2291-Llana-P1.jpg

Pérez Llana, María Cecilia

El ocaso de la esperanza : vida cotidiana en tiempos de neoliberalismo / María Cecilia Pérez Llana. - 1a ed . - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Autores de Argentina, 2020.

Libro digital, EPUB


Archivo Digital: online

ISBN 978-987-87-0426-5


1. Novela. 2. Narrativa Argentina Contemporánea. I. Título.

CDD A863



Editorial Autores de Argentina

www.autoresdeargentina.com

Mail: info@autoresdeargentina.com


Imagen de portada: Victoria Morete



A todos los que se sintieron invadidos por la desesperanza

Agradecimientos

A Liria Evangelista, sin cuya ayuda y conducción no hubiera podido llegar hasta acá. A mi mamá y a mi hermana, que siempre me apoyan y me leen en seguida. A todas las personas que fueron leyéndome, capítulo a capítulo desde que comencé. A Nicolás, mi marido, y a mis tres hijas, que siempre me alientan y se interesan en mis escritos.

A Almudena Grandes, por inspirarme en este género narrativo de “realidad cercana”.

Catarsis

Los acontecimientos políticos que tuvieron lugar en la Argentina a fines de 2015, que implicaron la salida del gobierno del Frente para la Victoria y la llegada de Cambiemos, me pesaron de tal forma que la única manera que tuve de sobrellevarlos fue escribiendo.

Pocas semanas antes había terminado de leer el libro de Almudena Grandes Los besos en el Pan, un relato sobre el impacto negativo y triste que tuvo en la sociedad española la crisis financiera de 2008, tal cual fue percibida por cada uno de los personajes de la novela en su vida cotidiana. Un género literario de realidad cercana, con muchas percepciones subjetivas sobre la realidad. Algo así necesité hacer con lo que estaba viviendo y sintiendo, y no solo yo, sino una gran parte de la ciudadanía. Y aún más por ser por profesión y por elección empleada pública. La política atraviesa toda nuestra vida, y más cuando nuestro trabajo diario se relaciona con los lineamientos, con los ejes de la gestión y con la visión del gobierno sobre el empleo público. Ese revanchismo político lo viví en mi ámbito laboral. Ese desprecio al servidor público me angustió, me enojó, me movió a volcarme a estas líneas.

Los meses de diciembre de 2015 y enero de 2016 fueron penosos, angustiantes y de mucha subestimación. El sentimiento primario de las nuevas autoridades era que sobrábamos, hasta que se demostrara lo contrario. Por esos días me convocó Martín, uno de los nuevos subsecretarios, para consultarme acerca de los acuerdos entre el Ministerio y universidades nacionales que firmó el organismo durante 2014 y 2015 para mejorar la producción agrícola de cada región, siempre desde una mirada de agregado de valor y de nexo con la producción primaria. AGROVALOR era un programa que enlazaba la ciencia con la producción agroindustrial.

De todos los profesionales que trabajamos en su evaluación, solo quedaba yo. Si bien me preguntaba para interiorizarse, lo que en realidad esperaba de mí era que avalara su prejuicio, relacionado con la corrupción que rodeaba a los desembolsos del Ministerio. Tuve que responderle que habíamos evaluado cada uno de los proyectos durante un año, que éramos un equipo multidisciplinario de politólogos, sociólogos, ingenieros y biotecnólogos. La respuesta que eligió Martín para rebatirme sin fundamentos, pero con un fuerte rechazo en las palabras y en el cuerpo fue que “Oscar era de La Cámpora”.

Sin importarme quién era, de dónde venía y las ínfulas que destilaba le dije que el jefe del equipo era ingeniero agrónomo, que se evaluó todo con criterio y visión productiva de innovación y aun así me respondió que eran convenios llenos de corrupción. Le dije que no, defendí nuestro trabajo, nuestro rol de “burócratas”, la trayectoria de todos los que hemos estudiado cada uno de los convenios AGROVALOR. Nada de eso le importó. Me fui de la oficina al borde del llanto, con una bronca jamás sentida por mí hasta ese momento. Los que venían a dialogar nos acusaban en la cara de corruptos. Sin distinción. Todos entrábamos en esa bolsa. Para esa altura de enero yo ya estaba embarazada, pero aún no lo sabía.

