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No hay seguridad sin libertad.

La quiebra de las políticas antiterroristas

Mauro Barberis

Traducción de Emanuela Merck Giuliani
y Manuel Martínez Neira

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COLECCIÓN ESTRUCTURAS Y PROCESOS

Serie Derecho

Título original: Non c’è sicurezza senza libertà.

Il fallimento delle politiche antiterrorismo

© Editorial Trotta, S.A., 2020

Ferraz, 55. 28008 Madrid

Teléfono: 91 543 03 61

E-mail: editorial@trotta.es

http://www.trotta.es

© Società editrice il Mulino, Bologna, 2017

© Mauro Barberis, prólogo a la edición española, 2020

© Emanuela Merck Giuliani y Manuel Martínez Neira,
traducción, 2020

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ISBN: 978-84-9879-819-7

ISBN (edición digital epub): 978-84-9879-832-6

«El terrorismo es solo un pretexto».

Edward Snowden

A la memoria de Giulio Regeni

CONTENIDO

Prólogo a la edición española: La seguridad tres años después

Prólogo

I.LA LIBERTAD EN LA HISTORIA DE LA SEGURIDAD

1. Libertas y securitas

2. Libertad-seguridad

3. El principio libertad

4. Seguridad biopolítica

5. Inseguridad y precaución

II.PLURALISMO DE LOS VALORES Y NUEVO CONSTITUCIONALISMO

1. Consecuencialismo y deontología

2. El pluralismo de los valores

3. Nuevo constitucionalismo (y neoconstitucionalismo)

4. Pluralismo de los principios

5. Ponderación, libertad y seguridad

III.EL ESTADO CONSTITUCIONAL FRENTE A LA GOBERNANZA GLOBAL

1. 11-S, el antes y el después

2. Derivas políticas

3. Derivas jurídicas

4. Una respuesta (solo) política

5. Una respuesta (también) jurídica

IV.PONDERACIONES LIBERTAD/SEGURIDAD

1. Derechos individuales y bienes colectivos

2. Seguridad individual

3. Seguridad social

4. El «trilema» de la seguridad

5. Seguridad pública o nacional

V.INSEGURIDAD PÚBLICA Y REINADO DE LA «SINRAZÓN»

1. «Estupidario seguritario»

2. Legítima defensa

3. Tortura

4. Emergencia constitucional

5. Una modesta propuesta: ¿y si decimos la verdad?

Epílogo

Índice onomástico

Prólogo a la edición española

LA SEGURIDAD, TRES AÑOS DESPUÉS

El libro que aquí se presenta al lector de lengua española pudo parecer una provocación cuando hace tres años se publicó en Italia. Estábamos entonces, como seguimos estando y como estaremos siempre, expuestos a la amenaza de actos terroristas, hoy cada vez más individuales y gratuitos. Pero, sobre todo, seguimos estando sujetos, desde el siglo XX, a un planteamiento intelectual, a una suerte de chantaje discursivo: ¿no es la seguridad el primer problema, el primer punto de cualquier agenda política? ¿No tenemos que aceptar que primum vivere y lo demás es secundario?

El libro se aparta de este chantaje discursivo desde su título, al rechazar el lugar común que antepone la seguridad a la libertad como su condición. A su vez, se pregunta si todo cuanto los gobiernos nos dicen sobre la seguridad es mentira. Hoy sabemos que es mentira. El atentado del 11-S ha producido 3000 muertos, la invasión de Iraq de 300 000 a un millón. Guantánamo cuesta al contribuyente americano, cada año, 13 millones de dólares por cada uno de los 40 prisioneros: 520 millones de dólares en total.

Sin embargo, las políticas de la seguridad no han cambiado: simplemente han mutado los objetivos. El Estado Islámico ha sido vencido en el campo de batalla, pero ahora debemos preocuparnos por los foreign fighters que regresan, quienes podrían unirse al ejército de los desadaptados, neonazis y lobos solitarios que alimentan el terrorismo «hágalo usted mismo». Estos últimos ya no se contentan solo con manifestar sus obsesiones navegando por el internet oscuro. También deambulan por nuestras calles en busca de víctimas, como Joker en la noche de Gotham City.

