Portada: Mitos y leyendas inuit. Knud Rasmussen
Portadilla: Mitos y leyendas inuit. Knud Rasmussen

 

Edición en formato digital: enero de 2020

 

Esta traducción ha recibido una ayuda de

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Título original: Myter og sagn fra Grønland e Inuit fortæller

Colección dirigida por Michi Strausfeld

En cubierta: ilustración © iStock.com / ilbusca

En interior: fotografía de Knud Rasmussen por Sueddeutsche Zeitung Photo / Alamy Stock Photo

© De la edición, traducción y prólogo, Blanca Ortiz Ostalé

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-17996-81-9

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

El hombre al que precedía su sonrisa

 

MITOS Y LEYENDAS INUIT

 

La visión inuit del mundo

La aparición de los hombres hace mucho, mucho tiempo

Sol y Luna

Venus

Nalíkátêq

El hombre luna y el ladrón de entrañas

Cómo apareció «la fuente de carne»

Los espíritus del trueno

Cómo apareció la niebla

El país de los muertos en el cielo

El país de los muertos en el inframundo

La anciana que visitó el país de los muertos

El viaje de Nivigkana al país de los muertos

Anngiak, el niño traído al mundo en secreto

El alma que pasó por todos los animales

 

Fábulas de animales

Piojos

La mujer que se casó con una gamba

La carrera del piojo y el gusano para llegar hasta el hombre

El cuervo casadero

La mujer que crio un gusano

La mujer que se casó con un perro

El hombre que se casó con un zorro

La mujer que se casó con un zorro

La niña perdida que se encontró con un zorro con forma humana

Los osos que cazaban belugas en una grieta

La mujer que adoptó a un oso

La larva

La mujer que tomó por esposo a un gran gusano cuando estos aún tenían rostro humano

Los osos que tenían apariencia humana

El hombre que se casó con un somormujo

El solterón cortejado por los insectos

La ballena y el águila

Cuando los cuervos hablaban

 

Leyendas épicas

Kunuk, apodado Uiartoq (el que dio la vuelta al mundo)

Los dos amigos que quisieron ver el mundo

Mitsima, el que murió congelado

El perro gigante

 

Historias de muerte y venganza

Los gansos que devolvieron la vista al ciego

El huérfano que se vengó de siete enemigos a un tiempo

Igimarasugssugssuaq

La leyenda de Pigssik, el caníbal

El hombre que no respetaba el tabú

La vieja canosa

Paatusoorsuaq, el que asesinó a su tío

El espíritu del estiércol

Qaqqaatsuliit

El abuelo, el nieto y los hombres furiosos y malvados que llevaban sus pieles impermeables

Pamêq

 

Encuentros con otros pueblos

La leyenda de los Qavdlunâtsiait

Pukkitsulik, el Holandés

El robo frustrado de los hombres blancos

Tissikoorsuaq

El tuerto del interior en el monte Kingittoq

Kamikinnak

El cazador que visitó a los enanos Qallakitsoq y Makkutooq

El solterón y el remo de hueso de esternón

Allarneq, el gran glotón

Usorsaq, cola de cuchillo

Iliarsunnguit (los huerfanitos)

Suakak, la mujer que se casó con un habitante del interior

El chamán de Kuugarmiut

Seersoq, el enano montañés

Los indios

La historia del hechizado al que los demás no podían ver

 

Cuentos curiosos

El gigante

La mujer que tenía cola de hierro

El comilón

El oso, el «colacuchillo» y el «lomo de sierra»

Hambre

 

Glosario

 

SueddeutscheZeitungPhoto.tif 

 

Knud Rasmussen

Prólogo

El hombre al que precedía su sonrisa

El 21 de diciembre de 1933 toda Dinamarca se vistió de luto. Acababa de perder a su último gran héroe; a un explorador polar que llevó a cabo una hazaña que presenció el mundo entero; a un hombre fascinante que tenía dos corazones —uno inuit y otro europeo— y que, ya adulto, regresó al paraíso perdido de la infancia en busca de una cultura que empezaba a apagarse; a Knud Rasmussen o, como lo llamaban, el hombre al que precedía su sonrisa.

Knud Rasmussen nació en 1879 en Jakobshavn —la actual Ilulissat—, una pequeña población situada en la costa oeste de la colonia danesa de Groenlandia, y fue el mayor de tres hermanos. Su padre, pastor protestante, era danés y su madre, nacida en la colonia, era danesa e inuit. Como los niños locales, Knud se crio en completa libertad. Tuvo una infancia feliz en la que aprendió a hablar groenlandés y a manejar con soltura un trineo de perros, dos habilidades que más adelante le resultarían decisivas. Fue en aquellos años de la infancia cuando oyó contar a una anciana una leyenda que quedaría grabada para siempre en su memoria: la historia de los legendarios pobladores del norte, las gentes más septentrionales del planeta. Desde aquel momento, su meta fue encontrarlos.

