AGRADECIMIENTOS

No puedo creer que ya haya terminado este viaje.

La historia de Óscar nació en 2013. Por aquel entonces, era solo una subtrama de Biónico, novela que acabé publicando unos años después. Pero pronto me di cuenta de que Óscar necesitaba su propia historia, y el personaje fue creciendo hasta que nació El fuego en el que ardo. Acabé la primera versión de la novela en otoño de 2014, y fue el 21 de mayo de 2015 cuando Miriam, mi primera editora, me dio el sí con el que había soñado tantos años.

Por tanto, el primer agradecimiento es para ti, Miriam. Gracias por ser la primera que creyó en mi novela. Gracias por los consejos, por tu cariño infinito, por ser la razón de que me hayan pasado tantas cosas buenas en la vida.

Cuando leyó el libro, Miriam me dio un consejo: necesitaba profundizar en Darío, demostrar por qué Óscar se había enamorado de él. Entonces fue cuando nació el Darío de verdad, el que todos conocéis, que poco tiene que ver con el que escribí en un primer momento. Profundicé en su psicología, le di mucho de mí mismo y convertí al «malo de la historia» en el que tal vez sea mi personaje mejor construido y del que me siento más orgulloso. Mientras revisaba el primer libro, comencé a escribir su historia, consciente de que tenía muchísimo que contar.

Ya llevaba la mitad escrita de El hielo de mis venas cuando se publicó EFEEQA en enero de 2016 y unos meses después Miriam me dijo que también quería publicarlo. Para entonces, ya sabía que este libro que estás leyendo ocurriría dos años después, y también gran parte de lo que ocurriría, aunque algunas cosas cambiaron por el camino. También había nacido Pablo, y con él La estrella de mis noches, que, al ocurrir entre el EHDMV y este libro, se publicó entre ambos como una historia de un tono totalmente diferente que me apetecía mucho probar, y también como un puente hacia este libro y una forma de ver qué ocurría con los personajes en ese tiempo.

Aquí quiero dar las gracias a Anna, mi segunda editora, por tomar las riendas durante el proceso de revisión de EHDMV y por lanzarse de lleno con LEDMN. A pesar de todo, siempre te estaré agradecido por confiar en esos libros y tratarlos con tanto cariño.

Me costó mucho escribir este cierre de trilogía. Algunos momentos los escribí mientras revisaba LEDMN y parte del epílogo ya estaba escrito antes de que se publicara, en abril de 2018. Pero ese no fue mi mejor año precisamente, y para octubre pensaba que este libro no se publicaría, así que abandoné la escritura de la novela.

Pero mis lectores no dejaban de preguntarme por el libro, y yo mismo necesitaba volver a estos personajes. En Navidades, se me ocurrió sacar como relatos extra en Amazon historias cortitas de las muchas que había ido ideando o recortando porque no tenían cabida en las novelas, y la respuesta fue increíble. Recibí un apoyo enorme, y eso fue lo que hizo que me lanzara de lleno a continuar con este libro, ya en enero de 2019.

Así que quiero dar las gracias a todos mis lectores por vuestro apoyo enorme y vuestros incontables mensajes, porque habéis sido lo que me ha dado fuerza en mis peores momentos.

En marzo hubo otro parón y a partir de abril comencé una etapa que por fin ha terminado, con los peores meses de toda mi vida en los planos psicológico y emocional. Pero entonces llegó Míriam, la tercera y maravillosa editora de esta historia, y en junio me dio la noticia que más había esperado en toda mi vida: sí, el cierre de la trilogía saldría con Neo, como debía ser. Gracias infinitas, Míriam, por haberme permitido cerrar esta historia tal como quería y, además, en su casa.

Los meses posteriores, en los que terminé la novela, han sido muy duros para mí. Pero saber que este libro iba a salir, que tantos lectores lo estabais esperando, tanto en España como en Latinoamérica, es lo que me ha dado las fuerzas para seguir adelante. Una vez más, gracias. En varios sentidos, podríamos decir que me habéis salvado la vida.

Gracias a Thousands of Books, la editorial que publicó mi primer libro en Japón, porque sigue siendo un logro que soy incapaz de asimilar. Pensar que hay japoneses que leen mi libro es una de las cosas más surrealistas que me ha pasado en la vida.

Quiero dar las gracias también a María Villalón, por tu apoyo incondicional y por haberme prestado tu fuego. Y también a Daniel Grey, por haberle prestado tu voz a Darío. Id a buscar sus canciones, porque son los dos maravillosos. Gracias también a Hugo Díaz, por las maravillosas ilustraciones que acompañan estos libros. Gracias a Samanta Jiménez, por las fotos de autor, así como las que hay en LEDMN. Y, por supuesto, gracias también a Ariadna Oliver por sus preciosas cubiertas y por superarte con cada nueva portada. Sin vosotros, estos libros no serían tan bonitos.

Gracias al grupo de Educación de COGAM, por todo lo que he aprendido tanto de activismo LGBT+ como a la hora de tratar distintas realidades que aparecen en este libro.

Por supuesto, gracias a Jony y a Fon. Gracias por ser los otros dos vértices de mi triángulo y por inspirar parte de esta historia. Gracias a mis amigos, especialmente a Pablo, Sergio, Rocy, Ferran, Fátima, Álex, Brai, Olga y Josué, por todo vuestro apoyo desde hace tantos años.

Y, por último, gracias a mi familia y especialmente gracias a mi madre, por creer siempre en mí cuando ni yo mismo lo hacía. Gracias por enseñarme a ser un luchador.

CAPÍTULO 1 ÓSCAR

Can I go where you go? Can we always be this close forever and ever? And ah, take me out, and take me home You’re my, my, my, my lover

Lover, Taylor Swift

–¡Marica! –grita uno, lo suficientemente alto para que pueda oírlo a pesar de los auriculares del iPod.

–¿Se puede saber adónde vas con tanta prisa? –pregunta otro entre risotadas–. ¿Te espera alguien en el baño de los tíos?

Carlos.

Siempre el puto Carlos.

Pero

(voy a matarlo, sí, esta vez voy a matarlo)

no pienso aguantarlo más, así que…, y me doy media vuelta para encararme a él.

