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Editado por Harlequin Ibérica.

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28001 Madrid

 

 

© 2002 Connie Feddersen

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una trampa para ella, n.º 1352- febrero 2020

Título original: Restaurant Romeo

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

® Harlequin, Julia y logotipo Harlequin son marcas registradas por Harlequin Enterprises Limited.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1328-962-5

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo 1

Capítulo 2

Capítulo 3

Capítulo 4

Capítulo 5

Capítulo 6

Capítulo 7

Capítulo 8

Capítulo 9

Capítulo 10

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Capítulo 1

 

 

 

 

 

QUINT suspiró pesadamente, mientras atravesaba la ciudad en su camioneta roja. Aunque era solo mediodía, ya estaba agotado. La tormenta de la noche anterior había provocado el caos en su rancho y en el de sus primos. Se había pasado toda la noche a caballo, persiguiendo a una manada de vacas en estampida.

Estaba cansado y hambriento, pero tenía que comprar alambrada para reponer la que el ganado había pisoteado.

Con los vaqueros, la camisa y las botas llenos de barro, aparcó en el único espacio libre que quedaba y entró en la tienda de provisiones para granjas de Wes Martin. Frunció el ceño al entrar. Saludó a sus vecinos y pensó que aquello parecía más una convención de granjeros que una tienda.

No era extraño que se encontraran allí, ocurría con frecuencia, particularmente después de una tormenta. Normalmente servía de lugar de reunión para charlar y reírse un rato.

Pero en aquella ocasión no era ese el ánimo que imperaba.

Quint temió lo peor y preguntó, esperando que le anunciaran alguna muerte o accidente:

—¿Qué ha ocurrido?

Todos trataron de responder a la vez y Quint tuvo que alzar las manos para pedir que se callaran.

Wes Martin, el propietario de la tienda, fue el que tomó la palabra.

—Hoagie.

Quint abrió la boca, atónito.

—¿Hoagie Lawson ha muerto?

—No, él no, su restaurante —dijo uno de los rancheros.

Quint seguía sin entender lo que sucedía, pero algo dedujo.

—¿Hoagie Lawson ha decidido cerrar el café? ¿Por qué? —al fin y al cabo aquel restaurante era el punto de reunión principal de todos los vaqueros de Hoot’s Roost, un sitio de solera con una bonita decoración estilo años cincuenta.

—Su malcriada hija ha venido desde la ciudad a encargarse del local, porque Hoagie y Wanda quieren hacerse un viaje por todo el país.

Quint no veía el problema. Quizá ya había tenido demasiados aquella noche como para poder asimilar más.

—¿Y qué? —preguntó.

—¿Cómo que «y qué»? —dijo Wes Martin con una pesada respiración—. Stephanie Lawson, la «dama» de los hoteles caros, está reformando el lugar. Durante toda esta semana han estado llegando camiones allí y descargando cosas. No han hecho sino entrar y salir electricistas, carpinteros y fontaneros.

—Hay rumores de que ya no van a servir más hamburguesas con patatas fritas. ¡Tenemos que hacer algo al respecto!

Todos protestaron al unísono y Quint escuchó cosas como «tener que usar corbata», «llevar traje» y «comer con cubiertos». A nadie le gustaba el cambio, pues parecía que Stephanie Lawson no estaba dispuesta a dar de comer a la población rural de aquel lugar.

Quint se imaginó a aquella mujer con el pelo firmemente sujeto en un moño tenso y actitud beligerante con todo lo que no fueran formas impecables. La recordaba de su época de instituto. Cuatro años menor que él, tenía aún su imagen de chica larga y desgarbada clavada en la memoria.

Si realmente se había hecho cargo del café-restaurante y quería convertirlo en un local de lujo, se había vuelto loca. En Hoot’s Roost lo que había era gente sencilla, no ejecutivos forrados de dinero.

Estaba claro que no estaba actuando con lógica. Durante su época escolar daba siempre el coeficiente intelectual más alto, rayando la genialidad. Pero sin duda había retrocedido. Los granjeros y ganaderos querían un lugar en el que comprar una hamburguesas para comer, sin tener que quitarse la ropa de trabajo.

