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ETERNA ESPAÑA

 

Título original: Eterna Spagna

© del texto: Neri Pozza Editore, Vicenza, 2017

© de la traducción: Jaime Moreno Delgado, 2019

© de esta edición: Arpa & Alfil Editores, S. L.

Primera edición: febrero de 2020

ISBN: 978-84-17623-48-7

Diseño de colección: Enric Jardí

Diseño de cubierta: Anna Juvé

Imagen de cubierta: Alonso Sánchez Coello,

Ana Mendoza, princesa de Éboli © Album, Barcelona

Maquetación: Àngel Daniel

Producción del ebook: booqlab.com

Arpa

Manila, 65

08034 Barcelona

arpaeditores.com

Reservados todos los derechos. Ninguna parte de esta publicación puede ser reproducida, almacenada o transmitida por ningún medio sin permiso del editor.

Marco Cicala

ETERNA ESPAÑA

Traducción de Jaime Moreno Delgado

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SUMARIO

Prólogo a la edición española

Los enanos de Velázquez

El «verdadero» don Quijote

La sátira y la espada

La revolucionaria obediente

Zurbarán, el extraterrestre

El duende de Calderón

Infelicísima Armada

Al-Ándalus: fábulas y yihad

El relojero italiano de Carlos V

Retrato de mujer con parche

Hernán y compañía

En las colinas del Greco

Monarquía, instrucciones para su uso

Cervantes y mariscos

Los banqueros de Dios

El Hamlet de la leyenda negra

El muerto vivo

Carmen story

La Rosa de Fuego

Machado: huida y muerte

Wéstern andaluz

Los origami de Unamuno

El dandi de la corrida

Al sur de Granada

La última madame

García Lorca en el espejo de la prensa

El trabajador forzado del pulp

El enigma Capa

Porno Dalí

Anatomía de una paella

Dos italianos

Ladrones de niños

El Café del Madrid desaparecido

El jerez, belleza

Cazadores y gavilanes

Tomando algo con Jesús

Grand Hotel Antifascismo

El Rey de la Rumba

Inasible Bergamín

El príncipe del flamenco

España en el corazón

Bastón y garrote

La mujer que vivió tres veces

Tierra y libertad

De toros y hombres

El camino de Santiago

Dr. Miguel y Mr. Bosé

La huella de Zara

La guerra del balconing

El clan Almodóvar

El hombre real

Un pesimista en Valencia

Manolo, que escribía también cuando dormía

El santo bebedor

En la Mallorca de Graves

El templo de la discordia

Forever Triana

Lamento por Paco

Agradecimientos

PRÓLOGO
A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

Visito España desde hace mucho tiempo. Por reportajes, entrevistas, vacaciones, estudios, investigaciones, amistades, placer… O simplemente para sentarme tras una cerveza a mirar y escuchar mientras tomo notas. Un escritor italiano, Giovanni Arpino, afirmaba que el mejor modo de conocer España era permanecer inmóvil. Según él, «casi cualquiera de sus rincones es comparable a la ribera de un río donde, si te sientas, verás pasar no solo a amigos y enemigos, sino también el mismo sentido de la época en la que te ha tocado vivir». Estoy de acuerdo. Sin embargo, y no solo como periodista, todavía no he renunciado a recorrer España. Por ello la mayor parte de las historias que encontraréis aquí son el fruto de un trabajo «de campo», y solo algunas veces «de codos».

Por un sinfín de razones —que espero resulten evidentes de la lectura del libro—, España es el país que más amo después del mío. Y en los momentos —que no faltan— en los que Italia me irrita, incluso la clasificación cambia.

Visité España por primera vez en 1981. Tenía dieciséis años. Viajaba con un grupo parecido a los scouts. En mis recuerdos de muchacho, quién sabe hasta qué punto fiables, fue un verano tórrido. No llovía desde hacía mucho. Unos meses antes se había producido el «tejerazo», pero la gente hablaba de otras cosas. De la sequía y del terrible escándalo del aceite de colza. «Ni se os ocurra comer churros», nos repetían nuestros acompañantes. Pasamos en España un mes. Barcelona, Madrid, Sevilla, de nuevo Madrid, El Escorial, Segovia, Valladolid, Ávila… Y un desolado campo de fútbol en Navalperal de los Pinares. En los tres partidos contra los españoles, ganamos por poco el primero, perdimos el segundo también por poco y nos dieron una paliza en el tercero: 8 a 2. O quizá incluso fue peor. Eran partidos infinitos, sin cronómetro, fuera del tiempo, fuera de todo. Inolvidables como el inconmensurable cielo castellano que nos cubría.

Quizá el impulso primordial de este libro nació de la nostalgia desordenada de esas tardes de agosto, el mes más profundo, más existencial, más misterioso de todos, que se parece a la adolescencia.

En Eterna España, la «eternidad» del título no tiene nada de grandilocuente ni, menos aún, de folclórico. Alude simplemente a la persistencia de España en nuestro imaginario.

Dado que en este libro (concebido inicialmente para un lector italiano o, al menos, no español) no podía meterlo todo, he intentado meter «de todo»: pasado y presente, memoria y actualidad, cultura y «cotilleo», y, asimismo, enanos, gigantes, santas, pecadoras, anarquistas, fascistas, comunistas, místicos y anticlericales, siervos y amos, ricachones y pobres diablos. Como en una novela picaresca. Si parva licet, naturalmente.

Mis amigos españoles que lo han leído en italiano han planteado al libro afectuosas objeciones que el autor ha recogido y meditado no menos afectuosamente. Sobre todo una: en estas cuatrocientas y pico páginas me habría mostrado demasiado indulgente con los españoles. Si esto es cierto, aprovecho para implorar un grado de indulgencia similar hacia el libro entre los lectores españoles. La traducción de Eterna España en el país al que está dedicado me honra, pero al mismo tiempo me llena de aprensión. ¿Cuántas chorradas habré escrito? ¿De cuántas graves omisiones seré culpable? Hacédmelo saber. Bueno, mejor no, por favor, puesto que, a medida que envejezco, mis sueños ya son de por sí suficientemente frágiles y agitados. Gracias.