–¿Qué coño te pasa, tío? –le espeto a unos centímetros de su cara, tan cerca que noto su respiración contra mi boca–. ¿Tienes algo que decirme?

Lejos de parecer sorprendido por mi reacción, suelta una carcajada desagradable que resuena en mis oídos y en el fondo de mi alma.

–Que eres un maricón.

En otro tiempo sus palabras me habrían herido. Pero ya no. Hace mucho que comprendí que soy fuego. Soy luz. Y soy radiactivo.

Y no voy a permitir que nadie me toque.

–Creo que tú tienes mucho que decir sobre eso –susurro, lo bastante alto para que solo él lo oiga–. ¿Me equivoco? Porque tú bien que miras a tus colegas en el vestuario.

Se queda blanco al instante. Un instante después, sin embargo, su rostro se contorsiona en una mueca de odio.

–Puto maricón.

Entonces, aprieta el puño y lo lanza hacia mi cara. Pero el entrenamiento en judo me ha dado unos reflejos que antes no tenía, así que, antes de que pueda alcanzarme, le sujeto el brazo con la mano derecha.

–No deberías haber hecho eso –murmuro.

Le aprieto la muñeca y de entre mis dedos comienzan a brotar unas llamas que le envuelven la piel. El olor a carne quemada me llena la nariz, y sus gritos de dolor son como música para mis oídos. Me aparto de él, que cae al suelo mientras el fuego se extiende por su cuerpo y le arranca unos gritos agónicos. Mientras las llamas avanzan por mi brazo, me giro hacia los demás.

–¿Quién es el siguiente?

Jorge y Aitor, sus compinches, observan estupefactos la escena. Pero, un instante después, se lanzan hacia mí, uno por cada lado. Con la mano llameante le sujeto el brazo a Jorge, y el fuego se propaga también por su cuerpo. Mientras tanto, agarro a Aitor por el cuello con la mano izquierda, que comienza a arder también. Los dos empiezan a gritar y se apartan de mí mientras el fuego se extiende por su cuerpo. Los observo con una sonrisa en los labios y disfruto del momento. Por una vez, no soy yo la víctima. Por una vez, las víctimas son ellos. No está mal para variar, la verdad.

Pero pronto comienzo a notar un calor cada vez más intenso y, al bajar la mirada, veo que yo mismo también estoy envuelto en llamas, que se han propagado de mis manos al resto de mi cuerpo. Vuelvo a mirarlos y veo que, detrás de ellos, se encuentran Sergio y Darío, que me observan horrorizados. También está Fer. Mi madre y mi hermana. Pablo, el mejor amigo de Sergio. Mi psicóloga Miriam, y también Ana, mi profesora. Todos observan lo que he hecho.

Pero aquí estoy. Ardiendo en mi propio fuego sin que pueda hacer nada para evitarlo.

Incapaz de controlar las llamas.

Ardiendo hasta convertirme en cenizas, sin saber si algún día podré resurgir de ellas.

–¡Óscar! –susurra la voz de alguien que me zarandea con suavidad–. Óscar, ¿estás bien?

Me despierto sobresaltado y, durante unos instantes, me golpeo el cuerpo con las manos para tratar de apagar las llamas. Pero entonces pestañeo y comprendo que las llamas no existen en la realidad, y noto la presencia reconfortante de Sergio junto a mí.

–Joder… –logro mascullar.

–¿Mi amor? ¿Estás bien?

Trago saliva antes de contestar.

–Sí…, no te preocupes.

–¿Otra pesadilla? –Suelto un suspiro, cierro los ojos y asiento con la cabeza–. Ven aquí, anda.

Me rodea con un brazo para acercarme más a él y yo respondo de inmediato y me acurruco contra su cuerpo. No lleva camiseta, así que puedo sentirlo todavía más cerca. Me abrazo a él y disfruto de su calor y de su cercanía. Con una mano, comienzo a acariciarle ese vientre que tanto me gusta, blandito y cómodo para cuando quiero apoyar ahí la cabeza. Es mi lugar favorito del mundo, así que bajo un poco para tumbarme sobre él.

–Es horrible volver a estar allí –digo con un hilo de voz tras unos segundos en silencio.

–Lo sé, mi amor. Pero ya no estás ahí, ni vas a volver nunca más.

–Ya.

–Además, ahora estás conmigo –añade–. Y yo no voy a permitir que te pase nada malo. Lo sabes, ¿verdad?

Suelto una risita.

–No puedes protegerme siempre, Sergio –le recuerdo–. Siento tener que decírtelo, pero, por mucho que te duela, no eres ningún superhéroe.

–Oye, que eso ofende –responde con fingida indignación–. Claro que lo soy.

–No lo eres.

–Pues tú decías que sí.

–¿Cuándo he dicho yo eso?

–Es lo que me decías en Navidades. Que era como la Viuda Negra. El Superman del sexo. El Aquaman de… Bueno, esa parte no la llegaste a terminar, ahora que caigo. ¿A qué te referías exactamente?

Pongo los ojos en blanco, aunque él no lo vea.

–Ah, ¿sí? ¿Y cuál es tu superpoder, señor superhéroe?

–Tengo el poder de los superorgasmos.

Percibo claramente la sonrisa traviesa en su voz. Suelto una carcajada.

–De las supersobradas, más bien. Eres el Increíble Superfantasma.

–Sabes que digo la verdad –insiste él.

–Vale, señor de los superorgasmos.

–Bueno, me parece que ese poder lo compartimos…, ¿no crees, tejoncito?

–Ah, no sé…, ¿tú qué crees?

–Que podríamos ponernos a prueba.

–¿Me estás retando a un combate de superorgasmos? –pregunto mientras hago bajar la mano por el lateral de su vientre con lentitud. Siento que la temperatura comienza a aumentar entre nosotros.

–Solo si no mencionas a Martha ni a Bucky.

–Trato hecho.

Mi mano continúa bajando, juguetona, hasta llegar a sus pantalones. Y entonces…

–Joder, Sergio –digo entre risas–. ¿Ya estás listo?

–¿Qué pasa? –pregunta, y se encoge de hombros–. Ya sabes que me gusta mucho que me toques así.

–No, si no hace falta que lo digas.