Entendía por qué todo el mundo estaba de tan mal humor.

Además, los Ryder tenían un trato con el restaurante para venderles carne.

—Ahora solo podremos comprarnos comida rápida en la tienda de ultramarinos.

Quint hizo una mueca. El estómago le gruñía de hambre. Pero, al parecer, iba a tener que conformarse con un sándwich envuelto en plástico, una bolsa de patatas y una lata de refresco. ¡Y él que esperaba haber podido tomar una hamburguesa acompañada de las mejores patatas de todo la zona!

Quint miró a través de la ventana al cartel que estaba colgado de la puerta del restaurante Hoagie.

Había un nuevo nombre escrito que decía El palacio de Stephanie y abajo una pancarta en blanco y dorado.

—¿Dice ahí que solo abre de cinco de la tarde a diez de la noche? —preguntó Quint.

—Sí. Y si pudieras leer lo de abajo verías que dice que solo se puede entrar con chaqueta y corbata.

Todo el mundo empezó a protestar otra vez, hasta que Wes Martin agitó los brazos en el aire para captar la atención de los presentes.

—¡Ya lo tengo!

Las miradas se volvieron hacia él.

—¿Qué es lo que tienes? —preguntó Clem.

—La solución al problema. Necesitamos un portavoz que se acerque al local y la convenza de que tiene que adaptarse a la clientela local —sonrió y miró a Quint—. Necesitamos a alguien que encandile a las mujeres, alguien que sepamos puede convencerlas de lo que sea.

A Quint no le gustó que todas las miradas se centraran en él.

—¡Un momento! Sé lo que estáis pensando, pero…

—¡Eres perfecto! —dijo Wes sin dejar que Quint continuara su objeción—. Tú pareces tener algo especial con las chicas. Les gustas a todas.

La multitud asintió y todos se aproximaron a él, creando a su alrededor un círculo que le impedía escapar.

Si bien era cierto que le gustaban las mujeres y estas parecían corresponderlo, no tenía tiempo para tratar de convencer a alguien como Stephanie Lawson.

—Chicos, me encantaría ayudar, pero no creo ser la persona adecuada…

—Tienes que hacerlo, Quint —insistió Randel Betley—. Solo tú puedes hacer ver a Stephanie Lawson el error que está cometiendo.

—Lo único que tienes que hacer es cruzar la calle, entrar en ese local y sonreír a esa muchacha como sueles hacerlo con otras. Solo con eso escuchará todo lo que tengas que decir —añadió Clem Spaulding—. Te resultará muy fácil y gracias a ti podremos tener nuestro viejo restaurante en marcha otra vez. La vida en Hoot’s Roost volverá a la normalidad y tú te convertirás en el héroe local. ¡Incluso te invitaré a comer durante una semana si lo consigues!

Hubo una ronda de «yo también» por toda la tienda y Quint suspiró frustrado.

—¡Maldita sea, muchachos! Yo solo había venido a la ciudad por unos rollos de alambrada. Tenemos un montón de vacas perdidas y necesito reponer las vallas.

—Pues no voy a venderte ni un centímetro de alambrada a menos que vayas a hablar con Stephanie Lawson y utilices todos tus encantos para intentar convencerla de lo que te pedimos.

Quint se indignó.

—¡No puedes hacerme eso! ¡Es chantaje!

—Claro que puedo. Es mi negocio y puedo dejar de servir a quien quiera.

—Y ninguno de nosotros va prestarte alambrada tampoco —aseguró Rendel Bentley. Docenas de cabezas asintieron dándole la razón a Bentley.

Quint maldijo entre dientes pero acabó por aceptar.

—De acuerdo —dijo—. Iré a hablar con ella. Pero necesitaré esa alambrada en cuanto regrese. Vance está esperandome para que nos pongamos manos a la obra.

—Hecho —dijo Wes—. Pero si no logras convencerla después de una corta visita, tendrás que intentarlo otra vez.

