A los del hotel Antonia
de Pola de Siero.

 

A Piluca, mi suegra,
que creció entre la algarabía
de sus tíos en aquel hotel
y me regaló sus historias.

Este libro es vuestro.

1

EL ABUELO AQUILINO

 

DE PEQUEÑA VIVÍ EN UN HOTEL.

Fue cuando murió mi padre. Mi madre hizo las maletas y nos subimos a un tren. Salimos de la ciudad que era triste y sin poetas, y el tren la envolvió en una bocanada de humo. Mis hermanos y yo jugábamos por los vagones.

Después, el tren se detuvo y vimos al abuelo Aquilino en la estación, tan alto que nos gustó. Tenía bigotes de bandolero, bastón y lentes de estilo pinza. Se veía que era un señor importante, dueño de un hotel, por ejemplo, y que era capaz de darle un bastonazo a cualquiera.

Se enroscó el bigote al vernos, sonrió y dio dos golpecitos con el bastón en el suelo.

Toc, toc.

–¿Es que no vais a saludar a vuestro abuelo, ho? –rugió.

Tenía voz de domador de leones. Me encantaba esa voz. Mis hermanos, que son más pequeños, corrieron a abrazarse a sus rodillas. Mi madre me empujó un poco para que yo también me acercara.

–Encantada, abuelo –dije haciendo una pequeña reverencia y poniéndome colorada hasta las orejas.

Al abuelo Aquilino se le encrespó el bigote y le resbalaron las gafas de pinza por la nariz.

–¡¿Queréis estaros quietos?! –les gritó a mis hermanos.

–Venga, niños, ya está bien –dijo mi madre.

–¡Viajeros al treeen! –gritó el encargado de la estación.

–¿Esto no Alicante? ¿No Alicante? –preguntaba desesperada una turista con el mapa del revés.

–Esto Asturias, As-tu-rias –le aclaraba un señor, gritando para que le entendiera.

Y por los megáfonos:

–El tren con destino a Orense, vía uno. Destino Orense, vía uno.

En un banco de la estación, un señor muy serio se secaba los ojos con un pañuelo.

–¿Ese no es el señor Aguado? –preguntó mi madre.

–Ese es, en efecto –respondió el abuelo, poniendo ojos tiernos.

–¿Y sigue viniendo?

–Ahí lo tienes, cada domingo. ¿Quieres saludarle?

–No, ya le veré en el hotel. No le vamos a molestar ahora que llega el tren de Orense.

El señor Aguado levantó un poco la cabeza, pero estaba tan ensimismado, con la vista perdida en las vías, que ni nos vio. Y eso que era difícil no vernos.

El abuelo Aquilino caminaba echando la espalda un poco hacia atrás y levantando el mentón. El viento le agitaba sus bigotes de morsa. Mis hermanos corrían dando voces y mi madre y yo arrastrábamos las maletas. De este modo, salimos de la estación, nos subimos al coche del abuelo, que era un Triumph Mayflower del 59, abombado y con poco espacio pero muy bonito, y así, apretados y ruidosos, llegamos al hotel.

2

EL HOTEL

 

POR LA VENTANILLA DEL MAYFLOWER corrían los paisajes, y eran de un verde tan intenso que ponían de buen humor. Nos hacían olvidar por qué habíamos venido a vivir al hotel. El sol iluminaba aquellos prados y las ramitas y las hojas hasta hacerlas fosforecer. En medio de aquel resplandor, estaba el pueblo. Y en medio del pueblo, frente a la casa del ayuntamiento, el hotel: un gran edificio de piedra, de dos alturas, con corredores de madera, que pertenecía a mi abuelo. No había cartel ni placa que lo anunciara, pero todos en el pueblo sabían que aquella casona era EL HOTEL. Y sus habitantes –seis mujeres y tres hombres más el abuelo, sin contar a los huéspedes– eran los del hotel, a los que nos sumábamos ahora mi madre, mis dos hermanos y yo.