–Y hace por lo menos… cinco o seis horas que no hacemos nada.

–Cuidado, a ver si te vas a morir –replico con voz sarcástica.

Y, sin decir más, me inclino hacia él para besarlo en los labios. El brazo con el que me rodea me acerca más a él y hace que pegue el cuerpo contra el suyo. Consciente de que eso va a encenderlo todavía más, me subo sobre él y presiono su cintura con la mía mientras lo sigo besando. Comienzo a mover las caderas de forma lenta pero constante y le doy unos mordisquitos en los labios mientras lo beso.

–Eres malo… –susurra con voz ahogada.

–Mucho.

Y, entonces, comienzo a descender por su cuerpo con los labios y siento cómo se le pone la piel de gallina bajo mi boca. Bajo por su pecho y por su vientre, hasta llegar a su ombligo y más allá, y noto cómo Sergio se estremece debajo de mí. Y me gusta que lo haga. Me gusta tener ese poder sobre él. Ahora que lo pienso, casi parece un superpoder y todo.

Cuando llego hasta la cinturilla del pantalón de su pijama, separo la boca apenas un par de centímetros de su cuerpo y noto cómo contiene el aliento con anticipación. Lo dejo esperar durante unos segundos, con mis labios por encima de su cintura, y solo cuando noto que comienza a desesperarse le bajo al fin los pantalones. Suelta un prolongado gemido de placer al notar mi boca otra vez.

–Óscar… –dice con voz ahogada.

Me aparto de él solo lo justo para responder.

–Calla, anda.

Y, entonces, sigo a lo mío, jugando con mi boca y con mi lengua para hacerle disfrutar. No sé cuánto rato sigo así, pero llega un momento en que noto que su respiración se acelera todavía más. Solo entonces se aparta un poco para, acto seguido, tumbarme a mí sobre la cama y colocarse encima de mí.

–Te vas a enterar.

–Tiemblo de miedo –respondo con una sonrisita.

Sergio no contesta, sino que se lanza contra mi boca y me besa con intensidad, de esa forma que siempre logra acelerarme el corazón y dejarme sin aliento. Sus labios se amoldan a los míos mientras su lengua me recorre la boca, al tiempo que presiona su cuerpo contra el mío y me hace desearlo como nadie es capaz de hacer. Me coloca de lado y, entonces, una de sus manos se desliza por mi torso, baja de la cintura y después me rodea hasta cubrir una de mis nalgas con la palma. Me aprieta más a él y yo me dejo hacer, deseoso de que que continúe, deseoso de que haya el mínimo espacio posible entre nosotros. Siempre deseoso de él.

Entonces, su boca comienza a bajar por mi cuerpo, primero por mi pecho, hasta llegar a mi ombligo, mi cintura, y después más allá. Mientras tanto, sus manos me recorren con suavidad y me hacen estremecer a su paso. Una parte de mí es vagamente consciente de lo increíble que es que, dos años después, siga haciéndome sentir tan especial como el primer día. Me saborea con ganas, con ansia, y siempre tan deseoso de darme placer como yo de dárselo a él. Continúa explorando mi cuerpo con la boca y con las manos, primero por fuera y después por dentro, hasta que acabamos fundidos entre besos, gemidos y sudor.

Cuando al fin nos separamos, con el cuerpo sudoroso y el corazón acelerado, ya he olvidado qué es lo que me ha despertado. Cierro los ojos mientras trato de recobrar el aliento y, en ese momento, Sergio me pasa un brazo por encima. Los dos estamos empapados en sudor, pero nos da igual. En estos instantes, cuando estoy con él en la cama, los dos desnudos y todavía jadeantes mientras nuestra respiración se calma, nada podría ser más perfecto.

–Oye, Sergio…

–¿Sí?

–Vamos a estar siempre juntos –digo con un hilo de voz, todavía sin abrir los ojos–. ¿Verdad?

Él se ríe.

–Pues claro que sí, tonto.

–¿De verdad?

–De verdad. –Hace una pausa–. Siempre vas a ser mi tejoncito.

Una sonrisa enorme se extiende por mi rostro mientras abro los ojos y me giro para abrazarme a él.

–¿Siempre?

–Siempre. –Suelta un prolongado bostezo mientras yo lo observo, todavía sonriendo. Está adorable–. Y ahora, venga, a dormir. Que mañana por la noche toca fiesta y tenemos que estar descansados.

–Vale.

Estira el brazo para alcanzar los pijamas, que han quedado tirados al lado de la cama. Me pongo el mío, pero se ha quedado helado por haber estado en el suelo, así que tiemblo un poco mientras observo a Sergio ponerse el pantalón y después apagar la lámpara que hay en la mesita de noche. Cuando vuelve a tumbarse en la cama, me abrazo a él para entrar en calor.

–¿Tienes frío? –me pregunta.

–Mucho.

Sergio coloca el edredón por encima de los dos y después me abraza con fuerza, me aprieta contra su cuerpo con una mano mientras utiliza la otra para frotarme el torso y tratar de transmitirme un poco de su calor. Me da un beso en la frente de esos que siempre me hacen sentir protegido cuando estoy entre sus brazos.

–¿Mejor? –me pregunta cuando dejo de temblar, unos pocos minutos después.

–Mucho mejor.

–¿Nos dormimos ya?

–Vale. Buenas noches.

–Buenas noches, Óscar.

–Oye, Sergio… –susurro una vez más, tras unos segundos de silencio.

–¿Sí?

–¿Tú me quieres?

Él suelta una risita antes de contestar.

–No, Óscar. No te quiero. Te amo.

Sus palabras me hacen sonreír de oreja a oreja.

–Yo sí que te amo.

Y, con esas palabras, la llama de mi interior arde con más fuerza que nunca. Una llama que sé que nadie será capaz de apagar jamás.

CAPÍTULO 2 DARÍO

As the smile fell from your face I fell with it, our faces blue There’s a heart stain on the carpet I left it, I left it with you

Lost Boy, Troye Sivan

Me muero de sueño. He tenido que levantarme más temprano de lo que me gustaría, pero sé que va a merecer la pena: hoy tengo un casting y, por alguna razón, me siento afortunado. He quedado con Marta en la estación para que me acompañe. Esa era la condición que le puse para presentarme a los castings: si lo hacía, ella tenía que acompañarme a todos. Después de todo, mi mejor amiga es la única razón por la que he accedido a toda esta locura, por no decir que prácticamente me ha puesto una pistola en el pecho para que lo haga.

