Prólogo
La Taberna del Alabardero
Hay restaurantes que no necesitan prólogo. Basta ir allí, pedir la carta, encargar la comida y marcharse al terminar. La Taberna del Alabardero es caso muy distinto. Pertenece al censo, no muy numeroso, de aquellos lugares acerca de los que hay que hablar un poco, o un mucho, antes de entrar en ellos. La ciencia gastronómica, constituida hoy en disciplina escolástica, hace un “distingo” entre las cocinas que requieren una introducción y aquellas para las que ningún preámbulo añadiría nada a lo que dicen por sí mismas y llegaría a resultar prolijo y enojoso. Y con ese distingo los tratadistas muestran ya una cierta predilección por las primeras frente a las segundas. Lo primero que hay que decir es que el hombre a la cura del cual, y nunca mejor dicho, está la Taberna del Alabardero, es más majo que las pesetas. Luis Lezama es la única persona de este, mientras no se demuestre lo contrario, católico reino que ha sido capaz de cohonestar la misa con la mesa. Quiero decir que, sin dejar de decir misa, pone los manteles, y lo que él recomienda al comensal en una Carta escrita siempre de su puño y letra, va, como suele decirse, a misa. Nada hay tan cristiano —si la memoria de cuando lo aprendí en el colegio en mi ya lejana, católica infancia no me falla, es una de las obras de misericordia— como dar de comer al hambriento. No es que en la Taberna del Alabardero se reparta la antigua sopa boba de conventos. Pero el que acude a ella debería saber que aquél no es un puro negocio como tantos otros. Por los fines y objetivos de ayuda a los demás que este cura vasco trasplantado a la Meseta se fijó hace años, siendo párroco de Chinchón, en buena parte hechos realidad, se puede pensar que el Dios de Lezama, como habría dicho Teresa de Jesús, “anda entre los pucheros”.
No convendría, con todo, exagerar la santidad del sitio. No fuera a ser que el posible cliente de la casa temiera que eso se iba a traducir en ayunos o abstinencias. Y dijera con muchísima razón que él iba a la Taberna a cenar y no a hacer méritos para ganar el cielo. Puede tranquilizarse. Desde la primera tapa que se tome en la barra, disipará sus temores. Bien es verdad que allí podrá uno encontrarse cenando a algunos obispos o algunos monseñores y hasta a algún cardenal que tiene frito al atípico cura Lezama con sus admoniciones. Y es cierto también que fue la Taberna del Alabardero la encargada de servirle las comidas al Papa cuando Su Santidad hizo a Madrid su última visita (quedando, dicho sea de paso, el Beatísimo Padre muy complacido del trato que le dieron y del esmero que pusieron en ello). Pero hay que añadir que la Taberna del Alabardero tiene una leyenda pecaminosa, bien es verdad que de pecados reales. En el lugar que ocupa en los aledaños de la Plaza de Oriente, vivió en tiempos, allá por el último tercio del siglo XIX, un alabardero de Palacio que, por lo que dicen, debía de ser algo descuidado en punto a la honra de su casa. Dicen que, mientras él montaba la guardia en las reales estancias, el rey en persona visitaba a la alabardera. Historia o leyenda que viene a añadir cierto encanto de embozados amores a la vieja taberna. He escrito vieja taberna y no es porque lo sea —fue fundada hace unos veinte años— sino porque parece que haya estado allí desde siempre. El cura, yo le llamo el abate Lezama por su aire de clérigo ilustrado, ha sabido crear allí un ambiente que se cuenta entre los más auténticos de la restauración capitalina. Tiene barra de figón y un comedor como de casa particular, amueblado con mesas, sillas, un aparador y un perchero que dejó una abuela. En los lavabos de caballeros podría uno perfectamente encontrarse con don Práxedes Mateo Sagasta atufándose su célebre tupé.