El universo de Knud se desbarató en 1891 cuando su familia lo envió a Dinamarca a continuar sus estudios. A la edad de doce años se vio arrancado del mundo que conocía e inmerso en otro totalmente distinto donde regían otras reglas y lo aprendido hasta entonces le servía de muy poco. Fueron años difíciles de malas calificaciones y cursos repetidos, años de nostalgia y sueños con los paisajes helados, pero felices de la infancia. A pesar de los escollos, supo desde el primer momento ganarse a sus profesores y a sus compañeros. Cuenta uno de ellos que su llegada al instituto estuvo precedida por todo tipo de rumores y que era aguardada con gran expectación. ¿Cómo sería? ¿Muy esquimal? Cuando llegó comprobaron que se le entendía al hablar, sí, pero tenía el cabello fosco y oscuro, la nariz aguileña y un potente chorro de voz. No tardó ni dos segundos —como haría toda su vida— en meterse a todo el mundo en el bolsillo y destacar como un buen camarada ingenioso y divertido. A pesar de sus escasos 1,65 metros de estatura, conquistaba a cuantos lo rodeaban a fuerza de encanto, carácter e imaginación a la hora de contar historias.

Concluidos los estudios, Knud no acababa de encontrar su camino y probó fortuna sin demasiado éxito en diversos campos, entre ellos la ópera y el teatro. Siempre tuvo muy claro que quería regresar a Groenlandia, pero ahora que su familia al completo se había trasladado a Dinamarca, carecía de los medios para ello.

En el año 1900 dio al fin con la senda que seguiría toda su vida. Tras conseguir un trabajo como corresponsal de un periódico por mediación de su padre, pudo unirse a una pequeña expedición cuyo destino era Islandia. Allí conoció al periodista, etnólogo y explorador Ludvig Mylius-Erichsen, un encuentro que marcaría su destino. Cuando, en 1902, Mylius-Erichsen organizó la Expedición Literaria a Groenlandia, no dudó en contar con aquel joven que podía aportarles su experiencia y sus valiosos conocimientos. El 1 de junio de 1902 zarpó, pues, de Copenhague la expedición integrada por Mylius-Erichsen —al frente del grupo—, el pintor Harald Moltke, el médico Alfred Bertelsen y un jovencísimo Rasmussen de solo 22 años. Una vez en su destino se les sumó Jørgen Brønlund, groenlandés y compañero de la infancia de Knud, que los acompañó en calidad de intérprete. El objetivo «oficial» de la expedición era recoger material de carácter antropológico y sociológico para luego plasmarlo en textos, dibujos y pinturas, así como estudiar el estado de las relaciones entre Dinamarca y Groenlandia; la realidad era que los impulsaba una sed infinita de aventuras.

Durante el viaje, que duró de 1902 a 1904, Knud comenzó a recopilar los mitos y leyendas que le narraban los groenlandeses, labor a la que dedicaría gran parte de su vida. Cuenta Moltke en sus escritos que, mientras que las entrevistas que hacía Mylius-Erichsen con ayuda del intérprete tenían más de interrogatorio que de amigable charla, Knud sabía ganarse la confianza de los groenlandeses con un humor chispeante que los nativos apreciaban mucho, de modo que de las tiendas y casas que visitaba siempre salía un coro de risas. Esto no ayudó a mejorar las ya tensas relaciones con Mylius-Erichsen, quien veía en Rasmussen un rival capaz de arrebatarle el mando de la expedición y, tal vez, la gloria.

Uno de los grandes hitos de la Expedición Literaria fue, sin duda, el encuentro en cabo York con los legendarios inuit polares de la infancia de Knud, que jamás habían tenido contacto con daneses. En sus libros y diarios, el explorador describe el emocionante momento en que los ve por primera vez en medio de la ventisca, los abraza y se comunica con ellos en su propia lengua. Había cumplido un sueño. En un tiempo de exploraciones y grandes descubrimientos, la época de Shackleton, Amundsen, Peary, Scott, Nansen, los años de la conquista de los Polos, Knud Rasmussen no ambicionaba ser el primero en llegar a ninguna parte; lo que a él le interesaba eran las personas.