Madrid, noviembre de 2019

LOS ENANOS DE VELÁZQUEZ

En la Europa de los siglos XVI y XVII se practicaba una singular forma de ir de compras. Era habitual que caballeros privados o enviados del rey se presentaran en los dantescos manicomios de la época para comprar alguno de los desdichados que habían acabado allí dentro. Chiflados, enanos, jorobados, gigantes, obesos descomunales, mujeres barbudas... Daba igual mientras su rareza deleitara al suscitar asombro. De repente, los escogidos se descubrían subidos a un ascensor social que, de los infiernos de la segregación, les catapultaría a un hermoso mundo, bajo las luces de la vida cortesana. En España se iba a aprovisionarse de «monstruos» a las casas de reclusión de Sevilla, Valladolid, Toledo, Zaragoza. No obstante, el supermercado más concurrido era la Casa dels fols, en Valencia. En ella Lope de Vega ambienta una comedia y una novela en la que, entre otras cosas, vemos a un conde italiano dispuesto a desembolsar una importante limosna con tal de llevarse a casa a un chalado que le divierta por tiempo indefinido.

Por muy abyecto que nos pueda resultar hoy día, este reclutamiento forzoso era la única vía de escape para personas que, de lo contrario, estaban destinadas a una cautividad de por vida, a la mendicidad o a las casetas circenses de lo horrible y de lo prodigioso. Incorporados a palacio como bufones —aunque no únicamente—, los «monstruos» podían, sin embargo, hacer carrera, obtener apoyo económico o una pensión, alcanzar una notoriedad que en ciertos casos superaba la de caudillos, actores o poetas. A partir del Renacimiento, hubo periodos en los que la circulación de bufones llegó a ser muy intensa, configurándose como una especie de mercado perfectamente constituido y sin fronteras. Vendidos, cambiados o regalados, freaks lituanos, alemanes, flamencos, húngaros, ingleses… iban de un país a otro, y aquellos que eran apreciados entraban a servir de forma estable. Tenemos noticia de castellanos presentes en Londres y París; de sardos, calabreses, napolitanos y lombardos empleados en España. Pero, en el crepúsculo del Siglo de Oro, la verdadera Meca europea del tráfico de enanos era Madrid.

Cuando a principios de la década de 1620 el sevillano Diego Rodríguez de Silva y Velázquez recala en el palacio de Felipe IV en Madrid como pintor en búsqueda de reconocimiento, los bufones a sueldo de la Corona superan el centenar. Los denominan «hombres de placer», hombrecitos con los que distraerse, o, de forma más perversa, «sabandijas palaciegas», hormigueantes parásitos. Si Velázquez los pintó más que cualquier otro artista, ello se debió sobre todo a que, ya alojado en el Alcázar de Madrid, se los encontraba continuamente a su paso. Formaban parte de su mundo cotidiano. Cabe imaginar que los miraba con simpatía, puesto que, descarados y sin autocensuras como eran, le recordaban el pueblo sevillano que tantas veces había retratado durante sus años de aprendizaje. Tal como señaló Ortega y Gasset, dado que el destino de Velázquez fue pintar aquello que tenía delante, retrató sobre todo aquello que había en palacio: la familia real y la cuadrilla de monstruos que vagaban continuamente por habitaciones y galerías. Locos y enanos pululaban en una corte que —como reflejo de un soberano ciclotímico, fluctuante entre llamaradas de libertinaje y contritos retiros penitenciales— era al mismo tiempo una mezcla esquizoide de regocijos placenteros y gélido hieratismo.

No dudéis en tirar a la basura el cliché romántico del bufón melancólico y soñador con una lagrimita incorporada a lo Pierrot. Porque nos ha llegado noticia de enanos intrigantes, conspiradores, poderosos, playboys, temibles jugadores o militares. Como aquel polaco que, durante las guerras de religión, organizó una brigada de arcabuceros-bonsái para ir a luchar en Francia. Después de todo, parece que el vivero de enanos más demandado era justamente Polonia. Incluso se fabulaba que en aquellas regiones se había desarrollado un descubrimiento de alto secreto para fabricar hombrecitos de forma industrial: un ungüento que, al ser aplicado sobre las articulaciones y la columna vertebral de los recién nacidos, inhibiría su crecimiento. Entre los enanos retratados por Velázquez al menos un par no tienen rostros aniñados. Pero ¿quiénes eran? De sus vidas olvidadas, casi siempre muy breves, sabemos muy poco: solo cuanto nos refiere en passant alguna crónica o ha quedado atrapado en el papeleo contable. Historias desmenuzadas que, como mucho, se pueden reconstruir por aproximación.

En un informe fechado el 24 de noviembre de 1643, el jesuita Sebastián González explica que un criado de Su Majestad estaba casado con una mujer llena de cualidades y alojaba en casa a un enano que su esposa trataba con consideración. Pero en breve el hombre comenzó a sospechar que todas aquellas atenciones «estuvieran inspiradas en motivos poco honestos». Torturado por la sospecha, el marido no hacía otra cosa que mirar detenidamente a su última hija, considerando que se parecía condenadamente al enano. Así, una noche, «tras haberse retirado con la mujer en santa paz, empezó a apuñalarla, y, en torno a las tres de la madrugada, acabó por degollarla». Si hubiera sido por él, habría asesinado de buena gana también al enano, pero no consiguió encontrarlo en la corte y por ello, agotado, se entregó a la justicia. El feminicida se llamaba Marcos de Encinillas. Era un funcionario apreciado. Por su parte, y con fama de perseverante seductor, el enano en cuestión podría haber sido el don Diego —o Luis— de Acedo pintado por Velázquez en la década de 1640. Apodado en broma El Primo debido a la familiaridad con la que el monarca lo trataba, De Acedo aparece retratado vestido completamente de negro en el acto de consultar voluminosos registros, como un riguroso notario. Durante mucho tiempo se ha considerado que la tela fuera una representación paródica de un bufón ataviado como un caballero. Pero era una equivocación. Porque don Diego fue en realidad un reconocido servidor de palacio. Trabajaba en la oficina de la estampilla y siempre mostró una inquebrantable lealtad hacia la Corona. Incluso se narra que, durante un desfile en el séquito del sulfúreo conde-duque de Olivares, resultó herido por un escopetazo dirigido muy probablemente contra el odiado «primer ministro» del rey. El ilustre biógrafo de Velázquez Carl Justi señalaba que, bajo su oscuro sombrero, hubiera en la mirada de De Acedo «la soberbia de la nobleza más antigua».