Pero, además, mientras la criminalidad en el Occidente desarrollado sigue disminuyendo, la percepción de inseguridad sigue aumentando. Las tantas réplicas del 11-S temidas en 2011 nunca han ocurrido, y sin embargo nuestra ansia colectiva se ha desviado en otra dirección: hacia los emigrantes. Incluso los desesperados que se agolpan en nuestras fronteras han pasado de ser considerados un problema humanitario y de integración a ser vistos como un problema de seguridad. Otro pretexto para no ocuparse de los verdaderos problemas: la degradación ecológica, el aumento de las desigualdades…

¿Cómo hemos caído en esta angustiosa espiral, que provoca que comunidades humanas dotadas de la mayor seguridad que jamás ha existido sobre la Tierra se perciban como sociedades del riesgo o de la inseguridad? A esta pregunta respondo en mi próximo libro Populismo digitale. Come internet sta uccidendo la democrazia1 [Populismo digital. Cómo internet está matando la democracia], que generaliza las conclusiones de este. Y, en pocas palabras, la respuesta es: la obsesión por la seguridad es hoy el principal instrumentum regni en el mundo globalizado y digitalizado.

En las próximas tres secciones no intento tanto actualizar este libro, que quizás sea hoy más actual que cuando fue escrito, sino ofrecer tres claves de lectura. Las extraigo de discusiones sobre el libro desarrolladas en Ragion pratica y Notizie di Politeia en 2018, de un ensayo mío, «Insicurezza e stato costituzionale», aparecido en Analisi e diritto en 2019, y del tercer capítulo de Populismo digitale. Llamo a estas tres claves: primacía de la seguridad social, insaciabilidad de la seguridad y sustitución de la biopolítica por la psicopolítica.

1. La primera clave de lectura es la primacía de la seguridad social sobre las seguridades por antonomasia, pública (interna) y nacional (externa). Aparentemente, seguridad social y seguridad pública-nacional tienen en común solo el nombre: ¿qué tienen que ver sanidad, instrucción, pensiones o asistencia social con el orden público y la defensa de las fronteras? También en el libro la seguridad social aparece casi casualmente en la sección del cuarto capítulo dedicada a la ponderación entre seguridad social y pública-nacional.

Precisamente en esa sección, buscando un ejemplo de conflicto entre seguridad social y pública-nacional, me he encontrado ante el caso del millón de mexicanos expulsados de Estados Unidos tras la Gran Depresión, por obra de gobiernos tanto republicanos como demócratas. El caso ha llamado poderosamente mi atención como precedente de las políticas contra la emigración de Donald Trump. Evidentemente, el actual presidente no ha inventado nada: también el denostado muro con México ha sido en gran parte construido por sus predecesores.

Hoy ese ejemplo resulta todavía más significativo por otra razón, ilustrada por Colin Crouch en su último libro, The Globalization Backlash (2019). Hay una estrecha relación entre la hostilidad frente a los migrantes, que afecta también al tradicional sector de izquierdas, y el welfare State. Las verdaderas razones de tal hostilidad no son culturales, identitarias y, en definitiva, ideológicas. La verdadera razón es más simple: los usuarios de los servicios sociales recortados por la globalización no quieren compartirlos con los recién llegados (newcomers).

El problema de la acogida y de la integración de los migrantes, que de por sí, repito, sería solo un drama humanitario y una cuestión de seguridad social, se asimila a un problema de seguridad pública-nacional. Ya en este libro, pero más claramente en el ensayo de 2019, la confusión entre seguridad social y públicanacional se explica con una observación de Zygmunt Bauman en In Search of Politics (1999): observación lo suficientemente importante como para que merezca la pena retomarla de nuevo.