El regreso a Dinamarca fue el inicio de la fama. Además de entrar en contacto con los inuit polares, habían demostrado que la bahía de Melville era transitable. Recogieron sus experiencias en varios libros y artículos que les permitieron recaudar fondos y empezar a planear nuevas gestas. Sin embargo, la relación entre Rasmussen y Mylius-Erichsen se había resentido de los roces del viaje hasta tal punto que este no contó con Knud para su nuevo proyecto, la Expedición Dinamarca. Y, como se verá, fue una suerte. Los objetivos del viaje eran tan variados como completar la cartografía de la costa oriental, atravesar el inlandis o hielo interior de Groenlandia, encontrar el canal de Peary o conseguir que toda la isla quedase en manos danesas. En mayo de 1907, un pequeño grupo compuesto por Mylius-Erichsen, Brønlund y Høeg-Hagen se separó del grueso de la expedición en busca del canal de Peary. Nadie volvió a verlos con vida. Algunos meses después, un equipo de rescate encontró el cadáver de Brønlund y, junto a él, su pequeño diario negro. La última anotación decía así:

 

Perecí en el fiordo 79 latitud Norte tras intentar regresar atravesando el inlandis. En el mes de noviembre llegué hasta aquí a la luz de una luna en cuarto menguante y no pude avanzar más a causa de la congelación de los pies y la oscuridad. Los cuerpos de los demás se encuentran en el fiordo, frente al glaciar (a unas dos millas y media). Hagen murió el 15 de noviembre y Mylius alrededor de diez días más tarde.

 

Los cuerpos de Mylius-Erichsen y Høeg-Hagen no aparecieron jamás.

Rasmussen volvió a Groenlandia muchas veces más. En 1910 fundó una estación comercial junto a cabo York a la que puso el nombre de Thule. Fue su fuente de ingresos más importante durante el resto de su vida, pues en ella los inuit podían conseguir productos occidentales como café y municiones a cambio de pieles de zorro polar, que se vendían muy bien en Europa. Así Knud reunió la cuantiosa financiación que necesitaba para sus expediciones. Llevó a cabo siete más —conocidas con el nombre de Expediciones Thule—, algunas de ellas en compañía de su inseparable compañero y amigo Peter Freuchen, un gigante de dos metros que abandonó sus estudios de Medicina para hacerse explorador. Freuchen, quien, entre otras muchas proezas, tuvo que amputarse él mismo varios dedos congelados y perdió una pierna, fabricaba cuchillos con sus heces congeladas, luchó contra el nazismo como miembro de la resistencia danesa durante la Segunda Guerra Mundial y ganó un millonario concurso televisivo en los Estados Unidos, relató sus muchas aventuras y experiencias en varios libros.

Entre las hazañas llevadas a cabo por Knud Rasmussen en las Expediciones Thule se cuenta haber sido el primero en atravesar el inlandis, confirmar la inexistencia del canal de Peary, que en realidad es un fiordo, o lograr que su país obtuviese la soberanía sobre toda Groenlandia frente a Noruega, que reclamaba una parte del territorio; pero sin duda la mayor gesta de todas fue la lograda en una de ellas. La Quinta Expedición Thule partió de Dinamarca en 1921 y se prolongó durante tres años y medio. En compañía de un equipo de científicos, Rasmussen viajó desde Groenlandia hasta el confín noreste de Canadá. El objetivo oficial era cartografiar y estudiar aquella zona desértica, pero Knud tenía sus propios planes. Cuando, tras un año y medio, el grueso de la expedición se disponía a regresar a Dinamarca, él se separó de los demás y se lanzó al mayor reto de su vida: atravesar todo el norte del continente americano en trineos de perros y, a través de Alaska, llegar hasta Siberia en un recorrido de 18.000 kilómetros, visitando a su paso a todas las tribus inuit en busca de rasgos comunes en su lengua y tradiciones. Y lo logró. Él solo, en compañía de dos inuit polares, un joven cazador y una muchacha.

Fue una hazaña cultural que presenció el mundo entero y que demostró su teoría de que todos los inuit, desde Groenlandia a Siberia, eran un solo pueblo que, en la noche de los tiempos, había migrado siguiendo esa misma ruta que él había recorrido, pero en sentido inverso. Rasmussen regresó a la capital danesa convertido en un héroe. Había recogido por escrito varios volúmenes de leyendas y tradiciones orales de una cultura a punto de desaparecer absorbida por el mundo occidental, y ahora enviaba al Nationalmuseet de Copenhague una colección de cerca de 20.000 piezas inuit, que situaron a Dinamarca a la cabeza de la esquimología mundial. La Universidad de Copenhague nombró doctor honoris causa al hombre que a duras penas había conseguido acabar el bachillerato, ahora amigo íntimo del primer ministro, recibido por el rey y aclamado por el pueblo. El gran viaje en trineo, el libro en el que relataba sus experiencias en la Quinta Expedición Thule, se convirtió en un best-seller.

Knud Rasmussen, que defendió hasta el final los intereses y los derechos del pueblo inuit, fue capaz de hacer aún dos expediciones más. En 1933, durante la Séptima Expedición Thule —en la que rodó un largometraje de ficción escrito por él mismo donde mostraba la vida de los groenlandeses—, contrajo una infección estomacal. En vista de que su estado se agravaba día a día, lo trasladaron a Dinamarca, donde permaneció dos meses ingresado en un hospital hasta que, tras complicarse la enfermedad con una neumonía, murió en el mes de diciembre, cuando empezaba ese invierno del que decía que quien no lo ama es porque no lo ha vivido.