No se puede decir lo mismo del pobre Juan, que no era un enano, sino un desequilibrado que se ganó el apodo de Calabazas o Calabacillas, siendo las cucurbitáceas en la época sinónimo de falta de cordura. Diego Velázquez lo retrató dos veces. En el primer cuadro lo vemos de pie sonriente mientras sostiene un molinete, también este símbolo de volubilidad mental. En la segunda tela, más conocida, su aspecto aparece notablemente desmejorado: agachado junto a una calabaza, el dulce Juan muestra una mirada aún más bizca y una sonrisa obtusa tan impalpable que se interna en lo abstracto. De Calabacillas nos queda información exigua. Sabemos que a menudo participaba en las fiestas de la corte, que tenía derecho a abundantes raciones de carne y pescado y que disponía de una carroza y de una mula solo para él.

Más noticias tenemos sobre el hombrecito rubio pintado por Velázquez con un palito en la mano y habitualmente, aunque de forma errónea, llamado El Niño de Vallecas por el homónimo barrio madrileño que, objeto de las chanzas populares, se consideraba patria de bobos. El Niño ha sido identificado, en cambio, como el enano vizcaíno Francisco Lezcano. Breve y muy infeliz fue su vida. Entró en la corte siendo niño para servir de juguete al pequeño príncipe Baltasar Carlos. Pero Paquito, o Pacorro, muy pronto se mostró como un pasatiempo defectuoso: aquejado de molestias respiratorias y otras dolencias, siempre imploraba que le dieran algo con lo que cubrirse. Padecía terriblemente el frío y siempre iba abrigado con diversas capas de ropa, sin importar la estación. Asimismo, a menudo lo encontraban dormido: entre estremecimientos, se sumía continuamente en la narcolepsia. Viéndolo tan achacoso, le permitieron retirarse antes de tiempo y regresar a su tierra natal de Vizcaya. Allí Francisco se apagó entre sus familiares sin llegar ni a los diecinueve años. En 1649, que también es la fecha de la muerte del más impresionante de los enanos de Velázquez: aquel Sebastián de Morra que, desde las paredes del Prado, continúa mirándonos fijamente con un aire que nadie es capaz de establecer con certeza si refleja rabia, reproche o fatalista aflicción. Bigotes en punta y espesa perilla, Sebastián está sentado como una marioneta en reposo, si bien era un dandi valorado por su gusto en el vestir y, además, un excelente tirador. Tras servir en Flandes, se incorporó al séquito de Baltasar Carlos. Acompañaba al infante a cazar y recibió como regalo una colección de armas blancas. Sin embargo, las prebendas nunca mitigaron su pésimo humor: «Habiendo visto mucho y conociendo la vida», han escrito, «Sebastián fue un hombre amargado. La triste figura ceñuda, insolente, eternamente en actitud de disgusto».

En cambio, sí que es segura la procedencia de Nicola —Nicolasito— Pertusato de una acomodada familia piamontesa de Alessandria. Es el paje que en Las meninas molesta a un mastín con la punta del pie. Parece un muchachito de rasgos angelicales, pero también era un enano y, cuando la obra maestra fue realizada, 1656-1659, tenía ya más de veinte años. Su carrera en Madrid iba a ser brillante: llegó a ser protégé de la reina consorte Mariana de Austria y ayuda de cámara bajo Carlos II, el último soberano Habsburgo de España. Nicolasito fue bastante más longevo que el genio que lo retrató: murió en el año 1710, y dejó una sustanciosa herencia. Por otro lado, las cosas tampoco le fueron mal a María Bárbara Asquín, la acondroplásica hidrocéfala que en Las meninas Velázquez sitúa, en contraposición, junto al «enano armónico» Nicola Pertusato. Se cree que Mari Bárbola, como la llamaban, era alemana. Además de alojamiento y comida, la corte le proporcionaba una paga y cuatro libras de nieve para que se refrescara durante los meses calurosos. Dicen que, gracias a su excelente hoja de servicios, se le permitió regresar a Alemania con algo de dinero ahorrado, lo que quizá le aseguró una vejez feliz.

Pero ¿cómo se explica el desconcertante boom de freaks empleados en la corte? ¿A qué se debía? ¿Qué tipo de sensibilidad lo hizo posible? Antigua costumbre recuperada en la Edad Media, la presencia de seres deformes en palacio cobra en época barroca nuevos significados que tienen que ver con el creciente gusto por lo extraño, lo anómalo, lo demente, lo extravagante… si se prefiere, lo monstruoso. Un gusto aparentemente anticlásico, pero con raíces profundas, si bien ocultas, en el mundo clásico. La moda por lo desviado es condenada por religiosos y moralistas. Sin embargo, como querer es poder, se le encuentra incluso una justificación teológica. Remitiéndose a la idea aristotélica según la cual lo disímil contradice la generalidad de los casos, pero no la naturaleza en su conjunto, hay también quien vislumbra en lo anormal la prueba más diáfana de la infinita diversidad de la creación. Y dado que la corte es un microcosmos que pretende reflejar en miniatura el conjunto de la creación divina, es justo y necesario que incluya en su propio seno también a los deformes. Bufón u otra cosa, el freak es un prodigio que flirtea con lo sobrenatural. Liberada de sus cargas por Erasmo, cierta locura se vuelve casi chic, y el «monstruo» es similar al fool, al loco que parloteando dice la verdad, pero que por una palabra de más puede atraerse un castigo; no tanto el del rey, que en general adora a sus «sabandijas» y los protege, sino más bien la venganza de los cortesanos, que del bufón temen su lengua anarcoide, su ojo indiscreto, sus oídos que escuchan aquello que no se debe explicar. También porque, a menudo y gustosamente, el soberano se sirve de los bufones como espías. Del epistolario del glacial Felipe II se deprende que el rey prudente sentía más afecto por sus «pigmeos» que por muchos de sus dignatarios y que, en general, por sus súbditos. Naturalmente, el trato reservado a los enanos no siempre era tan considerado: durante las fiestas eran obligados a emborracharse hasta perder cualquier freno y en las aventuras libertinas eran utilizados como juguetes sexuales. Además, tradicionalmente se atribuía a los enanos fama de criaturas lujuriosas y, algo que no importaba, estériles. El hecho de que, en su aspecto, tanto el sexo como la edad parecieran indefinibles, incrementaba su ambiguo atractivo. No todos los enanos eran bufones o locos. Sin embargo, para ser admitido en palacio era aconsejable que un bufón mostrara que poseía al menos una vena de locura. Por tanto, en ese ambiente, fingirse algo chiflado era moneda corriente.