Varios de mis compañeros fueron despedidos por pensar distinto. Porque habían trabajado para el gobierno anterior, porque eran adherentes al gobierno anterior, porque “eran militantes”. Sin importar si verdaderamente eran militantes o que su militancia se hiciera por fuera del trabajo. Durante esos largos meses me trataron con poca gentileza y con desconfianza por haber trabajado en el Estado durante más de una década. Todo lo que habíamos hecho estaba en cuestionamiento. Mi trabajo de un año entero fue a la basura literalmente. Cuando llegó el nuevo director nacional imprimí todo lo que estaba en curso. Le conté de los proyectos de ley que estábamos evaluando, de las herramientas que habíamos detectado para mejorar la relación entre los productores lácteos, la industria y el sector exportador. Le conté que teníamos todo un estudio hecho en el programa PREZI. Que había que renovar la suscripción para seguir trabajando, pero sin siquiera interiorizarse en el contenido, decidió con sus treinta y tres años, que no seguiríamos con esos temas.

No sé cómo hace la gente para que estas vivencias no le impacten en su vida de todos los días, en sus trabajos. Y quiero aclarar que trabajo en el Estado desde enero de 2003 y que nunca he militado en organizaciones políticas. No por no creer en ellas, todo lo contrario, sino por falta de tiempo con una joven familia que criar. Pero el yugo de la duda y del desprecio cayó sobre todos nosotros por igual. Nos arengaron a cambiar, a dejar de ser quienes éramos, siempre creyendo que sus interlocutores éramos todos de su bando, algo contradictorio de por sí porque o éramos todos como ellos o éramos todos militantes a sueldo. Poca gente pudo entenderme. Pocas personas me creyeron. Solo aquellos que vivieron lo mismo que yo sabían de qué estaba hablando, de cómo era la política dialoguista tras bambalinas.

Trabajar en el sector público no es fácil. Nunca lo fue. Pero poco se conoce de eso. Se prefiere hablar de ñoquis, de gente que sobra, de militancia en el Estado por sobre el quehacer cotidiano, que, en mi caso, se relaciona con los sectores productivos, las exportaciones, las relaciones agroalimentarias internacionales, con los proyectos de ley, con la inteligencia de mercados y con muchos temas más, producto de haberme desempeñado también en la Cancillería argentina.

Siempre hemos trabajado en forma inteligente. No es la primera vez. Siempre hemos puesto pasión, entrega y compromiso con las directivas. Aun sin los recursos necesarios. Hago una defensa del empleado público, lo considero un patriota. Me considero una patriota. Bajar al papel todo lo que viví, sentí y presencié en el Estado durante el cambio de diciembre de 2015 y enero de 2016 fue lo que me permitió no caer en el desasosiego total. Y para seguir llevando el día a día, continué escribiendo. Me gusta. Lo necesito. Me ordena. Me esperanza.

Les dedico estas líneas a quienes vivieron o sintieron lo mismo que yo, a quienes han sido despedidos y, por sobre todas las cosas, se lo dedico a los empleados públicos profesionalizados, afines al nuevo gobierno o no, pero que desde hace casi cuatro años trabajan en un contexto adverso y literalmente poco feliz. A esta altura de las circunstancias, todos necesitamos que cambie, volver a respirar. A trabajar en paz.

Los relatos son verídicos en un 100%, solo he modificado ciertos contextos, circunstancias, nombres y lugares.

