2256-Roubicek-P1.jpg

Apellido autor, Nombre

Título obra. - XXa ed. - Buenos Aires : Autores de Argentina, 2018.

XXX p. ; 20x14 cm.


ISBN XXX-XXX-XXXX-XX-X


1. Temática xxx . 2. Xxx. I. Título.

XXX XXXX



Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com



Queda hecho el depósito que establece la LEY 11.723

Impreso en Argentina – Printed in Argentina

Prólogo

Los brasileros tienen más poesía que todos nosotros juntos. Y no es cosa de Pelé o Neymar sino es algo de su propia lengua. Tampoco es el cantito o la musicalización que llevan consigo, aunque en parte puede ser. Tienen palabras más ricas, como “lembrança” para decir recuerdo. Un término que ya trae la lejanía en su definición, la añoranza, la memoria, la alegría de todo tiempo pasado. Y no es cuestión de etimología o de diccionarios, es el aroma que emanan al decirlas.

A Tati y Oscar

Empecé escribiendo cartas. Cuando en el año 92 me fui por ahí de mochilero retraté mi viaje mandándoles cartas a diario a familiares y amigos. Algunas las recuperé a modo de diario de viajero, pero muchas otras están en poder de mis amigos que me pedirán recompensa cuando salga la primera edición de este libro.

Sin duda, estos son mis antecedentes más remotos de escritura continua. Esporádicamente antes también había incursionado en ella. En tercer grado, con Roberto Neme escribimos un par de cuentos que fueron bien acogidos por la crítica de familiares, docentes y amigos. Mas no recuerdo el tema de estos. Por ahí deben andar, en casa de mis padres, pero no los he vuelto a ver.

En los primeros años de la facultad escribí algunos poemas. Estaba embelesado con Benedetti y creía que todo era expresable en verso libre. Tampoco encuentro ese cuaderno.

Lo único que me acuerdo es que la dedicatoria que tenía planeada para cuando se publicara, decía algo así:



“A Tati y Oscar, mis abuelos,

que en el brazo largo y generoso de alguno de sus cromosomas,

me legaron la pasión por la escritura”.

Las vereditas de Funes

Cualquiera que haya intentado alguna vez construir su propia casa sabe que para el momento de decidir qué poner en la vereda, el presupuesto está agotado. Yo no sé cómo hicieron la casa mis viejos, pero sospecho que las lajas de la vereda no fueron una elección primaria. Las lajas color piedra dispuestas como rompecabezas, separadas por tierra, no fueron nunca ni pintorescas ni prácticas. El tío Héctor nos enseñó, en aquellos años, a usar la pala de punta casi paralela al suelo para arrancar al ras los mechones de pasto que crecían entre las baldosas y devolverle con eso la noción de vereda a lo que se había convertido en pradera. Cada verano renovaba su rol con ese tratamiento.

Envidiábamos sanamente a los vecinos que tenían esas planicies que permitían deslizarse no solo a pie sino en diversos rodados. Las de baldosas grises a lunares eran un sueño incluso con patines. La vecina de tres casas más allá hasta enceraba sus baldosones y nos prohibía el paso con medios de locomoción alternativos. Pero ese era nuestro sueño. Un sueño de suelo liso, en un barrio que aún mantenía la calle de tierra.

Por los años ochenta mis viejos decidieron que la laja había cumplido su ciclo y emprendieron la renovación de la vereda. Mi cuñado Miguel tomó la posta del laburo y con mi hermano iniciamos la frustrada carrera de peón de albañil. Por ahí andan las fotos que documentan el histórico momento en que, enfundados en nuestros “equipos de gimnasia” (uno de esos azules genéricos de Cedrón con una o dos rayas blancas, nunca tres), preparábamos hormigón a fuerza de paladas.

El presupuesto dio para baldosas de canto rodado: como la vera de un río cordobés, pero sin río. Como nadie andaba descalzo, ya habían asfaltado la calle y no teníamos patineta, no nos importó en ese entonces la falta de lisura de la superficie.

Cuando alguien me preguntaba cuál era mi casa yo tiraba las coordenadas de las calles y un contundente “la casa de la esquina”. Y como cada esquina siempre tuvo cuatro casas, afinaba la orientación con un “la de las plantas”. Esa descripción precisa, para el buen observador, escondía las raíces del asunto. Mi vieja siempre fue fanática de plantas y jardines, pero olvidaba que a mayor belleza y ocupación sobre la superficie, se correspondía un proporcional crecimiento bajo tierra. Ahora la casa está rajada y la vereda convertida en un campo bombardeado.