–¿Nervioso? –me pregunta Marta cuando entramos en el tren.

–Ni te lo imaginas.

–Bueno, ya has pasado el primer casting, y, además, lo hiciste genial. Seguro que este también lo pasas sin problemas.

–Esperemos.

Aunque, sinceramente, ¿es lo que espero en realidad? Sí, entrar en el concurso sería un sueño hecho realidad, pero también sería un cambio enorme en mi vida. Igual es por el hecho de haberme pasado tanto tiempo escondiéndome, pero no sé si me siento preparado para estar tan expuesto, y menos en un formato en el que tanta gente desconocida va a poder juzgarme y opinar sobre mí y no va a dudar ni un segundo a la hora de comentar cualquier cosa que se le pase por la cabeza. Es una idea agobiante, y solo de pensar en eso siento verdadero vértigo. Pero, si hay algo que he aprendido en el último par de años, es que no hay que tener miedo a los cambios. Después de todo, si exponerme a eso puede traerme algo bueno, supongo que vale la pena correr el riesgo, ¿verdad?

Recuerdo algo que me contó Miriam en una de nuestras sesiones de terapia. Me contó que la zona de confort no es algo tan malo, que no podemos pretender romperla de golpe. Por el contrario, lo que debemos hacer es ampliarla empujando poco a poco las paredes. Yo comencé cantando solamente delante de Fer, Óscar y mi abuela. Al principio me moría de vergüenza, pero después me acostumbré. Luego comencé a cantarle también a Pablo, y un día en que estábamos todos, me lancé a cantar delante del grupo. El siguiente paso fue hacerlo frente a desconocidos. Pero, como me dijo Marta, si lo hacía fatal, nunca se iban a acordar de mí, así que… ¿qué más daba?

Este casting es muy diferente a los anteriores. El primero era abierto, y la cola que se formó para participar era enorme. Más de una vez me sentí tentado a irme, pero Marta siempre lograba convencerme para quedarme, hasta que por fin me llegó el turno, cuatro horas después. Cuando lo pasé, me dieron una tarjeta con un número y me dijeron la fecha y la hora en la que debía estar para hacer el segundo casting. La cola que se formó entonces no era tan enorme como la primera, pero sí que tuve que esperar casi dos horas hasta que llegó mi turno.

Esta vez, sin embargo, no hay ninguna cola enorme. Todos los seleccionados tenemos una cita a una hora concreta dentro de un edificio, y la mía es a las doce en punto. Llegamos con casi veinte minutos de antelación y, una vez dentro, me dirijo hacia el mostrador.

–¿Vienes al casting? –me pregunta el recepcionista, de aspecto aburrido.

–Eh…, sí.

–El DNI. –Me apresuro a sacarme la cartera del bolsillo y le tiendo el carné con la mano temblorosa. Él teclea algo en el ordenador y, tras unos segundos, vuelve a dirigirse hacia mí y me tiende una tarjeta de papel con mi nombre y el número «201»–. Sexto piso. Sala 14B. Espera ahí, ya te llamarán cuando llegue tu turno.

–Vale. Eh… Gracias.

Con el corazón latiéndome con fuerza, me dirijo junto con Marta hacia el ascensor, que se encuentra al otro lado del vestíbulo. Cuando estamos a medio camino, vemos que entra otro chico por la puerta.

–Mira, Darío –señala ella–. Competencia. ¿Quieres que me encargue de él?

–No empieces… –respondo entre risas.

Llegamos hasta el ascensor, presiono el botón y espero con paciencia a que baje. Justo cuando las puertas se abren ante nosotros, el chico que hemos visto se sitúa a nuestro lado, también con una tarjeta en la mano. No puedo evitar mirarlo de arriba abajo. Es muy guapo, el típico chico alto y de buen cuerpo, con las facciones rectas y masculinas que uno esperaría ver en un concurso de estos. Va bien vestido, también con una guitarra bajo el brazo, y tiene una barba cuidada y el pelo castaño peinado en un tupé perfecto, como recién salido de la peluquería. ¿Así se supone que va a ser mi competencia? Joder, que yo casi no tengo barba siquiera. Cuando entra detrás de nosotros, me dirige una amplia sonrisa de dientes blancos y relucientes. Sus ojos, por supuesto, son verdes, como no podía ser de otra manera.

Qué mal me cae.

–Hola. ¿Tú también has pasado el segundo casting? –me pregunta mientras las puertas se cierran. Yo me limito a asentir con la cabeza–. ¡Qué guay! Yo no pensaba que fuera a pasar.

–Fíjate tú, qué suerte –dice Marta, siempre dispuesta a ser borde en mi lugar.

–Casi no llego –continúa el chico, sin pillar su sarcasmo–. ¿Qué número tienes?

–El doscientos uno –le contesto. ¿Por qué se empeña en hablar conmigo?–. ¿Y tú?

–El ciento noventa y nueve, así que me toca dos turnos antes que a ti. Sí que he llegado tarde… –añade con nerviosismo.

–No te preocupes, es que yo he llegado demasiado pronto.

–A ver qué tal se nos da.

En ese momento, se abren las puertas que dan al sexto piso. Caminamos por un largo pasillo hasta llegar a una puerta con un cartel en el que pone «14B». Tras cruzarla, nos encontramos en una especie de sala de espera con una puerta al fondo. A través de ella oigo la voz amortiguada de alguien cantando. No hay más de una docena de personas, y supongo que alrededor de la mitad serán acompañantes, como Marta, pero hay varios instrumentos: un par de guitarras, un ukelele y hasta un violín. Por suerte para mí, no hay tres asientos libres que estén juntos, así que Marta y yo nos sentamos en un extremo y el guaperas de los cojones en el otro.

Unos segundos después, se abre la puerta y sale un chico con aspecto abatido.

–Ciento noventa y seis –dice una voz de mujer desde el interior. Pasan unos segundos, pero nadie contesta ni se levanta–. ¿Ciento noventa y seis?