Por resumir —dice Bauman— los gobiernos no pueden honestamente prometer a sus ciudadanos una existencia segura y un futuro cierto. Pero pueden aliviar, al menos en parte, el ansia acumulada (incluso con fines electorales) exhibiendo su energía y determinación en una guerra contra los extranjeros que buscan trabajo y otros extraños que han penetrado sin ser invitados en el jardín de la casa, antes limpio y tranquilo, ordenado y acogedor.

El mismo Bauman concluye: «Actuar de este modo […] será ciertamente una empresa modesta y efímera, pero puede compensar la sensación deprimente de no saber qué hacer [la cursiva es mía]». Esta es la cuestión: la complejidad de los problemas globales, inmanejables para las democracias occidentales, es eludida por los gobiernos populistas a través del atajo «seguritario»*. Al no lograr resolver los verdaderos problemas, relativos a la seguridad social, los líderes populistas inventan ficciones, relativas a la seguridad pública-nacional.

Sucede así que, cada vez más, el populismo crea los problemas de seguridad que después finge resolver. Ha pasado en Italia, donde un gobierno populista, por un lado, «cerraba los puertos», apareciendo en los medios de comunicación con el espectáculo del rechazo de los náufragos, y, por el otro, ni se molestaba en desmentir su nula colaboración con Europa para resolver el problema. Es decir: al desmantelar las estructuras de asistencia y acusar a Europa de no hacer nada, el gobierno populista agravó conscientemente un problema que le servía para crecer en los sondeos electorales.

Denunciar tal instrumentalización, como hace este libro y el próximo, no da popularidad. Al contrario, se asemeja algo al gesto del pasajero de un avión, quien, al sospechar del silencio o de las frases inconexas de los altavoces, dijese a los otros pasajeros que la cabina del piloto está vacía. Los atajos seguritarios y populistas, en efecto, son una especie de piloto automático: cualquier gobernante inepto puede usarlo para enmascarar su propia incapacidad.

2. La segunda clave de lectura, vinculada a la anterior, es llamada a veces por la literatura la paradoja de la seguridad, pero aquí la llamaré insaciabilidad de la seguridad. La seguridad es un bien público, en el sentido que le dan los economistas: todos la disfrutan también como free rider, es decir, también cuando no se paga el precio, pero sobre todo no se agota al usarla, como por el contrario sucede con el agua, el suelo o la energía. El problema, sin embargo, es que la seguridad nunca es suficiente y que trabajar por la seguridad aumenta la inseguridad.

Para usar un adjetivo que le gusta a Anna Pintore, la seguridad es un valor insaciable: nunca nos sentimos lo bastante seguros, por tres buenas razones. La primera es evolutiva: si nuestros antepasados no hubieran tenido miedo, probablemente se hubieran extinguido. La segunda es psicológica: no distinguimos seguridad real y percibida, confundimos como reales nuestras propias obsesiones. Podemos vivir en un condominio-fortaleza latinoamericano, con guardias y cámaras de vigilancia, y sin embargo tener miedo: o tenerlo precisamente por ello.

La tercera razón, también psicológica, es precisamente que toda medida de seguridad produce el efecto opuesto: aumenta la inseguridad. Lo explica de nuevo Bauman (In Search of Politics), introduciendo un término clave, «biopolítica» (politics of life), que nos será útil enseguida. «En el corazón de la biopolítica —escribe— encontramos un deseo fuerte e inextinguible de seguridad, pero actuar en función de ese deseo nos hace más inseguros, cada vez más».

Lo explica todavía mejor un psicólogo cognitivo, George Lakoff: un inciso, de seguridad deberían ocuparse psicólogos y psiquiatras, quizás prescribiendo ansiolíticos. En Don’t Think of An Elephant (2014), Lakoff constata que, si se pide a cualquiera que no piense en los elefantes, inevitablemente pensará en ellos. Análogamente, basta decir que no se piense en la seguridad, como hacen los gobiernos, y el problema se agiganta en nuestro imaginario colectivo, moviéndose dentro de él precisamente como un elefante.