Octubre de 2018


PRIMERA PARTE



Verano de 2016

Un calor sofocante y ansiedad por lo que venía con el cambio. De pronto el verano 2016 había entrado de lleno en la agenda de conversaciones triviales y en los movimientos cansinos de las personas en la ciudad de Buenos Aires. Al clima insoportable lo acompañaban un repertorio de temas varios, desde cortes de luz en algunos barrios de la ciudad, inundaciones y crecidas en los ríos del Litoral argentino, abandono de los hogares por parte de muchos compatriotas durante las fiestas de Navidad y Año Nuevo, imágenes televisivas de gente feliz en las playas de la Costa Atlántica –alternadas con noticias sobre accidentes trágicos en las penosas rutas argentinas–, devaluación, ajustes, aumento de tarifas, deuda futura, transferencia de ingresos, fuga de los autores del triple crimen y el incipiente despido de los ñoquis del Estado.

En las televisiones de la mayoría de los cafés de la ciudad se escuchaban noticias sobre las eternas guerras en Oriente Medio, pensándonos a salvo por la lejanía de nuestra tierra de aquellas zonas atravesadas por ancestrales conflictos religiosos, cruentas guerras, migraciones forzosas y vejaciones de todo tipo hacia las diezmadas poblaciones.

Como Celina se consideraba una gran barista de café, le gustaba mucho ir a tomar cafecitos siempre que le quedaban diez o quince minutos libres. Y con la pericia de quien había recorrido muchos bares, había descubierto que casi todos los cafés sintonizaban el mismo canal.

A este menú estival se había sumado la desesperación de buena parte del entramado social. Asomaba la certeza de que un pasado que se creía lejano y socialmente superado volvía a tocar la puerta de nuestro mundo presente para convertirse en posible verdugo de nuestras vidas cotidianas y de los pequeños gustos adquiridos. Lo que resonaba como una cortina musical que preocupaba y aturdía era la incertidumbre sobre el futuro que se avecinaba, los posibles cambios que gobernarían nuestras vidas y las economías familiares en un simple abrir y cerrar de ojos, además de la trasformación de nuestro Estado presente y amigo de los vecinos latinoamericanos en un nuevo modelo de Estado empresarial, en el que los gerentes les habían ganado la batalla a los hombres y mujeres de la política. Las cuentas tenían que cerrar sin importar la cantidad de personas que se quedaban afuera.

Un Estado que había comenzado a asociarse con los fondos buitres, especialistas en comprar deudas defaulteadas a las naciones emergentes, pero sin aceptar los riesgos que ello podía implicar para reclamar posteriormente el pago de fortunas imposibles de saldar.

Un Estado amigo de Estados Unidos, que sería positivo si fuese desde un lugar de igualdad de las naciones; un Estado amigo de la Gran Bretaña, país corsario que en 1833 decidió arrebatarnos las islas Malvinas y declararlas como territorio británico de ultramar sin abrir jamás la mesa de negociación.

Un Estado que por primera vez en la historia había hundido un barco pesquero chino en pleno acercamiento hacia Washington. Un Estado que cesó su participación en las cadenas de televisión latinoamericanas y se distanció de su región de pertenencia.

Un Estado que miró para otro lado cuando el Parlamento brasilero destituyó a la presidenta electa argumentando que no se involucraría en los asuntos internos de su socio favorito del Mercosur, aunque sí lo hizo tratando de impedir que su otro socio del bloque, Venezuela, detentara la presidencia pro tempore. Esa mutación estatal se puso en marcha con los primeros calores y desde entonces no se detuvo. La meta era el Estado moderno, libre de herencias.

Hacía calor, pero si bien estábamos en enero, desde la primavera generosa en derechos y en inclusión, nos teletransportábamos al invierno, al regreso de lo viejo, a las recetas de ajuste que pocas alegrías generaron en grandes conglomerados de seres humanos no solo en la Argentina, sino en otras partes del mundo también.