Los «bufones» y los «filósofos» pintados por Velázquez a menudo son confundidos con los enanos: si bien es cierto que pertenecían al mismo mundo, los primeros eran payasos profesionales con altisonantes nombres artísticos para la ocasión (uno era llamado Juan de Austria, como el héroe de Lepanto), mientras que los segundos eran vagabundos y chiflados —o ambas cosas a la vez— con quienes la corte se divertía disfrazándolos de sabios.

Enfatizando los rasgos decadentes e intolerantes de la España del siglo XVII, el gran historiador francés Élie Faure escribía: «El mundo en el que vivió Velázquez era triste. Un rey degenerado, infantes enfermizos, imbéciles, enanos, tullidos, bufones monstruosos disfrazados de príncipes»; todos ellos mantenidos unidos «por la etiqueta, el complot, la mentira, por la confesión y por el remordimiento». Pero en Madrid la gente se divertía, despilfarraba pese a la ruina de las arcas públicas, reía. Ciertamente, con el guante sobre los labios. Y compatiblemente con la parálisis expresiva impuesta por el ceremonial. El viajero francés Antoine de Brunel describió a Felipe IV como una especie de gran muñeco, del tipo utilizado por los ventrílocuos. Durante las audiencias, «nunca se ha visto que el rey cambie de postura»; él escucha y responde «siempre con el mismo semblante, sin mover ninguna parte del cuerpo salvo los labios y la lengua». Individuo de largo rostro caballuno, con una expresión entre la impasibilidad y el dolor: así es como nos restituye Velázquez al soberano en una serie de retratos. «Pinta al hombre, no al rey», se ha escrito, quizás exagerando. Porque entre ambos hubo complicidad, aunque no podía haber amistad: la disparidad de estatus nunca lo habría permitido. Al comienzo Felipe pagaba a su pintor principal como a un peluquero de la corte. Más tarde la remuneración aumentó. Pero no recompensaba tanto al Velázquez artista cuanto al hábil burócrata de palacio en el que Diego, un poco por ambición y un poco por necesidad, se había convertido. Su carrera lo llevó hasta el codiciado cargo de aposentador mayor, pero le robó mucho tiempo a su genio.

Pero incluso dentro de la jaula del mundo cortesano, Velázquez encontró y se tomó ciertas libertades de artista. No fue la menor poder pintar a un poderoso monarca con ropa «casual», no oficial, como si fuera un hacendado rural. Y la libertad, quizás especular, de retratar a un enano en toda su nobleza de hombre. Sin conmiseración ni trazos caricaturescos o grotescos. Aquellos «seres desgraciados y deformes», señalaba Ortega y Gasset, «representaban para él los modelos ideales. Al retratarlos podía dar rienda suelta a sus experimentos de técnica pictórica, y justo por eso probablemente constituyen la mejor parte de su obra». Se puede no estar de acuerdo. Pero es más difícil resistirse a cuanto sigue: «Velázquez, que a decir de aquellos que lo conocieron era de temperamento melancólico, no creía que los valores alabados convencionalmente —belleza, fuerza, riqueza— fueran la parte más respetable del destino humano, porque más allá de ellos, en un nivel más profundo y conmovedor, se encontraba el valor más bien triste, cuando no dramático, que tiene el simple hecho de existir. Y precisamente la pura y simple existencia era aquello que le interesaba reproducir con sus pinceles. Por ello las características negativas de sus monstruos adquirían un valor positivo».

Además, en las telas de Velázquez los enanos casi siempre aparecen presentados solos, como sujetos autónomos. Rompiendo con cuanto se había visto hasta entonces —pero también posteriormente—, dejan de ser las criaturas subalternas sobre cuya cabeza se apoya —de forma paternalista, propietaria— la mano de algún dominus. Los enanos dejan de ser comparsas puestas ahí para realzar la majestad, la belleza, en definitiva, los «valores alabados convencionalmente» de quien está a su lado. Sobre la base de este punto, la mirada política de la crítica moderna ha querido captar en esos cuadros un gesto de piedad rebelde, subversiva, no solo respecto a los cánones tradicionales de la iconografía cortesana, lo cual es cierto, sino también respecto a las reglas inhumanas de una sociedad absolutista que empezaba a dar las primeras muestras de declive. Actualizando sus causas, se ha llegado incluso a ver en los enanos una serie de autorretratos del artista en saltimbanque, una denuncia en clave de la propia condición de creador alienado, asfixiado hasta tal punto por el poder que, para decir la verdad, se ve obligado a convertirse en loco, bufón, monstruo. Pero se trataba de divertidas exageraciones ideológicas. Porque, después de todo, pese a su melancolía, Velázquez fue un vasallo feliz. Su revolución permaneció dentro de los límites de la tela. Y, por otro lado, no es que en el siglo XVII hubiera demasiadas alternativas.

Ellos, los freaks, desaparecieron de las cortes europeas con el advenimiento de la Ilustración. Pero, de forma más discreta, permanecieron junto a los poderosos hasta el siglo XX. Véase el caso del rais egipcio Nasser, quien, por lo que parece, no decidía nada sin consultarlo antes con su enano de confianza, un tal Ahmed Salam. Pero los enanos continúan seduciendo la industria del espectáculo. En marzo del 2010 llegó a los estudios de Mediaset en Roma un chico mongol de veintiún años que se llamaba He Pingping. Medía poco más de 74 centímetros y el Guinness World Records lo había definido como el hombre más pequeño del mundo. Técnicamente no era un enano, sino una víctima de la osteogénesis imperfecta, una enfermedad que impide el crecimiento. Durante las pruebas de Lo show dei record («El show de los récords»), programa presentado por Paola Perego, Pingping sintió fuertes dolores en el pecho. Fue llevado al hospital, donde murió al cabo de unos días. El anuncio fue dado en Londres por los editores del Guinness World Records, que precisaron que el «minúsculo chino» había fallecido presumiblemente por «complicaciones cardiacas». Mientras tanto, las agencias informaron que los derechos de sucesión al récord recaerían en el «nepalés Khagendra Thapa Magar, de tan solo cincuenta y seis centímetros de altura, dieciocho menos que Pingping, pero todavía no reconocido oficialmente» por ser demasiado joven y considerarse que todavía estaba en edad de crecer.

