Portada: Tragedia en el tribunal. Cyril Hare
Portadilla: Tragedia en el tribunal. Cyril Hare

 

Edición en formato digital: febrero de 2020

 

Título original: Tragedy at Law

En cubierta: ilustración de The Advertising Archives

Diseño gráfico: Ediciones Siruela

© Cyril Hare, 1942

© De la traducción, Esther Cruz Santaella

© Ediciones Siruela, S. A., 2020

 

Todos los derechos reservados. Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, www.cedro.org) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra.

 

Ediciones Siruela, S. A.

c/ Almagro 25, ppal. dcha.

www.siruela.com

 

ISBN: 978-84-18245-12-1

 

Conversión a formato digital: María Belloso

Índice

1 No hay trompetas

2 Almuerzo en la residencia

3 Una cena y su continuación

4 Tras el accidente

5 Lady Barber

6 Acción civil

7 Reacción química

8 Camino a Wimblingham

9 Un golpe en la oscuridad

10 Té y teoría

11 Whisky y recuerdos

12 Alguien ha hablado

13 Gato Y Ratón

14 Reflexiones y reacciones

15 ¿De dentro o de fuera?

16 Gas

17 Reflexiones

18 Rex contra Ockenhurst

19 El final del circuito

20 De un hilo

21 El fin de una carrera

22 Reunión de fuerzas

23 Indagaciones entre abogados

24 Explicaciones entre abogados

 

Para J. A. F.

CAPÍTULO 1

NO HAY TROMPETAS

«¡No hay trompetas!», dijo su señoría en tono melancólico y reprobador, ligeramente molesto.

Sus palabras, dirigidas a nadie en particular, no generaron ninguna respuesta, seguramente debido a que no había respuesta posible ante la exposición de un hecho tan obvio. Todas las demás cosas que pudiera concebir el hombre o dictar la tradición para comodidad o gloria del juez de comisión, representante de Su Majestad, estaban allí dispuestas. Un Rolls-Royce de tamaño cavernoso ronroneaba a la puerta de la residencia oficial. El gobernador civil, con un leve olor a bolas de naftalina, aunque mostrando en cualquier caso una silueta reluciente con su uniforme de gala de un Regimiento de Voluntarios disuelto hacía mucho, se esforzaba por inclinarse con el debido respeto y al mismo tiempo evitar tropezarse con la espada. Su capellán se inflaba con una inaudita seda negra. El vicegobernador civil tenía en una mano el sombrero de copa y con la otra sostenía el bastón de mando de ébano de dos metros coronado por una talla con la cabeza de la muerte, un objeto con el que, inexplicablemente, el condado de Markshire ha decidido cargar a sus vicegobernadores en ocasiones así. Detrás, el secretario del juez, el oficial marshal del juez, el mayordomo del juez y el asistente del oficial conformaban un grupo de acólitos sombrío pero no por eso menos satisfactorio. Delante, un destacamento de policía, con los botones y las insignias brillantes bajo la pálida luz del sol de octubre, se erguía listo para garantizar una escolta segura por las calles de Markhampton. Todos formaban un espectáculo impresionante, y el hombre encorvado con la toga escarlata y la peluca larga que ocupaba el centro de la escena sabía muy bien que él no era el elemento que causaba menos impresión.1

No obstante, la realidad seguía estando ahí, detestable e ineludible. No había trompetas. La guerra, con todos sus horrores, se había desatado sin control sobre la faz de la tierra y, en consecuencia, el juez de Su Majestad debía deslizarse al interior de su coche sin mayor ceremonia que un embajador o un arzobispo. Chamberlain había volado a Godesberg y a Múnich y había implorado por ellos, en vano. Hitler no iba a aceptar nada de eso. Los trompetistas tuvieron que irse. La idea resultaba angustiosa y la mirada en el rostro del gobernador civil quizá podía interpretarse como que el juez había mostrado más bien poco tacto al mencionar un tema tan amargo en un momento así.2

«¡No hay trompetas!», repitió su señoría melancólico y se subió con movimientos rígidos al coche.

El honorable sir William Hereward Barber, caballero, uno de los jueces de la Sala de la Corte del Rey del Tribunal Supremo de Justicia, tal y como se le describía en la portada de la lista de pleitos de las sesiones judiciales de Markshire, había recibido durante sus primeros tiempos como abogado el sobrenombre del Niño Barbero, por motivos obvios. Con el paso de los años, el título quedó abreviado al Barbero, y desde hacía un tiempo, un círculo pequeño aunque creciente de gente había cogido por costumbre llamarlo el Padre William, por razones con las que su edad no tenía nada que ver. En realidad, todavía no había cumplido los sesenta años. Había que reconocer que, vestido de paisano, no llamaba demasiado la atención. La ropa nunca le colgaba bien en la desgarbada percha que era su cuerpo. Tenía unas formas erráticas y bruscas, una voz dura y en cierto modo aguda. No obstante, por algún motivo, el atuendo judicial le otorga importancia a cualquiera, salvo a la más indigna de las siluetas. Así, la toga amplia ocultaba sus hechuras poco elegantes, y la peluca que le enmarcaba el rostro, larga por detrás, mejoraba el efecto austero de su nariz aguileña y bastante prominente, además de disimular lo endeble de su boca y su barbilla. Al acomodarse sobre los cojines del Rolls-Royce, Barber era la viva imagen de un juez. La pequeña multitud que se había congregado en torno a la puerta de la residencia para contemplar su marcha se fue a casa con la sensación de que, con o sin trompetas, habían visto a un gran hombre. Y quizá ahí radicaba la justificación de toda aquella ceremonia.