 

 

Rasmussen era consciente de que nuestra civilización acabaría devorando la cultura inuit y trató de llevar a los groenlandeses hacia el futuro con la mayor suavidad posible. Sin embargo, estaba lejos de imaginar lo que ocurriría a su muerte. En 1937, Dagmar, su viuda, vendió la colonia de Thule al Estado danés, y en 1941, se estableció una base aérea norteamericana a tan solo diez kilómetros de la estación comercial y del poblado donde vivían los inuit polares. Más adelante se les dio la orden de trasladarse a un nuevo asentamiento situado más al norte y se les concedió un plazo de cuatro días para abandonar su poblado. Nadie escuchó las protestas del consejo de cazadores creado por Rasmussen para que los groenlandeses decidieran sobre sus tierras.

El legado que Knud Rasmussen nos dejó en forma de relatos y mitos groenlandeses tiene un valor incalculable. Es el fruto de más de treinta años de laborioso trabajo en encuentros cara a cara con los hombres y las mujeres inuit que accedieron a contarle unas historias transmitidas hasta entonces oralmente de generación en generación para acortar las largas noches de invierno. Rasmussen los escuchaba a la luz de la lámpara de grasa y, tras oír cada relato, les hacía repetirlo y lo anotaba en groenlandés. Después, ya en Dinamarca, los traducía al danés, intentando respetar el estilo de cada narrador. Él distinguía dos clases de relatos:

Los oqalugtuat son los antiguos mitos de un pasado tan remoto que los inuit aún vivían al otro lado de la bahía de Hudson, muy posiblemente en la zona del estrecho de Bering. Son comunes a todos los inuit y se conocen desde Alaska hasta el oriente de Groenlandia.

Los oqalualât son historias que hablan de personas que vivieron en una época que aún se recuerda. Aunque siempre son locales y remiten a los lugares donde sucedieron, se han contagiado del carácter fantástico de las leyendas inuit y no son muy diferentes de los antiguos mitos.

A lo largo de los años, Rasmussen logró reunir una cantidad asombrosa de historias, de las que aquí presentamos solamente una pequeña selección. En los albores de una época en que los libros, el cine, la radio y la televisión —y, hoy en día, internet— reemplazarían a estos relatos orales como forma de entretenimiento de los groenlandeses, él supo rescatarlos y conservar así una parte esencial de su cultura para la posteridad.

 

BLANCA ORTIZ OSTALÉ

MITOS Y LEYENDAS INUIT

La visión inuit1 del mundo

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

1 A pesar de que el diccionario de la RAE no lo recoge, usaremos el término inuit en lugar de esquimal, ya que es el que ellos prefieren para referirse a sí mismos. Los inuit son, pues, «las personas», mientras que la palabra esquimal al parecer quiere decir «los que comen carne cruda». Para mayor simplicidad, emplearemos en adelante solo la forma plural, inuit, que es la que resulta más familiar, a pesar de que, como todos los sustantivos groenlandeses, tiene también una forma singular, inuk. En otros casos, cuando aparecen palabras en groenlandés en el texto, hemos preferido dejarlas en cursiva y usar el singular con la terminación plural habitual en español, la -s. (Todas las notas son de la traductora)

La aparición de los hombres hace mucho, mucho tiempo

Nuestros antepasados hablaron pródigamente del origen del hombre y del de la Tierra hace mucho, mucho tiempo. Ellos no sabían conservar las palabras en líneas, como hacen los hombres blancos; las personas que vivieron antes que nosotros solamente contaban. Y contaban muchas cosas, tantas que hoy conocemos todas estas historias, que hemos oído narrar una y otra vez desde nuestra infancia. Las ancianas no hablan sin ton ni son y creemos sus palabras. En la vejez no hay mentiras.

Hace mucho, mucho tiempo, cuando aún no existía la Tierra, cayó de lo alto; tierra, montañas y piedras, de arriba, del cielo; así apareció la Tierra.

Cuando apareció la Tierra, llegaron las personas. Cuentan que brotaron de ella. Unos niños muy pequeños surgieron de la tierra; salieron entre unos arbustos de sauce, cubiertos de follaje, y quedaron entre las ramas, pataleando con los ojos cerrados; ni gatear sabían. Su alimento lo sacaban de la tierra.

Cuentan también de un hombre y de una mujer; pero... ¿cómo? Es misterioso. ¿Cuándo estuvieron juntos? ¿Cuándo crecieron? No lo sé. El caso es que la mujer cosió ropa de niño y echó a andar. Encontró a los pequeños, los vistió y los llevó a su casa.

