FIJOS LOS OJOS EN JESÚS

EN LOS UMBRALES DE LA FE

 

 

 

Dolores Aleixandre, RSCJ

Juan Martín Velasco

José Antonio Pagola

 

 

 

PRESENTACIÓN

 

¡Oh, cristalina fuente,

si en esos tus semblantes plateados

formases de repente

los ojos deseados

que tengo en mis entrañas dibujados!

SAN JUAN DE LA CRUZ,
 
Cántico espiritual

 

 

Relacionada con la fe, la geografía del cuerpo humano se muestra rica en lugares. Pies que andan o desandan veredas, manos que agarran o sueltan, oídos que escuchan o están cerrados… Pero probablemente no haya otro lugar con un papel tan peculiar como los ojos. Antes del contacto físico –y contando con que también hay ojos ciegos–, ellos son los vigías encargados de vislumbrar cuando aún están lejos tanto las presencias deseadas como las indeseables. Por eso los ojos bien pueden ser considerados como una auténtica puerta de la fe, como le sucede al discípulo amado cuando descubre la presencia del Señor resucitado a la orilla del lago de Galilea (Jn 21).

Porta fidei, la «puerta de la fe», es precisamente el título que Benedicto XVI ha dado al motu proprio con el que convocaba este «Año de la fe». Un año que va desde el 11 de octubre de 2012 al 24 de noviembre de 2013. La fecha de inicio no es casual, ya que en ella se celebra el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II y los veinte años de la publicación del Catecismo de la Iglesia católica.

Para la conmemoración de esta efemérides, tres de los más importantes y significativos autores en el campo del pensamiento religioso y teológico español –los tres, en gran medida, hijos de ese Concilio cuyo recuerdo celebramos– nos brindan sus reflexiones a propósito de la fe. Con los ojos fijos en Jesús, cada cual con su estilo y su genio particular, los tres van desgranado aquellos aspectos relativos a la fe cristiana que puedan ayudar a los lectores a personalizarla y hacerla cada vez más propia. Porque de eso es de lo que se trata. Los distintos apartados para la reflexión personal o en grupo que acompañan a los textos ofrecen igualmente diferentes modos de lectura del libro y la posibilidad de poder trabajar con él.

Los ojos permiten el juego de las miradas. Un juego en el que conviene siempre tener presente el dicho del poeta: «El ojo que ves no es ojo porque tú lo veas, es ojo porque te ve» (Antonio Machado). Ojalá este libro sirva para que aquellos que lo lean –sea cual sea su situación personal o eclesial– se sientan benévolamente contemplados por el Señor y puedan llegar a pronunciar con verdad aquellas palabras de san Pablo: «Sé de quién me he fiado» (2 Tim 1,12).

 

PPC

SER CREYENTE HOY

 

JUAN MARTÍN VELASCO

 

«Cada época –escribió K. Rahner– tiene su propia tarea en la presencia de Dios. La tarea del mundo de hoy es la de creer. Porque hoy ya no se trata de esta o de aquella creencia, de este o de aquel artículo de fe, sino de la fe misma, de la posibilidad de creer, de la capacidad del hombre para entregarse totalmente a una única, clara y exigente convicción». Y, tras referirse a los profundos cambios de todo tipo que estaban produciéndose, concluye: «Todo esto constituye una amenaza, un desafío, un riesgo para la fe y para la misma capacidad humana de creer. La fe de hoy se caracteriza por ser una fe puesta en peligro»1. El riesgo y el desafío no han hecho más que acentuarse con el paso de los años. «Hasta ahora se discutía el contenido de la fe, pero no sobre la posibilidad o la necesidad de la fe. Hoy [1970], la fe como tal ha empezado a ser considerada como problemática en sectores cada vez más amplios». Cuarenta años después son muchos los ambientes en los que la fe no es ni siquiera problemática, porque ha dejado de interesar, se es perfectamente indiferente a ella.

