EL CAMINO ABIERTO
 POR JESÚS

MARCOS

 

 

 

José Antonio Pagola

 

PRESENTACIÓN

 

Los cristianos de las primeras comunidades se sentían antes que nada seguidores de Jesús. Para ellos, creer en Jesucristo es entrar por su «camino» siguiendo sus pasos. Un antiguo escrito cristiano, conocido como carta a los Hebreos, dice que es un «camino nuevo y vivo». No es el camino transitado en el pasado por el pueblo de Israel, sino un camino «inaugurado por Jesús para nosotros» (Hebreos 10,20).

Este camino cristiano es un recorrido que se va haciendo paso a paso a lo largo de toda la vida. A veces parece sencillo y llano, otras duro y difícil. En el camino hay momentos de seguridad y gozo, también horas de cansancio y desaliento. Caminar tras las huellas de Jesús es dar pasos, tomar decisiones, superar obstáculos, abandonar sendas equivocadas, descubrir horizontes nuevos… Todo es parte del camino. Los primeros cristianos se esfuerzan por recorrerlo «con los ojos fijos en Jesús», pues saben que solo él es «el que inicia y consuma la fe» (Hebreos 12,2).

Por desgracia, tal como es vivido hoy por muchos, el cristianismo no suscita «seguidores» de Jesús, sino solo «adeptos a una religión». No genera discípulos que, identificados con su proyecto, se entregan a abrir caminos al reino de Dios, sino miembros de una institución que cumplen mejor o peor sus obligaciones religiosas. Muchos de ellos corren el riesgo de no conocer nunca la experiencia cristiana más originaria y apasionante: entrar por el camino abierto por Jesús.

La renovación de la Iglesia está exigiéndonos hoy pasar de unas comunidades formadas mayoritariamente por «adeptos» a unas comunidades de «discípulos» y «seguidores» de Jesús. Lo necesitamos para aprender a vivir más identificados con su proyecto, menos esclavos de un pasado no siempre fiel al evangelio y más libres de miedos y servidumbres que nos pueden impedir escuchar su llamada a la conversión.

La Iglesia no posee en estos momentos el vigor espiritual que necesita para enfrentarse a los retos del momento actual. Sin duda son muchos los factores, tanto dentro como fuera de ella, que pueden explicar esta mediocridad espiritual, pero probablemente la causa principal esté en la ausencia de adhesión vital a Jesucristo. Muchos cristianos no conocen la energía dinamizadora que se encierra en Jesús cuando es vivido y seguido por sus discípulos desde un contacto íntimo y vital. Muchas comunidades cristianas no sospechan la transformación que hoy mismo se produciría en ellas si la persona concreta de Jesús y su evangelio ocuparan el centro de su vida.

Ha llegado el momento de reaccionar. Hemos de esforzarnos por poner el relato de Jesús en el corazón de los creyentes y en el centro de las comunidades cristianas. Necesitamos fijar nuestra mirada en su rostro, sintonizar con su vida concreta, acoger al Espíritu que lo anima, seguir su trayectoria de entrega al reino de Dios hasta la muerte y dejarnos transformar por su resurrección. Para todo ello, nada nos puede ayudar más que adentrarnos en el relato que nos ofrecen los evangelistas.

Los cuatro evangelios constituyen para los seguidores de Jesús una obra de importancia única e irrepetible. No son libros didácticos que exponen doctrina académica sobre Jesús. Tampoco biografías redactadas para informar con detalle sobre su trayectoria histórica. Estos relatos nos acercan a Jesús tal como era recordado con fe y con amor por las primeras generaciones cristianas. Por una parte, en ellos encontramos el impacto causado por Jesús en los primeros que se sintieron atraídos por él y le siguieron. Por otra, han sido escritos para engendrar el seguimiento de nuevos discípulos.

Por eso los evangelios invitan a entrar en un proceso de cambio, de seguimiento de Jesús y de identificación con su proyecto. Son relatos de conversión, y en esa misma actitud han de ser leídos, predicados, meditados y guardados en el corazón de cada creyente y en el seno de cada comunidad cristiana. La experiencia de escuchar juntos los evangelios se convierte entonces en la fuerza más poderosa que posee una comunidad para su transformación. En ese contacto vivo con el relato de Jesús, los creyentes recibimos luz y fuerza para reproducir hoy su estilo de vida, y para abrir nuevos caminos al proyecto del reino de Dios.

Esta publicación se titula El camino abierto por Jesús y consta de cuatro volúmenes, dedicados sucesivamente al evangelio de Mateo, de Marcos, de Lucas y de Juan. Está elaborado con la finalidad de ayudar a entrar por el camino abierto por Jesús, centrando nuestra fe en el seguimiento a su persona. En cada volumen se propone un acercamiento al relato de Jesús tal como es recogido y ofrecido por cada evangelista.

En el comentario al evangelio se sigue el recorrido diseñado por el evangelista, deteniéndonos en los pasajes que la Iglesia propone a las comunidades cristianas para ser proclamados al reunirse a celebrar la eucaristía dominical. En cada pasaje se ofrece el texto evangélico y cinco breves comentarios con sugerencias para ahondar en el relato de Jesús.