El hecho es que el mundo de ayer, el mundo de la seguridad del que hablaba Stefan Zweig, desapareció definitivamente con el baño de sangre de la Primera Guerra Mundial. La distinción entre seguridad real y percibida debería al menos ayudarnos a recordar que el mundo de la seguridad previo a ese conflicto, considerado según nuestros parámetros de seguridad, sería tremendamente inseguro. Entonces, la esperanza de vida era incomparablemente más baja que hoy, y no solo por las enfermedades, sino también por la violencia familiar y social.

Hoy, la globalización neoliberal nos promete una sociedad sin Estados, que permitiría salir del denominado dilema de la seguridad —si vis pacem, para bellum— que ha provocado la carrera armamentística y el riesgo nuclear. Pero ¿a qué precio? Como nos han recordado Hedley Bull y Roger Campione, una sociedad sin Estados sería literalmente anárquica. Dicho de otra manera, la violencia, ya no monopolizada y controlada por los Estados, volvería a ser difusa como en el mundo antiguo, feudal y preestatal.

En realidad, entre el (pretendido) mundo de la seguridad de ayer y las (reales) sociedades inseguras de hoy, lo que ha cambiado es precisamente la percepción: nuestros parámetros de seguridad son infinitamente más exigentes. Y esto vale también, y con mayor razón, para la seguridad en el tercer milenio. La revolución digital nos habitúa a la violencia que destilan las pantallas de nuestros ordenadores, y como si no bastase, abre perspectivas inauditas, como la vigilancia global y una ciberguerra sin reglas.

En el brave new world de internet se confunde lo real y lo virtual, la inseguridad percibida sustituye a la seguridad real y ambas se transforman en la que los teóricos de la Escuela de Copenhague llaman securitization: elección soberana e incontrolable, por parte de los gobiernos, de considerar algo o alguien como una amenaza para la seguridad nacional e internacional. Nótese el salto: securitization ya no significa mayor seguridad, sino etiquetar algo o alguien de amenaza.

3. En el tercer milenio, inaugurado el 11-S, la seguridad y la misma política que la instrumentaliza se convierten en objeto de disciplinas nacidas ya en el siglo XX: psicología cognitiva o comportamental, neurociencia, informática, massmediología. Como observa el filósofo alemán de origen coreano Byung-Chul Han, no solo cambian los métodos de las ciencias de la seguridad. Cambia su mismo objeto, tercera clave para leer mi libro: el paso de la biopolítica a la psicopolítica.

Biopolítica y psicopolítica pueden considerarse etapas de un mismo proyecto, que caracterizan, respectivamente, el liberalismo y el neoliberalismo: el proyecto de un gobierno puramente humano, que se ejercita sobre un mundo ahora totalmente desacralizado. La seguridad es el valor, totalmente terrenal y moderno, de este mundo desacralizado: si no hay vida tras la muerte, entonces el único problema es controlar nuestro cuerpo, objeto de la biopolítica, y después controlar también la mente, objeto de la psicopolítica.

El problema político moderno se reduce así a asegurar un orden puramente humano, económico y político, privado no solo de trascendencia, sino también de cualquier garantía providencial. Este orden, cuyo valor supremo es la seguridad, no puede obtenerse fuera de ciertas condiciones materiales, institucionales, de poder. Michel Foucault la llama biopolítica, gobierno de la vida, y Giorgio Agamben, gobierno de la nuda vida, pensando en la vida sin dignidad de las víctimas de los totalitarismos del siglo XX.

La primera condición para que el individuo pueda maximizar la misma seguridad, como productor y consumidor, es que su vida, o mejor, su cuerpo, esté a cargo de una pluralidad de instituciones que garantizan un orden mínimo. Paradójicamente, para que el individuo sea libre, o al menos capaz de sobrevivir, reproducirse y producir, su cuerpo debe someterse al poder disciplinario de instituciones como asilos, escuelas, cuarteles, fábricas, hospitales, cárceles, manicomios, hospicios.