La situación religiosa y nuestra propia situación como creyentes

 

Crisis religiosa y crisis de Dios

 

En los años posteriores al Concilio se produce la eclosión de una crisis del cristianismo que venía fraguándose desde el comienzo de la época moderna. Esa crisis tiene su aspecto más visible en el desmoronamiento del sistema de mediaciones: creencias, prácticas, pertenencia a la institución. Se manifiesta y se vive en el cambio de la forma de presencia del cristianismo en Europa que expresa la categoría de «secularización». Una secularización que, a pesar de hechos recientes, como la proliferación de nuevos movimientos religiosos, el éxito espectacular de determinados grupos sectarios, la aparición de radicalismos en todas las grandes religiones y la permanencia del influjo del factor religioso en importantes acontecimientos sociopolíticos, en Europa sigue radicalizándose. Lo muestra la emancipación del influjo de la religión de áreas cada vez más amplias de la vida social y cultural y de aspectos cada vez más íntimos de la vida personal, como la pregunta por el sentido, la búsqueda de la felicidad y la gestión de la vida individual. Todo ello produce la extensión de una «cultura de la ausencia de Dios», que sitúa a los creyentes en estado de verdadera intemperie cultural y extiende el riesgo de que, como advertía últimamente Benedicto XVI, «Europa se convierta en un desierto inhóspito para la fe».

Tal riesgo está ya haciéndose realidad, porque la crisis religiosa se ha convertido en crisis de Dios y de la fe. De ella son indicios la extensión de la increencia por todos los sectores de la sociedad, la radicalización de sus manifestaciones, que ha desembocado en una indiferencia generalizada, y el hecho de que «de la fe en Dios ya no parten estímulos que determinen la vida y la historia» (W. Kasper). El último avatar de esta crisis de Dios es su extensión a muchos creyentes, y su presencia en el interior de la Iglesia. El mismo Benedicto XVI se ha referido a ella al denunciar la anemia de la fe de los creyentes como el aspecto más grave de la actual crisis religiosa de Europa, y advertir que un agnóstico en búsqueda puede estar más cerca de Dios que un cristiano rutinario y que lo es meramente por tradición o por herencia.

Una reflexión sobre la fe como la que propongo, enfocada a animarnos a su realización efectiva, no puede ignorar esa situación de crisis si de verdad quiere contribuir a superarla.

 

 

¿Estamos nosotros afectados por la crisis de Dios?

 

A primera vista puede resultar extraño que se denuncie crisis de Dios y de la fe en él en el interior de la Iglesia, y hasta en la vida consagrada y en el clero en todos sus niveles, como viene haciéndose –a mi modo de ver con razón– en los últimos años. Hasta puede parecer una ofensa atribuir una posible crisis de la fe en Dios a personas que se consideran y se confiesan creyentes; que cumplen, bien que mal, con sus obligaciones de cristianos y que hasta han consagrado su vida al servicio de la Iglesia. Pero la verdad es que la falta de irradiación de la fe que muestran las comunidades cristianas, su incapacidad para comunicar y transmitir la fe a las generaciones jóvenes y la tibieza de la vida cristiana de tantas comunidades y de quienes las presidimos hace temer que algunos o muchos de los que nos creemos y nos llamamos creyentes padezcamos, en mayor o menor grado, la crisis, y que podamos seguir llamándonos creyentes solo desde una manera distorsionada de entender la fe que dista mucho de reflejar la forma de creer que propone el Evangelio.

Porque es frecuente que los cristianos lamentemos y denunciemos la extensión de la increencia a nuestro alrededor y el clima de indiferencia de nuestras sociedades, dando por supuesta nuestra condición de creyentes, pero sin preguntarnos seriamente por nuestra verdadera situación en relación con la fe. Y puede suceder que nos llamemos creyentes porque nos consideramos católicos, nacimos en una familia cristiana y fuimos bautizados, cumplimos más o menos estrictamente los mandamientos de Dios y las normas que regulan el propio estado, llevamos una práctica más o menos regular, nos confesamos miembros de la Iglesia y no hemos tomado ninguna decisión que nos haya llevado a separarnos de ella. Es posible que nos consideremos creyentes porque admitimos, sin apenas preguntarnos por qué, todas las verdades que Dios, nuestro Señor, nos ha revelado y que la Santa Madre Iglesia nos enseña, pero que nuestra fe se reduzca a «creer lo que no vimos», a aceptar lo que no entendemos, sin que esa aceptación haya dado lugar a ninguna experiencia personal ni haya transformado más que superficialmente nuestra vida.