Recuerdos no tan lejanos

Como todos los días desde hacía más de 14 años, Celina caminaba unas cuadras hasta la estación de tren para ir al trabajo. Era empleada pública y había trabajado en el Poder Ejecutivo desde que se recibió de politóloga. Se desempeñó en varios ministerios. Conocía la administración pública de punta a punta. Era una verdadera burócrata estatal. Durante muchos años se sintió orgullosa de pertenecer al Estado y, si bien tuvo ofertas para ir a trabajar al sector privado, su pasión, su vocación, su deslumbramiento era el empleo público. La carrera estatal, esa que al final no existía y que estaba vedada para los empleados que no tenían filiación partidaria o vínculos con las estructuras sociales del poder.

Y mientras esperaba el tren, saludando a algún que otro vecino o conocido, se preguntó en qué momento la pasión había dejado de regir su vocación. Mientras peleaba por un lugar en el vagón, su mente comenzó a transportarse al pasado, a 2006 y rememoró tiempos vividos. “Viajé al Sudeste Asiático, representé al país en misiones oficiales. Me moví por los pasillos de las embajadas argentinas en el exterior, de la Comunidad de Estados Latinoamericanos y de la Comisión Europea como si fuera parte de esos planteles. Tenía amigos en los ministerios de Agricultura de Georgia, de Alemania y de Ucrania. A pesar de las diferentes nacionalidades, había un terreno común, una cosmovisión compartida sobre el trabajo en el Estado, para el bien común”.

Sin embargo, a sus 37 años, esa mirada hacia atrás la descubría sin ese encanto, más abatida y menos entusiasta. Esa vocación de antaño había desparecido. Ya no estaba. Y reflexivamente, buceó en su interior hasta encontrar las causas de ese desencanto. De ese orgullo que ya no sentía, de esa pertenencia que le era ajena. Si bien al principio no logró entender cómo fue que esa energía desapareció, siguió rememorando los años de servicio en los distintos ministerios y poderes del Estado. Lo primero que asomó a su cabeza como razón aparente fue su maternidad. Lo difícil y agotador que le resultaba día a día congeniar su vida familiar con la laboral, con el éxito y la eficiencia que se esperaba por un lado, con los llantos de medianoche de sus hijas cuando eran bebés y de las múltiples demandas actuales. Mujer. Independiente. Profesional. Esposa. Madre. Empleada. Femenina y Feminista. La carrera profesional con una familia a cuestas. Muy involucrada en la política de su país desde su lugar de ciudadana común, pero politizada.

Mientras llegaba a la estación Tres de Febrero, el recuerdo la llevó una década atrás. Al poco tiempo de haberse casado, con apenas 26 años, tuvo la suerte de integrar la delegación nacional que discutiría la agenda agrícola con la Unión Europea. Se había estudiado cada uno de los reclamos que se harían. Sabía a qué sector defendía, qué tenía que solicitar a la contraparte en caso de que le dieran la palabra. Los intereses agrícolas del país la atravesaban por completo. Su defensa era una cuestión de vida o muerte. En el avión que la llevó al Viejo Continente repasó una y mil veces los temas del sector cárnico, el de la naciente biotecnología, el de las frutas y el de los productos de alto valor agregado, que no podían acceder a las góndolas europeas por los altos aranceles de acceso. Y aunque su familia jamás poseyó ni un metro cuadrado de tierra, los intereses del sector rural eran sus intereses.

Los temas de la agenda eran por demás extensos: tolerancia a residuos en la soja exportada, etiquetado y trazabilidad en la carne vacuna, cuota Hilton, políticas oficiales para erradicar la fiebre aftosa y el síndrome espongiforme bovino. Denominaciones de origen en vinos y en quesos. Subsidios europeos, distorsiones del mercado internacional. Biocombustibles y exportaciones de biodiésel. Todavía no tenía hijos. En Bruselas la esperaba el joven consejero agrícola, que estaba al tanto de que su vuelo se había demorado y que había hecho noche en Madrid. Era la primera vez que Celina viajaba en una misión oficial y a los nervios normales de la situación se sumó la demora del avión, el traslado a un hotel cercano al aeropuerto y su angustia por no haber podido llegar a la apertura de las reuniones de Comisión Mixta entre la Argentina y la Unión Europea.