Algún árbol viejo tuvimos que sacar y ahora están haciendo la versión 3.0 de la vereda de Funes. Las raíces de esos árboles que otrora orientaban a los visitantes completaron un camión de leña. El hormigón alisado no sé si hubiera satisfecho nuestros anhelos rodantes de la infancia, pero espero que sirva a las necesidades de los nuevos peatones universitarios de Funes y San Lorenzo y de los añejos habitantes: mis queridos viejos.

Mi yo docente

Mi primer y único contacto con la ciencia médica antes de ingresar a la facultad fue de la mano de mi padre. Un legado familiar, pensarán ustedes. Sí, podríamos llamarlo así.

Papá recibía en casa y por correo sus suscripciones a un par de revistas médicas que llegaban semanalmente de manos del cartero. Éramos de esas familias que abríamos la puerta al cartero porque los sobres grandes con las revistas no pasaban por la ranura para cartas. Las ediciones de revistas médicas, en años más recientes, llegan a la Argentina en una impresión diferente que en el primer mundo. Vienen en papel biblia y sin publicidad. Pero en la década del 70 las editoriales te mandaban al fin del mundo la misma revista que se vendía en cualquier rincón de Massachussetts: pesada, de hoja gruesa y llena de anuncios a todo color. Con el detalle de que las hojas de publicidad eran solo de publicidad en sus dos caras. Nosotros habremos sido una carga especial para un padre que pretendía seguir estudiando los últimos avances de la medicina en casa en los ratos que le quedaban libres. Cada diez minutos le caíamos en su escritorio con algún pedido estrafalario (un sacapuntas, permiso para ir a jugar, una reparación de la pelota pinchada) con el solo anhelo de robarle unos minutos de cariño.

Papá se la ingenió un día y decidió que fuéramos sus asistentes editoriales. Mientras él leía las últimas novedades del mundo científico, nosotros, a los pies de su silla de escritorio, poníamos en su sitio el saber médico: con precisas indicaciones y no menos destreza arrancábamos todas y cada una de las hojas de publicidad de las revistas médicas, y dejábamos un solo cuerpo de saber impoluto. Separábamos la paja del trigo.

Éramos útiles y felices.

Puede ser coincidencia, lo admito, pero hoy enseño Lectura Crítica de la Literatura Médica en la facultad de medicina, que es una manera de discernir entre la buena y la mala literatura médica. Y a los que me preguntan por qué enseño eso tan rebuscado, siempre les contesto lo mismo: ¿Vos sabés cómo venían las revistas médicas en los 70?

Un paraíso viviente

Seguramente mi madre me lo va a refutar, pero juraría que no fuimos al cine en toda nuestra infancia. En la adolescencia, sí. En aquel entonces daban de a dos películas separadas por un intervalo. En una época, el Joven Frankenstein fue una película nueva, que habremos visto no menos de cinco veces en el Nuevo Belgrano, nuestro cine de cabecera. Pero de la infancia tengo pocos recuerdos cinematográficos. Como tampoco tenía acceso a medios masivos de comunicación es posible que se me hayan escapado algunos estrenos. Quién sabe.

El único recuerdo familiar de acercamiento infantil al séptimo arte fue una tarde con El Paraíso Viviente y sin pochoclos: una película documental sobre la vida silvestre en África. No es que me hayan molestado los escarabajos empujando bolas de caca, ni los monos agarrando semillas sin querer soltarlas o robando huevos de avestruz, ni los animales borrachos comiendo los frutos de la marula, pero algún pato o ratón caricaturizados no hubiera estado de más en nuestros verdes años. Ni hablar de las películas que después entretuvieron y entretienen a nuestros hijos y que me hacen llorar aunque las mire de reojo. Pero no lloro de emoción: es que me acuerdo de los escarabajos.

Cien globos rojos

Cuando en la década del 90 apareció la canción de la alemana de los 99 globos rojos, no pude menos que retrotraerme al penoso episodio del cinematográfico 1 (un) globo rojo, que debió haber sido el que completaba la centena.

Ir al cine no era un programa habitual de los niños de aquellas épocas, al menos de los que yo conocía. Pero que el colegio haya tenido que suplir esas falencias familiares y organice una excursión hacia la gran pantalla con doscientos pibes, parece mucho menos apropiado. Menos aún para ver un drama infantil. Pero así fueron las cosas esa jornada de invierno en el cine teatro Payró: todo el colegio convocado para ver el Globo Rojo.

El llanto en mi infancia estaba muy identificado con el dolor físico o con el miedo. Como aún no había sufrido desengaños amorosos, desconocía las lágrimas angustiosas de los dramas.

De la película me acuerdo poco, pero me quedó grabado ese vacío sinsabor que me acompañó desde Sucesos Argentinos hasta los títulos. Básicamente el protagonista pierde un globo y sufre toda la película junto con doscientos espectadores.

No me quedaban mangas donde secarme, pero como tenía dignidad y no podía salir del cine con esa cara, encontré alguna excusa para no volver a la escuela y pedir que mis padres me retiraran terminada la peli.