El lector podrá comprobar que los comentarios están redactados desde unas claves básicas: destacan la Buena Noticia de Dios anunciada por Jesús, fuente inagotable de vida y de compasión hacia todos; sugieren caminos para seguirle a él, reproduciendo hoy su estilo de vida y sus actitudes; ofrecen sugerencias para impulsar la renovación de las comunidades cristianas acogiendo su Espíritu; recuerdan sus llamadas concretas a comprometernos en el proyecto del reino de Dios en medio de la sociedad actual; invitan a vivir estos tiempos de crisis e incertidumbres arraigados en la esperanza en Cristo resucitado1.

Al escribir estás páginas he pensado sobre todo en las comunidades cristianas, tan necesitadas de aliento y de nuevo vigor espiritual; he tenido muy presentes a tantos creyentes sencillos en los que Jesús puede encender una fe nueva. Pero he querido ofrecer también el evangelio de Jesús a quienes viven sin caminos hacia Dios, perdidos en el laberinto de una vida desquiciada o instalados en un nivel de existencia en el que es difícil abrirse al misterio último de la vida. Sé que Jesús puede ser para ellos la mejor noticia.

Este libro nace de mi voluntad de recuperar la Buena Noticia de Jesús para los hombres y mujeres de nuestro tiempo. No he recibido la vocación de evangelizador para condenar, sino para liberar. No me siento llamado por Jesús a juzgar al mundo, sino a despertar esperanza. No me envía a apagar la mecha que se extingue, sino a encender la fe que está queriendo brotar.

EVANGELIO DE MARCOS

 

Con sus dieciséis capítulos, el evangelio de Marcos es el más breve de todos. Tal vez por eso ha ocupado durante mucho tiempo un discreto segundo plano. Hoy, sin embargo, ha adquirido gran interés, porque es el relato más antiguo sobre Jesús que ha llegado hasta nosotros. Además, Mateo y Lucas lo asumieron como base de sus respectivos evangelios.

Nada sabemos con certeza de su autor, aunque se ha pensado en Juan Marcos, que acompañó a Pablo y Bernabé en su primer viaje evangelizador. Pudo ser escrito en torno al año 70, tal vez en alguna región de Siria, cercana a Palestina. Muy pronto llegó a Roma, donde probablemente se hizo una segunda edición que se difundió rápidamente entre las comunidades cristianas que iban surgiendo en el Imperio.

El escrito arranca con estas palabras: «Comienzo del evangelio de Jesús, el Cristo, Hijo de Dios». Y, en efecto, el relato nos irá desvelando que Jesús es el Mesías esperado en Israel y el Hijo de Dios. Por eso Jesús constituye la Buena Noticia (evangelio) que sus seguidores van anunciando por todas partes. El relato comienza en el desierto con la predicación del Bautista, el bautismo de Jesús y sus tentaciones. Después de esta preparación, Jesús hace su aparición en Galilea proclamando «la Buena Noticia de Dios». El evangelista resume su mensaje con estas palabras: «Se ha cumplido el plazo, está cerca el reino de Dios: convertíos y creed la Buena Noticia». A lo largo del relato iremos descubriendo que con Jesús comienza un tiempo nuevo. Dios no nos ha dejado solos frente a nuestros problemas y desafíos. Quiere construir junto con nosotros una vida más humana. Hemos de cambiar para aprender a vivir creyendo esta Buena Noticia.

La primera parte del relato evangélico transcurre en Galilea. Jesús va proclamando la Buena Noticia de Dios en la región del lago con una doble actividad. Marcos lo presenta enseñando con autoridad y curando a enfermos de diversos males. A lo largo de nuestro recorrido podremos conocer su fuerza sanadora en relatos conmovedores en los que Jesús cura a un poseído, un leproso, un paralítico, una mujer con pérdidas de sangre, un sordomudo…

Las gentes van descubriendo que Jesús es una Buena Noticia. Lleno del Espíritu de Dios, libera a los poseídos de espíritus malignos; perdona los pecados que paralizan al ser humano; limpia a leprosos, rescatándolos de la marginación religiosa y social. La gente se acerca a Jesús no solo por lo que enseña, sino «a ver lo que hace». Marcos destaca más los gestos liberadores de Jesús que su enseñanza. En nuestro recorrido iremos descubriendo a Jesús como curador de nuestras vidas: él puede liberarnos de ataduras, servidumbres y pecados que paralizan y deshumanizan nuestra existencia. Escucharemos también su llamada a vivir curando y humanizando la sociedad en la que vivimos.