El coronel Habberton, gobernador civil, tuvo menos fortuna con su indumentaria. Los voluntarios de Markshire nunca habían sido un cuerpo especialmente distinguido o belicoso, y costaba bastante creer que el diseñador de sus uniformes se hubiese tomado en serio su tarea; en general, había sido demasiado generoso con los galones de oro y demasiado fantasioso con el tratamiento de los tirantes y, para mayor fatalidad, había dado rienda suelta a su imaginación en lo que respectaba al casco que se colocaba con incomodidad sobre la rodilla de su dueño. En sus mejores tiempos, el uniforme había sido un error chabacano; en la era de los trajes de campaña, suponía un ridículo anacronismo, aparte de resultar terriblemente incómodo. Habberton, con la barbilla irritada por el contacto con el cuello de su atuendo, alto y rígido, se sentía inquieto al saber que las risitas nerviosas que había oído procedentes de la multitud tenían su causa en él.

El juez y el gobernador se miraban el uno al otro con la desconfianza mutua de unos hombres obligados a relacionarse en un asunto oficial, y muy conscientes de no tener nada en común. En un año laboral normal, Barber se cruzaba con hasta veinte gobernadores y ya sabía bien que, para cuando descubría alguna cosa de interés en alguno de ellos, siempre era el momento de trasladarse a otra ciudad del circuito. Por tanto, hacía mucho tiempo que había dejado de intentar entablar conversaciones con ellos. Habberton, por su parte, nunca había conocido a un juez antes de que lo nombrasen gobernador y no le importaba no conocer a ninguno más cuando su año en el cargo hubiese terminado. No salía casi nunca de su finca, en la que llevaba una granja con seriedad y eficacia, y tenía la firme opinión de que todos los juristas eran unos maleantes. Al mismo tiempo, tampoco podía evitar sentirse impresionado por el hecho de que el hombre que tenía ante él representaba a Su Mismísima Majestad, y reconocer esa sensación le provocaba un disgusto nada desdeñable.

A decir verdad, el único ocupante del vehículo que estaba plenamente relajado era el capellán. Dado que, al igual que las trompetas, el sermón de rigor para las sesiones judiciales había quedado sacrificado por las austeras necesidades bélicas, nadie esperaba de él que dijese ni hiciese nada. Por lo tanto, podía permitirse sentarse y contemplar el conjunto del procedimiento con una sonrisa entretenida y tolerante. Y, en consecuencia, eso fue lo que hizo.

—Siento lo de las trompetas, señoría —comentó al fin el coronel Habberton—. Temo que es a causa de la guerra. Nos ordenaron...

—Lo sé, lo sé —respondió indulgente el juez—. Los trompetistas tienen otros deberes que cumplir ahora mismo, por supuesto. Espero escucharlos la próxima vez que salga al circuito. Personalmente, no me interesa lo más mínimo toda esta parafernalia —se apresuró a añadir; el gesto que hizo con la mano al decirlo parecía incluir el coche, al lacayo que viajaba delante, la escolta policial e incluso al propio gobernador—. Pero algunos de mis colegas guardan una opinión distinta. ¡No quiero ni imaginar lo que habría pensado cualquiera de mis predecesores sobre unas sesiones judiciales sin trompetas!

Quienes mejor conocían a Barber solían decir que siempre que se mostraba especialmente quisquilloso o exigente se excusaba mencionando los altos niveles fijados por sus colegas o, en su defecto, por sus predecesores. Uno se imaginaba entonces a una gran compañía de seres autoritarios, vestidos de escarlata y blanco, instando a Barber a no moderar ni un ápice sus justas exigencias por mor del interés de toda la judicatura de Inglaterra, pasada y presente. Desde luego, Barber normalmente no se mostraba reacio a obedecer esas instancias.

—Las trompetas están ahí, listas —dijo Habberton—. Y mandé hacer los tabardos con mi propio blasón. Todo un desperdicio.

—Siempre puede convertir los tabardos en pantallas de chimenea —sugirió el juez amablemente.

—Ya tengo en casa tres pantallas de esa clase: la de mi padre, la de mi abuelo y la de mi tío abuelo. No sé qué iba a hacer con otra más.

Su señoría torció la boca y adoptó una expresión de descontento. Su padre había sido secretario de un abogado asesor y su abuelo, tabernero en Fleet Street, en la zona de los colegios de abogados. En el fondo de su cabeza, se escondía un temor secreto a que los desconocidos descubriesen esa información y lo despreciaran por ello.

El Rolls-Royce avanzaba lentamente, siguiendo el ritmo de la guardia policial.

 

 

—¡Maldito palo! —dijo el vicegobernador en tono afable mientras encajaba el bastón de mando con trabajo entre sí mismo y la puerta del coche que compartía con el oficial marshal—. Llevo ya diez años haciendo este trabajo y no sé cómo no lo he roto en mil pedazos cada vez que he tenido que usarlo. Deberían dejarlo en barbecho mientras dure la guerra, junto con los trompetistas.

El marshal, un joven de aspecto ingenuo y pelo claro, miró el bastón con interés.

—¿Los vicegobernadores llevan siempre esas cosas? —preguntó.

—¡No, por Dios! Es solo una peculiaridad de esta ciudad, muy leal y muy anquilosada en el pasado. ¿Es esta su primera ronda de sesiones?

—Sí, y nunca he asistido antes a ninguna sesión.

—Bueno, diría que para cuando acabe usted el circuito judicial habrá visto sesiones de sobra. En cualquier caso, no es mal trabajo: dos guineas al día y pensión completa, ¿no? Yo he tenido que mantener en marcha una oficina después de que llamaran a filas a mis compañeros y a la mitad del personal, y encima, pendiente de asistir a este espectáculo de polichinela. Supongo que conoce usted bien al juez, ¿verdad?

El marshal negó con la cabeza.

—No. Solo lo había visto una vez antes. Da la casualidad de que es amigo de un amigo mío y por eso me ofreció el empleo. Ahora mismo será complicado encontrar oficiales. —Se ruborizó un poco y se explicó mejor—. Verá, es que me declararon incapaz para el Ejército... Por el corazón.

—Mala suerte.

—Y como siempre me han gustado mucho las leyes, pensé que esta sería una gran oportunidad. Supongo que el juez es un jurista muy bueno, ¿no es así?