Es posible incluso que, tras la renovación de la teología de la fe posterior al Vaticano II, hayamos oído y aprendido que la fe es encuentro personal, confianza incondicional en Dios, y lo creamos, pero sin haber dado pasos para realizar lo que esas fórmulas significan. Nuestra situación podría ser semejante a la de Moisés, que ve a lo lejos la tierra prometida, pero al que algo, que en nuestro caso no procede precisamente de Dios, le impide entrar en ella. El libro de los Hechos de los Apóstoles se refiere a los primeros cristianos como «los creyentes» (Hch 2,44; 5,14; 1 Tes 1,7). ¿Podemos los cristianos, los católicos de hoy, identificarnos con ese hermoso nombre?

Nuestra situación podría ser esta: escuchamos y decimos con los salmos: «Gustad y ved qué bueno es el Señor…», y sentimos el deseo de gustarlo, pero no lo gustamos realmente. Sabemos infinidad de cosas sobre Dios: todo lo que el catecismo, e incluso cierta formación teológica, nos ha enseñado. Sabemos mucho sobre Jesús; hemos oído que es el Hijo de Dios y lo creemos: hemos escuchado y celebrado el anuncio de su resurrección y hemos oído a los discípulos proclamar: «Jesús es el Señor». Pero puede suceder que, en no pocos casos, nuestra relación con Jesús se reduzca a saber sobre él y a conocerle como conocemos a otros personajes de la historia por los que sentimos simpatía. Sin caer en la cuenta de que entre este saber sobre Dios y sobre Cristo, y creer en él hay la misma distancia que entre saber sobre el amor porque hemos leído libros que lo explican y conocerlo porque se ha tenido la suerte de amar y ser amado.

Probablemente haya grupos cristianos que no se identifiquen con esa situación, porque no faltan en el catolicismo actual grupos confesantes, con prácticas exigentes, con gestos de manifestación pública de su condición de católicos, con actividades destinadas a atraer a otros a la Iglesia, pero con actitudes que podrían llevar a verlos reflejados en la figura del fariseo, que oraba en el templo satisfecho de sí mismo y dando gracias a Dios por no ser como los demás, pero que no salió del templo justificado. Por otra parte, conviene tener en cuenta que con frecuencia los rasgos fundamentalistas de algunas formas de creer son la manifestación inconsciente de la debilidad y la inseguridad de la propia fe; de la misma manera que el fundamentalismo de algunas formas de increencia manifiesta el temor de los que lo viven a que la fe a la que se oponen tenga más peso del que ellos se atreven a concederle2.

No pocos cristianos actuales de diferentes orientaciones podríamos sentirnos reflejados en esta observación del P. de Lubac en sus Paradojas: «Una fe puede debilitarse, tender a cero, incluso sin haber sido sacudida por la duda, vaciándose, exteriorizándose, pasando gradualmente de la vida al mero compromiso; puede incluso endurecerse y tomar la apariencia de la fe más robusta porque la corteza se ha endurecido, pero en un tronco que se ha quedado vacío».

 

 

Dos posibles causas de la debilidad de la fe en círculos oficialmente cristianos

 

La primera puede ser la que se sigue de haber identificado la fe con la creencia, con la afirmación de verdades reveladas que exceden nuestra razón, con la forma de creer que se reduce a creer que, esa forma débil de conocimiento que pone en juego tan solo la mente del hombre y reduce las realidades a las que se refiere: Dios, Jesucristo… al conjunto de verdades con que el catecismo o la teología hablan de ellas. Recordemos a Fénelon, que denunciaba en su tiempo: «El ejercicio de la fe se reduce a no atreverse a contradecir misterios incomprensibles, y a una vaga sumisión a ellos que no compromete a nada»3.