Escribe Han en Psicopolítica. Neoliberalismo y nuevas técnicas de poder (2014)**: «La biopolítica es la técnica de gobierno de la sociedad disciplinada. Sin embargo, no es adecuada para el régimen neoliberal, que explota sobre todo la psique». Las instituciones disciplinantes, que en el lenguaje común se llaman servicios sociales, en el mundo de la globalización neoliberal resultan demasiado costosas y, además, con frecuencia son percibidas como instituciones totales, profundamente iliberales.

Por ello, la organización neoliberal de la sociedad globalizada cambia de enfoque: el control ya no se ejercita sobre los cuerpos, sino sobre las almas. Los deseos individuales se satisfacen en la web: el libro de Han comienza con la siguiente frase: «Protect me from what I want» [Protégeme de lo que quiero]. La psicopolítica satisface a través de la web nuestras emociones más elementales: miedo, sexo, odio… Una vez que el entretenimiento virtual ha satisfecho nuestras almas, el mercado puede pensar en los cuerpos, pues los servicios sociales se han transferido al mercado.

Así, un Platón resucitado que volviese a estudiar el alma de nuestra polis —una megalópolis en la que habita más de la mitad del género humano— la encontraría dividida en partes, como la psique individual, pero gobernada ya no por la razón, sino por los deseos. Y el primer deseo, el más elemental, como ya habían entendido los teóricos del Estado moderno, Maquiavelo y Hobbes, ya no es la libertas o la dignitas, sino lo que los antiguos concebían como un ideal de esclavos: vivir seguros.

Siempre buscando ofrecer una clave de lectura de este libro, y también del traslado de la atención de la biopolítica a la psicopolítica que aparece en el próximo libro, se podrían imaginar tres fases en la historia reciente de la seguridad. Con una única advertencia: lo que los teóricos de Copenhague llaman securitization no es, como tantas narraciones populistas hacen circular por la web, el enésimo complot global organizado contra nosotros por los gobiernos, por el capitalismo financiero o por un mítico poder.

Más bien, se trata de una serie de experimentos exitosos, es decir, considerados eficaces, realizados a escala nacional y después imitados, que se difunden por contagio, de un país a otro, convirtiéndose así, progresivamente en un experimento global. El primer paso del proceso se logró casualmente a partir del 11-S, pertenece todavía a la biopolítica, se ejerce sobre los cuerpos, pero anuncia ya la psicopolítica: baste pensar en el espectáculo, costoso y contraproducente, de los secuestrados de Guantánamo.

Esta primera etapa parte de la emoción más elemental, el miedo, y promete la protección de nuestros cuerpos por los gobiernos: la seguridad en el sentido más elemental, biológico, como safety. Después del 11-S, para conseguir tal seguridad, pero sobre todo para frenar las inseguridades generadas por la globalización neoliberal, las opiniones públicas de los países avanzados han sido llamadas a entregar a sus respectivos gobiernos otros tantos cheques en blanco: protégenos, no importa cómo, incluso a costa de la invasión de Iraq.

Funcionó, como diría Andy Warhol. Costaba casi tanto como la seguridad social, pero alimentaba la industria militar y de vigilancia, y sobre todo dotaba a los gobernantes de un arma infalible para ganar las elecciones. De otra parte, ya que no solo el miedo, sino también las otras emociones son insaciables, la primera entre todas el deseo de poder, todos han entendido que los resultados obtenidos partiendo del miedo podían multiplicarse a partir de otra emoción elemental: el resentimiento, el thumós platónico.

Este es el segundo paso, ya completamente psicopolítico: el populismo, o mejor, el populismo digital, que se sirve del circuito híbrido formado por internet y los otros medios de comunicación, principalmente por la televisión. Bastaba dirigir hacia el otro los mismos resentimientos, como el sentido de justicia traicionado, y se obtenían infinitos chivos expiatorios, casi intercambiables entre ellos —judíos o musulmanes, élites o migrantes, sirios o kurdos— a través de los cuales los distintos Trump o Erdogan, Salvini u Orbán, Johnson o Bolsonaro, podían mantener un núcleo duro de consenso.