EL «VERDADERO» DON QUIJOTE

Sucedió un día de julio de 1581, a lo largo de los pocos quilómetros de camino que separan los pueblos del Toboso y Miguel Esteban. A causa de una no muy bien precisada disputa territorial entre clanes, un tal Francisco de Acuña, hidalgo, intentó asesinar a otro tipo llamado Pedro de Villaseñor, también él hidalgo. Hasta aquí nada de sorprendente: ya se sabe, eran tiempos de tomarse la justicia por la mano. El episodio habría quedado olvidado en los archivos si no hubiera tenido lugar en la Mancha profunda y el susodicho De Acuña no hubiera actuado al más puro estilo de don Quijote. Es decir, a caballo, llevando una vetusta armadura solariega —con yelmo y escudo— y persiguiendo a su hombre con una lanza de la longitud de una pértiga. Al haber tenido la excelente idea de no ir por ahí metido dentro de una coraza durante el tórrido verano manchego, el rival lo tuvo fácil para escapar de la emboscada saliendo ágilmente por piernas. Pero se produjo un gran desconcierto en una comunidad que ya había sufrido los excéntricos atropellos de la arrogante familia De Acuña. El último se había producido tan solo unas semanas antes, cuando Francisco y su hermano Fernando habían sembrado el terror por la zona para vengarse de un veredicto desfavorable para ellos pronunciado por el Consejo comunal. Siempre ataviados cual zombis venidos del medievo, habían agredido con insultos y amenazas a cualquiera que se les pusiera a tiro. Todo ello, además, en una noche, la de San Juan, que la tradición envuelve en un halo de embrujo.

¿Pero esos bellacos lo eran o se lo hacían? ¿Y qué era el hábito de vestirse con antiguallas? ¿Una trapacería goliardesca o megalomanía digna de interés psiquiátrico? ¿Se disfrazaban solo para asustar a sus adversarios y a los patanes de la comarca, o bien en el anacronismo buscaban realmente reencontrar el estremecimiento de un mítico pasado caballeresco —quizá totalmente falsificado, pero tan bello y perdido— capaz de restituir la autoestima al fieltrado blasón de la familia, de aliviar las miserias de un presente antiheroico, desolador como las tierras que tenían en torno? «Nostalgia. Tenemos motivos para creer que la nostalgia operaba como una auténtica potencia en el imaginario y en las costumbres de cierta pequeña nobleza manchega», asegura Isabel Sánchez Duque mientras lanza una mirada de complicidad a su colega Francisco Javier Escudero. Son dos valientes investigadores —ella arqueóloga, él especialista en archivos— que han encontrado documentos para una tesis rompedora. La cual, grosso modo, suena más o menos así: aquello que inspiró en Cervantes el personaje de don Quijote no fueron, o no solo, las lecturas, sino también la crónica trivial, los sucesos y los incidentes ocurridos en la Mancha del siglo XVI.

Pero ¿cómo el noble «desfacedor de agravios, enderezador de entuertos, el amparo de las doncellas» habría tenido por modelo al ruin Francisco de Acuña? Los dos investigadores se muestran bastante convencidos. Y resuelven la aparente contradicción con estos argumentos: «Cervantes era muy amigo de los Villaseñor, que son citados en su última obra, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. Podría haber escrito el Quijote para ridiculizar a los De Acuña, enemigos de la familia a la que estaba ligado. Y, por otro lado, la novela, o al menos la primera parte, es una parodia, una burla». A primera vista, este propósito mordaz puede resultar algo desconcertante. Pero no tanto si se tiene en cuenta que sus contemporáneos, las élites alfabetizadas de la época, leyeron el Quijote esencialmente como un libro cómico. Fue dos siglos después cuando los románticos quisieron ver en el caballero a un héroe semitrágico, símbolo de la lucha entre el ideal y la prosaica mezquindad de la vida. Una interpretación enfática que, lamentablemente, se convirtió en hegemónica y continúa condicionándonos.

Para defender su hipótesis, Escudero y Duque aportan también otros elementos. «En el linaje de los De Acuña existía sin duda una vena colérica que rayaba en la locura. Pero el loco verdadero era Fernando, el hermano de Francisco. Mire aquí», dicen mientras me pasan unos documentos procesales del siglo XVI que les restituyo al momento, puesto que están escritos en una grafía que me resulta jeroglífica. Los documentos explican otras gestas del turbulento Fernando. Por ejemplo, en 1584, sintiéndose ultrajado durante una misa, se desquició: volcó el altar, trepó al arca del Santísimo Sacramento, sobre la que saltó repetidamente. O aquella otra vez, durante una procesión de la Virgen, cuando, al verse relegado al final del cortejo, limpió la afrenta a su modo: tras arrancar la gran cruz del baldaquino, la utilizó a modo de espada para emprenderla a golpes contra las molleras de los presentes.

Era así, el hidalgo Fernando. Entendámonos, no es que el otro De Acuña fuera un blandengue, pero en Francisco parece que convivían al menos dos personalidades. Por una parte, el vengativo matón del vecindario; por otra, un defensor del pueblo que, por ejemplo, se pone de parte de los molineros cuando se establecen nuevas tasas sobre los molinos de viento recientemente introducidos en la zona. Asimismo, Francisco no dudó en proteger de las acusaciones de promiscuidad a una chica que revoloteaba de un amante a otro sin querer casarse. Se llamaba Francisca Ruiz y, según los dos detectives, podría haber inspirado a Cervantes el personaje de la pastora Marcela, la sexi y deseadísima cabrera que reclama para las mujeres el derecho a rechazar las proposiciones amorosas. Es cierto que, si se lleva muy lejos, el juego del «quién era quién» corre el riesgo de hacerse mecánico. Pero Escudero y Duque le han cogido gusto. Aseguran que incluso han identificado la verdadera identidad de Dulcinea, la campesina del Toboso que don Quijote transfigura en princesa.