Así fue como hubo muchos seres humanos.

Cuando fueron numerosos, quisieron perros. Un hombre salió con una correa de perro en la mano y empezó a patear la tierra al grito de «¡Hoc! ¡Hoc, hoc!».

En ese instante, empezaron a salir perros de montículos de tierra corriendo a todo correr; y se sacudieron bien, porque estaban llenos de arena. Así fue como los hombres consiguieron perros.

Pero los hombres se multiplicaron; cada vez había más. No conocían la muerte hace mucho, mucho tiempo, y vivían muchos años; tantos que al final no podían andar, se quedaban ciegos y tenían que tumbarse.

Tampoco conocían el sol, vivían en la oscuridad; el día jamás clareaba. Solamente había luz dentro de las casas; quemaban el agua en lámparas. En aquellos tiempos el agua ardía.

Pero los hombres, que no sabían morir, empezaron a ser tantos que colmaron la tierra; entonces el mar lo arrasó todo. Muchos se ahogaron y su número se redujo. Podemos ver huellas de esta gran inundación en las cumbres más altas, donde no es raro hallar moluscos.

Cuando ya había menos personas, dos ancianas empezaron a hablar de esta manera:

—¡Qué importa no tener día si así tampoco tenemos muerte! —decía una; se ve que eso de morirse le daba miedo.

—No —replicó la otra—, ¡queremos ambas cosas, la luz y la muerte!

Y según pronunció esas palabras, así se hizo: llegó la luz y llegó la muerte.

Cuentan que cuando murió el primer ser humano cubrieron su cuerpo con piedras. Pero el muerto regresó, se ve que no sabía muy bien en qué consistía eso de morir. Asomó la cabeza y trató de subir, pero una anciana lo devolvió a su sitio de un empujón:

—¡Ya llevamos mucho peso y nuestros trineos son muy pequeños!

Se preparaban para ir de caza, de modo que el muerto tuvo que volver a su montón de piedras.

Como los hombres ya tenían luz, podían salir a cazar y no tenían que seguir alimentándose de la tierra. Y con la muerte llegaron el sol, la luna y las estrellas.

Pues cuando alguien muere, sube al cielo y empieza a brillar.

Eso solían contar nuestros antepasados, que con sus relatos nos dieron sabiduría.

 

Narrado por Arnaaluk

Sol y Luna

Sol y Luna eran hermanos. Antaño, cuando era invierno, en la gran oscuridad, se jugaba en las casas con la lámpara apagada. Uno tras otro, los hombres salían al exterior llevando a la mujer con la que habían yacido y encendían sus antorchas para ver quién era. Así fue como Luna, al salir con su mujer, vio a la luz de la antorcha que era Sol, su hermana.

Sol, llena de vergüenza al saber que había dormido con su hermano, se arrancó los pechos y los arrojó a los pies de Luna.

—Ya que al parecer encajo con tus gustos..., ¡toma! ¡Mira a ver si te gusta esto también!

Echó a correr y su hermano salió tras ella, ambos con sus antorchas en la mano.

De pronto empezaron a elevarse por el aire, pero Luna tropezó, y su antorcha se apagó y quedó reducida a ascuas. Así llegaron al cielo. Sol, con la antorcha aún encendida, es cálida y brillante, mientras que Luna, cuya antorcha es solo brasas, brilla, aunque sin calor. El cielo ahora es su morada, dividida en dos espacios.

Durante el largo verano, Sol jamás entra en su casa; pasa fuera día y noche, y la Tierra se convierte en un lugar maravilloso, la nieve se derrite y brotan flores por todas partes. En esa época, Luna nunca sale de su casa.

En invierno, sin embargo, cuando Sol ya no abandona su morada, cae la gran oscuridad y el mundo se vuelve tétrico para las gentes. Tan solo brilla el frío resplandor de Luna, aunque él ayuda a los humanos de otra manera y en ocasiones desaparece también para ir en busca de presas que estos puedan cazar. Por eso en la luna llena las gentes dicen: «¡Gracias por traernos la caza!».

Durante la gran oscuridad no sale nadie a cazar, solo se va de visita y se cantan canciones al ritmo del tambor. Únicamente si algún oso se aproxima a las casas o se oculta en la gruta de un iceberg salen a por él.

Cuando la constelación de la Osa Mayor se encuentra con el alba, todo el mundo se llena de alegría, pues eso quiere decir que ya no falta mucho para que vuelva la luz.

Y cuando por fin Sol regresa en toda su grandeza, gritan las gentes: «¡Alegría, alegría, ya está aquí la gran calentadora!».

Entonces llega el tiempo de levantar abrigos de nieve, reunirse y celebrar grandes festines de carne.