La psicopolítica, el populismo digital, siempre tiene como propio principio guía la seguridad, pero lo generaliza posteriormente. A veces, los populistas fingen interesarse también por la seguridad social, prometiendo medidas como el basic income, en realidad inventado por los padres del neoliberalismo, Friedrich Hayek y Milton Friedman, como alternativa al welfare. En general, la psicopolítica es infinitamente más ambiciosa que la biopolítica: el gobierno de los cuerpos vale poco frente al de las almas.

No es necesario subrayar más el carácter puramente hipotético de este análisis de la securitization: este conjunto de procesos no solo está todavía en curso, sino que su dirección solo se puede entrever en base a su carácter irreversible (path depending). La naturaleza hipotética de este análisis aumenta todavía si ensayamos un tercer paso, posterior a la biopolítica y a la psicopolítica, sujeto a una infinidad de condiciones, muchas de las cuales son del todo impredecibles.

Se podría llamar gobierno de los algoritmos: una suerte de administración automática de la sociedad, ya experimentada en varios sectores por entes públicos y empresas privadas. La psicopolítica populista está basada en gobernantes que manipulan a los gobernados para conquistar y conservar el poder. El gobierno de los algoritmos, por el contrario, es impersonal, anónimo y ubicuo: recuerda al nuevo despotismo anunciado por Tocqueville, o más aún, al sueño positivista de la administración de las cosas que sustituye al gobierno de las personas.

El gobierno de los algoritmos fue anunciado así por Wired Magazine en 2008. Ya no importa saber por qué la gente hace lo que hace: basta registrar que lo hace y elaborar previsiones o prescripciones sobre la base de tales registros. El gobierno de los algoritmos se confía a los ordenadores que aprenden del big data gracias al machine learning. Lo llaman dataísmo (datism), y es el nivel cero de la política, completamente sustituida por la Administración. Han lo ha rebautizado como totalitarismo digital (psicopolítica).

Los primeros resultados no tranquilizan: los algoritmos que calculan la reincidencia de los delincuentes se muestran más racistas que los jueces, la asignación automática del puesto de trabajo a los docentes es más irracional que la tradicional, los algoritmos empiezan a dialogar entre ellos excluyendo la intervención humana. En definitiva, la securitization produce no solo inseguridad, sino deshumanización. La objeción nace sola: en vez de planificar seguridades deshumanas, ¿por qué no aprender a convivir con nuestra, humana, inseguridad?

Génova/Trieste, octubre de 2019

MAURO BARBERIS

1.Milán, Chiarelettere, 2020.

*Con «seguritario» se traduce el neologismo italiano securitario, ampliamente utilizado en la literatura especializada. [N. de T.]

**Barcelona, Herder, 2014.

PRÓLOGO

Este libro se escribió entre la primavera y el otoño de 2016, cuando la presidencia de Donald Trump no podía ni imaginarse. Se vivía entonces —parece que ha pasado una eternidad— en el ocaso de las ilusiones suscitadas por Barack Obama: el presidente que no logró cerrar Guantánamo, tal y como había prometido formalmente, y que en su conjunto liberó a menos secuestrados (300) que la precedente administración Bush (500). Hoy el presidente Trump dice que no liberará nunca a los 50 supérstites, ya que —añade— son demasiado peligrosos.

El tragicómico comienzo de la presidencia Trump es suficientemente ejemplar de la quiebra de las políticas seguritarias adoptadas por Occidente tras el 11-S. Como recordó recientemente uno de los últimos periodistas de investigación italianos, Carlo Bonini, montañas de documentos reservados de la CIA certifican, sin lugar a dudas, que Guantánamo no sirvió jamás para combatir el terrorismo: jamás, ni por asomo. Si acaso, sirvió para confirmar que, en lo que respecta a la seguridad, los Estados Unidos se consideran desvinculados del derecho internacional.