—Hum. Prefiero dejar que usted mismo responda a esa pregunta cuando lo haya conocido mejor. De algún modo tendrá que coger algo de experiencia que le sea útil. Por cierto, me llamo Carter. Creo que no me he quedado con su nombre...

El joven volvió a ruborizarse.

—Marshall. Derek Marshall.

—Ah, sí, ahora me acuerdo. Lo mencionó el juez: «¡Marshall de nombre y oficial marshal de oficio!». ¡Ja, ja!

Derek Marshall se rio sin mucho entusiasmo como corroboración. Estaba empezando a darse cuenta de que iba a oír esa burla muchas veces antes de que acabase el circuito.

No todos los coches pueden desplazarse con tanta suavidad como un Rolls-Royce cuando se ven limitados a seguir el ritmo de unos policías que marchan al paso reglamentado. (De hecho, tal y como apuntaba Barber en ese mismo momento, sus predecesores en el cargo habrían despreciado cualquier cosa por debajo de unos hombres a caballo. Habberton metió el dedo en la llaga al recordar que su abuelo disponía de veinticinco hombres con jabalinas y librea). El vehículo alquilado en el que viajaban Marshall y Carter rechinaba y avanzaba dando tirones a un ritmo inquieto, con la ruidosa primera marcha metida.

—Iremos mejor cuando hayamos pasado Market Place —comentó Carter—. Allí les daremos alcance para llegar a la catedral antes que ellos... ¡Ya estamos! ¡Venga, hombre, siga, siga!

El coche salió acelerado, haciendo que se dispersaran los merodeadores reunidos en la estrecha plaza para ver pasar a la ley en carne y hueso.

 

 

Beamish, el secretario del juez, se sentía plenamente complacido con el mundo. Para empezar, estaba en el Circuito del Sur, que prefería por muchas razones a cualquier otro. En segundo lugar, había conseguido reclutar a un personal —mayordomo, asistente del oficial y cocinera— con pinta de ser muy disciplinados y no cuestionar ni su autoridad ni las migajas que se pudiera ir encontrando por el camino mientras durase aquella relación laboral. Por último, y lo más importante de manera inmediata, estaba claro que el vicegobernador de Markshire era un buen tipo de verdad.

A ojos de Beamish, los vicegobernadores se dividían en tres categorías: malos bastardos, caballeros decentes y buenos tipos de verdad. Esos hombres dejaban clara su condición en el primer instante del primer día de las sesiones judiciales en una ciudad. Cuando los vehículos se detenían a la puerta de la residencia oficial para salir hacia la iglesia y de ahí al tribunal a inaugurar las sesiones, un mal bastardo dejaría sin transporte al secretario del juez, quien por tanto se vería obligado a ir a toda prisa por las calles a patita (y las piernas de Beamish eran de un tamaño acorde a esa denominación) o a buscar un taxi por su cuenta, y Dios sabía que ya era bastante complicado cuadrar las cuentas del circuito sin esos gastos extraordinarios. Un caballero decente, por su parte, le ofrecería a Beamish un asiento en su propio coche, junto al chófer, así que el secretario llegaría a su destino cómodo, aunque desprovisto de dignidad. Sin embargo, un buen tipo de verdad, que entendía un poco la importancia del secretario de un juez en el esquema de las cosas, le facilitaría un vehículo por cuenta del condado. Esa era la feliz posición de Beamish en aquel momento, y su cuerpo menudo y gordo se estremecía de placer mientras seguía la estela del desfile por las calles de Markhampton.

Junto a él iba sentado Savage, el mayordomo, un hombre mayor y deprimido, permanentemente encorvado, como si la espalda se le hubiese doblado tras años de deferente asistencia a generaciones de jueces. Tenía fama de conocer todos los municipios de todos los circuitos de Inglaterra y nunca se le había oído decir ni una sola palabra buena de ninguno de ellos. En el suelo, entre los dos hombres, había un surtido curioso de objetos: un morral con los cuadernos de notas de su señoría, una caja de latón con la peluca corta, una manta para las rodillas de su señoría y un maletín del que Beamish podía sacar, cuando se le solicitaba, lápices afilados, unas gafas de repuesto, una caja de grageas para la garganta o cualquier otro de los diez o doce artículos de necesidad sin los que resultaba imposible administrar justicia como era debido.

Beamish le estaba dando las últimas instrucciones a Savage. Eran bastante innecesarias, pero el secretario disfrutaba dando instrucciones y a Savage no parecía importarle recibirlas, así que nadie salía perjudicado.

—En cuanto me dejen en la catedral, quiero que lleve usted todo esto al tribunal.

—Espero que hayan hecho algo con las corrientes de aire en el estrado —interpuso en tono triste Savage—. En las sesiones de la primavera pasada, fueron una cosa descomunal. El señor juez Bannister se quejó una barbaridad.

—Si su señoría nota corriente, todo el mundo tendrá problemas —dijo Beamish, casi recreándose ante esa perspectiva—. Problemas gordos. ¿Se enteró usted de lo que hizo el año pasado en el Circuito del Norte?

Savage se limitó a resollar. Sus formas sugerían que nada de lo que pudieran hacer los jueces le causaría ninguna sorpresa y que, en cualquier caso, no suponía ninguna diferencia, hicieran lo que hiciesen.

Beamish se mostró inquieto en el interior del coche cuando empezaron a acercarse a la catedral.

—Vale, ¿lo tenemos todo? —dijo—. Sombrero negro, sales amoniacales, el Archbold... ¿Dónde está el Archbold, Savage?

—Debajo de sus pies —respondió el mayordomo, y sacó de ahí ese indispensable compendio del derecho penal.

—Perfecto entonces. Ahora, para el té y las pastas de la tarde de su señoría...

—Ya le he dicho a Greene que se ocupe de eso. Es tarea suya.

