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Editado por Harlequin Ibérica.

Una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

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28001 Madrid

 

© 2000 Barbara Joel

 

© 2020 Harlequin Ibérica, una división de HarperCollins Ibérica, S.A.

Una pequeña mentira, n.º 964 - febrero 2020

Título original: Callan’s Proposition

Publicada originalmente por Harlequin Enterprises, Ltd.

 

Todos los derechos están reservados incluidos los de reproducción, total o parcial.

Esta edición ha sido publicada con autorización de Harlequin Books S.A.

Esta es una obra de ficción. Nombres, caracteres, lugares, y situaciones son producto de la imaginación del autor o son utilizados ficticiamente, y cualquier parecido con personas, vivas o muertas, establecimientos de negocios (comerciales), hechos o situaciones son pura coincidencia.

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Imagen de cubierta utilizada con permiso de Harlequin Enterprises Limited.

Todos los derechos están reservados.

 

I.S.B.N.:978-84-1348-109-8

 

Conversión ebook: MT Color & Diseño, S.L.

Índice

 

Créditos

Capítulo Uno

Capítulo Dos

Capítulo Tres

Capítulo Cuatro

Capítulo Cinco

Capítulo Seis

Capítulo Siete

Capítulo Ocho

Capítulo Nueve

Capítulo Diez

Capítulo Once

Capítulo Doce

Si te ha gustado este libro…

Capítulo Uno

 

 

 

 

 

Ducha de agua caliente. Cerveza fría. Una mujer. Callan Sinclair suspiró justo cuando llegaba al final de la lista de sus «tareas por hacer». Después de cuatro horas de caminar bajo la lluvia por la obra de Woodbury, y de media hora dedicada a cambiar la rueda de su camión, Callan sabía que la ducha era lo primero. Tenía los vaqueros y las botas cubiertos de un barro reseco, y el pelo gris del polvo de cemento. Y con una garganta que parecía papel de lija, estaba claro que la cerveza sería lo segundo.

Podía imaginarse en aquel mismo momento, sentado ante la barra de la Taberna del Escudero, el pub de su hermano Reese, con una cerveza helada en la mano y viendo el partido de béisbol en la televisión. Mientras subía las escaleras hacia su oficina situada en un segundo piso, Callan pensó que probablemente tendría que postergar lo de la mujer hasta el día siguiente, aunque Abigail, su secretaria, parecía decidida a localizarlo a toda costa. Le había llamado tres veces al móvil, pero se había olvidado de recargarlo la víspera y la batería estaba muerta. Fuera cual fuera la emergencia, estaba seguro de que su secretaria podría encargarse de ello. Detrás de aquel apretado moño rubio, de sus grandes gafas y de sus formales trajes se escondía la secretaria más organizada y eficaz del mundo. Se lo había demostrado durante el año que llevaba trabajando para él y, lo más importante: nunca lo había molestado con incómodas confidencias sobre su vida privada.

De hecho, Cal ni siquiera pensaba que pudiera tener una vida privada. Suponía que la mayoría de la gente la consideraría una persona gris y aburrida, pero ¿qué le importaba eso a él? Para Cal, Abigail Thomas era sencillamente perfecta. Miró su reloj cuando se disponía a abrir la puerta de su oficina. Eran las cuatro, así que tenía tiempo para resolver cualquier problema que Abigail tuviera que presentarle, pasar por su apartamento para tomar una ducha y luego ir al pub a tomar una cerveza. Quizá incluso llamara a Shelly Michaels, por si le apetecía reunirse con él. Últimamente no había dispuesto de mucho tiempo para disfrutar de compañía femenina, pero veía a Shelly de cuando en cuando. Era una chica simpática y sexy, y no pensaba para nada en el matrimonio. A sus treinta y tres años, Cal sabía que ya debería pensar en sentar la cabeza, pero aún no se sentía preparado para ello. Quizá dentro de un año o dos. O tres. Además, siempre había pensado que Gabe, siendo como era su hermano mayor, debería ser el primero en saltar a aquellas turbulentas aguas. Por el momento, la única mujer que desempeñaba un significativo papel en su vida era su secretaria: la firme, segura, de toda confianza Abigail.