La segunda distorsión se refiere a un peligro que acecha a todas las religiones. Todas ellas proceden de un doble origen. El primero, la presencia de Dios en el fondo de lo real y en el corazón mismo del ser humano. De ella saca este la posibilidad y la necesidad de buscar nombres, imágenes y representaciones que le permitan tomar conciencia, asumir y acoger esa Presencia por la que se siente literalmente «sobrecogido», a la vez que fascinado y atraído. Los nombres, las imágenes y las representaciones de que se han servido los seres humanos para referirse a esa Presencia son incontables. Todos ellos se corresponden con las diferentes situaciones por las que han pasado a lo largo de su historia, y han dado lugar a las diferentes religiones de la humanidad. Esas imágenes son, por una parte, necesarias, dada la condición mundana y corporal del ser humano, pero ninguna de ellas es Dios mismo. Todas son «lenguaje insuficiente» para la realidad a la que remiten. De su peligro da una idea la oración de místicos como el Maestro Eckhart: «Dios mío, líbrame de mi Dios».

Generalmente, cada sujeto humano comienza a ser religioso insertándose en una de las tradiciones surgidas de figuras que han vivido intensamente la conciencia de esa Presencia, la han invocado con los más variados nombres, se han dirigido a ella en fervorosas oraciones, se han puesto en relación con ella mediante ritos que jalonaban el curso de sus vidas, se la han representado con las más variadas imágenes y han levantado en su honor los monumentos espléndidos que todavía perduran en numerosos lugares de la tierra. Pero las religiones tienen un extraño poder de seducción sobre los humanos. Los sistemas de mediaciones en que cristaliza cada religión, las «catedrales simbólicas» que constituyen, han surgido de la actitud creyente de los genios religiosos que iniciaron las diferentes religiones y de las primeras generaciones de sus seguidores. Pero, con frecuencia, con el paso del tiempo, las generaciones siguientes se ven introducidas en esos sistemas por la fuerza de la tradición o de la cultura, reduciendo su vida religiosa a la repetición de los elementos heredados: creencias, ritos, pertenencia social, sin en muchos casos personalizar y apropiarse la actitud religiosa, raíz de la que surgen esos elementos y savia que los vivifica. Por eso, tantas veces, las religiones, y especialmente las instituciones a que dan lugar, llamadas a albergar a los creyentes y a prestarles recursos con los que vivir y expresar su actitud religiosa, se convierten en grandes aparatos institucionales que la sustituyen, se interponen entre los sujetos religiosos y el Misterio al que remiten, y les dificultan esa relación viva y personal con él que es la actitud religiosa fundamental que en el cristianismo recibe el nombre de actitud teologal.

 

 

Necesidad de un discernimiento: ¿somos verdaderamente creyentes?

 

Las reflexiones anteriores solo pretenden ayudar a poner al descubierto nuestra verdadera situación en relación con la fe. Una tarea delicada y que necesita de un cuidado extremo. Seguramente ni el propio creyente es juez apropiado en esta causa. En un poema que lleva por título «¿Quién soy yo?», D. Bonhoeffer, tras referirse a la idea que él tiene de sí mismo y a la que tienen de él sus compañeros de prisión, termina confesando: «Quién sea, Tú lo sabes, Señor». Ya san Agustín había afirmado: «Solo Dios conoce a los suyos». Y antes san Pablo: «En cuanto a mí, bien poco me importa ser juzgado por vosotros o por cualquier tribunal humano; ni siquiera yo me juzgo. De nada me remuerde la conciencia, mas no por eso me considero inocente, porque quien me juzga es el Señor» (1 Cor 4,3-4). En todo caso, en un examen de conciencia sobre algo que nos afecta tan profundamente siempre será bueno encomendarse a la mirada misericordiosa de Dios, que conoce el barro de que estamos hechos, porque solo este recurso nos permitirá evitar el doble error de creernos ya justificados o de pensar que no hemos dado paso alguno en el camino hacia Dios, con el peligro de caer en la desesperación o en el abandono. Por otra parte, una recta comprensión del ser creyente no solo ha de estar abierta a encontrar fallos, limitaciones e imperfecciones en la propia forma de creer, sino que debe partir de la inevitable precariedad que reviste el hecho de creer en todos los seres humanos.