Quint se encaminó hacia la puerta entre un coro de hombres que lo animaban.

Stephanie Lawson había regresado a su ciudad natal creando un montón de problemas y tenía a toda la comunidad masculina descontenta. Si quería que su nuevo negocio tuviera algún éxito, iba a tener que acoplarse al lugar en el que vivía y dejar a un lado sus aires de grandeza.

Él, por su parte, tendría que hacer entrar en razón a una mujer cuyos propósitos no le eran en absoluto comprensibles. Una cosa era flirtear con mujeres cuando le salía naturalmente, y otra muy distinta aquel encargo forzoso que había de realizar, además de agotado, hambriento.

La idea de entrar en aquel restaurante a enfrentarse con una pelirroja desgarbada de la que no guardaba un recuerdo especialmente bueno de sus épocas de instituto le resultaba muy desagradable.

Pero había momentos en la vida en que uno se veía en la obligación de hacer algo y tenía que cumplir. Solo esperaba que su simpatía funcionase en presencia de Stephanie.

 

 

Stephanie Lawson comprobó la lista de servicios que venía en una de las facturas. Los encargados de la moqueta se la habían dado antes de marcharse.

Miró admirada la alfombra roja y la espléndida decoración que había convertido el viejo café de sus padres en un gran restaurante de lujo. Le recordaba a un palacio romano.

Con aquel grandioso local iba a poder demostrarle a su antiguo jefe que se había equivocado al darle el puesto de maître a su compañero. En el instante en que se había enterado de que la promoción había sido para otro, había dimitido de su puesto.

Pero lo peor de todo había sido que su jefe le había robado sus ideas y las había presentado como si fueran suyas.

Le había dado a ese hombre cuatro años de su creatividad y de su experiencia y él la había traicionado. Bien, había aprendido la lección.

Por lo que sabía, después de que ella hubiera dejado el restaurante, las cosas no habían ido tan bien como era de esperar. Se alegraba. Era el merecido castigo para aquel «casanova» por haberla tratado sin respeto y haberla querido convertir en su juguete sexual.

Pensaba convertir Hoot’s Roost en el centro gastronómico de Oklahoma, tendría muchas ofertas de hoteles de la ciudad.

Unas carcajadas la sacaron de su ensimismamiento. Eran sus nuevos empleados que estaban congregados alrededor de la barra. Había contratado a unos cuantos estudiantes y algunas amas de casa para que trabajaran en los turnos de tarde. Era un grupo muy positivo, que parecía dispuesto a servir bien a los clientes.

Stephanie respiró para recabar fuerzas y se encaminó hacia ellos, dispuesta a darles una sesión orientativa. Quería asegurarse de que habría una buena relación laboral y conseguir que, en poco tiempo, todos ellos desearan tanto como ella que el restaurante fuera un éxito.

Pero antes de que llegara hasta ellos, la puerta del restaurante se abrió.

Stephanie se quedó sin respiración al ver a un hombre alto y guapo, vestido con unos vaqueros y un sombrero.

La entrada le recordó a la de una película de vaqueros, cuando el protagonista entra en el salón.

Las camareras se fueron volviendo a mirarlo de una en una.

Había en aquel hombre algo familiar, pero el contraluz y las sombras que el sombrero proyectaba sobre su rostro hacían casi imposible diferenciar sus facciones.

Pero lo que definitivamente captó su atención fueron las botas llenas de barro que el hombre traía, ¡y que iban a manchar la carísima moqueta que ni siquiera había pagado aún!

Antes de que pudiera reaccionar, el grupo de camareras ya se estaba acercando al vaquero y, en cuestión de segundos, lo rodearon y comenzaron a reírle las gracias.

Con una encantadora sonrisa impresa en la boca, el intruso alzó los ojos y la miró directamente a ella. Fue ese el momento en que pudo reconocerlo, y cuando sintió el olvidado efecto que su sensual presencia provocaba en ella. Quint Ryder, el legendario conquistador de mujeres de Hoot’s Roost, hacía acto de presencia con las botas llena de barro.