Esta actuación provoca admiración, pero también sobresalto. Jesús enseña con una «autoridad» nueva y desconocida, no como los maestros de la ley. Se atreve a criticar las tradiciones de los mayores. No duda en curar enfermos rompiendo la ley sagrada del sábado: «El sábado ha sido instituido para el hombre, y no el hombre para el sábado». Lo primero que quiere Dios es una vida digna y sana para todos. Esta «novedad» de Jesús no es solo un remiendo a la religiosidad judía. Exige poner este «vino nuevo en odres nuevos». Las gentes sencillas se sienten atraídas por Jesús y glorifican a Dios diciendo: «Jamás habíamos visto cosa parecida». Sin embargo, los maestros de la ley no soportan su comportamiento y lo rechazan como blasfemo. En su aldea de Nazaret no lo reciben, pues se resisten a reconocer como «profeta» y «curador» a aquel vecino conocido por todos. Sus familiares se lo quieren llevar a casa, pues piensan que está fuera de sí. Sin embargo, poco a poco se va creando en torno a Jesús un grupo de seguidores que escuchan su llamada y constituyen su nueva familia. De muchas maneras iremos escuchando también nosotros la llamada profética de Jesús a purificar nuestra manera de vivir y entender la religión para ponernos al servicio del reino de Dios.

La actuación de Jesús y las diversas reacciones de las gentes van creando un clima de suspense y expectación. Las preguntas sobre la identidad de Jesús se repiten: ¿quién es este? ¿Qué sabiduría es esta? ¿De dónde le viene esa fuerza curadora? La respuesta se va a escuchar en Cesarea de Filipo, en un relato con el que Marcos concluye la primera parte de su evangelio, centrada en la actividad de Jesús en Galilea. Después de conocer las diversas opiniones que corren sobre su persona, Jesús pregunta directamente a sus discípulos: «¿Quién soy yo?». En nombre de todos, Pedro responde: «Tú eres el Mesías». Todavía los discípulos no pueden entender lo que significa esta confesión. Jesús les tendrá que ayudar a descubrir que no es el Mesías glorioso que muchos esperan. Su verdadera identidad solo se les revelará en su muerte y resurrección. Después de veinte siglos de cristianismo, también nosotros hemos de responder a la pregunta de Jesús: ¿quién es él para nosotros? ¿Qué lugar ocupa en nuestras comunidades cristianas? ¿Qué nos puede aportar en nuestros días? ¿Qué podemos y debemos buscar en él?

En la segunda parte de su evangelio, Marcos narra el camino que hace Jesús con sus seguidores desde Galilea a Jerusalén. A lo largo de este camino, Jesús les habla hasta tres veces de su destino. De manera cada vez más detallada les anuncia que sufrirá mucho, será reprobado por los dirigentes religiosos de Jerusalén, será crucificado y al tercer día resucitará. Los discípulos se resisten a aceptar sus palabras, y Jesús les va enseñando pacientemente que también sus seguidores están llamados a sufrir. Después del primer anuncio, Pedro reprende a Jesús, pero este expone la actitud de todo el que quiera seguirle: «renunciar a sí mismo», «perder su vida por Jesús y por su evangelio» y «tomar su cruz». Después del segundo anuncio, los discípulos, ajenos a su enseñanza, vienen por el camino discutiendo entre sí quién será el mayor; Jesús les indica que para ser importante «hay que hacerse último de todos y servidor de todos». Después del tercer anuncio, Santiago y Juan vienen a pedirle los puestos de honor junto a él; Jesús les señala que «el primero entre ellos se ha de hacer esclavo de todos». A lo largo de nuestro recorrido, también nosotros nos sentiremos invitados a aprender los rasgos que han de caracterizar hoy a quien quiere seguir sus pasos.

Una vez en Jerusalén, el relato de Marcos nos va a desvelar que Jesús es Hijo de Dios. Ya en la escena del bautismo en el Jordán, una voz del cielo dice a Jesús: «Tú eres mi Hijo amado». Al comienzo del camino hacia Jerusalén, en la escena de la transfiguración, se escucha de nuevo la voz del cielo, que dice a los discípulos: «Este es mi Hijo amado. Escuchadle». Ahora, cuando Jesús comparece ante el Sanedrín, humillado y a punto de ser enviado a la cruz, el sumo sacerdote le pregunta solemnemente: «¿Eres tú el Mesías, el Hijo del Dios bendito?», Jesús contesta: «Sí, yo soy». Sin embargo, será un soldado romano el que pronuncie la confesión que Marcos quiere suscitar en sus lectores. Al ver que Jesús ha expirado en la cruz, el centurión que está frente a él proclama: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios». Como había anunciado al comienzo de su evangelio, Jesús es el «Mesías», pero no el Mesías político-militar que muchos esperaban, sino «el Hijo del hombre, venido a servir y dar su vida como rescate de muchos». Jesús es «Hijo de Dios», pero no revestido de gloria y de poder, sino un Hijo de Dios crucificado, solidario con todo el sufrimiento humano.

Marcos sabe que no es fácil captar y acoger el misterio de Jesús, crucificado por los hombres y resucitado por Dios. Al llegar la crucifixión, los «discípulos» lo abandonan y huyen. Las «mujeres» sustituyen a los discípulos, siguen «desde lejos» al Crucificado y se acercan incluso hasta su sepulcro, pero, cuando se les anuncia su resurrección, huyen también ellas llenas de miedo y espanto.