–Se habrá rajado –me susurra Marta al oído–. Es muy común en estos casos…, pasas el primer casting y después el segundo, superas a miles de personas que desearían estar en tu lugar, y al final acabas rajándote antes de pasar a la siguiente fase.

–¿Es una indirecta? –le pregunto con ojos entrecerrados.

–Puede.

–Para tu información, yo no me he rajado.

–Todavía.

–Te odio.

–Me adoras –dice con una sonrisita.

–Ciento noventa y siete –llama ahora la voz y, en esta ocasión, se levanta la chica del violín y se dirige hacia la puerta con nerviosismo.

Transcurren unos minutos. La chica sale y, a continuación, entra otra. Después le llega el turno al chico del ascensor, que se dirige hacia la puerta con aspecto muy confiado. ¿Por qué tiene que parecer tan seguro de sí mismo mientras yo me siento como una patata? Cinco minutos después, sale por la puerta con una amplia sonrisa en el rostro.

Qué asco.

–Buena suerte –me susurra al pasar junto a mí.

–Eh…, ¿gracias?

En serio, ¿es que encima tiene que ser majo? Yo lo único que quiero es poder odiarlo tranquilo. Pero, con un poco de suerte, ya no tendré que volver a verlo nunca más. Como entre en el concurso, no pienso ni verlo.

Pasa el siguiente chico y en ese momento es cuando empiezo a ponerme nervioso de verdad. Lo de antes no ha sido nada en comparación con esto. Tengo la frente cubierta de sudor y, como siempre que me siento nervioso, el estómago me empieza a doler, lo que hace que me arrepienta de lo poco que he desayunado antes de salir.

–Doscientos uno –oigo de repente.

Ni siquiera he visto salir al chico anterior a mí, pero ahí está la puerta, abierta a solo unos metros de donde estoy. Trago saliva y me pongo en pie mientras me aferro a mi guitarra con fuerza.

–Buena suerte –dice Marta–. Lo vas a hacer genial.

Incapaz de pronunciar palabra, camino hacia la otra sala mientras trago saliva una y otra vez para tratar de deshacerme del fuerte nudo que siento en la garganta. Tras entrar, cierro la puerta detrás de mí y camino hacia el banco iluminado que veo ahí. Enfrente hay una cámara de vídeo y, tras ella, una mesa con tres personas expectantes.

–Ho… hola.

–Hola –me saluda la persona del centro, una mujer de pelo rubio y corto–. Por favor, siéntate. ¿Cómo te llamas?

–Darío –respondo mientras me siento.

–¿Cuántos años tienes?

–Dieciocho. Casi diecinueve.

–¿Por qué te has presentado a este concurso?

Pestañeo durante unos instantes, sorprendido por la pregunta. ¿Qué se supone que tengo que contestar a esto? ¿Porque me gusta cantar?

–Eh…

–Tú sé sincero –me dice el hombre que está a su izquierda, con una sonrisa alentadora–. Di lo primero que se te pase por la cabeza.

–Porque la música me salvó la vida –respondo con toda la sinceridad de la que soy capaz.

Unos segundos de silencio.

–Está bien, Darío –afirma la mujer–. ¿Qué nos tienes preparado?

–Eh…, ¿empiezo?

–Por favor.

Me aclaro la garganta y, a continuación, toco los primeros acordes de la canción. Noto que tengo las manos temblorosas, así que me esfuerzo por calmarlas.

As the smile fell from your face, I fell with it…

Lost Boy, de Troye Sivan. Una canción un tanto agridulce y que, sin embargo, me define a la perfección. No es un tema demasiado complicado. No me permite hacer muchos alardes vocales. Y, sin embargo, sé que es la canción perfecta si quiero transmitirles algo, que supongo que es lo que más les interesa.

Poco después del primer estribillo, la mujer del centro levanta la mano.

–Vale, con eso es suficiente. ¿Tienes algo un poco distinto? –pregunta la mujer de su derecha con una sonrisa amable–. ¿Más movidito, tal vez?

–¿Qué tal algo de Michael Jackson? –pregunto sonriendo yo también, pues comienzo a sentirme algo más seguro.

Las dos mujeres se miran entre ellas. Tengo clara la razón: una imitación de Michael Jackson puede llegar a ser un verdadero desastre, y seguro que ya han tenido que oír unos cuantos.

–¿Te atreves con Michael Jackson?

Como respuesta, comienzo a tocar la guitarra, esta vez con mayor rapidez.

As he came into the window it was the sound of a crescendo…

Vale, Smooth Criminal no es lo mismo con un solo instrumento y sin los coros, pero, acompañando el estribillo con golpes de guitarra y pisadas fuertes, me gusta mucho la versión que hago. Esta vez, para mi sorpresa, me dejan continuar hasta el final y, cuando acabo, me doy cuenta de que me lo estoy pasando en grande. Sin darme cuenta, los nervios han desaparecido por completo. Supongo que el hecho de no haberla cagado con los falsetes ayuda.

–Eso ha estado genial, Darío –dice la mujer rubia con una sonrisa reconfortante mientras garabatea algo–. Tienes una voz estupenda. ¿Nos cantas una más? ¿Algo más personal, tal vez?

Asiento con la cabeza: tengo la canción perfecta. O, al menos, la canción perfecta para mí. Fue la canción que me hizo volver a la música y, aunque tal vez no sea la mejor, y ni siquiera mi mejor tema, le guardo demasiado cariño para no utilizarla en un día como hoy.

–Eres los restos de un sueño perdido que temo al quedarme dormido…

Canto con los ojos cerrados y siento que las emociones se acumulan en mi interior. Me permito sentir, me permito volver a la época en la que escribí esos versos, una época en la que estaba demasiado perdido para encontrarme a mí mismo. Pero, al final, lo conseguí.

–¿De quién es? –pregunta el hombre cuando acabo el primer estribillo–. No me suena.

–De nadie –respondo como un idiota–. O sea, es que es mía.

–Así que también compones… –comenta la mujer–. Continúa, por favor.

Asiento con la cabeza y cierro los ojos una vez más.