Greene era el asistente del oficial. No parecía que ocuparse del té del juez fuese tarea de un funcionario así, ni de ningún otro, pero el tono lúgubre de Savage no dejaba lugar a ninguna disputa sobre la cuestión. Beamish decidió mostrar deferencia por la mayor experiencia del mayordomo. Siempre que no fuese él mismo quien tuviese que rebajarse a preparar el té, daba igual quién lo hiciera.

—Muy bien, mientras lo hayan acordado así entre los dos, bien. Mi lema es «Echa a andar tal y como pretendes continuar». ¡Hemos llegado! Mándeme el coche de vuelta. ¡Deprisa, vamos!

 

 

El alcalde y los ediles de la ciudad estaban esperando al juez en el gran acceso oeste a la catedral. También había varios fotógrafos de prensa. El personal del Ayuntamiento se inclinó en gesto respetuoso. El juez les devolvió la reverencia. Tras algunas vacilaciones preliminares, que les dieron a los fotógrafos una buena oportunidad de captar al juez desde varios ángulos y a Beamish la de asegurarse de salir bien en el encuadre, el desfile por fin se organizó y recorrió la nave bajo los compases del himno nacional.

Fuera, la policía permanecía en descanso, en una fila que empezaba en la entrada a la catedral, mirando al norte; frente a ellos, mirando al sur, había otra hilera de agentes, preparados para asumir el deber de escoltar al grupo desde el servicio religioso hasta el tribunal. La residencia oficial del juez estaba en la ciudad de Markhampton, por lo que era tarea de su policía local proteger a tan augusto visitante. En vista de que las sesiones judiciales eran única y exclusivamente asunto del condado de Markshire, la policía del condado tenía por su parte el deber de montar guardia y custodiarlas. La rivalidad entre las dos fuerzas policiales se había agudizado e incluso había llegado en ocasiones a ser violenta, hasta que se celebró una conferencia solemne entre las autoridades del condado y los padres de la ciudad —presidida nada menos que por el lord teniente— de la que había surgido un compromiso aceptable: desde la residencia oficial hasta la catedral, el juez pertenecía a la ciudad; de la catedral a los tribunales, era cosa del condado. El segundo y siguientes días de las sesiones, el condado relevaba a la ciudad hasta un punto situado más o menos a mitad de camino entre la residencia y los tribunales. Esas son las complejidades del gobierno local en Markshire.

El jefe de policía de Markhampton estaba situado a la cabeza de sus hombres y, con el sentido del humor que lo caracterizaba, le guiñó el ojo a su homólogo, el comisario de la policía del condado. Este le devolvió el guiño, no porque le viese nada divertido a la situación, sino porque, evidentemente, era lo propio. Al poco, un hombre menudo y oscuro con un traje de sarga azul y desgastado se abrió camino entre la multitud y se acercó al jefe de policía, le susurró unas palabras al oído y luego se fue por donde había llegado. El jefe de policía pareció no hacerle ningún caso, pero en cuanto el hombre se hubo ido, le hizo señas al comisario, que avanzó en su dirección.

—El tipo ese, Heppenstall —dijo en voz baja el jefe de policía—. Ha vuelto. Mis muchachos le perdieron la pista anoche, pero está en la ciudad, en algún sitio. Coménteselo a su jefe, ¿quiere?

—¿Heppenstall? —repitió el comisario—. Creo que no sé... ¿Por qué se le busca?

—No se le busca por nada. Debemos mantenerlo vigilado, eso es todo. La Unidad Especial nos ha prevenido sobre él. Dígaselo a su jefe, él sabe de qué va la cosa. Y si el juez... ¡Ahí vienen! ¡Firmes, ar!

Y el desfile salió de nuevo a la luz del sol.

 

 

La Casa del Condado de Markhampton, en la que iban a celebrarse las sesiones judiciales, era un edificio del siglo XVIII cuya arquitectura habría aparecido sin duda clasificada en cualquier guía de Baedeker3 como «de buenas intenciones». Tanto el interior como el exterior se encontraba en ese estado de descuido en el que son propensos a recaer los edificios mejor intencionados cuando solo se utilizan de forma ocasional. Si las autoridades se habían ocupado de solucionar las corrientes de aire del estrado que tanto habían molestado al señor juez Bannister, eso era lo único que habían hecho en cuanto a mejoras desde hacía bastante tiempo. En cualquier caso, Francis Pettigrew, recostado en la zona reservada a los abogados mientras estudiaba el techo, notó que sus ojos se fijaban en el parche situado por encima de la cornisa del que el yeso estaba desprendido y lo reconoció como un viejo amigo. Se paró a pensar en un tono bastante deprimente en cuántos años habían transcurrido desde que, en su debut como abogado defensor en el circuito, había visto el parche por primera vez. Ese pensamiento lo deprimió. Había llegado a una edad y a un momento de su carrera en los que no apreciaba demasiado que le recordasen el paso del tiempo.

En la mesa que tenía ante él estaban los escritos de dos casos, sin más interés ni mucho mayor carácter remunerativo que aquel caso que le había dado tanta satisfacción en su juventud, tantos años atrás. Servirían para cubrirle los gastos de ir hasta Markhampton y poco más. Junto a ellos había un fajo de papeles: pruebas de imprenta en las que se había pasado trabajando toda la noche. Miró la página de portada, que estaba arriba. «Travers y el desalojo por restitución de propiedad. Sexta edición. Editado por Francis Pettigrew, máster en Humanidades, licenciado en Derecho, antiguo becado en el St. Mark’s College de Oxford, antiguo miembro del All Souls College de Oxford, antiguo becado de Blackstone en Derecho Consuetudinario en el colegio de abogados de Outer Temple, abogado litigante». Ese reiterado «antiguo» lo irritaba. Parecía ser la tónica que había marcado su vida entera. Se había quedado antiguo para todo: para tener éxito y ganar dinero; para ser consejero del rey y convertirse en decano de su colegio de abogados; para casarse y formar una familia... Y entonces, en una repentina avalancha de desilusión de la que luchó por excluir la autocompasión, vio con bastante claridad que esa antigüedad se había convertido en permanente y definitiva. «¡Demasiados frentes abiertos, después de todo!», pensó en tono sombrío.