Sin embargo, antes de terminar su evangelio, Marcos indica a sus lectores el camino que han de seguir para profundizar en el Misterio que se encierra en Jesús. Así dice el enviado de Dios a las mujeres que se han acercado al sepulcro: «Id a decir a los discípulos y a Pedro que irá delante de vosotros a Galilea. Allí lo veréis». Es lo que haremos también nosotros guiados por el relato de Marcos. Nosotros conocemos ya el destino final de Jesús, y creemos en Jesucristo, resucitado por el Padre de entre los muertos. Alentados por esa fe volveremos a Galilea y haremos el recorrido que hicieron sus primeros discípulos siguiendo los pasos de Jesús. Este recorrido nos puede conducir a «ver» mejor el misterio encerrado en él.

1

COMIENZA EL EVANGELIO DE JESUCRISTO

 

Comienza el evangelio de Jesucristo, Hijo de Dios. Está escrito en el profeta Isaías: «Yo envío mi mensajero delante de ti para que te prepare el camino».

Una voz grita en el desierto: «Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos».

Juan bautizaba en el desierto: predicaba que se convirtieran y se bautizaran, para que se les perdonasen los pecados. Acudía la gente de Judea y de Jerusalén, confesaban sus pecados y él los bautizaba en el Jordán.

Juan iba vestido de piel de camello, con una correa de cuero a la cintura, y se alimentaba de saltamontes y miel silvestre. Y proclamaba:

–Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarles las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo (Marcos 1,1-8).

MARCHAR AL DESIERTO

«Comienza la Buena Noticia de Jesucristo, Hijo de Dios». Este es el inicio solemne y gozoso del evangelio de Marcos. Pero a continuación, de manera abrupta y sin advertencia alguna, comienza a hablar de la urgente conversión que necesita vivir todo el pueblo para acoger a su Mesías y Señor.

En el desierto aparece un profeta diferente. Viene a «preparar el camino del Señor». Este es su gran servicio a Jesús. Su llamada no se dirige solo a la conciencia individual de cada uno. Lo que busca Juan va más allá de la conversión moral de cada persona. Se trata de «preparar el camino del Señor», un camino concreto y bien definido, el camino que va a seguir Jesús defraudando las expectativas convencionales de muchos.

La reacción del pueblo es conmovedora. Según el evangelista, desde Judea y Jerusalén marchan al «desierto» para escuchar la voz que los llama. El desierto les recuerda su antigua fidelidad a Dios, su amigo y aliado, pero sobre todo es el mejor lugar para escuchar la llamada a la conversión.

Allí toman conciencia de la situación en que viven; experimentan la necesidad de cambiar; reconocen sus pecados sin echarse las culpas unos a otros; sienten necesidad de salvación. Según Marcos, «confesaban sus pecados» y Juan «los bautizaba».

La conversión que necesita nuestro modo de vivir el cristianismo no se puede improvisar. Requiere un tiempo largo de recogimiento y trabajo interior. Pasarán años hasta que hagamos más verdad en la Iglesia y reconozcamos la conversión que necesitamos para acoger más fielmente a Jesucristo en el centro de nuestro cristianismo.

Esta puede ser hoy nuestra tentación. No ir al «desierto». Eludir la necesidad de conversión. No escuchar ninguna voz que nos invite a cambiar. Distraernos con cualquier cosa, para olvidar nuestros miedos y disimular nuestra falta de coraje para acoger la verdad de Jesucristo.

La imagen del pueblo judío «confesando sus pecados» es admirable. ¿No necesitamos los cristianos de hoy hacer un examen de conciencia colectivo, en todos los niveles, para reconocer nuestros errores y pecados?, ¿es posible sin este reconocimiento «preparar el camino del Señor»?

EL CAMINO ABIERTO POR JESÚS

No pocos cristianos practicantes entienden su fe solo como una «obligación». Hay un conjunto de creencias que se «deben» aceptar, aunque uno no conozca su contenido ni sepa el interés que pueden tener para su vida; hay también un código de leyes que se «debe» observar, aunque uno no entienda bien tanta exigencia de Dios; hay, por último, unas prácticas religiosas que se «deben» cumplir, aunque sea de manera rutinaria.

Esta manera de entender y vivir la fe genera un tipo de cristiano aburrido, sin deseo de Dios y sin creatividad ni pasión alguna por contagiar su fe. Basta con «cumplir». Esta religión no tiene atractivo alguno; se convierte en un peso difícil de soportar; a no pocos les produce alergia. No andaba descaminada Simone Weil cuando escribía que «donde falta el deseo de encontrarse con Dios, allí no hay creyentes, sino pobres caricaturas de personas que se dirigen a Dios por miedo o por interés».

En las primeras comunidades cristianas se vivieron las cosas de otra manera. La fe cristiana no era entendida como un «sistema religioso». Lo llamaban «camino» (hodos en griego) y lo proponían como la vía más acertada para vivir con sentido y esperanza. Se dice que es un «camino nuevo y vivo» que «ha sido inaugurado por Jesús para nosotros», un camino que se recorre «con los ojos fijos en él» (Hebreos 10,20; 12,2).

Es de gran importancia tomar conciencia de que la fe es un recorrido y no un sistema religioso. Y en un recorrido hay de todo: marcha gozosa y momentos de búsqueda, pruebas que hay que superar y retrocesos, decisiones ineludibles, dudas e interrogantes. Todo es parte del camino: también las dudas, que pueden ser más estimulantes que no pocas certezas y seguridades poseídas de forma rutinaria y simplista.