Pero volvamos a él, al «ingenioso hidalgo de la Mancha». Cervantes dice que, antes de autoproclamarse fraudulentamente caballero con el nombre de don Quijote, su héroe se llamaba Alonso Quijano. Por esto durante mucho tiempo se ha considerado que el escritor podría haber tenido en mente a un tal Alonso Quijano Salazar. Sin embargo, actualmente Escudero se inclina por excluirlo: «Aquel Quijano era un monje agustino. Murió mucho antes de que Miquel viniera al mundo y en las zonas de las que habla el libro no queda prácticamente rastro de él. En cambio, más factible es la idea de que, gracias a sus contactos manchegos, Cervantes tuviera noticia de otro Quijano: un tal Rodrigo, un criador estafador, un pícaro que intentó comprarse el título de hidalgo y se movió por los mismos lugares referidos en la narración». Eso es: los lugares. Si vais a la Mancha con la esperanza de que la vexata quaestio sobre la génesis de la novela pueda desenmarañarse un poco, lo tenéis claro. En la región las siluetas de don Quijote y su escudero Sancho son omnipresentes. No hay pueblo que no reivindique algún tipo de relación con el libro o el autor. Cómplice la gastronomía —los innumerables vinos, la legendaria caza, los formidables quesos—, la Ruta de don Quijote se ha transformado desde hace tiempo en un suculento negocio turístico. Lo malo es que, de rutas cervantinas, hay al menos una docena. Cada uno ha diseñado la suya, llevándola hacia su propio pueblo. Supuestos o no, enclaves, ruinas, reliquias: por todas partes tropiezas con huellas del imaginario caballeresco, que viene alegremente confundido con el hombre que lo inventó. En Alcázar de San Juan juran, con certificado de la época incluido, que Miguel de Cervantes Saavedra habría nacido allí y no en Alcalá de Henares como se lee en todos los libros. En Argamasilla de Alba te venden un antiguo sótano como la celda en la que estuvo encarcelado el escritor. Y antes de irte te recuerdan incluso que el verdadero Quijote fue un tipo del lugar: un tal Pacheco, un desdichado cuyas terribles jaquecas le volvieron loco. A treinta kilómetros de allí, con casco de espeleólogo proporcionado por los guardas, puedes también meterte en la cueva de Montesinos, de la cual don Quijote salió explicando inauditas visiones. Mientras que en el pueblo de Miguel Esteban descubres que las familias en guerra de los De Acuña y de los Villaseñor vivían a pocos metros una de otra, en un callejón actualmente anónimo con aparcamientos para coches. En un espacio tan reducido la enemistad no podía durar, y, de hecho, los clanes acabaron por emparentarse. Pero las etapas más ortodoxas del itinerario quijotesco son el conmovedor pueblo del Toboso, con un bello palacete señorial rebautizado Casa de Dulcinea, y Campo de Criptana, con sus diez famosos molinos de viento desde cuya solitaria altura desafían la Mancha, plana como un CD, y que merecen el viaje por sí mismos.

Ante similar macedonia, tan cervantina, de informaciones falsas, fabuladas o verdaderas, el escritor e hispanista holandés Cees Nooteboom se rindió, y declaró: «Basta, en la Mancha me creo todo aquello que me digan». Tenía razón. Tragarse cualquier patraña es la actitud más sensata que se puede adoptar en circunstancias similares. Sobre todo cuando se trata de una novela como el Quijote, donde el artificio, el dato apócrifo, lo oído, juegan siempre al escondite con la realidad. En todo caso, el verdadero problema es otro: que a día de hoy no se tiene la más mínima prueba de que Miguel de Cervantes haya pisado nunca la Mancha. Habiendo viajado mucho durante su vida, es improbable que, al desplazarse de una punta a otra de España, haya podido evitar esta zona. Según los estudiosos, serían veintiún los viajes que podrían haberlo llevado a transitar por aquellas regiones. No son pocos. Pero todavía no se dispone de la pistola humeante. Y esta tal vez sea la única certeza respecto a la cual la inmensa mayoría de los litigiosos expertos cervantinos parecen estar de acuerdo. A propósito, ¿cómo han reaccionado los académicos ante las nuevas hipótesis de Escudero y Duque? Sin reaccionar. Excepto un par de comentarios publicados en El País marcados por la máxima prudencia, los filólogos callan. Para ellos, la fuente de la cual ha surgido el Quijote continúa siendo la misma: la libresca. En efecto, es muy rica la literatura, a la cual Cervantes podría haber recurrido, que antes de él tuvo la idea de caricaturizar la álgida figura de un caballero andante. Pero todavía continuamos preguntando: ¿por qué Cervantes escogió justamente la Mancha para ambientar la novela? Normalmente te responden: por exigencia cómica. Puesto que proverbialmente la región era sinónimo de lugar atrasado y pueblerino en el que nunca podría haber sucedido nada épico. Sea.