 

Narrado por Maigssánguaq

(hombre de unos treinta años)

Venus

Había una vez un anciano que aguardaba sobre el hielo a que las focas subieran al respiradero para coger aire. Pero no lejos de él, en tierra firme, un gran grupo de niños jugaba en una quebrada y le espantaban las focas una y otra vez en el preciso momento en que se disponía a arponearlas.

Al final el anciano, enfurecido con quienes perturbaban su caza, gritó:

—¡Encierra, quebrada, a quienes mi caza espantan!

Y de inmediato la quebrada se cerró, atrapando a los niños que jugaban. A uno de ellos, que llevaba en brazos a otro más pequeño, le desgarró las ropas.

Al ver que no podían salir, todo fueron gritos dentro de la quebrada; nadie podía tampoco llevarles comida, pero derramaron un poco de agua por una fina grieta que se abría en la roca y los niños la lamieron por la piedra.

Al final murieron todos de hambre.

La roca de la que hablamos se encuentra en Illuluarsuit, cerca de Neqi, y se llama Quussullukkiit.

Las gentes se abalanzaron sobre el anciano que había hechizado la quebrada para encerrar a los niños, pero este huyó corriendo y todos salieron tras él.

Sin embargo, de pronto el viejo empezó a brillar y ascendió por el firmamento, donde aún continúa en forma de enorme estrella. La vemos por el oeste cuando empieza a volver la luz tras la gran oscuridad, pero muy baja, nunca sube demasiado. La llamamos Naalassartoq, la que escucha. Es un nombre en recuerdo del anciano que escuchaba sobre el hielo el aliento de las focas.

 

Narrado por Maassannguaq

Nalíkátêq La vieja que vive en el camino a la luna y baila para devorar los pulmones de sus huéspedes tan pronto como sonríen

Había una vez un cazador que vivía con su mujer en un poblado. Debían observar siempre un gran número de tabús, pues cada vez que ella traía un niño a este mundo, la criatura moría. Al final el marido, harto ya de vivir en permanente penitencia inútilmente, al ver que de nuevo les nacía un hijo que luego moría, dijo:

—Esta vez no pienso cumplir tabú alguno, no sirve para nada. Tengo intención de hacer cuanto se me antoje, igual que si en esta casa no hubiese muerto nadie.

De modo que salió a cazar en su kayak como acostumbraba y no advirtió nada extraordinario. Un día, al volver a casa, descubrió un agujerito en su kayak y le pidió a su mujer que fuese a remendarlo.

—De ninguna de las maneras —replicó ella—. ¡Debo observar el tabú por la criatura que ha muerto y no puedo coser!

—Ese tabú no sirve de nada; baja de una vez y cose para mí.

—Al menos podrías traer el kayak hasta la casa y no hacerme bajar hasta la orilla.

—No hay por qué preocuparse, ¡baja de una vez!

Como la mujer ya no se atrevía a contrariar a su marido por más tiempo, bajó y empezó a coser. Sin embargo, después de remendar un rato le pareció que el hilo cobraba voz, un extraño gruñido que iba en aumento, y cuando ya casi había acabado tuvo la impresión de que el ruido se movía y salía de otro sitio. Al mirar hacia el mar, divisó un enorme perro que se acercaba nadando. Era el perro del hombre luna. La mujer dio la voz de alarma y su marido llegó al instante pertrechado con el mayor de sus arpones; apenas el perro tocó la tierra con una pata, el cazador lo arponeó en un costado, y cuando el animal la tocó con la otra, saltó el hombre al otro lado y lo arponeó desde allí.

El perro tuvo las fuerzas justas para arrastrarse fuera del agua; después se desplomó, muerto.

—Ya no tienes nada que temer, ¡acaba el remiendo! —exclamó el cazador, y la mujer continuó con su labor.

Era ya de noche cuando terminaron. Luego entraron en su casa y se echaron a dormir. Entonces, dijo el marido:

—¡Despiójame!

—Sabes que es tabú.

—¡Ahora que hemos matado al perro de la luna no hay tabú que valga!

La mujer no se atrevió a llevar la contraria a su marido y empezó a despiojarlo. De prontó, se oyó una voz fuerte y terrible que atronaba a las puertas de la casa:

—¿Quién ha matado a mi perro?

Como nadie respondía, la voz resonó de nuevo y después una vez más:

—¿Quién ha matado a mi perro?

Al fin contestó el cazador:

—He sido yo.

El hombre luna, loco de furia, empezó a proferir amenazas y gritos tan espantosos que el cazador salió a enfrentarse con él. Lucharon largo rato y por un instante parecieron igualados, pero de pronto el hombre levantó a la luna por los aires, la estrelló contra el suelo y la dejó tendida bocarriba.