Secuestrar a un millar de personas, en los periodos de mayor hacinamiento del campo, incluyendo a niños vendidos a los servicios americanos por señores de la guerra afganos; detenerlos al aire libre a sabiendas de todo el mundo, y no en una de las tantas cárceles secretas que hay esparcidas por el planeta; torturarlos, según las más comunes definiciones legales del término «tortura», durante más de quince años, sin acusaciones y sin proceso, no sirve ciertamente para promover la seguridad. Sirve solo para alimentar la espiral del terror, proporcionando escenografías perfectas para los videos de los degolladores del Estado Islámico.

Pero, entonces, ¿para qué sirven Guantánamo y la mayor parte de las medidas antiterroristas? ¿Para qué sirvió, por poner un ejemplo europeo, apostar francotiradores sobre los tejados de Roma, en la Nochevieja de 2016, como si los romanos fueran a estar más seguros? Sirven para muchas cosas, como veremos acto seguido, pero en última instancia responden al viejo rito del sacrificio, estudiado por René Girard. ¿Por qué secuestrar niños, por ejemplo? Porque todo sacrificio requiere víctimas inocentes, y los animalistas se opondrían si sacrificáramos corderos, como hacían, más cívicamente, nuestros ancestros.

Esta explicación, naturalmente, es residual o de última instancia: explica, si es que pueden explicarse, conductas y medidas que, de otra manera, deberíamos considerar meramente irracionales, como la caza de brujas o el Holocausto. Por lo demás, que la mayor parte de las medidas antiterroristas —¿el 90%?— sea meramente irracional —a menudo inútil y en ocasiones contraproducente— se deduce claramente de las sentencias de los grandes tribunales nacionales e internacionales, toda vez que aplican el denominado control de proporcionalidad: de idoneidad, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto.

Pero si casi todas las medidas antiterroristas son inadecuadas, innecesarias y desproporcionadas a efectos de aumentar la seguridad, cabría preguntarse entonces: ¿por qué se siguen adoptando? ¿Por qué ante cada atentado se repite el mismo ritual? (El líder aparece en la televisión, habla con voz firme y varonil, especialmente si es mujer, y anuncia medidas cada vez más draconianas, con inversiones cada vez más estratosféricas). ¿Por qué no se callan y, por ejemplo, obligan a sus servicios de inteligencia —que hoy van cada uno por su lado y dando golpes de ciego— a colaborar entre sí? Las respuestas, como veremos en el Epílogo, son tres por lo menos.

La primera respuesta es tener fe en los gobernantes: están trabajando para nosotros. La segunda consiste en preguntarse por qué otros objetivos, distintos de la seguridad, persiguen esas medidas inútiles. ¿Legitimar liderazgos débiles, alimentar el negocio de la seguridad, recuperar los poderes perdidos por los Estados, controlar a los ciudadanos, darse ánimos? Son explicaciones racionales o, al menos, razonables, pero que no lo explican todo. Para explicar lo inexplicable —las políticas de seguridad de Trump, por ejemplo—, no veo otra alternativa que el tercer tipo de explicación: seguimos practicando sacrificios, sacrificios humanos.

Así planteada, la cuestión de la seguridad se convierte en una metáfora de los grandes problemas globales irresueltos (e irresolubles): el desempleo, el reinado de las finanzas, la catástrofe medioambiental… Cuando los pocos resultados obtenidos por políticos como Obama son rápidamente demolidos por sus sucesores, no queda más que invocar categorías tales como sacrificio, regresión antropológica, atavismo. La democracia del público funciona así; y no vengáis hablándome de populismo, palabra vacía que ha perdido todo sentido a estas alturas.