Resta el hecho de que, si bien llena de incongruencias —como, por otro lado, la trama del libro—, la geografía del Quijote está repleta de detalles exactos. ¿Cómo es posible? En archivos y bibliotecas hay personas que se exprimen el cerebro para tratar de explicarlo. Pero, ya haya estado Miguel verdaderamente allí o se la hayan explicado, la Mancha del Siglo de Oro es un universo fascinante. Un mundo que, pese a las rigideces del «Estado estamental», el riguroso sistema por estamentos (clero, nobleza y, por debajo, el resto), no era en absoluto somnoliento. El componente social más dinámico era el constituido por los hidalgos, la baja nobleza que, con centenares de miles de miembros, representaba el noventa por ciento del «segundo estado». Una petite noblesse en torno a la cual —cómplice de ello el Quijote— han cristalizado con el tiempo toneladas de tópicos que ahora los nuevos estudios están reduciendo. El hidalgo (es decir, «el hijo de algo o de alguien», de la riqueza o de un individuo cuya genealogía se puede trazar) gozaba ciertamente de exenciones fiscales; estaba dispensado de la carga de alojar y aprovisionar las tropas de paso; no podía ser sometido a tortura ni acabar en la cárcel por deudas. Pero no es cierto que —en la línea del empobrecido Quijote, que dilapida casi todo su capital en libros— la mayor parte de este grupo social lo pasara mal. Ello dependía de la prudencia con la que se gestionaban las rentas y el patrimonio. En teoría, en cuanto nobles, los hidalgos no deberían haber tenido que trabajar. Y, de hecho, el héroe cervantino no trabaja. Sin embargo, no faltaban aquellos que lo hacían. Sobre todo en las regiones septentrionales —Asturias, Cantabria, Vizcaya—, donde la hidalguía estaba extendida entre las masas: podía alcanzar el ochenta y nueve por ciento de la población. ¿Todos caballeros? No, todos hidalgos. En tal situación, es obvio que —sin renunciar a sus privilegios— incluso estos nobles tuvieran que ocuparse de la agricultura o la ganadería. El parasitismo mayoritario habría significado la parálisis de la economía. Esta nobleza de cuarta clase —tras los Grandes de España, la nobleza titulada y los caballeros— no constituía un grupo compacto, sino permeable a la entrada de nuevos miembros procedentes de la burguesía y articulado en subgrupos que a menudo se miraban con malos ojos. Podían enzarzarse por la dudosa transparencia de ciertos pedigrís. ¿Hidalgo usted? Hágame el favor…

En lo más alto estaban los hidalgos puros: «notorios o de casa solariega» —es decir, reconocidos desde hacía generaciones o arraigados con una antigua morada en un determinado territorio—; a continuación venían los «hidalgos de ejecutoria» —aquellos que, con documentos en mano, habían demostrado ante un tribunal la sangre que corría por ellos—; cerraban el pelotón los «hidalgos de privilegio», personas a las que la Corona concedía (o más a menudo vendía —y a precio muy alto—) el título por los méritos alcanzados. Entre estos, ser muy prolífico: si, por ejemplo, proporcionabas a la patria siete hijos, podías aspirar al reconocimiento. Incluso aunque el pueblo llano se burlara de ti llamándote «hidalgo de bragueta». Algunos hacían carrera en el clero o la administración, pero la principal salida profesional continuó siendo el oficio de las armas. Estaban atestados de estos nobles los Tercios, las mortales unidades militares empleadas en las campañas de Italia y Flandes. Y más de un hidalgo se distinguió en la voraz conquista de las Indias. «Linaje, honra, fama, limpieza de sangre», es decir, con sangre no «infectada» por contaminaciones moras o judías. Al igual que con el resto de cosas, también sobre los altivos (y negociables cuando se presenta la ocasión) requisitos de la hidalguía manchega Cervantes —a quien alguno atribuye ascendencia hebrea— no puede hacer otra cosa que ironizar. Y lo hace con aquel típico cóctel de agudeza y pietas cuyo secreto era custodiado por su genio.

Pero el último secreto cervantino no se esconde en la Mancha: está en Madrid. En las criptas de las Trinitarias, el convento donde el escritor fue enterrado en 1616. El rastro de sus restos se perdió. Sin embargo, dado que podrían encontrarse todavía allí debajo, para sacarlos a la luz se formó un equipo capitaneado por el reconocido antropólogo forense Francisco Etxeberria. Al no quedar ningún descendiente de Cervantes, resulta difícil recurrir a la prueba del ADN. Para la identificación se han basado en otros indicios: los dientes —Miguel confesó hacia el fin de sus días que ya solo tenía seis— y las lesiones en la mano que le quedó paralizada tras el disparo recibido durante la batalla de Lepanto. En el 2015, en el marco del cuarto centenario de su muerte, los científicos anunciaron que habían encontrado sus restos. Pero no todo el mundo está convencido de que sean los verdaderos. Y el misterio continúa sin resolver.

¿El misterio del Quijote? «Que se quede sepultado en sus archivos en la Mancha», escribía burlonamente Cervantes. Casi como si dijera que aquel que se adentrara en el enigma no saldría vivo. Sonaba como una socarrona maldición a lo Tutankamón. Los profanadores están avisados.

LA SÁTIRA Y LA ESPADA

En la plaza de la Villa, entre atisbos embrujadores del antiguo Madrid, desemboca una vía angulosa que tiene nombre de calle pero dimensiones de callejón: la calle del Codo. Parece que por la noche, cuando regresaba a casa de sus juergas en burdeles y tabernas, Francisco de Quevedo se detenía habitualmente allí para aliviar la vejiga. Orinaba siempre contra el mismo edificio. Irritado por las periódicas micciones, quien vivía allí dentro decidió colocar en la pared una santa cruz. Pero al día siguiente descubrió que no había tenido efecto disuasorio. Furioso, el vecino añadió el escrito: «No se mea donde hay cruces». Y a la mañana siguiente, además del habitual reguero, encontró la réplica: «No se ponen cruces donde se mea». No tropezaréis con anécdotas de este tipo —muchas de ellas apócrifas— en la valiosa Vida de Francisco de Quevedo y Villegas, escrita en 1663 en español por el erudito de Apulia Paolo Antonio di Tarsia. No se recoge el episodio porque, más que de una biografía, se trata de una hagiografía. Una empresa en cierto modo prodigiosa, siendo Quevedo una figura muy poco apropiada para la santificación. Él mismo era el primero en admitirlo: «Hombre de bien, nacido para el mal […]; mozo dado al mundo, prestado al diablo». De esta forma se describía a sí mismo don Francisco, la mente más vertiginosa del Siglo de Oro tras Cervantes, cuya universalidad y aún menos sabiduría nunca alcanzó. ¿Quién era en cambio Di Tarsia? Un abad de Conversano (Bari) que tuvo la dudosa fortuna de ser escogido como secretario del siniestro conde Giovan Girolamo Acquaviva, conocido como el Guercio delle Puglie (‘el Tuerto de Apulia’). Un raja capaz de combinar mecenazgo y crueldad. La leyenda negra narra que practicaba con fruición el ius primae noctis y se sentaba sobre asientos de piel humana. Fábulas. No obstante, a causa de los abusos feudales Acquaviva fue juzgado en España y arrojado a prisión. Cuando salió estaba consumido, y falleció durante el camino de regreso a Italia. Pocos meses después también murió el fiel Di Tarsia. Había intentado entrar en la corte madrileña, pero no lo había logrado. In extremis consiguió publicar la primera Vida de Quevedo. Texto encomiástico y al mismo tiempo sutilmente trágico, donde la triste parábola del biografiado refleja la del narrador.