El hombre luna iba vestido como un humano, aunque con todas las ropas de piel de oso y un abrigo provisto de una gran capucha. De esa misma capucha lo agarró bien el cazador, que empezó a retorcerla hasta dejar medio asfixiado a su rival. El hombre luna, creyendo que iba a morir, gritó desesperado:

—¿Acaso no va a haber más bajamar en la Tierra?

—Eso no importa —contestó el cazador al tiempo que apretaba más la capucha.

—¿Y tampoco habrá más pleamar?

—Eso no importa.

—¿Las focas ya no parirán más crías? —jadeó el hombre luna.

Eso el cazador ya no se atrevió a ignorarlo y soltó a la luna. Una vez que el hombre luna recobró las fuerzas, reunió a sus perros y se dispuso a partir. No le quedaban más que tres perros, y la muerte del cuarto daba razón de su cólera.

Al terminar, le preguntó al cazador:

—¿No te gustaría visitarme?

—¿Y cómo voy a hacerlo? Yo no sé volar.

—Es muy sencillo. Yo te enseñaré lo que tienes que hacer.

—Pero no tengo trineo.

—Entonces, construye uno.

Cuando el cazador al fin accedió a ir a visitarlo, el hombre luna le dijo:

—Cuando salgas, haz lo mismo que me veas hacer a mí ahora. Primero lanza tus perros hacia lo alto uno por uno, luego el trineo; asegúrate, eso sí, de ir bien agarrado a él. Cuando ya estés arriba, no tienes más que seguir en línea recta hacia mi casa. Pasado un largo trecho llegarás hasta una isla donde se bifurca el camino. Cuídate mucho de no ir hacia la izquierda, pues esa senda conduce a casa de la vieja Nalíkátêq, la que devora a los hombres. Al pasar oirás su reclamo, que es hermoso y seductor, y sus gritos incesantes: «¡Mat-ta, Mat-ta!». No le prestes atención. Pon los cinco sentidos en no volverte a mirarla y seguir bien el camino que te llevará hasta mí.

Así habló el hombre luna. Después levantó a sus perros uno por uno y los lanzó hacia lo alto, donde quedaron flotando y no se cayeron. Por último, siguió el trineo y con él el hombre luna, que acto seguido partió. Cada vez que atravesaba un claro entre las nubes, se oía distintamente el retumbar de los patines, como cuando se avanza por hielo duro; pero tan pronto como el trineo volvía a adentrarse en la bruma, el sonido se volvía blando y suave, como cuando se avanza por nieve recién caída.

El cazador siguió a la luna con la mirada hasta perderla de vista; después se metió en su casa, arrancó un tablón del borde del banco donde dormía y empezó a construir un trineo.

No era un trineo bonito, lo hizo demasiado deprisa; y, una vez concluido, no perdió un minuto y cargó con él hasta la cima de un montecillo.

«A lo mejor no consigo más que quedarme sin perros», se dijo, «pero aun así quiero intentarlo».

Lanzó un perro hacia lo alto y, para su enorme asombro, el animal se quedó flotando. Le siguieron los demás y, por último, el trineo, al que se agarró muy bien. Y de pronto se encontró suspendido por los aires con trineo y perros y todo. Como aún se veía el rastro del hombre luna, se fue tras él. Pero, para su sorpresa, no iba hacia arriba; parecía seguir hacia delante como por una llanura.

Ya había avanzado un gran trecho cuando divisó a lo lejos una isla. Los claros eran como el hielo firme y las nubes como banquisa cubierta de nieve. No sucedió nada digno de mención en todo el recorrido. Sin embargo, al llegar a la isla descubrió un rastro que viraba hacia la izquierda y al mismo tiempo oyó un cántico a lo lejos que lo llamaba, hermoso y seductor, casi irresistible: «¡Mat-ta, Mat-ta!». La voz era tan deliciosa que, sin apenas darse cuenta, el cazador se encontró mirando hacia el punto del que surgía. En el instante en que sus ojos se volvieron hacia allí, los perros corrieron siguiendo el rastro y lo llevaron hasta la casa de la que salía la hermosa voz. Los perros se acurrucaron en el pasadizo*2 de entrada y no le quedó otra que volcar el trineo y pasar.