Iba a cumplir un año trabajando para él, o más propiamente para Construcciones Sinclair, pero Gabe se dedicaba a la restauración de edificios y paraba muy raramente por la oficina, y su otro hermano Lucian era capataz de obra y utilizaba su remolque como despacho. Lo cual dejaba a Callan a cargo del funcionamiento de la oficina principal, que él mismo conocía muy poco debido a que era esa la tarea de Abigail. Dado que habían fundado la empresa hacía cinco años, incontables secretarias habían pasado por allí hasta que apareció Abigail: un sueño hecho realidad.

Al abrir la puerta de la oficina, parpadeó asombrado antes de volver a mirar el letrero de la puerta: Construcciones Sinclair. No, no se había equivocado de oficina. Pero la mujer que estaba frente a él no era su secretaria.

Una joven morena de estatura pequeña y enormes senos, ataviada con una camiseta ajustada y muy escotada de color rosa, se hallaba sentada detrás del escritorio de Abigail. Estaba hablando por teléfono, y cuando lo vio levantó un dedo, con la uña pintada de rojo fuego, indicándole que esperara un momento.

Cal no podía creerlo. La oficina también había cambiado. La correspondencia estaba desparramada por el escritorio; las carpetas, abiertas sobre los sillones de la sala de espera; los cajones de los archivadores abiertos de par en par. Todo estaba desordenado. Incluso había un leve olor a quemado.

–¿No le dije yo a Tina que Joe Gastoni no era de fiar? –estaba diciendo la morena al teléfono–. ¿Pero hizo caso a su mejor amiga? Claro que no, y ahora está pagando las consecuencias.

Al levantar la mirada, la joven se encontró con el ceño fruncido de Cal, que empezó a acercarse hacia el escritorio no sin antes tropezar con un paquete que estaba en medio del suelo.

–Tengo que dejarte, Sue. Ya te llamaré más tarde –colgó el teléfono y sonrió–. ¿En qué puedo servirle?

–¿Quién es usted?

–¿Puedo hacerle antes esa misma pregunta a usted? –replicó, arqueando una ceja.

–Callan Sinclair.

La joven entrecerró los ojos, como si estuviera haciendo memoria, y luego los abrió de par en par.

–Oh, Sinclair. Usted debe de ser el hermano de Gabe y de Lucian. Sé que la empresa es suya, pero todavía no he tenido oportunidad de conocerlos.

–Los tres poseemos esta empresa –repuso Cal, tenso–. ¿Y usted quién es?

–Francine. Me ha mandado la agencia de empleo.

–¿Dónde está Abigail? ¿Es que se encuentra enferma?

–¿Abigail? –la morena frunció el ceño–. Oh, se refiere a la mujer que solía trabajar aquí.

–No –repuso Cal–. Me refiero a la mujer que trabaja aquí. Rubia, gafas grandes, uno setenta de estatura. Abigail Thomas.

–Oh, ella. Bueno, renunció. Yo soy su sustituta.

¿Que renunció?, se preguntó Callan. Imposible; Abigail jamás renunciaría a su empleo. Lanzó una mirada a su alrededor.

–¿Qué ha pasado aquí?

–Bueno, al fin y al cabo este es mi primer día de trabajo, ¿no? Todavía tengo que aprenderme su sistema de archivos. Es muy confuso.

Cal se preguntó si se referiría al orden alfabético.

–¿Y esto? –señaló unos planos cubiertos de manchas de color pardo.

–Oh, Wayne lo lamenta muchísimo.

–¿Wayne?

–Un tipo pequeño, de pelo gris, con bigote.

–¿El ingeniero civil?

–Sí. Le estaba ayudando a desenrollar los planos para uno de sus proyectos, cuando se le derramó el café encima.

Cal apretó los dientes. Mirando aquel desbordamiento de senos escote abajo, le extrañaba que Wayne no hubiera sufrido un ataque cardíaco. Pero cuando desvió la mirada hacia la pantalla del ordenador y leyó en ella Error fatal. Archivo eliminado, estuvo seguro de que quien sufriría el ataque cardíaco sería él. ¿Cómo podía haber sucedido todo eso en un solo día? Apenas el día anterior había estado hablando con Abigail, y todo parecía ir sobre ruedas. ¿Cómo podía haberse marchado así, sin dejarle siquiera una nota? No podía hacerle eso.

–¿Alguno de mis hermanos sabe lo de la marcha de la señorita Thomas?

–No, ninguno de los dos se ha pasado por aquí. La señorita Thomas me dijo que Gabe solía trabajar fuera y que Lucian raramente visitaba la oficina. ¿Puedo ofrecerle un café, señor Sinclair?