Al mirar atrás y ver al joven confiado y (en perspectiva podía decirlo tranquilamente) brillante que había inaugurado su carrera en la abogacía bajo aquel mismo techo de yeso con desconchones, empezó a plantearse qué había salido mal. Todo prometía mucho al principio y todo había salido torcido al final. Había excusas de sobra, por supuesto; siempre las había. La guerra, por un lado (la otra guerra, a la que su sucesora ya estaba echando al olvido), que había interrumpido el ejercicio de su profesión justo cuando estaba mostrado signos de «echar a andar». Una mala elección de bufetes, agravada por un secretario holgazán e incompetente, por el otro. Dificultades personales que le habían mantenido la cabeza apartada del trabajo en momentos cruciales, como, por ejemplo, la eterna y prolongada agonía de su afán por conseguir a Hilda. ¡Dios! ¡Cómo lo había mareado esa mujer! Viéndolo ya de un modo desapasionado, menuda sensatez la de Hilda al tomar la decisión que tomó. Recordó todas esas cosas y algunas más: los amigos que le habían fallado, las promesas de apoyo nunca cumplidas, los momentos de brillantez nunca reconocidos... Aunque, para ser sincero, y por una vez tenía ganas de serlo consigo mismo, ¿acaso el motivo primordial de la falta de éxito de Francis Pettigrew (no, si iba a ser sincero, ¿por qué no llamar a las cosas por su nombre?), del fracaso de Francis Pettigrew, no era simple y llanamente que carecía de algo? ¿De algo que él no tenía y otros (otros que en muchos sentidos eran inferiores, lo sabía muy bien) poseían de sobra? ¿Cierta cualidad que no era ni carácter, ni intelecto ni suerte, pero sin la que ninguno de esos dones era capaz de encumbrar a su poseedor? Y, de ser así, ¿hasta qué punto le importaba eso a Francis Pettigrew?

Dejó volar su mente al pasado, indiferente ante el clamor y el bullicio que crecían a su alrededor en el tribunal. Bueno, en el cómputo global, no había llevado una mala vida. Si alguien le hubiese dicho veinticinco años antes que en su madurez iba a estar complementando un precario ejercicio de la abogacía con la pesada labor de la escritura de textos jurídicos, se habría sentido humillado por completo ante esa perspectiva. Pero al mirar atrás y ver el camino que había recorrido, pese a que había algunos pasajes incómodos, encontraba poco de lo que arrepentirse. Había pasado momentos buenos, había hecho buenas bromas —por suerte, no terminaba de ver hasta qué punto la incurable frivolidad de su discurso había jugado profesionalmente en su contra— y había conservado buenos amigos. Por encima de todo, el circuito judicial le había sentado bien. La vida del circuito era su elemento natural. Año tras año, lo había recorrido entero, desde Markhampton hasta Eastbury, cada vez con menos esperanzas de sacar ganancias sustanciales, pero siempre con la certeza de las recompensas que da el buen compañerismo. Por supuesto, el Circuito del Sur ya no era como antaño. El club de abogados del circuito era aburrido en comparación con los viejos tiempos. Cuando se unió a él por primera vez, entre sus filas se encontraban auténticos personajes, hombres de los que ya no quedaban, hombres que alimentaron leyendas que solo podían recordar el propio Pettigrew y unos cuantos viejos veteranos como él. Esa raza se había extinguido hacía mucho. Esas curiosidades extrañas, entrañables y feroces pertenecían a una era pasada, y los sucesores de Pettigrew no tendrían a nadie a quien recordar digno de protagonizar al menos una buena historia que contar.

Sobre eso meditaba Pettigrew, por completo ajeno al hecho de que, a ojos de todos los miembros del club menores de cuarenta años, él ya era un completo «personaje» por derecho propio.

Hubo un revuelo en el tribunal. Fuera, donde en tiempos de paz debería haber sonado una alegre fanfarria, se oían las órdenes a gritos del comisario de policía. Al momento, Pettigrew, junto al resto de personas presentes en el tribunal, estaba en pie y se inclinaba en una reverencia. Si alguien lo hubiese mirado por casualidad en ese momento, se habría sorprendido al ver en ese rostro arrugado pero afable una inusual expresión de hostilidad, no exenta de desdén. Pocas personas quedaban con vida capaces de provocar esa mueca en los rasgos normalmente amables de Pettigrew y, por desgracia, Barber era una de ellas.

—¡Silencio! —bramó un ujier a una concurrencia que ya estaba más callada que en misa.

Beamish, de pie junto al juez, procedió entonces a declamar con un peculiar gorjeo de barítono del que se sentía excesivamente orgulloso:

—Toda persona con algún asunto que tratar ante sus señorías los magistrados del rey encomendados con el enjuiciamiento de acusados y presos, en su ejercicio en y para el condado de Markshire, acérquese y haga acto de presencia. —No se movió nadie. Todas esas personas ya habían hecho acto de presencia y había una cuadrilla de ujieres encargados de que nadie se acercase más a la fuente de la justicia—. Sus señorías los magistrados del rey dan orden directa a todas las personas de que mantengan silencio mientras se leen los dictámenes de la Comisión de Paz.

Todas las personas permanecieron en silencio. El secretario de las sesiones recogió entonces el testigo del relato con una fina voz de soprano:

—Jorge VI, por la gracia de Dios...

Tras la elocución de Beamish, esa intervención supuso un cierto anticlímax, pero las formalidades se cumplieron todas sin ningún desastre. El secretario hizo una reverencia ante el juez, el juez ante el secretario. En el momento oportuno, su señoría se colocó sobre la peluca un sombrerito de tres picos y durante unos delirantes instantes pareció la versión jurídica del capitán MacHeath.4 La imagen pasó rapidísimo y el sombrero quedó a un lado, para no volver a salir hasta el siguiente municipio del circuito.

