfo, en verdad Luis Rodolfo, dos años mayor que yo. Especialista en chafarme todo y hacerme sentir una basura.

Mi madre intenta salvarme la noche:

—¿Así, cómo? Tienes una gracia...

Y es justo en ese momento cuando Rodolfo comienza a argumentar que mi blusa está demasiado escotada, que la falda me va demasiado justa, que el vestido está demasiado apretado, o demasiado transparente. Qué sé yo, todo es demasiado, pero nunca de aquella maravillosa e incomparable forma, que evidentemente es un elogio, de quien suspira y dice: ¡Vaya, ella sí que es demasiado!

No, con Rodolfo no pasa nada de eso. Es siempre señal de que me he pasado del límite y que llevo una ropa demasiado absurda. Tan absurda que la gente —no sé quién, pero él siempre dice «la gente»— va a creer que yo soy lo que no soy.

Pero esta vez él no tiene ningún motivo para decirlo. No llevo nada demasiado. En todo caso será de menos. Voy a salir vestida con ropa supermoderada. Me he puesto una camisa a cuadros de mi padre por encima de la blusa y de los pantalones largos, como si fuese una chaqueta.

—Estás ridicula. Menos mal que no vienes conmigo, iban a tomarme por la última mona. Pareces uno de esos tipos que van a un baile funk. Solo te falta un pantalón bien ancho y un gorro con el ala vuelta hacia atrás —fulmina Rodolfo—. Vas a acabar creando todo tipo de confusiones.

Echa una risita para aprovechar la pausa, y añade como si estuviese explicándose:

—Si vas así, Tatiana, corres el peligro de que los funkies te confundan con alguien de una banda rival.

¡Ya está bien! ¡No aguanto más! Me siento una basura, fea, como si tuviese formas de hombre. Así ningún chico va a fijarse en mí.

Ahora ya no me da tiempo a cambiarme de ropa. El padre de Adriana ha llegado para recogerme y ya ha dado tres bocinazos abajo, y él es de los que se enfadan si alguien se retrasa.

Entro en el coche casi asfixiada.

—¡Vaya, Tatiana, estás demasiado! ¡Ese vestido es superguay!

Debo de estar hecha un horror. Apuesto a que Adriana ha comprendido desde el principio que yo necesitaba unas palabras de aliento y dice estas cosas solo para consolarme. Y continúa:

—Tendría que haberme puesto de acuerdo contigo para que me ayudases a vestirme en casa y darme algunos toques. Incluso te he llamado para saber qué ropa ibas a llevar, pero el teléfono estaba ocupado.

—Era mi hermano con una de sus novias —expliqué.

—Ya me lo imaginaba —dijo Adriana—. Aunque he insistido porque quería pedirte tu opinión.

—¿A mí? ¿Cómo voy a dar ninguna opinión sobre la ropa de los demás? Además, yo, con esta pinta...

—¡Claro que puedes, Tatiana, qué tontería! Todo el mundo se viste de la misma manera, parece que van uniformados. Tú, no. Incluso puedes repetir la misma camisa o el mismo pantalón, pero siempre consigues inventarte un toque diferente para combinarlos. Leí algo de eso el otro día en la revista Ternura. Hay gente que es así, que crea moda, inventa cosas que al poco tiempo usa todo el mundo. Es un don especial, un talento exclusivo. Tú eres así, Tatiana. Y eso tiene un nombre, niña: estilo.

¡Qué grande es Adriana! Adriana, mi mejor amiga. No sé cómo sobreviviría sin ella. Quiero decir hoy por hoy, porque la verdad es que viví mucho tiempo sin saber que ella existía. A fin de cuentas, hace menos de dos años que somos amigas.

Para decirlo todo, antes ni siquiera nos conocíamos. Ella no vivía aquí en Palmeiral. Cuando conocí a Adriana, empecé a comprender lo que puede ser una amiga de verdad.

Desde la primera vez que hablamos, un día frío de invierno, con mucho viento y cielo nublado, supimos que nos entenderíamos.

Fue en las vacaciones de verano. Yo había ido al paseo que bordea la playa, que está muy cerca de mi calle, para ver si Rodolfo estaba jugando al fútbol, porque mi madre quería hablar con él. Hacía tanto viento que no había nadie; solo aquella niña que yo nunca había visto, sentada en la arena. Con una camisa de lana, chaqueta y gorro. En un primer momento pensé que era una extravagante. Pero ella me sonrió e incluso me pareció simpática cuando me preguntó si quería jugar con ella.

—¿A qué?

—¡Qué sé yo! A cualquier cosa, a lo que quieras. Yo no tengo nada que hacer.

—No puedo, tengo que volver a casa. Solo he venido aquí porque mi madre me ha pedido que buscase a mi hermano. Tengo que ir a decirle que no lo he encontrado.

Realmente, yo pensaba que allí no se me había perdido nada, con aquella chicha tan rara y extraña que quería que jugase con ella.

Se levantó y me dijo:

—Entonces voy contigo. Después de que hables con tu madre, jugaremos.

Y fue exactamente eso lo que sucedió. Vino conmigo a casa y acabó quedándose a comer; luego jugamos todo el día. En esa época, yo ya no acostumbraba a jugar, ya no era propio de mi edad tales niñerías.

Prefería oír música, ver un vídeo, leer... Aunque, además de algunos ositos de peluche, yo aún conservaba algunos juguetes en mi habitación. En compañía de mi nueva amiga, me fui animando. Comenzamos a jugar al teatro, a maquillarnos y a vestirnos de cosas diferentes.