Cal miró la humeante cafetera que estaba sobre el mostrador, detrás de aquella mujer. Así que era por eso por lo que olía a quemado.

–¿La señorita Thomas no le dio alguna explicación acerca del motivo de su marcha?

–No que yo sepa.

–¿Está segura? –inquirió Cal haciendo gala de una admirable paciencia.

–No, no me dijo una palabra… Oh –de repente el rostro de Francine se iluminó–. Pero sí me pidió que le dijera que le había dejado una carta encima de su escritorio.

Cal corrió a su despacho, tomó el sobre y lo abrió apresuradamente.

 

Querido señor Sinclair.

 

Lamento informarle que me he visto obligada a renunciar a mi condición de secretaria de Construcciones Sinclair. Me disculpo por no haber podido comunicárselo de una manera más adecuada. Me doy cuenta de que es algo imperdonable, y solo puedo esperar que Francine sea una adecuada sustituta. Gracias por haberme contratado el año pasado. Me ha encantado trabajar para usted.

Sinceramente,

Abigail Thomas.

 

Cal se quedó mirando fijamente la carta mecanografiada y firmada con pulcritud. ¿Qué podía significar eso? ¿Sin ninguna razón, sin explicación alguna? La arrugó. La encontraría y la obligaría a que se explicase. Le pagaría el doble, el triple de su salario, si era eso lo que quería. Le daría más días libres, más vacaciones, lo que le pidiera… Decidió ir a buscarla a su casa de inmediato. Se olvidó de la ducha y de la cerveza helada. Se olvidó de todo. Aquello era una emergencia. Ya se dirigía hacia la puerta cuando se detuvo en seco. ¿Dónde diablos vivía Abigail?

Había trabajado para él durante un año entero, y no tenía ni idea de dónde vivía. Ni siquiera sabía si tenía familia. Maldijo entre dientes; ¿cómo podía saber tan poco sobre ella? Se acercó al archivador. Su dirección tendría que estar por alguna parte. La encontraría, y entonces… De repente sonó el teléfono y lo descolgó de inmediato.

–¿Qué pasa? –rugió.

–Bonita manera de contestar una llamada –comentó su hermano Reese al otro lado de la línea.

–Tengo una emergencia aquí. ¿Qué es lo que quieres?

–¿Tiene algo que ver con tu secretaria?

–¿Qué es lo que sabes sobre mi secretaria?

–No mucho –respondió Reese–. Excepto que está sentada a la barra de mi pub, a unos cuantos metros de mí, y que parece absolutamente decidida a emborracharse. Y por eso se me ocurrió que…

Cal colgó el teléfono y corrió de nuevo hacia la puerta, ignorando la mirada de asombro que le lanzó Francine. ¿Abigail emborrachándose?, se preguntó incrédulo. Ella no bebía, ¿o sí? No tenía ni idea. Incluso podía ser alcohólica, y él sin saberlo…

La encontraría pronto. Pretendía aprender todo lo que había que saber sobre Abigail Thomas. Y luego la obligaría a volver con él. A cualquier precio.

 

 

Abigail nunca había estado antes en la Taberna del Escudero. Durante el año anterior había pasado diariamente por delante de aquel pub de camino al trabajo, pero hasta aquel día jamás se le había pasado por la cabeza entrar. Como su nombre sugería, era un pub-restaurante decorado al antiguo estilo inglés: el televisor y la gramola eran los únicos detalles modernos. Todavía era temprano, y se alegraba de que hubiera tan poca gente en el local. Los escasos parroquianos no parecían advertir su presencia, pero eso era normal. Habitualmente, nadie se fijaba en Abigail Thomas.

Aspirando profundamente, se sentó muy derecha y tomó un sorbo de la bebida que la camarera le había servido. Se atragantó. Aquello era como fuego líquido. Se las había arreglado para llegar a la edad de veintiséis años sin saber que las bebidas fuertes podían saber tan mal, y no le importaría pasar otros veintiséis sin volver a probarlas. Debió haber pedido mejor una copa de vino, y no porque le gustara, sino porque al menos eso sí que podría tragarlo. «¿Pero qué importancia tiene eso?», se preguntó mientras se obligaba a tomar otra sorbo. No estaba bebiendo por placer, sino para emborracharse.