Stephanie recordaba el imposible amor que había sentido por Quint en su época de instituto, cuando ella no era más que una tímida adolescente de la que huían los chicos.

Melinda Pendelton había sido por entonces la novia de Quint. Los había visto una noche, desde su ventana, abrazados y besándose en el columpio del porche, y la escena le había partido el corazón. Se había sentido muy desgraciada pensando que ella nunca podría disfrutar de una intimidad así con un chico tan guapo como Ryder.

A pesar de todo, Stephanie había llegado a despreciar a Quint cuando este se había marchado a la universidad, abandonando a Melinda. La pobre chica había sufrido mucho, y había sido precisamente Stephanie la que la había consolado. Ya por aquel entonces tenía fama de ser uno de esos tipos que va de chica en chica, sin ser capaz de centrarse en ninguna. Algo le decía que seguía igual y que continuaba siendo tan infiel como siempre.

Pero Stephanie sospechaba que, a pesar de todas las relaciones que Quint habría tenido, todavía no había encontrado a esa persona capaz de robarle el corazón.

Tenía que reconocer que los años no habían hecho sino aumentar su atractivo y, quizá por eso, a pesar de que su fama de conquistador lo precedía, no había mujer que se resistiera a sus masculinos encantos.

Quint dejó atrás a sus admiradoras y se encaminó hacia Stephanie, cuyo pulso se aceleró. Rápidamente, se dijo que no iba a permitir que aquel hombre la encandilara. Era inmune a él.

—¡Vaya, Stephanie Lawson! ¡Cuánto tiempo! —dijo él con una voz increíblemente sensual—. Estás guapísima.

Sus increíbles ojos la recorrieron de arriba abajo.

Ella sabía que, de ser una adolescente insulsa, había pasado a convertirse en una hermosa mujer adulta. Hasta su transformación física los hombres la habían ignorado, lo que le había hecho conocer a fondo la naturaleza masculina. Solo se fijaban en lo externo, pues ella había sido exactamente la misma persona antes y después de su cambio.

Stephanie no había olvidado cómo la habían ignorado, y cómo había sufrido durante años por causa de aquel rechazo adolescente.

En los años de su florecimiento tanto físico como profesional numerosos hombres de negocios, solteros y casados, y entre ellos su jefe, habían tratado de seducirla. Pero había aprendido a manejarlos, y con Quint no tendría problemas.

—Quint Ryder —le dijo—. Me has manchado de barro la moqueta. Te enviaré la factura de la limpieza por correo.

La sonrisa del vaquero se desvaneció.

—Lo siento, nena. Es que esperaba el suelo de terrazo de siempre, y no esta cosa tan fina.

Stephanie apretó los dientes al oír que la llamaba «nena». Aquel era el típico modo en que un hombre, al sentirse atacado, trataba de reducirla de categoría.

—Todavía no hemos abierto. Así que, por favor, llévate tus botas sucias fuera de mi local —le dijo ella bruscamente.

Quint retrocedió, como si le hubiera dado una bofetada. Estaba acostumbrado a que las mujeres cayeran rendidas a sus pies, no a que lo laceraran.

—¡Eh, nena! Solo quería ser un buen vecino. Había venido a darte la bienvenida a Hoot’s Roost —dijo él.

—Bien, ya me la has dado. Ahora, si no te importa, tengo una sesión formativa con mis empleados, así que te rogaría que… —su voz se desvaneció al sentir que la sujetaba del codo.

—Un momento, nena. Lo que tengo que decirte es importante —le murmuró al oído, y ella se estremeció—. Necesito hablar contigo en privado.

—No me interesa nada de lo que me tengas que decir —le aseguró ella.

—Pues es una pena, porque lo vas a tener que oír igualmente.

Sin esperar a su respuesta, la condujo a la oficina que había en la parte de atrás y cerró la puerta con decisión. En aquel mismo instante ella se prometió que, por muy encantador que fuera, no iba a permitirse caer en la tentación de enamorarse de él otra vez.