Beamish bramó una vez más. En esa ocasión, su objetivo fue el gobernador civil, a quien encargó que hiciese el favor de entregar los varios mandatos y preceptos dirigidos a él con los que sus señorías los magistrados del rey procederían en adelante. Con aires de hechicero, Carter sacó un rollo de documentos, atados firmemente con un lazo amarillo pálido, que entregó con una reverencia a Habberton. Habberton a su vez le entregó el rollo con una reverencia aún mayor a Barber. Barber, con un leve asentimiento, se lo pasó al secretario de las sesiones. El secretario lo colocó sobre su mesa y lo que ocurrió después con los varios mandatos y preceptos nadie lo supo jamás. Desde luego, nunca se supo nada más de ninguno de esos importantes instrumentos.

El pequeño desfile salió de nuevo y volvió a reaparecer unos minutos después. En esa ocasión, su señoría llevaba la peluca corta y había abandonado la muceta escarlata con ribete blanco. Era señal de que había llegado el momento de acabar con la mera ceremonia y empezar con el desagradable asunto de la justicia penal. Para Derek Marshall, experimentar su primer contacto con el derecho penal era un momento augusto y emocionante.

Hubo un breve coloquio susurrado entre el juez y el secretario, y a continuación:

—¡Que pase el acusado, Horace Sidney Atkins! —dijo con voz aguda el secretario.

Un hombre humilde de mediana edad con un traje gris de franela subió al banquillo de los acusados, parpadeó nervioso ante la magnificencia que de algún modo su crimen había logrado reunir y se declaró culpable del delito de bigamia.

Las sesiones judiciales de Markhampton estaban por fin en marcha.

 

 

 

 

 

 

1 En este párrafo se describe una realidad algo ajena al ámbito jurídico hispano: la de la administración itinerante de la justicia británica. Para juzgar según qué delitos, existían en el derecho anglosajón unos cuerpos jurídicos formados por diversos profesionales que viajaban a diferentes tribunales previamente designados, con un calendario y unas rutas ya fijadas. En general, la terminología jurídica se ha traducido con ánimos de transmitir las imágenes de los distintos cargos y figuras mencionadas, más que recurriendo a términos que pudieran considerarse equivalentes, ya que en la gran mayoría de los casos no existen. (Todas las notas de la presente edición corren a cargo de la traductora).

2 El libro está ambientado en los primeros años de la Segunda Guerra Mundial. En este párrafo se habla de pasada sobre los encuentros que tuvieron lugar a finales de septiembre de 1938 entre Chamberlain (primer ministro del Reino Unido en la época) y Hitler, a quienes se unirían los líderes de Italia y Francia (Mussolini y Daladier). Estas reuniones desembocaron al final en los Acuerdos de Múnich, mediante los cuales se incorporaban los Sudetes a Alemania, en un intento por apaciguar las ansias de revancha alemanas por las consecuencias de la Primera Guerra Mundial.

3 Karl Baedeker fue un editor alemán de la primera mitad del siglo XIX que se especializó en guías de viaje. Las guías de Baedeker incluían información detallada sobre rutas, alojamiento y transporte, toda una innovación para la época.

4 Este capitán es un personaje ficticio que aparece por primera vez en The Beggar’s Opera de John Gay y más tarde resurgirá en The Threepenny Opera de Bertolt Brecht como Mack the Knife, famoso protagonista de una canción posterior.

CAPÍTULO 2

ALMUERZO EN LA RESIDENCIA

¡Marshal! —dijo el juez en un susurro ronco.

Era el susurro que usaba en el tribunal, un poco diferente al tono que utilizaba normalmente, él y cualquiera, en realidad.

Derek, sentado a la izquierda del juez, se sobresaltó en cierto modo como si fuese culpable de algo. Pese a su entusiasmo por las leyes, la sucesión de los casos menores que encabezaban la lista de pleitos le había parecido de un aburrido insoportable. Tras buscar a su alrededor algo con lo que ocuparse, se había agenciado la única lectura disponible de manera inmediata: los Testamentos que se ofrecían a los testigos al ir a declarar. Markshire no era un condado con muchos habitantes judíos, a excepción de los demasiado acaudalados para aparecer con mucha frecuencia por los tribunales penales, por lo que el Pentateuco tenía poca demanda con esa finalidad. Así pues, Derek estaba sumergido en el Libro del Éxodo cuando recibió aquella imperiosa invocación. Con un esfuerzo, apartó la mente del tribunal del faraón para llevarla hasta el mucho menos interesante tribunal en el que Barber dispensaba justicia, e inclinó la cabeza para recibir las órdenes de ese gran hombre.

Marshal —continuó el susurro—, invite a Pettigrew a almorzar.

Eran las doce y media de la mañana del segundo día de las sesiones y Pettigrew estaba atando la cinta roja alrededor de su segundo y último expediente antes de marcharse de la sala. Si así lo hubiese deseado, Barber podría haber remitido su invitación en cualquier momento tras constituirse el tribunal esa misma mañana. Al retrasarlo hasta el último momento, debía ser consciente de que combinaba el placer de dispensar su hospitalidad con el grado máximo de inconveniencia para su invitado. Al menos, esa fue la primera reflexión de Pettigrew cuando, tras hacer su reverencia para marcharse de la sala, recibió al fin el mensaje en la celda fría, húmeda y deprimente que servía como sala de togas para los abogados en la Casa del Condado. Tenía previsto coger el único tren rápido de la tarde a Londres, que salía a la una, y almorzar de camino. Si aceptaba la invitación, le sería casi imposible evitar pasar otra noche en Markhampton. Además, el juez había expresado su intención de cenar con el club de abogados. Dos comidas en compañía de Barber eran más que suficientes para un mismo día. Por otro lado, no había nada que requiriese su presencia en Londres. Barber, que estaba muy al tanto de la situación profesional de Pettigrew, también lo sabía y seguro que se tomaría su negativa como una afrenta. Y eso, pensó Pettigrew, significaría que lo mantendría entre ceja y ceja para el resto del circuito. Calibró sus alternativas arrugando la nariz, como era característico en él, mientras plegaba con cuidado la peluca y la guardaba en su maltrecha caja de latón.