Al cabo de algunos minutos y varios tragos más, descubrió que la bebida ya le estaba haciendo efecto. Se sentía más ligera, y también más risueña. Quizá antes de que terminara aquella noche le encontrara alguna gracia incluso al hecho de haber renunciado a su empleo. Durante todo el día había estado preocupada por la mujer que la agencia había enviado para sustituirla. Francine no se había presentado vestida apropiadamente, y resultaba obvio que tampoco estaba profesionalmente muy preparada. Pero era la única que le había enviado la agencia, y Abigail se había visto obligada a contratarla. Con la perspectiva de la llegada de sus tías Ruby y Emerald al día siguiente por la tarde, no había manera de que Abigail pudiera seguir trabajando en Construcciones Sinclair.

¿Cómo podría volver a mirar al señor Sinclair a la cara cuando descubriera que le había mentido? Eso sería demasiado humillante. Así que había renunciado a su empleo. Le había dolido marcharse sin darle una explicación adecuada, pero no había tenido más remedio. Si Francine no funcionaba bien, ya encontraría a otra persona. Sintió el escozor de las lágrimas bajo los párpados y parpadeó para contenerlas. No podía permitirse pensar en el señor Callan Sinclair. Estaba en un lugar público, por el amor de Dios, y no tenía ninguna gana de dar el espectáculo. Simplemente quería seguir sentada allí sola, y olvidarse de su empleo, de su jefe y de sus tías que llegarían al día siguiente al pueblo…

Con un suspiro tomó otro sorbo y descubrió extrañada que aquel fuerte cóctel ya no le sabía tan mal como al principio. De hecho, le sabía bien. Le gustaba aquella sensación de calor, decidió mientras se desabrochaba el botón superior de la blusa blanca que llevaba bajo su chaqueta de traje marrón. Estaba decidida a no pensar más en el caos que había hecho con su vida; ya tendría suficiente tiempo para eso. O lo que era peor, añadió en silencio mientras se desabrochaba otro botón: dispondría del resto de su vida para hacerlo.

Sonrió al escuchar la siguiente canción de la gramola, un tema del musical de Grease donde Olivia Newton-John instaba a John Travolta a ponerse en forma. En su imaginación, Abby aplastó un cigarrillo con el tacón de su zapato mientras acusaba con el dedo, contoneando las caderas, a un John Travolta que no se parecía realmente a Travolta, sino a… al señor Sinclair.

–¿Te importa si te acompaño?

Abigail dio un respingo, y se volvió lentamente para descubrir, con el corazón acelerado, a Callan Sinclair. Su boca se había convertido en una fina línea, y la mirada de sus ojos castaños era decididamente sombría. Demasiado. Por alguna extraña razón, de repente encontró divertido aquel detalle. Pero en vez de cometer la grosería de reírsele en la cara, recuperó la compostura, se ajustó sus gafas y asintió con la cabeza.

Callan Sinclair tomó asiento en la banqueta más cercana. Abigail se preguntó una vez más por qué lo encontraba tan inmensamente atractivo. Habitualmente su presencia le resultaba intimidante, con su uno noventa de estatura y su llamativa corpulencia. Y también era maravillosamente guapo, con aquel pelo tan negro y aquella sonrisa tan devastadora… Pero en aquel momento no estaba sonriendo, y era ella la razón de aquella seriedad.

Sinclair apoyó sus grandes manos sobre el mostrador y se acercó ligeramente hacia ella. Tenía unas manos maravillosas. Manos de hombre, grandes y duras, de uñas cortas, con una larga cicatriz sobre su pulgar derecho. Sintió el absurdo impulso de cubrir aquellas manos con las suyas… Cuando levantó los ojos hacia él, la intensidad de su mirada pareció robarle el aire de los pulmones. Jamás antes la había mirado de esa forma. Por primera vez en casi un año, no se sentía como si fuera invisible en su presencia… Aunque no estaba segura de que eso le gustara demasiado.

–Señor Sinclair…

–Me niego a aceptar tu renuncia.

Su profunda y familia voz nunca antes había sonado tan firme, tan rotunda. «Le preocupo», se dijo asombrada, pero en seguida añadió: «como empleada, por supuesto».

–Me disculpo por haberme marchado tan de repente, pero estoy seguro de que Francine la dará resultado…

–He dicho… –se inclinó más hacia ella, bajando la voz pero haciendo que su aserción sonara como un verdadero grito–… que me niego a aceptar tu renuncia. Lo de Francine es historia. Te quiero a ti, Abigail.