–Quiero escapar de estas tinieblas que me van dejando sin fuerzas, quiero escapar de mi mente, pero no hay salida…

Para cuando termino de cantar y vuelvo a abrir los ojos, me doy cuenta de que están llenos de lágrimas. Y, al abrirlos, inevitablemente se derraman por mis mejillas. Me los seco con las mangas, algo avergonzado.

–Lo siento –murmuro entre dientes–. Es que a veces me emociono.

–No lo sientas –dice el hombre.

Me quedo ahí durante unos segundos, esperando a que digan algo más. Los tres me miran fijamente, y no sé si debería agarrar mi guitarra e irme, preguntarles qué les ha parecido o qué es lo que debo hacer. Pero, entonces, la mujer del centro me mira con una sonrisa.

–Esperamos que elijas muy bien lo que vas a cantar en tu vídeo, Darío.

Me quedo con la boca abierta durante unos instantes.

–¿Quieres decir que…?

–Sí. Eso mismo quiero decir.

El corazón se me detiene en el pecho durante un instante y después comienza a latir con más fuerza que nunca.

–Hostia pu… Perdón. O sea, gracias. Por todo.

–Gracias a ti –dice el hombre y, no sé si es cosa de la luz, pero me da la impresión de que él también parece emocionado. Vaya.

–¿Qué… qué tengo que hacer ahora?

–Esta tarde te enviaremos un correo electrónico con toda la información para que nos mandes el vídeo –responde la mujer–. Por si tienes alguna duda, también te llamaremos mañana.

–Vale.

–¿Tienes una cámara decente?

–Eh…

–No hace falta que sea una calidad profesional –señala la otra mujer–. Pero, cuanto mejor se vea y se oiga, mejor.

Bueno, el móvil de Fer es bueno, así que tendré que pedirle que me lo preste.

–Creo que puedo conseguir una.

–Estupendo –responde la mujer del centro–. En ese caso, puedes irte.

–Va-vale. Muchas gracias.

Me dirijo hacia la puerta para salir de ahí, un tanto aturullado por lo que acaba de sucederme. He pasado a la siguiente fase. Joder. ¡He pasado a la siguiente fase! Una vez fuera, quiero gritar lo que ha ocurrido, gritar que he superado la prueba, pero sé que no sería respetuoso para los que todavía están esperando su turno. Así pues, ignoro a Marta cuando me mira con expresión interrogativa y me dirijo hacia el pasillo seguido por ella.

–La he pasado –le digo cuando cerramos la puerta tras ella.

–¡Lo sabía! –grita con alegría, y se lanza hacia mí para darme un fuerte abrazo–. ¡Ya casi estás dentro!

–Bueno, tampoco nos pasemos…, que luego hay una votación pública, y ahí seguro que no me vota nadie.

–No seas tan gafe –replica ella mientras entramos al ascensor–. Esto hay que celebrarlo, ¿eh? ¿Vamos a comer unas pizzas?

Le dirijo una amplia sonrisa al darme cuenta del hambre que tengo ahora que ha pasado todo.

–¿Por qué no?

ANTES Sergio

Cuántas cosas que no sé de ti Cuánto tiempo para ser amigos Cuántas cosas que llevarme al viaje contigo

Cosas que no sé de ti, María Villalón

No era habitual que se apuntara gente nueva a judo ya empezado el curso. Sin embargo, ahí estaba él: delgadito, de pelo y ojos oscuros y con cara de estar acojonado. Me sonaba de algo, aunque no estaba muy seguro de qué. Lo que sí que reconocía claramente era su actitud. Había dos clases de chicos que se apuntaban a judo. Por un lado, estábamos los que lo hacíamos por gusto, porque nos gusta el deporte, las artes marciales o lo que sea. Pero, por otro, están los que venían para aprender a defenderse, y ese chico claramente era de los segundos.

Se quedó en una esquina del tatami y nos miró con una mezcla de curiosidad y nerviosismo mientras seguíamos con la sesión de entrenamiento con normalidad. Le lancé alguna que otra mirada de reojo, y nuestras miradas se cruzaban de vez en cuando. Se había fijado en mí. Una de las veces, le sonreí y él me devolvió la sonrisa al momento. Al instante, apartó la mirada.

No pude evitar preguntarme si sería gay o bisexual.

–Recordad que el martes es festivo –dijo Alejandro en cuanto acabó la sesión–. Pasaremos la clase al miércoles, ¿de acuerdo? No es obligatorio venir, pero os lo recomiendo, sobre todo a los más nuevos.

Había algo en ese chico que me llamaba la atención, así que decidí acercarme a él. Después de todo, con la cara de perdido que tenía, seguro que me lo agradecería. Bajó la mirada en cuanto llegué, cohibido, y casi me pareció ver miedo en sus ojos. Tenía esa clase de mirada triste que reconocería a la perfección y no me costó nada darme cuenta de que ese chico había pasado por cosas duras, así que podía empatizar con él.

–¡Hola! –lo saludé con una sonrisa y traté de parecer amigable para que se animara–. ¿Qué tal? Supongo que eres nuevo. ¿Aún no te has apuntado? –Negó con la cabeza de forma tímida y enrojeció ligeramente. Era adorable, y no pude evitar sonreír aún más–. Me llamo Sergio. ¿Y tú?

–Óscar –respondió tras un instante de duda–. Encantado.

–Lo mismo digo. ¿Quieres que te enseñe esto un poco? No te ofendas, pero se te ve algo perdido por aquí.

–Vale –aceptó, y me sacó una sonrisa más.

–¿Te importa si me ducho primero? No tardaré, te lo prometo.

–Sin problema.

–Genial. ¿Sabes dónde están los vestuarios? –Asintió con la cabeza–. Pues si te parece, puedes esperarme en la puerta. Yo voy ya, ¿vale? Deberías hablar con Alejandro, para presentarte y esas cosas.


Por alguna razón, mientras me duchaba, mi mente volvió a Óscar. El chico de ojos tristes. El de los ojos apagados, el que parecía haber olvidado lo que era sonreír. Me propuse como objetivo sacarle una sonrisa, costara lo que costara.

Apenas veinte minutos después ya me había duchado y le había enseñado las instalaciones del centro deportivo.

–Oye, ¿te apetece ir a tomar un café o algo así? La verdad es que no tengo ganas de irme a casa todavía, y necesito cafeína.