En Buenos Aires entraba el verano y la víspera de la Navidad y en Europa el invierno y el clima de receso invernal. A las cuatro de la tarde ya comenzaba a anochecer y los pasillos de las oficinas del Berlaymont quedaban vacías. Ella estaba feliz. Conocía el corazón de la Unión Europea. Caminaba por ese estado supranacional que la deslumbraba y soñaba con que su Mercosur alguna vez se le pareciera. Las reuniones duraron tres días. Para ella fueron maravillosos. Terminadas las actividades oficiales se perdía por las calles de Bruselas. En la Markplatz recorrió una y diez veces los cafetines que todavía estaban abiertos, compró algunas láminas para enmarcar, chocolates y miró de lejos el Palacio Imperial. Era de noche y solo las luces de la calle permitían contemplar su esplendor.

Ese viaje que comenzó un lunes y terminó un viernes se grabó en su memoria para siempre. Los cócteles en la sede de la Unión Europea y en la embajada argentina completaban su agenda. Era joven y más audaz y se las ingenió para exprimir ese viaje a fondo. Esa experiencia cambió su destino laboral.

Con los meses llegó la invitación del Mofcom. Del Ministerio de Comercio de China. El gobierno invitaba a jóvenes funcionarios de América Latina y Caribe y de otros países en vías de desarrollo a realizar un curso sobre la modernización de la agricultura china de cara a su acceso a la Organización Mundial del Comercio. “Celi, me gustaría que vayas vos a China”, le dijo María Laura, su joven jefa. “Sos la candidata ideal del Ministerio. Son tres semanas nada más y vas a participar de clases, reuniones oficiales, de recepciones en la embajada. Son solo tres semanas”, le repitió al verle la cara de estupor. “Saldrías en unos días”, remató María Laura, que de no haber sido porque se estaba por casar, hubiera ido ella por tercera vez al encuentro del gobierno chino.

A Celina se le estremeció el corazón. El viaje era eterno, tenía miedo de volar tantas horas y la entristecía no estar para el cumpleaños de su flamante esposo, que de todas formas la alentó a cruzar no solo el Atlántico, sino también el continente europeo. “Es una oportunidad que posiblemente no vuelvas a tener”, le dijo Javier. Además, “vivo de guardia, casi nunca estoy en casa. No te preocupes por mí. Cuando vuelvas hacemos un festejo. Andá. Andá”, remató. Y mientras varios de sus compañeros se morían por subir al avión, ella dudaba de ir. Era un destino jamás pensado, jamás imaginado. Aun así, había confirmado su participación y ya tenía el visado de cortesía del gobierno chino en su pasaporte.

Y allá partió. Sería la única persona de la Argentina que participaría del encuentro. De hecho, sus compañeros ocasionales la bautizaron por esos días con el nombre de su patria. “Miss Argentina”, la llamaban funcionarios de Liberia, Togo, Sierra Leona, Ucrania, Georgia.

Viajó más de 30 horas y cuando llegó no solo se desmayó del cansancio, sino que confió ciegamente, al borde de lo peligroso, en esos hombres que la fueron a buscar. Esa misma noche le pidieron el pasaporte. Se lo retendrían hasta la fecha de regreso. Poco pudo hacer para impedirlo. Durante los próximos veinte días su único documento válido era una credencial con todos los caracteres en chino mandarín que, por supuesto, no entendía. El curso se desarrolló en la ciudad de Wuhan, llamada por el calor extremo, “el horno de China”.

El curso fue un éxito. Participó de todas las clases y representó con creces al país. Su alegría era total. Hasta se había olvidado del tema que más la angustiaba. Esos hijos que no llegaban. Porque si bien era joven, el embarazo que había perdido tiempo atrás la había marcado para siempre.