Sus palabras la hicieron estremecerse y ruborizarse a la vez. «Te quiero a ti, Abigail». Sintió que se tambaleaba. «Solo como su secretaria, tonta», se amonestó en silencio. Parpadeó varias veces, retrocediendo. Como no sabía qué decir, tomó otro largo sorbo de su bebida. Ya no le quemaba; le sabía maravillosamente bien.

–¿Puedo invitarle a una copa, señor Sinclair? –nunca en toda su vida había invitado a un hombre a tomar una copa. Excepto a Lester Green, en la agencia de seguros de Nueva York donde había trabajado, pero se trató de un refresco de la máquina de bebidas de la oficina, así que no contaba. Y Lester no tenía unos ojos tan bonitos como los del señor Sinclair.

Aquel pensamiento la hizo reír. Su ex jefe arqueó una ceja y bajó la mirada al vaso que sostenía en la mano.

–¿Qué estás tomando?

–Té helado

–¿Té helado?

–Té helado de Manhattan –explicó, y tomó otro sorbo.

–¿Habías probado antes alguna vez uno?

–Claro que no, tonto –de pronto Abigail se llevó una mano a la boca–. Oh, perdóneme, señor Sinclair…

–¿Por qué no empiezas a llamarme Callan de una vez por todas? –le preguntó con un suspiro, y se volvió para hacerle una seña al hombre que estaba detrás de la barra.

Aquel hombre le resultaba extrañamente familiar a Abigail, y se ajustó las gafas para mirarlo mejor.

–¿Conoces a ese hombre? –le preguntó a Cal, tuteándolo.

–Es mi hermano Reese

Reese Sinclair. Abigail estuvo a punto de gemir en voz alta. Reese se había pasado varias veces por la oficina durante el último año. Se había olvidado de que poseía la Taberna del Escudero. Era por eso por lo que el señor Sinclair la había encontrado tan rápidamente… Maldijo en silencio.

–Señor Sinclair, de verdad que yo…

–Callan –le recordó.

–Callan, siento haber dejado el empleo con tanto apresuramiento. Pero me temo que no tenía elección.

La camarera les sirvió una cerveza helada y una taza de café, y luego se marchó rápidamente. Callan le acercó a Abigail el café.

Pero no le apetecía. Por primera vez en aquel día no tenía un nudo de nervios en el estómago, y tampoco le dolía el pecho. Se sentía tranquila y relajada. Y acalorada. Se desabrochó otro botón de la blusa e, ignorando el café, tomó otro sorbo de cóctel. Seguía sintiéndose acalorada, así que se quitó la chaqueta.

Callan estuvo a punto de derramar su cerveza cuando su mirada se deslizó por la abertura de la blusa. Frunciendo el ceño, volvió a dejar la jarra sobre la mesa.

–Me debes una explicación, Abigail. No puedes dejarme así como así sin explicarme por qué. ¿Es que has encontrado otro trabajo?

–No.

–¿Quieres ganar más?

–Por supuesto que no –replicó indignada–. Si hubiera querido más dinero, lo habría pedido.

–¿Entonces por qué has renunciado?

–No puedo decirlo. Es algo personal.

–¿Estás embarazada?

–¡Cielos, no! –abrió mucho los ojos.

–Entonces estás comprometida –pronunció Cal después de reflexionar durante unos segundos.

Abigail bajó la mirada y tomó otro sorbo de cóctel.

–¿Es eso? –se inclinó más hacia ella, sorprendido–. ¿Estás comprometida?

El corazón empezó a acelerársele. Quería negarlo, decirle que su compromiso matrimonial era un completo absurdo, pero incluso con el alcohol corriendo por sus venas, era incapaz de mentirle.

–Algo así –musitó, ruborizada.

–¿Algo como qué? ¿Con quién?

–¿Perdón?

–¿Con quién estás comprometida? –le preguntó Cal–. Bloomfield no es una ciudad tan grande, quizá lo conozca.

De repente Abigail tomó conciencia de lo disparatado de su propia situación. Se tapó la boca con la mano y empezó a reír. Callan la miraba incrédulo.

–¿Qué es lo que te hace tanta gracia?

–Tú –respondió ella, sin poder contenerse.

–¿Yo soy gracioso?

–No –aspiró profundamente esforzándose por recuperar la compostura–. Eres mi prometido.