–Vale. ¿Conoces algún sitio?

–Esa cafetería está muy bien –propuse, y señalé mi favorita, justo enfrente del centro deportivo. Él se encogió de hombros.

–Vale.

–Pues vamos.

Una vez dentro, nos sentamos en mi mesa de siempre, la más alejada de la puerta, y pedimos unos capuchinos.

–Siempre he pensado que los de esta cafetería son un poco cabrones –dije en voz baja cuando la camarera se alejó tras traernos los cafés.

Vi que fruncía ligeramente el ceño.

–¿Y eso?

–Piénsalo: la gente sale cansada de entrenar, ¿y qué hay enfrente? ¡Una cafetería con un montón de dulces en el mostrador! No creo que sea casualidad, ¿no te parece?

Y entonces se rio: objetivo cumplido. Había conseguido sacarle una sonrisa al chico de ojos tristes.

–Seguro que están compinchados con la gente del centro deportivo. Puede que se lleven una comisión o algo así por cada venta.

Lo miré durante unos segundos, contento de que me siguiera el juego, y asentí de forma enérgica con la cabeza sin apartar la mirada de él.

–¡Claro! No lo había pensado. Lo tendrán todo bien calculado. Seguro que los del centro deportivo se llevan un porcentaje de todo lo que se consume aquí después de los entrenamientos.

–Y no te olvides de que después de comer pasteles la gente se sentirá culpable. Así que seguirán yendo al centro deportivo para entrenar y ellos seguirán ganando pasta. Lo tienen todo bien calculado y nosotros hemos caído en sus malévolas redes.

Lo miré y traté de no reírme, pero al final no pude evitarlo. Y él se rio conmigo, así que otro punto para mí. Por un momento, algo brilló en sus ojos, como las brasas olvidadas de un fuego apagado hacía mucho.

–Me caes bien, Óscar.

–Y tú a mí –respondió con una sonrisa.

–Tienes que apuntarte a judo, ¿eh? –Tomé un sorbo de mi capuchino–. Tenemos que repetir esto.

–¿Aunque hayamos caído de lleno en una malvada conspiración? No sé si es muy inteligente por nuestra parte.

Continuamos hablando de tonterías sobre la conspiración y los males del capitalismo, pero pronto llegó el momento de que tuviera que marcharse a su casa. Quería su número de teléfono para seguir hablando con él, aunque no se lo pedí, y él tampoco lo hizo. Tan solo me quedaba esperar que se presentara el siguiente día.

Tenía la esperanza de que fuera así.

CAPÍTULO 3 ÓSCAR

Tu boca lo sabe cosa que toca, cosa que arde No es culpa de nadie cosa que toca, cosa que arde

Tu boca, Shakira

Cuando Sergio y yo salimos de la habitación, mi madre y María están en el salón de casa.

–Buenos días, dormilones –saluda mi madre–. Parece que se os han pegado un poco las sábanas…

–Por qué será… –comenta mi hermana con sorna, lo que me hace enrojecer.

–Buenos días –responde Sergio, que ignora el comentario–. Sí, esto de no tener clase los viernes es una maravilla.

–Pues yo acabo de llegar de clase y estoy reventada, y mamá tiene que irse a trabajar luego –señala María–. Así que hoy la comida la hacéis vosotros.

–A sus órdenes –respondo yo con una sonrisa.

Me gusta la dinámica que tenemos en casa. Antes, las cosas eran muy distintas. Mi padre trabajaba. María y yo estudiábamos. Y, mientras tanto, mi madre lo hacía todo en la casa: cocinar, limpiar, lavar la ropa, tender y, básicamente, contentar en todo a mi padre. Pero ahora él no está con nosotros y la casa que tenemos los tres es mucho más hogar de lo que jamás lo había sido la anterior. Todos nos repartimos las tareas, y yo cocino a menudo. Nunca antes lo había hecho porque mi padre decía que eso era cosa de mujeres y de maricones, pero he descubierto que me gusta y, de hecho, tampoco se me da nada mal.

–¿Qué hay hoy en el menú? –pregunta Sergio mientras abro la nevera y él me abraza por detrás.

Examino el interior mientras él comienza a darme unos besos ligeros en el cuello.

–No hay mucho donde elegir, así que… –Saco un par de paquetes de raviolis que hay al fondo del todo–. Haré pasta y ya está, no voy a complicarme dema… Sergio, ¿se puede saber qué estás haciendo?

–¿Yo? Nada… –responde con inocencia.

Sin embargo, sus labios siguen recorriendo mi cuello con lentitud, y entonces comienza a presionar ligeramente mi cuerpo contra el suyo.

–¿Y qué es eso que estoy notando contra el culo?

–Eh…, ¿el cinturón?

–No llevas cinturón, Sergio. Estás en pijama.

–¡Ey, me has pillado!

Me giro hacia él y le doy un empujoncito mientras lo miro con las cejas alzadas.

–Venga, Chenoa, vete a sacar la olla.

–Vaaaale.

Niego con la cabeza mientras cierro la nevera y dejo los paquetes de pasta fresca en la encimera. A continuación, lleno de agua la olla que Sergio me alcanza, la dejo sobre la vitrocerámica con el fuego al máximo y comienzo a sacar lo que necesito para la salsa. Nada demasiado elaborado: tomate frito, un poco de leche, orégano, pimienta y nuez moscada. Pongo un cazo a calentar a fuego lento y voy añadiendo uno por uno los ingredientes. Pesco un ravioli crudo de uno de los paquetes, me lo meto en la boca y me apoyo contra la encimera mientras espero a que el agua de la olla rompa a hervir, masticando con lentitud.

–No me apetece nada ir a la psicóloga –digo cuando acabo.

–Óscar… Ya lo hemos hablado mil veces.

–Ya sé que me hace falta –le aseguro, porque es una conversación que ya hemos tenido más de una vez–. Es solo que hoy no me apetece nada, no sé. Y más después de la pesadilla.

–Precisamente porque has tenido otra pesadilla tienes más razones para ir. A Darío le ayudó, ¿no?

–Supongo.

–¿Has hablado con él sobre el tema?

–No. Tampoco es que haya tenido tantas.

–Ya van tres en el último mes –me recuerda.