Cada uno ha de hacer su propio recorrido. Cada uno es responsable de la «aventura» de su vida. Cada uno tiene su propio ritmo. No hay que forzar nada. En el camino cristiano hay etapas: las personas pueden vivir momentos y situaciones diferentes. Lo importante es «caminar», no detenerse, escuchar la llamada que a todos se nos hace de vivir de manera más digna y dichosa. Este puede ser el mejor modo de «preparar el camino del Señor».

PREPARAR EL CAMINO AL SEÑOR

«Preparad el camino al Señor». Tal vez esta es la primera llamada que hemos de escuchar hoy los cristianos. La más urgente y decisiva. Estamos tratando de hacer no pocas cosas, pero, ¿cómo preparar nuevos caminos al Señor en nuestras comunidades?

Antes que nada hemos de pararnos a detectar qué zonas de nuestra vida no están iluminadas por el Espíritu de Jesús. Podemos funcionar bien como una comunidad religiosa en torno al culto, pero seguir impermeables a aspectos esenciales del evangelio. ¿En qué nos reconocería hoy Jesús como sus discípulos y seguidores?

Además, hemos de discernir la calidad evangélica de lo que hacemos. La palabra de Jesús nos puede liberar de algunos autoengaños. No todo lo que vivimos viene de Galilea. Si no somos un grupo configurado por los rasgos esenciales de Jesús, ¿qué somos exactamente?

Es esencial «buscar el reino de Dios y su justicia». Rebelarnos frente a la indiferencia social que nos impide mirar la vida desde los que sufren. Resistirnos a formas de vida que nos encierran dentro de nuestro egoísmo. Si no contagiamos compasión y atención a los últimos, ¿qué estamos difundiendo en la sociedad?

Hay un «imperativo cristiano» que podría orientarnos en la búsqueda real de la justicia de Dios en el mundo: actuar en nuestras comunidades cristianas de tal forma que ese comportamiento se pudiera convertir en norma universal para todos los humanos. Señalar con nuestra vida caminos hacia un mundo más justo, amable y esperanzado. ¿Cambiaría mucho la sociedad si todos actuaran como lo hacemos en nuestra pequeña comunidad?

Seguramente sería enriquecedor introducir entre nosotros aquel lema incisivo y sugerente que circuló hace unos años en comunidades cristianas de Alemania: «Piensa globalmente y actúa localmente». Hemos de abrir el horizonte de nuestras comunidades hasta el mundo entero; aprender a procesar la información que recibimos, desde la mirada compasiva de Dios hacia todas sus criaturas. Luego, abrir caminos de compasión y justicia en el pequeño mundo en que nos movemos cada día.

REORIENTAR LA VIDA

A veces se piensa que la diferencia entre creyentes y no creyentes es clara. Unos tienen fe y otros no. Así de sencillo. Nada más lejos de la realidad. Hoy es frecuente encontrarse con personas que no saben exactamente si creen o no creen. Basta escucharles: «¿A esto que yo siento se le puede llamar fe?».

Esta situación de ambigüedad puede prolongarse durante años. Pero lo más sano es reaccionar. Lo primero no es «volver a la Iglesia» y comenzar de nuevo a «cumplir» unas prácticas religiosas sin convicción alguna. Lo importante es clarificar la propia postura y decidir cómo quiere uno orientar su vida.

Antes que nada es necesario aclarar dónde está uno, y saber exactamente de qué se ha alejado: ¿me he distanciado de una determinada educación religiosa o he suprimido a Dios de mi vida? ¿He abandonado una «religión» que me aburría o he eliminado de mi corazón todo rastro de comunicación con Dios? Rechazar lo que uno encuentra de incoherente, artificial o infantil en su pasado puede ser signo de madurez. Pero solo es un paso. No hemos de eludir otra cuestión: una vez rechazado lo religioso, ¿desde dónde doy un sentido último a mi vida?

Por eso es importante seguir aclarando cuál es mi actitud básica ante la existencia: ¿sé prestar atención a lo «profundo» de la vida, lo que no se capta inmediatamente con los sentidos, o solo vivo de lo que «salta a la vista» y me resulta útil para mis intereses?

Abrirse a lo «profundo» no significa creer en cualquier cosa, ser sensible a la parapsicología, creer en los espíritus o buscar las energías ocultas del cosmos. La fe cristiana no va por ahí. El cristiano cree que el mundo entero recibe su existencia, su sentido y cumplimiento último de un Dios que es solo Amor. En el fondo, para un cristiano creer es abrirse confiadamente al misterio de la vida, porque se sabe querido por Dios.

Pero, ¿se tiene que sentir algo especial? ¿Qué pasa si uno no vibra como esos creyentes que parecen vivir algo inalcanzable? La fe es algo que se vive en un nivel más profundo que el de los sentimientos. La sensibilidad de las personas es diferente, y no todos vivimos la fe de la misma forma. Lo decisivo es buscar a Dios como alguien desde el que mi vida puede cobrar más sentido, orientación y esperanza.

«Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos». Este grito del Bautista puede ser escuchado también hoy por hombres y mujeres que buscan de alguna manera «salvación». Lo importante es «abrir caminos» en nuestra vida. Hacer algún gesto que manifieste nuestro deseo de reaccionar. Dios está cerca de quien lo busca con verdad.

RENDIJAS

Son bastantes las personas que ya no aciertan a creer en Dios. No es que lo rechacen. Es que no saben qué camino seguir para encontrarse con él. Y, sin embargo, Dios no está lejos. Oculto en el interior mismo de la vida, Dios sigue nuestros pasos, muchas veces errados o desesperanzados, con amor respetuoso y discreto. ¿Cómo percibir su presencia?

Marcos nos recuerda el grito del profeta en medio del desierto: «Preparadle el camino al Señor, allanad sus senderos». ¿Dónde y cómo abrir caminos a Dios en nuestras vidas? No hemos de pensar en vías espléndidas y despejadas por donde llegue un Dios espectacular. El teólogo catalán J. M. Rovira nos ha recordado que Dios se acerca a nosotros buscando la rendija que el hombre mantiene abierta a lo verdadero, a lo bueno, a lo bello, a lo humano. Son esos resquicios de la vida a los que hemos de atender para abrir caminos a Dios.

Para algunos, la vida se ha convertido en un laberinto. Ocupados en mil cosas, se mueven y agitan sin cesar, pero no saben de dónde vienen ni a dónde van. Se abre en ellos una rendija hacia Dios cuando se detienen para encontrarse con lo mejor de sí mismos.

Hay quienes viven una vida «descafeinada», plana e intrascendente en la que lo único importante es estar entretenido. Solo podrán vislumbrar a Dios si empiezan a atender el misterio que late en el fondo de la vida.

Otros viven sumergidos en «la espuma de las apariencias». Solo se preocupan de su imagen, de lo aparente y externo. Se encontrarán más cerca de Dios si buscan sencillamente la verdad.

Quienes viven fragmentados en mil trozos por el ruido, la retórica, las ambiciones o la prisa darán pasos hacia Dios si se esfuerzan por encontrar un hilo conductor que humanice sus vidas.

Muchos se irán encontrando con Dios si saben pasar de una actitud defensiva ante él a una postura de acogida; del tono arrogante a la oración humilde; del miedo al amor; de la autocondena a la acogida de su perdón. Y todos haremos más sitio a Dios en nuestra vida si lo buscamos con corazón sencillo.

2

BAUTISMO DE JESÚS

 

En aquel tiempo proclamaba Juan:

–Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco ni agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.

Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma. Se oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi preferido» (Marcos 1,6b-11).

JESÚS BAUTIZA CON ESPÍRITU SANTO

El Bautista representa como pocos el esfuerzo de los hombres y mujeres de todos los tiempos por purificarse, reorientar su existencia y comenzar una vida más digna. Este es su mensaje: «Hagamos penitencia, volvamos al buen camino, pongamos orden en nuestra vida». Esto es también lo que escuchamos más de una vez en el fondo de la conciencia: «Tengo que cambiar, debo ser mejor, he de actuar de manera más digna».

Esta voluntad de purificación es noble e indispensable, pero no basta. Nos esforzamos por corregir errores, tratamos de cumplir con nuestro deber con más responsabilidad, intentamos hacer mejor las cosas, pero nada realmente nuevo se despierta en nosotros, nada apasionante. Pronto el paso del tiempo nos devuelve a la mediocridad de siempre. El mismo Bautista reconoce el límite de su esfuerzo: «Yo os bautizo solo con agua; alguien más fuerte os bautizará con Espíritu y fuego».

El bautismo de Jesús encierra un mensaje nuevo que supera radicalmente al Bautista. Los evangelistas han cuidado con esmero la escena. El cielo, que permanecía cerrado e impenetrable, se abre para mostrar su secreto. Al abrirse, no descarga la ira divina que anunciaba el Bautista, sino que regala el amor de Dios, el Espíritu, que se posa pacíficamente sobre Jesús. Del cielo se escucha una voz: «Tú eres mi Hijo amado».

El mensaje es claro: con Cristo, el cielo ha quedado abierto; de Dios solo brota amor y paz; podemos vivir con confianza. A pesar de nuestros errores y nuestra mediocridad insoportable, también para nosotros «el cielo ha quedado abierto». También nosotros podemos escuchar con Jesús la voz de Dios: «Tú eres para mí un hijo amado, una hija amada». En adelante podemos afrontar la vida no como una «historia sucia» que hemos de purificar constantemente, sino como el regalo de la «dignidad de hijos de Dios», que hemos de cuidar con gozo y agradecimiento.

Para quien vive de esta fe, la vida está llena de momentos de gracia: el nacimiento de un hijo, el contacto con una persona buena, la experiencia de un amor limpio… que ponen en nuestra vida una luz y un calor nuevos. De pronto nos parece ver «el cielo abierto». Algo nuevo comienza en nosotros; nos sentimos vivos; se despierta lo mejor que hay en nuestro corazón. Lo que tal vez habíamos soñado secretamente se nos regala ahora de forma inesperada: un inicio nuevo, una purificación diferente, un «bautismo de Espíritu». Detrás de esas experiencias está Dios amándonos como Padre. Está su Amor y su Espíritu «dador de vida».