Un golpe bajo del cine francés en una época en que nosotros debíamos haber estado viendo dibujos animados.

La tarántula

Siempre creí que éramos pobres.

Estaba convencido de que lo nuestro era lisa y llanamente pobreza, de la más pobre de las posibles. Y no es que supiera de PBI, de balanzas de pago ni de desocupación, sino que simplemente comparaba mi vida con la de los que tenía a mano.

Quizás fue por la Coca Cola. Sí, sí, la Coca Cola. Parecía increíble pero ese jarabe oscuro y gasificado nos estuviera vedado durante la semana y solo podía accederse al litro vidriado en algún domingo festivo. Un único litro, ¿mentendés? Un litro para cinco comensales. ¡Qué miseria! Y esto aun cuando tuviéramos una botella en la alacena, a la que por cierto no llamábamos alacena, sino “la puertita de abajo”, donde se almacenaban algunos tesoros para ser usados a su debido tiempo.

Quizás fue por la tardía llegada de la tele, que entró a nuestra casa con antena de aluminio durante el mundial 78, que nosotros vimos en blanco y negro pese a que ese año se inauguró la TV a color. Y, como a buenos pobres, nos restringían el uso energético del aparato: no nos dejaban ver las series, ni los dibujitos que todos nuestros compañeritos veían. Tampoco nos dejaban ver durante las comidas, pero eso era porque la hora pico de conversación familiar coincidía con el mayor rating televisivo.

Pero el detonante que me convencía de nuestra condición de pobres era el acceso al kiosco. Teníamos a cuenta gotas el intercambio comercial con el vecino que se escondía tras una parva de caramelos, y cual bancario en época de cepo, te pasaba un chupetín por la ventanilla redonda a cambio de algunas monedas. El impacto mayor estaba dado por la compra de figuritas. En casa eran consideradas simplemente un insulto a la inteligencia humana. Nunca un álbum, nunca una colección, nunca un equipo completo. Nos arreglábamos con algún amigo que nos compartía un defensor desconocido de un equipo de la B, para poder competir a la arrimadita cuando todavía eran de hojalata.

Cierta vez, no sé por qué extraño designio del universo algún marketinero aventurado puso en circulación un álbum de figuritas de biología. Un álbum para pobres. Y mis viejos, sin más argumentos, pelaron los 60 pesos del álbum más el suplemento. Y nos lo compraron con, eventualmente, algún paquete de figuritas, para que soñáramos con la pelota número cinco de cuero que nos ganaríamos por completarlo.

Pero quiso el destino que una figurita, una maldita figurita estuviera muy mal representada en la población dispersa de los kioscos locales. Y que nunca lográsemos completar el álbum. Y así fue que no pudimos conocer la tarántula. Y ni siquiera pudimos recibirnos de pobres.

Bono contribución

“Nunca gané un premio en una rifa” podría ser el comienzo de muchas biografías. Incluida la mía. Y nunca gané porque nunca participé. Aunque escarbando en la memoria creo que una canasta de pascuas de la panadería Candeal alguna vez ligamos. Estimo que eran de esas que no tienen obligación de compra y que van con numerito de orden de llegada al local, sin nombre, sin título. Pero nunca un gordo de navidad, nunca una fija en los burros, nunca un ganador a la cabeza.

Desde temprana edad mi madre me enseñó la diferencia entre bono contribución y rifa: los bonos contribución no tienen premio, y las rifas, en esta casa, no se compran. ¿Por qué no compramos rifas? “Porque no”. “Porque son un engaño”. “Porque juegan con la ilusión del pobre que no puede comprar ese premio”. “Porque son un impuesto al tonto, como el prode de Manrique”.

Pero cuando uno es chico no le interesan todos esos porqués, no quiere el premio, ni el número ganador en la nacional vespertina. Uno solo quiere ser igual que todos, pasar desapercibido, no ser señalado, volver al cole con todo el talonario vendido y no con una explicación materna en el cuaderno azul de comunicaciones.

Es que cuando el mundo iba para un lado y nosotros lo cabalgamos como campeones, aparecía un visionario que organizaba una rifa para juntar fondos para el próximo campamento y zácate. Y cuando medís un metro no te andas parando en el aula para explicar el conflicto que eso genera. No sos metrodelegado.

Para empeorar las cosas, en lugar de rifa la llamaban bono contribución, como si con ese simple cambio en la impresión mi vieja no fuera a darse cuenta. En dos segundos reconocía la incompatibilidad entre el nombre y la bicicleta Legnano o la estadía en Villa Gesell.

No recuerdo, porque aún no había nacido, si cuando nos sortearon madres nos dieron bonos contribución o de las otras.

Se hizo la luz