Escribir este libro, requiere, naturalmente, competencias geopolíticas, estratégicas, financieras, informáticas, antropológicas —y otras similares—, que el que escribe no posee. El lector habrá de contentarse con las competencias propias de un historiador de las ideas, filósofo de la ética y, sobre todo, teórico del derecho realista (más atento a la jurisprudencia que a la legislación) y evolucionista (obsesionado por los límites de la racionalidad). Casi lo olvidaba: también soy un jurista liberal, inquieto por el porvenir del Estado constitucional.

I

LA LIBERTAD EN LA HISTORIA DE LA SEGURIDAD

«Hablar y escribir sobre la seguridad nunca es inocente».

J. Huysmans

Que la seguridad sea un bien o un valor, puede que incluso el principal, aquel del que dependen todos los demás, hoy parece bastante obvio: sin embargo, esto no ha sido siempre así. En otras épocas, la seguridad era percibida como un bien demasiado vil para algunos y demasiado pobre para otros como para poder ser considerado un valor. Aquí veremos como el ideal de la securitas no surge hasta la Roma imperial, oponiéndose y entrelazándose con diversos ideales de libertad. Solo más adelante (cf. IV.1)* distinguiremos mejor los significados de la palabra «seguridad».

De esta historia milenaria, aquí someramente resumida, hay que subrayar, de entrada, que el concepto de seguridad se opone y entrelaza con el concepto de libertad. Securitas y libertas, contrapuestas en el latín clásico, presentan en las lenguas modernas relaciones internas, conceptuales. La libertad de los modernos, individual y negativa, implica seguridad: no se da libertad sin seguridad. Pero también es válido lo contrario: sin las garantías jurídicas y políticas hoy resumidas en «libertad», no se da tampoco seguridad.

1.Libertas y securitas

Como se ha indicado recientemente1, la seguridad es un ideal típicamente moderno. Las civilizaciones clásicas, griega y romana, sobre las que se ha formado la compuesta identidad occidental, conocían naturalmente esta noción: sin embargo, por razones importantes, no podían atribuirle el valor que los modernos le atribuirán. Entre las distintas condiciones de la forma de vida antigua, propia de las poleis griegas y de la respublica romana, hay una por lo menos que lo explica mejor que las demás: la normalidad de la guerra.

En ocasiones, elogiando a la Unión Europea, se recuerda que los últimos setenta años de paz son una excepción histórica2: con anterioridad la regla era el conflicto. Tras dos guerras mundiales, el equilibrio del terror atómico y el consiguiente tabú pacifista, hoy resquebrajado por las reacciones al 11-S (cf. III.1), ya es hora de recordar que la guerra siempre ha sido el telón de fondo de la existencia de nuestra especie. Un dios de la guerra aparece en todos los panteones paganos, el mismísimo dios bíblico era el señor de los ejércitos3.

En la forma de vida antigua —que tras la Revolución francesa Benjamin Constant definirá como «anterior, por así decirlo, a la nuestra»4—, la ética republicana, vigente en las poleis griegas y en la respublica romana, implicaba la obligación de derramar sangre por la patria. Y que de esta obligación se exonerase a mujeres, hijos, siervos y esclavos, expuestos a los caprichos de maridos-padres-dueños, hace aún más obvio cómo la securitas no podía ser un valor, todo lo más, una aspiración propia de esclavos.

La situación cambia con las guerras civiles, que marcan la caída de la República y la transición al Principado y al Imperio. El ideal republicano de la libertas —entendido como participación en el gobierno, libertad positiva o autonomía, pero también como no-dominio y no-sujeción a un dueño5— es reemplazado por el ideal de la pax o securitas Augusti. Así pues, hace su aparición la idea, destinada a prevalecer bajo el Imperio y las monarquías modernas, de que la securitas vendría antes de la libertas.

Pensando en los desenlaces modernos de este proceso, surge la tentación de concebir la securitas como una especie de libertad negativa que sustituye a la libertas (positiva): como una mera se-curitas, exoneración de un cuidado de la vida pública, primero delegado en el princeps y después en el imperator, para evitar las discordias civiles6libertassecuritas.