Las seis mujeres y los tres hombres eran todos hijos del abuelo, o sea, hermanos de mi madre, o sea, mis tíos, que sí, eran muchos y todos alegres y bochincheros. Además de la familia, en el hotel vivían cinco inquilinos fijos y los pasajeros.

Una marabunta.

El abuelo frenó en seco y todos, maletas incluidas, caímos un poco hacia delante. Él se subió las gafas de pinza, que habían resbalado hasta la punta de la nariz, y nos sonrió bajo el bigote de aúpa.

–¡Bienvenidos a Jauja! –dijo.

Lo de Jauja era una forma de hablar. Jauja es una provincia de Perú, pero también un país mitológico donde no hace falta trabajar para vivir. Y en el hotel, con tanto inquilino, sí que hacía falta, ya lo verás.

Salimos del coche y allí estaban todos esperándonos, frente a la casona, muy tiesos, como si fueran los empleados de un gran castillo recibiendo a sus nuevos dueños. Sonreían e inclinaban la cabeza a nuestro paso.

El abuelo iba presentando:

–Servando, Jacinta, Amalia, Rosa, Manolo, Azucena, Violeta, Florencio, Juanita... Y el perro Nicanor.

–Si no hay ningún perro –protestó mi hermano mediano.

–¡Eso lo dices porque no lo ves! –gruñó el abuelo, y torció sus bigotes como si no le hubiera gustado que le llevaran la contraria.

Mis hermanos y yo dimos una vuelta en redondo, sobre las punteras de los pies, por ver si veíamos al perro Nicanor. A mí se me levantó el vestido como un paraguas y luego se enrolló entre mis piernas, y eso me gustó. Giré para que volviera a ocurrir y seguí girando, aunque no hubiera ni rastro de Nicanor. Todos me miraron estupefactos, y entonces me detuve en seco y me sonrojé.

La tía Juanita, que era la más pequeña de todas las tías, nos chistó. Nos acercamos con disimulo, mirando de reojo al abuelo. Ella nos dijo:

–Al perro Nicanor lo atropelló un coche hace un año, pero él hace como si no lo supiera.

Miré al abuelo Aquilino, tan grave e imponente que parecía mentira que se hiciera el tonto con esas cosas tan serias.

De pronto, Azucena dio unas sonoras palmadas.

–¡Todos a sus puestos! –gritó–. Que viene mamá Leo.

Los nueve tíos desaparecieron en el interior de la casa. Creo que algunos entraron hasta por las ventanas. De ellos solo quedó el polvo de la carretera.

Mis hermanos y yo nos giramos y vimos a una señora mayor envuelta en pieles, con el pelo ahuecado y los labios pintados de un rojo vivo que formaban un diminuto corazón. Llevaba varias bolsas y unos tacones que le hacían tambalear los tobillos sobre la gravilla.

–¿Qué le ha parecido Estocolmo, doña Leonor? –preguntó el abuelo muy educadamente.

–Oh, hace un frío de mil demonios –contestó ella, envolviéndose en su abrigo de pieles, y eso que hacía sol–. No vuelvo a bajarme en este puerto.

La vimos entrar en el hotel. El abuelo la miró complacido, con una leve sonrisa en los labios. Después nos informó:

–Leonor Abella, nuestra inquilina de mayor edad. Lleva con nosotros diez años, desde que enviudó. Nunca tuvo una buena vida, la pobre. Creo que hemos conseguido que sea un poquito más feliz.

Mis hermanos y yo asentimos sin entender nada. Luego, el abuelo nos llevó adentro y nos enseñó el comedor, la cocina y nuestras habitaciones. El ala izquierda era la de los inquilinos; la derecha, la nuestra. El comedor se compartía y la cocina era el reino de los tíos, al que todos acudían, huéspedes incluidos, para charlar y montar sus jaranas.

–En el fondo somos una gran familia –nos aclaró el tío Manolo antes de arrancarse a cantar:

 

Siga el panderu tocando, siga el tambor.

Ahora sale a bailar un amigu que yo tengo

y por eso voy a dar

un golpe más al panderu...