ESCUCHAR LO QUE EL ESPÍRITU DICE A LA IGLESIA

Los primeros cristianos vivían convencidos de que, para seguir a Jesús, es insuficiente un bautismo de agua o un rito parecido. Es necesario vivir empapados de su Espíritu. Por eso en los evangelios se recogen de diversas maneras estas palabras del Bautista: «Yo os he bautizado con agua, pero Jesús os bautizará con Espíritu Santo».

No es extraño que, en los momentos de crisis, recordaran de manera especial la necesidad de vivir guiados, sostenidos y fortalecidos por su Espíritu. El libro del Apocalipsis, escrito probablemente en los momentos críticos que vive la Iglesia bajo el emperador Domiciano, repite una y otra vez a los cristianos: «El que tenga oídos, que escuche lo que el Espíritu dice a las Iglesias».

La mutación cultural sin precedentes que estamos viviendo nos está pidiendo hoy a los cristianos una fidelidad sin precedentes al Espíritu de Jesús. Antes de pensar en estrategias y recetas ante la crisis hemos de revisar cómo estamos acogiendo su Espíritu.

En vez de lamentarnos una y otra vez de la secularización creciente hemos de preguntarnos qué caminos nuevos anda buscando hoy Dios para encontrarse con los hombres y mujeres de nuestro tiempo; cómo hemos de renovar nuestra manera de pensar, de decir y de vivir la fe para que su Palabra pueda llegar mejor hasta los interrogantes, las dudas y los miedos que brotan en su corazón.

Antes de elaborar proyectos de evangelización pensados hasta sus últimos detalles necesitamos transformar nuestra mirada, nuestra actitud y nuestra relación con el mundo de hoy. Necesitamos parecernos más a Jesús. Dejarnos trabajar por su Espíritu. Solo Jesús puede darle a la Iglesia un rostro nuevo.

El Espíritu de Jesús sigue vivo y operante también hoy en el corazón de las personas, aunque nosotros ni nos preguntemos cómo se relaciona con quienes se han alejado definitivamente de su Iglesia. Ha llegado el momento de aprender a ser la «Iglesia de Jesús» para todos, y esto solo él nos lo puede enseñar.

Lo que nos parece «crisis» puede ser tiempo de gracia. Se están creando unas condiciones en las que lo esencial del evangelio puede resonar de manera nueva. Una Iglesia más frágil, débil y humilde puede hacer que el Espíritu de Jesús sea entendido y acogido con más verdad.

MEDIOCRIDAD ESPIRITUAL

Si uno se asoma a la reflexión teológica de nuestros días o sigue de cerca cualquier revista de información religiosa, puede tener la impresión de que casi todo es problemático y preocupante. Sin embargo, hace unos años, Karl Rahner se atrevía a afirmar que el problema principal y más urgente en la Iglesia de hoy es su «mediocridad espiritual».

Según el gran teólogo alemán, el verdadero problema de la Iglesia contemporánea es «seguir tirando con una resignación y un tedio cada vez mayores por los carriles habituales de una mediocridad espiritual».

De poco sirve reforzar las instituciones, salvaguardar los ritos, custodiar la ortodoxia o imaginar nuevos proyectos evangelizadores si falta en la vida de los creyentes una experiencia viva de Dios.

Si la Iglesia quiere ser fiel a su misión y no asfixiarse en sus propios problemas, si quiere aportar algo original y salvador al hombre contemporáneo, tiene que redescubrir una y otra vez que solo en Dios encarnado en Jesús está su verdadera fuerza.

Sé lo peligroso que es hablar de Dios de cualquier manera. Sé que se ha abusado ya demasiado de esta palabra. Sé que todo puede ser mal entendido una vez más. Pero, a pesar de todo, hay que seguir recordando que la Iglesia ha de ocuparse ante todo y sobre todo de Dios.

La Iglesia habla mucho. Pero, ¿dónde y cuándo escucha a Dios? ¿Dónde y cuándo se coloca humilde y sinceramente ante Jesús, su único Señor? En nuestras comunidades hablamos de Dios. Pero, ¿buscamos al que está detrás de esa palabra? ¿Hablamos alguna vez desde la propia experiencia? ¿Gozamos y padecemos la presencia de Dios en nuestras vidas?

Nos hemos acostumbrado a decir que creemos en Dios sin que nada «decisivo» suceda en nosotros. Incluso el «tener fe» parece a veces dispensarnos de buscar y anhelar su rostro revelado en Jesús.

Reconocer nuestra mediocridad espiritual no transforma nuestras vidas, pero puede ayudarnos a vislumbrar hasta qué punto necesitamos «ser bautizados con Espíritu Santo», según la terminología del Bautista. Tal vez esa es la primera tarea de la Iglesia hoy. Redescubrir y acoger en sí misma la fuerza viva del Espíritu santo de Jesús.