Dentro de la casa había una vieja y un hombre. Cada uno ocupaba un extremo de la habitación. El hombre no decía nada, pero la mujer sonreía y se mostraba complaciente con el recién llegado, al que invitó a pasar. El cazador tomó asiento debajo de la ventana y la vieja se apresuró a sacar un tambor y se dispuso a cantar. Por toda vestimenta llevaba puesta una faja, pero de la entrepierna le colgaba una cabeza de perro con dos manchas en los ojos, que le daba un aire grotesco. La vieja empezó a cantar al tiempo que hacía sonar el tambor con un cuchillo. De repente, la cabeza de perro pareció cobrar vida entre sus piernas; tan pronto desaparecía por detrás como volvía sacándole la lengua al huésped en medio de los cánticos y los movimientos cómicos de la vieja. Todo era tan ridículo que el cazador, muy a su pesar, notó que se le contraía un poquito el labio; estaba a punto de sonreír. En ese mismo instante, sintió una punzada ardiente bajo la clavícula y, cuando quiso darse cuenta, la vieja ya le había abierto una herida que le cruzaba el pecho y le había arrancado los pulmones. De pronto se sentía tan fatigado que no podía oponer resistencia alguna; por eso, antes de desplomarse sin sentido corrió hasta su trineo y fue en busca del hombre luna. Llegó prácticamente muerto.

—Te lo había advertido —le reprochó el hombre luna—, ¡no tenías que dejarte engatusar por la canción de la vieja! Ya ves, ahora te ha arrancado los pulmones.

Después corrió a enganchar los perros y fue a casa de la «comepulmones». La encontró con los pulmones servidos en una fuente, esperando a que se enfriaran. El hombre luna se hizo con ellos y estrelló la fuente contra el suelo con tanta furia que la hizo añicos.

Entonces el anciano, que era el marido de la «comepulmones», abrió la boca y dijo con calma:

—Ahora la fuente está rota, y era la única que tenía.

El hombre luna corrió en busca de su huésped antes de que estuviese muerto del todo. Colocó ante él los pulmones y dijo:

—Ahora debes comértelos; es la única manera de que recobres la vida.

El cazador empezó a comerse los pulmones, pedazo a pedazo; cuando ya casi había terminado, se detuvo y dijo:

—¡Es imposible, ya no puedo tragar más!

—Pues vas a tener que hacerlo si quieres ponerte bien —replicó el hombre luna—, de lo contrario no volverás a tener unos pulmones completos.

El cazador volvió a meterse en faena y con gran dificultad logró tragar los últimos trozos. Se recobró de inmediato.

Pasó mucho tiempo aún en casa del hombre luna, conociendo todas sus maravillas y admirando muchas cosas que antes le estaban vedadas. Cuando se abatió sobre él la añoranza de su tierra, se despidió y regresó con bien a su poblado junto a su mujer, que ya había perdido la esperanza de volverlo a ver.

Esta es la historia del cazador que fue más fuerte que el hombre luna.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

2 Las palabras marcadas con * hacen referencia a términos propios de la cultura inuit y se han reunido al final del libro en un pequeño glosario donde se explica con más detalle su significado.

El hombre luna y el ladrón de entrañas

Había una vez una mujer que huyó a las montañas; no podía caminar, tenía que arrastrarse porque su marido le había abierto heridas en las plantas de los pies con un cuchillo.

De camino vio pasar un trineo que volaba por los aires a mucha velocidad. Era el gran hombre luna.

—¡Oye, gran hombre luna! —le gritó. Y él se acercó. Al llegar junto a ella, sintió deseos de tomarla por esposa.

Como llevaba en el trineo gran cantidad de pieles de foca, empezó a apartarlas para que la mujer pudiese sentarse más cómodamente.

—¡Cierra los ojos! —le dijo.

Y salieron volando por los aires.

—Cuando entres en mi casa, no debes mirar en dirección al sol; tampoco puedes sonreír o vendrá el ladrón de entrañas para sacarte las tripas —le explicó el hombre luna.

Cuentan que al lado mismo de la luna vive un hombre que roba las entrañas de la gente. Es primo del hombre luna. Lo visita y danza con él al ritmo del tambor. Mientras canta y baila, trata de hacer que los demás rían y, apenas logra arrancarles la más mínima sonrisa, les abre la tripa en dos y les extrae los intestinos; por eso siempre lleva consigo una bandeja de madera. Su rostro mueve a la risa, porque tiene los ojos muy saltones y las narices hacia arriba, y además retuerce el cuerpo al ritmo del tambor.

Por fin el hombre luna llegó a su casa.

—Ten mucho cuidado y no mires al sol —insistió—, porque si despiertas su curiosidad es posible que te queme.

Entraron luego en la casa y la mujer miró un poco de reojo en dirección al sol; eso bastó para que se le quemara el cuello de pieles.

En un banco* descubrió a varias personas con las entrañas cortadas.

Al parecer, hasta entonces el hombre luna había usado como esposa un hueso de foca, pero ahora que tenía una mujer de verdad lo repudió y lo arrojó a la otra punta del cuarto.

—¡Hum! —dijo el hueso, ofendido, al caer al suelo.

—El día que quedes encinta podrás volver a tu casa —anunció el hombre luna a su nueva mujer.

Un buen día recibieron la visita del ladrón de entrañas, que empezó a tocar el tambor. La mujer se quedó espiando por la ventana.