—Almorzar con su señoría, ¿eh? —dijo al fin—. ¿Quién más asistirá?

—El gobernador civil y el capellán, y la señora Habberton —respondió el marshal.

—¿Quién es? ¿La mujer bastante bien parecida con pinta de simplona que estaba sentada detrás de mí? Tenía aspecto de ser buena compañía... Vale, iré.

Derek, algo molesto por aquel trato displicente ante una orden cuasi regia, estaba a punto de irse cuando entró otro miembro de la abogacía, contemporáneo de Pettigrew.

—Acabo de terminar —dijo el recién llegado—. ¿Compartimos un taxi a la estación?

—Lo siento, no puedo. Me quedo a comer.

—¡Ah, vaya! Supongo que te ha invitado el Padre William, ¿no?

—Sí.

—Me alegro de no ser yo, amigo. ¡Hasta luego!

Derek, enormemente desconcertado, se atrevió a preguntar:

—Disculpe, señor, ¿por qué lo ha llamado Padre William?

Pettigrew lo miró de manera inquisitiva.

—¿Ha conocido usted a lady Barber? —le dijo.

—No.

—Pronto lo hará, seguro. ¿Ha leído Alicia en el País de las Maravillas?

—Claro.

En mi juventud, dijo su padre, estudié leyes, y discutí todos los casos con mi esposa; y la fuerza muscular...5

»Mire, será mejor que vuelva usted al tribunal o el juez levantará la sesión y lo pillará desprevenido. Estará ya llegando al final de la lista. Nos vemos en el almuerzo.

Tras marcharse el joven, Pettigrew se quedó unos momentos solo en la lóbrega sala de togas, con la cara enjuta arrugada en un pensamiento.

«Qué tonto he sido al hablarle así al muchacho —murmuró—. Después de todo, a lo mejor Barber le cae bien. Y seguro que le caerá bien Hilda... ¡En fin!».

Luchó por ahogar una punzada de remordimiento. A esas alturas, tampoco necesitaba albergar buenos sentimientos de ningún tipo hacia ella.

 

 

Pettigrew, que había subido andando desde la Casa del Condado, llegó a la residencia oficial poco después que el resto de invitados. Entró al salón a tiempo de oír a Barber repetir «Marshall de nombre y oficial marshal de oficio» y el estallido de una risa de niña, que significaba que la señora Habberton había sabido apreciar la broma. Al hacerse las presentaciones, Pettigrew observó que la risa de la mujer no era lo único que había de niña en ella. Sus maneras, su ropa, su tez, todo estaba diseñado para fomentar la ilusión de que, pese a no poder tener menos de cuarenta años por calendario, seguía siendo básicamente una muchacha que no superaba los diecinueve, y unos diecinueve en cierto modo inmaduros. Aun así, reflexionó Pettigrew, diseñado no era la palabra correcta del todo. De nadie que evidentemente tuviese tan poco cerebro podía decirse que hubiese diseñado nada. En realidad, parecía que en la cabeza suave y aún hermosa de la señora Habberton no había entrado nunca la idea de ser en ningún modo distinta a la niña suave y hermosa que se había casado recién salida de la escuela, unos veinte años antes; y solo había que echarle un vistazo a su esposo para darse cuenta de que él tampoco encontraba ninguna diferencia. Pasados unos años más, probablemente aquella mujer se convirtiese en un espectáculo bastante lamentable. Por lo pronto, Pettigrew tenía que admitir que conservaba un cierto encanto coquetón no carente de atractivo. Barber parecía ser de la misma opinión.

Marshall, todavía un poco sonrosado por el torrente del eco de la risa de la señora Habberton, servía jerez con una mano temblorosa; al momento, Savage abrió la puerta de golpe y anunció, con una profunda curvatura de la espina dorsal:

—¡El almuerzo está servido, señoría!

La señora Habberton caminó hacia la puerta, aunque el juez llegó antes que ella.

—Discúlpeme —dijo el hombre en un chirrido de voz—, pero en el circuito es costumbre que el juez preceda a todo el mundo, damas incluidas.

—¡Oh, claro! ¡Qué tonta soy, se me había olvidado! —respondió con un tintineo la señora Habberton—. Al fin y al cabo, usted es el rey. ¡Qué maleducada soy! Y supongo que debería haber hecho una reverencia al entrar al salón, ¿no?

La voz de Barber volvió atravesando el umbral de la puerta.

—Personalmente, no me importan nada todas estas cosas, pero algunos de mis colegas...

 

 

Fue un almuerzo muy sustancioso. El racionamiento era aún cosa del futuro y la señora Square, la cocinera, se había criado en una tradición que no iba a alterarse por cuestiones menores como una guerra. La señora Habberton, para quien las tareas domésticas resultaban una pesadilla perpetua, hablaba nerviosa, con envidia y emoción, mientras supervisaba la carta del menú. Disfrazados en el idiosincrásico francés de la señora Square, vio filetes de lenguado, chuletas de cordero, tortitas y unos entremeses intraducibles. Le brillaban los ojos con un placer infantil.

—¡Cuatro platos para el almuerzo! —exclamó—. ¡En tiempos de guerra! ¡Menuda revelación!

Como siempre, se hizo consciente demasiado tarde de que había dicho lo incorrecto. Su marido enrojeció y el capellán tosió incómodo. El juez levantó las cejas de golpe, de golpe las volvió a bajar y respiró hondo para hablar.

«Ahora va a mencionar otra vez a sus colegas», pensó Pettigrew, así que se lanzó desesperado al rescate. Como de costumbre, dijo lo primero que se le vino a la cabeza:

—Los cuatro platos del Apocalipsis, sí.