Es taberna muy política la del Alabardero. Senadores, que la tienen muy a mano, diputados y algún ministro acuden a menudo a ella al caer la noche. En el “comedor privado”, estancia casi secreta que está frente a la cocina, se habrá consensuado en tiempos del consenso mucho de lo consensuable. Allí se reúnen tertulias de tanta raigambre como la que lleva el nombre de la taberna, más conocida popularmente por “la tertulia del tonto contemporáneo” porque concede cada año ese codiciadísimo premio a la persona que más tonteces haya dicho o hecho durante el ejercicio. Si el cliente de la taberna lo desea, podrá presentar candidaturas, acompañadas de pliego circunstanciado en el que se demuestre fehacientemente que los candidatos son: a) españoles conocidos en el ámbito nacional; b) tontos; c) contemporáneos. El jurado, aún abrumado por el gran número de candidaturas que le llegan en estos tiempos, promete estudiar dichos pliegos antes de otorgar el preciado galardón cuyo distintivo consiste en la tiza que ya lucen en el pecho con orgullo (y buen humor) importantes personalidades de la vida nacional.
De la mano de Lezama y su gente, la Taberna ha llevado a otros lugares de España y del mundo su nombre, sus fogones y sus alabardas. Una razón más para que pueda decirse que es uno de esos sitios, de esos pocos sitios, que necesita una “introducción”. Tan sólo un “aperitivo” que permita a quien entre en la Taberna del Alabardero disfrutar más plenamente de lo mucho que en ella queda por descubrir.
Confesión
Reconozco que es éste el más disparatado retrato de mi vida: por un lado quiere ser un libro de cocina y confieso que no sé cocinar. Por otro es una manifestación a medias entre lo que hubiera querido hacer y he hecho. Pero aquí está para bien o para mal. Soy sacerdote en un escenario extraño: el de una taberna. A muchos les gustaría verme más en la iglesia, lugar al que otros no irían nunca a visitarme.
La verdad es que me ha tocado vivir un tiempo único que no volverá a repetirse fácilmente y en una situación privilegiada: la transición española en el viejo Madrid que hace la historia.
Quien lea este libro como manual de cocina lo encontrará lleno de imperfecciones a pesar del trabajo corrector y erudito de mi amigo Enrique Mapelli que se ha preocupado de expurgar los cuadernos de cocina de nuestros jefes: Juan Marcos, Roberto Hierro, Josu Zubikarai, Paco Marcos, José Sanz, Pedro Monjero, Manolo Capitán, y de los pasteleros de la casa Clemente, Ortiz y Víctor Vindel. Todos ellos verdaderos autores que hacen ricas y sabrosas las comidas de nuestras tabernas. Este arte es una obra inacabada que exige el respeto de la inspiracion de cada día y de cada autor, como ellos lo hacen oficiando en nuestros fogones.
Por otra parte quien quiera conocer algo de mi aventurada vida puede sospechar que Dios pone en cada hombre su sal y su pimienta. Las más de las veces aun a pesar nuestro. Escribo algunas de estas anécdotas entre misa y mesa haciendo un balance de nuestra pequeña historia porque la historia de mi taberna se ha hecho así mezclando los sucesos con los pucheros, como ya Santa Teresa dejó claro que entre ellos anda Dios. Nunca pensé que iba a ser tabernero pero menos aún que la decisión de ser sacerdote me iba a llevar a esto. Al cabo de los años me veo regalando el vino consagrado y cobrando el sin consagrar. ¡Y a qué precios, Dios mío, lo confieso!
Llevo lo sobrenatural en los bolsillos y a veces mis amigos, aun los aparentemente más descreídos, piden que lo saque a relucir, que lo transmita y hable de ello como para andar por casa. Y se produce el encuentro. Un encuentro insospechado sobre la mesa, en las palabras y en los gestos, hasta quedar trabada la amistad de cada uno con un inesperado talante que muy bien pudiera ser llamado cristiano. Son los demás los que me interpelan y los que me recuerdan, cuando piden algo más que un buen cocido, que yo soy sacerdote en medio de su mundo a veces tan lleno de contrastes que sería imposible identificarlo con ese mundo nuestro espiritualista y eclesial que se nos encopeta a los curas por regla general. Pero se produce el hecho, surge. Y quizá Dios pone de su mano lo que nosotros no sabemos ni tenemos por qué saber. La verdad es que yo me quedo confuso. No sé lo que hago. Quizá sea esa incertidumbre la verdadera fe. ¡Pero basta de rollos! Les he prometido contarles historias y lo voy a hacer en tono confidencial.