 

Y todas las tías y Servando y Florencio se pusieron a sacar ritmos a las sartenes y a las mesas. Al abuelo, aquello no le pareció mal.

–Menuda bienvenida, ¡eh! –dijo.

Y sonrió satisfecho.

3

LOS INQUILINOS

 

ADEMÁS DE LEONOR ABELLA, había un notario, un forense y una pareja de Canadá. Todos huéspedes fijos. Llevaban muchos años con ellos y mi madre ya los conocía.

El notario resultó ser el señor Aguado, aquel hombre que se secaba los ojos con un pañuelo en la estación. Cuando le dijeron que aquella mujer tan guapa, morena y alta, acompañada de tres niños, era Lali, o sea, mi madre, o sea, la cuarta hija del abuelo Aquilino, se le llenaron los ojos de lágrimas.

–Pero qué guapa estás –dijo.

Y no dijo más, pero se le veía emocionado con el encuentro. Era un hombre serio, callado y formal que cogió la buena costumbre de darnos la paga a los niños del hotel. Cada domingo, nos llamaba a su cuarto, donde tenía preparadas las monedas en montoncitos, más altos a mayor edad, y nos los iba repartiendo muy solemne, sin quitarse el traje ni la pelliza que llevaba en invierno.

El forense, al que llamaban Currito, era un andaluz destinado en Asturias que echaba de menos el sol, el gazpacho y las zetas de algunas palabras. Siempre que podía, se colaba en la cocina y discutía con el tío Manolo sobre el cantar.

–¡Que laz tonadaz que aquí tenéiz no tienen el alma del cante jondo! –gritaba poniéndose colorado, y era la única vez que se le oía gritar–. ¡A ver cuándo me dan el trazlado a mi tierra, ozú!

Y el tío Manolo:

–¡Más alma que la del mineru y la de la vaqueira nun la hay!

Y hacían un duelo de cantes que alborotaba a las aves y al señor Aguado, y sobre todo a los canadienses. A Leonor Abella, a la que todos llamaban doña Leonor cuando se dirigían a ella y mamá Leo si no estaba presente, le traían sin cuidado las canciones de la cocina. Ella estaba a sus cosas. Se arreglaba muchísimo y a veces gritaba:

–¡En este puerto sí que bajo!

Y se iba.

Los canadienses eran un poco un misterio. Nadie sabía por qué habían acabado en aquel pueblecito de Asturias ni qué hacían allí. Amables sí que eran, y hablaban inglés y francés con mucha corrección. El español lo llevaban regular, pero con la mímica nos entendíamos bien. Lo malo era cuando sonaba el teléfono y contestaban ellos. Nadie sabe por qué, cuando el timbre rompía el silencio de la casa, los canadienses respingaban en sus sillas y de un salto levantaban el auricular, ansiosos de responder. No había manera de entender sus recados.

–Llamó el ahogado para los pasteles de la merienda –decían.

Y era el abogado para los papeles de hacienda.

O:

–La de la acacia, que se ha perdido.

Y era la de la farmacia, que tenía ya el pedido. Un desastre.

Al principio, mis hermanos y yo nos mirábamos pasmados, pero luego nos acostumbramos. Mi madre lo veía de lo más natural. Ella había crecido en el hotel.

A veces me habría gustado poder compartir todo aquello con mi padre. Entonces me sentaba en el porche y miraba la lluvia o el sol y a los habitantes del pueblo que cruzaban la plaza, y hablaba con mi padre como si estuviera delante.

Un día, el abuelo me pilló.

–¿Qué haces hablando sola, nena? –me preguntó entornando los ojos negros, que todos habíamos heredado, detrás del cristal de sus gafas de pinza.

Yo me puse roja como una manzana y paseé los ojos por los charcos de la lluvia. Al fin dije:

–Estoy hablando con el perro Nicanor, abuelo. ¿O es que no lo ves?

Y fue él quien se puso colorado. Carraspeó un poco antes de decir:

–A ver si crees tú que los perros entienden a los humanos.

Y se marchó golpeteando el suelo con el bastón, muy estirado.