Fue muy divertido. Ni siquiera sentimos que el tiempo pasaba. Adriana se fue a su casa después de anochecer.

Mi madre me comentó:

—Un poco lanzada esa chica... Si no le hubiese dicho que telefonease a su casa a la hora de comer, ella ni se enteraba... Así, sin pedir permiso ni nada. Y ahora se ha ido porque le he dicho que era ya muy tarde, que si no...

Era lo mismo que yo pensaba. Recordé que ella se había venido conmigo sin avisar a ningún adulto. Es más, no había ningún adulto con ella en la playa. Tal vez mi madre tuviese razón, y fuese una lanzada y no le importase mucho lo que hacía o no. Pero también pudiese ser que solamente fuese más independiente que los demás. Si continuásemos viéndonos, lo sabría.

Pero ¿cómo volveríamos a encontrarnos? Yo no sabía dónde vivía Adriana. No había quedado en nada con ella para vernos otro día. Ni siquiera me había dado su número de teléfono. Bueno, siempre podría ir a la playa otra vez y...

Pero nada de eso fue necesario.

Al día siguiente, muy temprano, yo estaba aún medio dormida cuando mi madre abrió la puerta de mi habitación y me dijo:

—Tatiana, esa niña está aquí...

—¿Qué niña?

—La de ayer, Adriana. ¿Quieres que le diga que vuelva más tarde o te levantas ya?

Di un salto en la cama y dije:

—Dile que ya voy. O mejor, mamá, dile que venga aquí.

—No. Si quieres jugar con ella, debes levantarte.

Cuando fui al salón, mi madre ya se había ido al trabajo y Adriana estaba sola frente a la televisión, viendo cómo un gato corría detrás de un ratón en unos dibujos animados. Se reía abiertamente, aunque un poco entrecortadamente. La escena era divertida y me puse a reír con ella. Momentos después estábamos las dos riendo a carcajadas, untando la mantequilla en el pan y sirviéndonos chocolate y leche fría. Y otra vez, pasamos juntas el día entero.

Fuimos ya inseparables el resto de las vacaciones. Supe que aquella semana ella se había mudado de casa a otra en mi misma calle, al edificio enfrente del nuestro. Venía de otro barrio y no conocía a nadie de aquí. Sus padres también se iban muy temprano a trabajar y ella se quedaba sola el día entero, con la chica de servicio, que no se enfadaba si ella salía. Por eso, prácticamente terminó por venirse a vivir conmigo. Solo faltó que mi madre la adoptase, porque tenía la manía de pensar que Adriana llevaba una vida un tanto desordenada.

—Pobrecita, nadie se preocupa de lo que hace, de dónde está, con quién anda... ¡Absurdo! Esta niña necesita atención, cariño..., pobrecita. Carece de muchas cosas...

Mi madre también trabaja —siempre ha trabajado fuera de casa—, y se pasa el día en un despacho lleno de ordenadores, pero casi siempre viene a comer a casa. Y, si no viene, llama por teléfono para controlar la comida. Nunca me ha dejado ir a casa de gente que no conociese. Si yo quiero ir a algún sitio, tengo que pedirle permiso a ella o a mi padre, decirles dónde voy, con quién voy, a qué hora vuelvo y dejar el número de teléfono de donde estoy. En fin, no me da tanta libertad como la madre de Adriana le da a ella, que a mí me parece lo máximo.

Cuando comenzó el segundo trimestre, tuvimos un motivo más para estar más cerca la una de la otra: Adriana se matriculó en mi colegio. No somos del mismo curso, nunca lo hemos sido. Yo ahora estoy en 4.° A y ella en 3.° C. Pero desde aquel momento, nos vemos en el recreo, vamos y volvemos juntas del colegio, y muchas veces acabamos comiendo una en casa de la otra. Y, como yo me apunté a clase de danza a la misma academia que ella, y ella se vino a inglés a la mía, con el mismo horario y en el mismo nivel, tuvimos mucho más tiempo para estar juntas. Fue en esa época cuando ella comenzó a ser mi mejor amiga.

Yo nunca había tenido una amiga así, de verdad. Tenía un montón de compañeras en el colegio, con las que a veces salía el fin de semana, o estudiábamos juntas para algún examen. Además de eso, en vacaciones, cuando íbamos a casa de mi abuela, yo me reencontraba con mis primas y era siempre superdivertido. Pero una gran amiga, que me pusiese en primer lugar en su vida, y con quien yo sabía que podía contar para todo... ah, eso era una novedad. Una novedad maravillosa, además.

Adriana tenía mucha más experiencia de la amistad que yo. En el barrio en el que ella vivía antes, y en el otro colegio, había tenido una gran amiga, Rafaela. Me contó que ellas habían estado muy unidas, casi como nosotras lo estamos ahora, aunque tal vez un poco menos, porque me parece que amistad igual a la nuestra nunca habrá y nunca pudo haber existido antes. Rafaela le hizo una cosa horrible a Adriana, y justamente en el momento en que ella más la necesitaba; por eso dejaron de ser amigas.

Incluso hoy recuerdo la cara de Adriana, llorando, cuando me contó lo que le había pasado. Unas lágrimas llenas de tristeza y de rabia. Lo que sucedió fue que Rafaela, que siempre había sido su amiga, dio un gran fiesta de cumpleaños cuando cumplió los trece. ¿Sabes, una de esas fiestas que se dan en un club, que tiene de todo, incluso sorteos de premios, disc-joquey y baile?