En el silencio que siguió, Pettigrew tuvo tiempo de reflexionar y darse cuenta de que había pocas cosas peores que pudiese haber dicho. Cierto, se oyó un breve espurreo de risa por parte del oficial, pero se apaciguó al instante bajo la mirada de reprobación del juez. La señora Habberton, causante del vertido de aquella ocurrencia, adoptó una expresión de incomprensión absoluta. El capellán parecía profesionalmente dolido. El gobernador civil tenía pinta de llevar el cuello más apretado que nunca.

Su señoría, en el ejercicio de su prerrogativa real, echó mano primero del pescado, todavía sumido en un pesado silencio. Seguidamente, dijo con toda la intención:

—Dígame, Pettigrew, ¿se ocupa usted de la acusación en el juicio por asesinato de esta tarde?

(«Sabe muy bien que no», pensó Pettigrew. Hacía algún tiempo que no le llegaba ningún nombramiento de fiscal general para el circuito, y Pettigrew creía en secreto que Barber tenía más que un poco que ver en aquel asunto). En voz alta, respondió en tono encantador:

—No, juez, Frodsham lleva la acusación. Flack está en la defensa, creo. A lo mejor estaba usted pensando en el asesinato de Eastbury, en el que sí actúo como defensor.

—¡Ah, claro! —respondió Barber—. Es un caso de defensa para personas con pocos recursos, ¿verdad?

—Así es, juez.

—Qué maravilla esta ley que tenemos ahora, que permite a los pobres estar asistidos incluso por abogados experimentados a costa del Estado —continuó el juez, dirigiéndose a la señora Habberton—. Aunque me temo que los honorarios son poco apropiados, tristemente. Creo que es una muestra enorme de generosidad por su parte hacerse cargo de un caso así, Pettigrew. Cuesta pensar que le merezca la pena venir tan lejos a cambio de una recompensa tan nimia, cuando sin duda podría estar ganando sumas mucho más sustanciosas en otra parte.

Pettigrew se inclinó en una reverencia y sonrió educadamente, pero los ojos le relucían de rabia. ¡Toda esa burda ironía a expensas de su pobre y cada vez más escaso trabajo, y solo para vengarse de un chiste malo! Típico de aquel hombre. El asesinato de Eastbury era un caso de considerable dificultad y probablemente atrajese bastante atención incluso en mitad de una guerra. Pettigrew había estado esperando con ansias que le diese cierta publicidad, que sería más que bienvenida y quizá llegase más allá de los confines del Circuito del Sur. Se dio cuenta entonces (y se le cayó el alma a los pies) de que, si Barber era capaz de finiquitar todo de la misma manera, aquello podía terminar siendo otro fiasco sin más. Tuvo tiempo además de preguntarse si a su cliente lo ahorcarían solamente porque el juez se la tenía guardada a su abogado.

Entretanto, Barber seguía pontificando:

—Sin duda alguna, el sistema supone una mejora con respecto al pasado, aunque desde luego no sé lo que habrían pensado al respecto algunos de mis predecesores en la magistratura. Habrían visto una parte muy ilógica en un acuerdo según el cual el Estado, tras decidir que hay que acusar a un hombre de un delito, debe asumir los gastos de pagar a alguien para que se ocupe de convencer a un jurado de que ese hombre es inocente. Creo que lo habrían considerado parte integral de esa sensiblería que en muchos sentidos se está extendiendo demasiado en nuestros días.

El coronel Habberton murmuró algo en tono corroborante. Como muchos otros hombres honrados, vivía a base de clichés. La «sensiblería» estaba ligada al «bolchevismo» en su cabeza como raíz de todo mal y había pocas reformas, sociales o políticas, que no llegasen bajo uno de esos dos epígrafes.

—Todo el alboroto que hay en contra de la pena de muerte, por ejemplo —continuó el juez.

Y la conversación que había corrido el riesgo de convertirse en un monólogo de inmediato se hizo general. Todo el mundo tenía algo que decir sobre la pena de muerte. Pasaba siempre. Incluso el marshal comentó algunos recuerdos mal digeridos de lo que había oído decir una vez a alguien sobre el tema en una comunidad de debates universitarios. Pettigrew fue el único que permaneció en silencio, por muy buenas razones personales. Sabía bastante bien que su turno estaba por llegar y no tuvo que esperar mucho.

—La sensiblería es una enfermedad que afecta especialmente a la juventud —señaló el juez—. Pettigrew, por ejemplo, era antes un ferviente detractor de la horca. ¿No es cierto, Pettigrew?

—Y lo sigo siendo, juez.

—¡Dios bendito! —Barber chasqueó la lengua en tono compasivo—. La ilusión de la juventud tarda en morir en algunos de nosotros. Personalmente, lejos de abolir la pena de muerte, estaría a favor de ampliarla.

—Y alargar la soga —murmuró Pettigrew a Derek, que estaba sentado junto a él.

marshal

Derek cogió la fina hoja de papel escrita a máquina y Pettigrew, que estaba tras él, la leyó por encima de su hombro. Decía lo siguiente:

 

Para el juez Barber, al que apodan el Barbero:

Habrá justicia incluso para los jueces. Tenga por seguro que sus pecados le darán alcance. Queda advertido.

 

No estaba firmada.

—Bueno, estas son las cosas que animan una ronda de sesiones —dijo Barber en tono afable—. Adiós, señora Habberton, ha sido un gran placer conocerla. Hasta pronto, Pettigrew. Nos veremos en la reunión con el club esta noche. ¿Está listo, señor gobernador?

Y se alejó con el coche de muy buen humor.

Pettigrew, mirándolo desde atrás, tuvo que admitir que sentía cierta admiración por él.

«¡Qué demonios! ¡El bruto este tiene agallas!», murmuró.

En cualquier caso, no esperaba con muchas ganas que llegase la cena de esa noche con el club de abogados.

 

 

 

 

 

 

5 En un pasaje de Alicia en el País de las Maravillas, Alicia recita el poema al que pertenecen estos versos y que tiene al Padre William como uno de sus personajes.