RENOVACIÓN INTERIOR

Para ser humana, a nuestra vida le falta una dimensión esencial: la interioridad. Se nos obliga a vivir con rapidez, sin detenernos en nada ni en nadie, y la felicidad no tiene tiempo para penetrar hasta nuestro corazón. Pasamos rápidamente por todo y nos quedamos casi siempre en la superficie. Se nos está olvidando escuchar la vida con un poco de hondura y profundidad.

El silencio nos podría curar, pero ya no somos capaces de encontrarlo en medio de nuestras mil ocupaciones. Cada vez hay menos espacio para el espíritu en nuestra vida diaria. Por otra parte, ¿quién se va a ocupar de cosas tan poco estimadas hoy como la vida interior, la meditación o la búsqueda de Dios?

Privados de alimento interior, sobrevivimos cerrando los ojos, olvidando nuestra alma, revistiéndonos de capas y más capas de proyectos, ocupaciones e ilusiones. Hemos aprendido ya a vivir «como cosas en medio de cosas» (Jean Onimus).

Pero lo triste es observar que, con demasiada frecuencia, tampoco la religión es capaz de dar calor y vida interior a las personas. En un mundo que ha apostado por «lo exterior», Dios resulta un «objeto» demasiado lejano y, a decir verdad, de poco interés para la vida diaria.

Por ello no es extraño ver que muchos hombres y mujeres «pasan de Dios», lo ignoran, no saben de qué se trata, han conseguido vivir sin tener necesidad de él. Quizá existe, pero lo cierto es que no les «sirve» para su vida.

Los evangelistas presentan a Jesús como el que viene a «bautizar con Espíritu Santo», es decir, como alguien que puede limpiar nuestra existencia y sanarla con la fuerza del Espíritu. Y quizá la primera tarea de la Iglesia actual sea precisamente la de ofrecer ese «bautismo de Espíritu Santo» a los hombres y mujeres de nuestros días.

Necesitamos ese Espíritu que nos enseñe a pasar de lo puramente exterior a lo que hay de más íntimo en el ser humano, en el mundo y en la vida. Un Espíritu que nos enseñe a acoger a ese Dios que habita en el interior de nuestras vidas y en el centro de nuestra existencia.

No basta que el evangelio sea predicado. Nuestros oídos están demasiado acostumbrados y no escuchan ya el mensaje de las palabras. Solo nos puede convencer la experiencia real, viva, concreta, de una alegría interior nueva y diferente.

Hombres y mujeres convertidos en paquetes de nervios excitados, seres movidos por una agitación exterior y vacía, cansados ya de casi todo y sin apenas alegría interior alguna, ¿podemos hacer algo mejor que detener un poco nuestra vida, invocar humildemente a un Dios en el que todavía creemos y abrirnos confiadamente al Espíritu que puede transformar nuestra existencia? ¿Podrán ser nuestras comunidades cristianas un espacio donde vivamos acogiendo el Espíritu de Dios encarnado en Jesús?

NUEVA EXPERIENCIA DE DIOS

Son bastantes los cristianos que no saben muy bien en qué Dios creen. Su idea de Dios no es unitaria. Se compone más bien de elementos diversos y heterogéneos. Junto a aspectos genuinos provenientes de Jesús hay otros que pertenecen a diferentes estados de la evolución religiosa de la humanidad.

Intentan conciliar de muchas maneras amor e ira de Dios, bondad insondable y justicia rigurosa, miedo y confianza. No es fácil. En el corazón de no pocos subsiste una imagen confusa de Dios, que les impide vivir con gozo y confianza su relación con el Creador.

En la conciencia humana brota de manera bastante espontánea la imagen de un Dios patriarcal, contaminada por la proyección de nuestros deseos y miedos, nuestras ansias y decepciones. Un Dios omnipotente, preocupado permanentemente por su honor, dispuesto siempre a castigar, que solo busca de sus criaturas reconocimiento y sumisión.

Esta imagen de Dios puede alejarnos cada vez más de su presencia amistosa. Por lo general, las religiones tienden a introducir entre Dios y los pobres humanos muchos cultos, ritos y prácticas. Pero su cercanía amorosa corre el riesgo de diluirse.

Para muchos investigadores, Jesús representa la primera imagen sana de Dios en la historia. Su idea de un Dios Padre y su modo de relacionarse con él están libres de falsos miedos y proyecciones. El cambio fundamental introducido por Jesús se puede formular así: la actitud religiosa hacia un Dios patriarcal se funda en la convicción de que el ser humano ha de existir para Dios; la actitud de Jesús hacia su Padre arranca de la seguridad de que Dios existe para el ser humano.

El evangelio de Marcos narra el bautismo de Jesús en el Jordán sugiriendo la nueva experiencia que Jesús vivirá y comunicará a lo largo de su vida. Según el relato, el «cielo se abre», pero no para descubrirnos la ira de Dios, que llega con su hacha amenazadora, como pensaba el Bautista, sino para que descienda su Espíritu, es decir, su amor vivificador. Del cielo abierto solo llega una voz: «Tú eres mi Hijo amado».

Es una pena que, a pesar de decirnos seguidores de Jesús, volvamos tan fácilmente a imágenes regresivas del Antiguo Testamento, abandonando su experiencia más genuina de Dios Padre.