Poeta solicitado, satírico de contagiosa mordacidad, prosista visionario, espía, espadachín… Se ha definido a Quevedo como «una perrera de almas». De buena familia, fue educado todavía mejor. El padre ocupaba un importante cargo en palacio, la madre era una alta dama de la corte. Lo enviaron a estudiar con los jesuitas, después a la Universidad de Alcalá de Henares. A los veinte años Francisco ya manejaba con soltura hebreo, italiano, francés y portugués, así como griego y latino, «lenguas que si no estuvieran muertas habría que matarlas», maldice al pensar en ellas. Sabe leer también el árabe, el siríaco y el arameo. Por carta, debate de igual a igual con el humanista flamenco Justo Lipsio. De gran precocidad, pero físicamente desgraciado: miope, cojo, piernas torcidas, pies deformes. Un nerd del siglo XVII. Pero, a diferencia de los actuales cerebritos, para nada sedentario ni asocial. En los años universitarios —que, novelados, se convirtieron en materia para los episodios picarescos de la novela La vida del Buscón— juega a cartas, se emborracha, polemiza, liga. Un Jueves Santo, mientras asiste a misa, ve a un tipejo abofetear a una doncella. Quevedo lo saca fuera, cruzan sus espadas y el tipo acaba agonizando sobre la plaza. Pero el verdadero exploit juvenil fue otro. En Madrid había un fanfarrón, un tal Luis Pacheco de Narváez, que presumía un montón con la espada y llegó a ser entrenador personal del rey Felipe IV. Defendiendo que la esgrima era equiparable a una ciencia, había concebido un manual repleto de fórmulas, esquemas, figuras euclidianas, en el que el arte del duelo venía more geometrico demonstrata. Quevedo lo desafía. Y al primer asalto le quita el sombrero junto con bastante credibilidad.

En la corte, la inquieta inteligencia de Francisco lo catapulta al torbellino de los chismorreos. Escribe alados sonetos y pasquines. La sátira no es sino la extensión verbal de la espada. Uno de los principales destinatarios de sus pullas es el poeta rival Luis de Góngora. Mediante rimas, Francisco de Quevedo lo trata de sacerdote afeminado, ludópata e incluso filojudío. El colérico Luis contraataca reduciendo el adversario a escritorzuelo tullido y dado al vino. Quevedo no cede. Sabiendo que se encuentra abrumado por las deudas de juego, hace que desalojen a Góngora de su casa madrileña y se va a vivir allí. No sin antes «desgongorizarla» y desinfectarla a la perfección. Del edificio solo resta hoy una placa dedicada a Quevedo; está en el antiguo Barrio de las Letras, a un paso de la casa de Lope de Vega y a dos de aquella en la que murió Cervantes.

Di Tarsia resulta enternecedor cuando asegura que don Francisco «fue poco ambicioso». En 1606 Quevedo entra en connivencia con el duque de Osuna, un prometedor golden boy de la política imperial, pronto nombrado virrey de Sicilia. Francisco de Quevedo lo sigue hasta Palermo como «asesor». Pero a Osuna el cargo se le queda corto: apunta hacia el más prestigioso gobierno de Nápoles. Por ello, envía a Quevedo a Madrid para untar a los dignatarios que favorecerán su designación. Misión cumplida. Al lado del nuevo virrey de Nápoles, Francisco es nombrado caballero de la exclusiva Orden de Santiago y se lanza a más increíbles complots. Como la conjura de Venecia, 1618. Para acabar con la hegemonía de la Serenísima en el Adriático, la exitosa compañía Osuna & Quevedo planea un golpe a realizar en la fiesta de la Ascensión, esto es, durante las ceremonias con las que cada año la república lagunera celebra su propia apoteosis. La idea es tomar al dogo como rehén y llevarlo a Nápoles. Pero los servicios secretos venecianos no habían nacido ayer. Pocos días antes del golpe el plan es descubierto. Quevedo se escabulle de Venecia disfrazado de vagabundo mientras en los canales flotan a decenas los cadáveres de los conspiradores. También elude los controles gracias a su italiano fluido. Por la necesidad ha aprendido incluso el veneciano. Sale de esta, pero el fiasco en la Laguna es el inicio de su ruina. Tanto para él como para su protector Osuna. Asediado por las polémicas, el rey Felipe III se libra de ambos.

Quevedo es encarcelado en el todavía espléndido monasterio de Uclés, en Cuenca, y después se le impone arresto domiciliario en Torre de Juan Abad. Es un pueblecito a caballo entre la Mancha y Andalucía donde ha heredado una modesta propiedad. No obstante, todo cambia en Madrid. En 1621 muere el rey. Le sucede su hijo Felipe IV, que elige como valido al impetuoso conde-duque de Olivares. Quevedo no es que lo aprecie demasiado, pero se recicla. Es readmitido en Madrid. Si bien siempre ha sido un soltero empedernido, un monumental misógino y, por ello, un gran consumidor de sexo mercenario, llega incluso a casarse. Para birlarle la dote, se desposa con una mujer entrada en años, aunque poco después se separan y ella muere sin dejarle un céntimo. Sin blanca, Francisco filosofa, traduce noventa cartas de Séneca, en passant se carga también a Juan Ruiz de Alarcón como había hecho con Góngora. Podría resurgir en las camarillas cortesanas, pero el demonio de la mordacidad lo consume. Es más fuerte que él. Un día, enrollado en su servilleta, el rey encuentra sobre la mesa un memorial en verso que destroza a Olivares. Quevedo es de nuevo arrestado. Lo recluyen en el convento de San Marcos en León, que actualmente es un hotel de lujo. Vive allí durante cuatro años, con un cuerpo que se le marchita. Las pústulas se gangrenan. Estoico, se las cauteriza él mismo, refiere Di Tarsia.