–Sí, bueno. Ya se me pasará.

–Tú ve a la psicóloga y cuéntaselo. Seguro que te ayuda.

Suelto un suspiro.

–Ya, sí. Pero es que siempre salgo hecho mierda de la consulta. No me apetece nada.

Él se acerca a mí y me abraza con fuerza.

–Lo sé, mi amor. –Me da un beso en la frente–. Pero tienes que ir. ¿Vale?

–Vaaale. Ve poniendo la mesa, anda.

Me giro hacia el agua, que ya ha empezado a hervir. Vacío dentro los dos paquetes de raviolis y después remuevo un poco la salsa con una cuchara de madera.

–¿Saco el queso? –me pregunta Sergio.

–Sí, porfa.

Continúo removiendo la pasta y la salsa. Tras unos segundos, oigo a Sergio detrás de mí y me giro hacia él.

–¿Estás bien? –susurra.

–Sí, supongo.

–Ven aquí, anda.

Me rodea con los brazos y, entonces, baja la cabeza hasta la mía. Sus labios buscan los míos, los tantean con suavidad, se mueven con ellos primero con lentitud y después con más fuerza, como si quisiera devorarme. Siento un cosquilleo en la boca del estómago y esa familiar quemazón siempre que su boca toca la mía, como si estuviera hecha de llamas que quisieran devorarme. Y, por supuesto, yo permitiría que lo hicieran. Le devuelvo el beso con ansia, un ansia que no desaparece por mucho tiempo que pase, por muchos besos que compartamos. Sus manos recorren mi torso y esta vez soy yo quien presiona el cuerpo contra el suyo.

Entonces, oigo el familiar siseo del agua al derramarse de la olla y caer sobre la vitrocerámica caliente. Me separo de Sergio con rapidez y me apresuro a apartar los raviolis del fuego.

–Mierda. Tráeme el escurridor, anda.

Por suerte, la salsa no se ha quemado, así que al menos no se ha echado a perder la comida. Sergio me alcanza el escurridor y yo vacío la olla en él dentro del fregadero. Mientras tanto, Sergio saca platos para todos y los lleva a la encimera. La escena es tan cotidiana, tan real, que no puedo evitar sonreír al darme cuenta de lo que tengo. Una vez escurridos los raviolis, los meto en el cazo de la salsa y revuelvo bien para mezclarlo todo.

–¡A comer! –grito mientras comienzo a servir los raviolis en los platos.

Mi madre y mi hermana aparecen unos segundos después.

–¿Habrá algún viernes que no comamos pasta? –pregunta irónicamente mi hermana, que se pasa el pelo castaño por detrás del hombro mientras se sienta a la mesa–. Parece que no sabes hacer otra cosa.

–Como si no te encantara.

Me echo medio kilo de queso rallado en el plato y las observo mientras comienzan a comer, expectante.

–¿Están ricos? –pregunto con cierto nerviosismo.

–Mucho –asegura mi madre–. Un poco blandos, quizá, pero muy ricos.

–Qué habréis estado haciendo en la cocina… –murmura María en voz lo bastante baja como para que solo yo la oiga.

Me atraganto y comienzo a toser, pero, por suerte, mi madre no parece darse cuenta. Está distraída, así que continuamos comiendo en silencio.

–Bueno, hijos –dice mi madre tras un par de minutos–. Ahora que estáis los dos, quería contaros una cosa.

María y yo levantamos la vista de nuestros platos, alarmados, e intercambiamos miradas de preocupación.

–¿Qué ha pasado?

–Me ha llamado vuestra abuela. La paterna –especifica. Aprieta la mandíbula antes de continuar–. Vuestro padre está enfermo. Bastante enfermo.

Nos quedamos en silencio durante unos instantes. Normalmente ya casi no pienso en él y, desde luego, no me esperaba que mi madre fuera a mencionarlo. Miro a Sergio para buscar apoyo en sus ojos azules y trago saliva.

–¿Es grave? –alcanzo a preguntar.

–Parece que sí.

–Pues de puta madre, ¿no? –dice mi hermana, con el rostro inexpresivo.

–¡María!

–No, mamá, nada de «María». Si está enfermo, que se joda. Por mí, como si se muere.

Y, aunque odio admitirlo, lo cierto es que no puedo decir que no esté de acuerdo con ella en cierto modo.

–No deberías hablar así de tu padre.

–Y él tampoco debería haberte pegado –señalo yo con el ceño fruncido ante la avalancha de recuerdos que inundan mi mente de golpe. El corazón comienza a latirme con fuerza–. Ni haberme pegado a mí.

Ella suelta un suspiro.

–Sé que lo que hizo está muy mal. Pero sigo siendo vuestro padre.

–Yo no lo elegí.

–Lo que elegimos todos fue marcharnos –añade María–. Lo siento, pero ese señor no es mi padre.

–Igual deberíais llamarlo…

Suelto una carcajada amarga.

–No pienso llamar a un cabronazo que me llamaba maricón día sí y día también –replico con fiereza–. Me destrozó la habitación. Me pegaba, mamá. Y también te pegaba a ti. Él fue uno de los culpables de que estuviera… –Trago saliva antes de continuar–. De que estuviera a punto de suicidarme. Si hubiera sido un padre distinto, un padre bueno, todo habría sido muy distinto. Para los tres.

Y, mientras pronuncio estas palabras, siento que las cicatrices de mis brazos, la mayoría casi imperceptibles, me queman la piel como si acabaran de grabármelas al rojo vivo. Me doy cuenta de que me falta el aire, así que cierro los ojos mientras trato de respirar hondo para contener la sensación opresora que siento en los pulmones.

–Óscar… –susurra mi madre en voz baja.

Pero no dice nada más. Y, a pesar de que trato de mostrarme impasible, veo a la perfección el dolor en su rostro. Se siente mal. Se siente culpable. Todavía la oigo llorar por las noches, todavía nos pide perdón por haber seguido junto a él durante tanto tiempo.

–Tú no tienes la culpa de nada –le aseguro. Echo un vistazo a Sergio, que está tratando de pasar lo más desapercibido posible, visiblemente incómodo–. De verdad, mamá. Ya te lo hemos dicho muchas veces.