Porque no se es creyente de golpe y de una vez para siempre, como se piensa cuando se concibe la fe como un don que se nos entrega como un depósito y que se trata de conservar intacto. Los teólogos nos enseñan que todo creyente es a la vez fidelis et infidelis, creyente y no creyente, y esto pone de manifiesto la problematicidad de nuestra existencia creyente y nos enseña a repetir sinceramente la oración evangélica: «Señor, yo creo, pero ven en ayuda de mi incredulidad» (Mc 9,24)4. El mismo Bonhoeffer cuenta cómo, hablando con un joven pastor francés sobre «qué querrían hacer con sus vidas», este respondió muy decidido: «Yo querría ser santo», y él, más modesta, más realistamente, habría dicho: «Yo querría aprender a creer»5. «Yo, que tanto había dudado –escribe Charles de Foucauld después de su conversión–, no lo creí todo en un día».

Así fue el itinerario de los discípulos con Jesús, originado por sucesivas llamadas del Maestro, con respuestas entusiastas: «¿A dónde iremos? Tú tienes palabras de vida eterna»; «Tú eres el Hijo de Dios vivo»; y otras decepcionantes, que merecen el reproche del Señor: «¡Apártate de mí, Satanás!»; «Hombres de poca fe». Un itinerario que pasó por el abandono de su Maestro en la hora de la pasión, hasta llegar al momento decisivo en el que, iluminados por el Espíritu que les ha entregado el Resucitado, reconocen a Jesús en su identidad más profunda con la confesión pascual: «Señor mío y Dios mío»; «¡Es el Señor!».

¿Cómo podemos nosotros, los cristianos de fe tibia y débil, de los que se dice, tal vez con razón, que estamos afectados por la crisis de Dios, «aprender a creer»? Hay una forma sencilla de calibrar la autenticidad y la calidad de nuestra fe: confrontar nuestras actitudes en la vida de cada día con textos evangélicos como: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón…»; o con el Sermón de la montaña, leído sin las mil glosas que llevan a desvirtuarlo.

También en este trance los santos pueden servirnos de modelo. Santa Teresa describe la situación en que se encontraba antes de su conversión definitiva en términos que pueden ayudarnos a comprender la nuestra y a dar los pasos para salir de ella. En el capítulo 8 de su Vida narra con precisión su estado: vive retirada en el monasterio de la Encarnación desde hace ya veinte años. «Hubo meses que me daba mucho a la oración y hacía algunas y hartas diligencias para no le venir a ofender»; pero se encuentra «en vida baja de perfección». Una situación que califica como «una de las más penosas que me parece se puede imaginar; porque ni yo gozaba de Dios, ni traía contento en el mundo. Cuando entraba en los contentos del mundo, en acordarme lo que debía a Dios era con pena; cuando estaba con Dios, las afecciones del mundo me desasosegaban. Ello es una guerra tan penosa que no sé cómo un mes se la puede sufrir, cuantimás tanto años». El resultado es penoso: «Ya mi alma estaba cansada»; «suplicaba al Señor me ayudase, mas debía faltar de no poner en todo la confianza en su Divina Majestad y perderla de todo punto en mí»; «Buscaba remedio, hacía diligencias, mas no debía entender que todo aprovecha poco si, quitada de todo punto la confianza en nosotros, no la ponemos en Dios».

 

Confrontemos la situación religiosa de los medios en que vivimos con la descripción ofrecida en el texto.
Hagamos un esfuerzo de discernimiento de nuestra condición de creyentes: ¿existe entre nosotros crisis de Dios? Indicios. Posibles causas.
Releamos el párrafo relativo a Santa Teresa (p. 17). Comparemos nuestra situación con la que ella describe.
Destaquemos rasgos positivos de la actual situación religiosa en nuestras comunidades no aludidos en el texto.