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Santiago Ambao

Santiago Ambao nació en Banfield (Argentina) en 1975. Tras estudiar Diseño de Imagen y Sonido en la Universidad de Buenos Aires y de Fotografía en la Escuela de Arte Fotográfico de Avellaneda, se marchó a vivir a España, donde residió entre 2002 y 2013. Aquí comenzó su interesante carrera literaria, mérito que desde ahora mismo podemos atribuir a nuestro país.

Ejemplo de lo complicado que es abrirse camino como escritor, a pesar de conseguir varios premios y distinciones (accésit en el Concurso de Narrativa de la Obra Social Caja Madrid en 2005 por La peste peor, Premio Joven de Narrativa de la Universidad Complutense de Madrid en 2009 por Burocracia, seleccionado como uno de los nominados para el Premio Herralde en 2015 por La estafa), de editar relatos en diversas antologías y publicaciones culturales y de mantener el blog Brevedades de una morsa a la deriva (dedicado a la microficción), sus novelas apenas han sido publicadas en España.

En Barcelona fue cofundador y codirector de la escuela literaria La Palabra Mecánica, donde dio talleres de cuento y novela y también impartió diferentes cursos en diversos centros culturales de la capital catalana.

En 2015 su Trilogía de los milagros fue publicada en Chile por la Editorial Abducción. Actualmente vive en Buenos Aires donde sigue impartiendo talleres literarios y trabajando como guionista.

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Sara Mesa

image Editora por un libro

En tus manos tienes el segundo libro perteneciente a nuestra colección «Editor/a por un libro». Como sabrás, y si no lo sabes te lo contamos ahora, esta iniciativa consiste en que desde Editorial Barrett pedimos a un escritor o escritora que admiremos que nos recomiende algún libro. En capítulos anteriores, Patricio Pron nos ayudó a publicar Madrid es una mierda de Martín Rejtman y en esta ocasión le hemos pedido su sugerencia a la gran escritora, sevillana de adopción, Sara Mesa.

Sara Mesa ha escrito grandes libros como Mala letra, Un incendio invisible (Premio Málaga de Novela en 2011), Cuatro por cuatro (finalista del Premio Herralde de Novela en 2012), Cicatriz (Premio Ojo Crítico de Narrativa en 2015) o la más reciente Cara de pan, aclamada por público y crítica como uno de los mejores libros en el año 2018. Tan buen hacer narrativo indicaba sin duda un buen gusto literario. Así ha sido al descubrirnos y no dudar un instante en recomendarnos a Santiago Ambao y su novela Treinta y seis metros.

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PRESENTADO POR SARA MESA

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Título original: Treinta y seis metros

Diseño de colección: Estudio Lápiz Ruso

© del texto: Santiago Ambao

eISBN: 978-84-121353-6-7

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Somos buenas personas, así que, si necesitas algo, escríbenos. No nos va a sacar de pobres prohibirte hacer unas cuantas fotocopias.

Contenido

I Paisajes quietos

II Paisajes borrosos

III Paisajes de tormenta

IV Paisajes nuevos, paisajes viejos

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Presentación

de Sara Mesa

ESA IDEA DEL HORROR DISCRETO Y CERCANO

Prologar este libro es una de las cosas más bonitas a las que me he enfrentado desde que comencé a escribir y publicar. No solo porque el libro es magnífico —y es un gustazo escribir sobre libros magníficos—, sino también por los vínculos que me unen a su autor, Santiago Ambao, una especie de hermano literario en la distancia al que conocí hace años gracias a una feliz casualidad.

A Ambao (Banfield, Argentina, 1975) le debo horas y horas de reflexiones literarias —sobre los libros de los demás, sobre nuestros propios libros y, en especial, sobre la naturaleza de la escritura— que se remontan a 2010, cuando le escribí a través de una dirección electrónica que encontré en su cuenta de Facebook para preguntarle sobre su experiencia con un premio literario que él había ganado y al que yo tenía la intención de presentarme en la siguiente edición. Desde entonces, como dos perrillos que mueven el rabo al reconocer sus afinidades, comenzamos a cartearnos con entusiasmo y a comentar recíprocamente nuestros textos bajo una premisa que él dejó muy clara desde el primer momento: «nada de adularnos». Creo que ambos respetamos siempre aquel pacto de sinceridad brutal, lo que, al menos a mí, me ayudó sobremanera a mejorar y pulir mi escritura. El primer lector de algunos libros míos, cuando eran borradores todavía, fue Santiago Ambao, y sus reflexiones, siempre certeras, siempre interesantes, me descubrieron a un lector excelente, pero también a un escritor concienzudo, absolutamente vocacional, bellamente obsesivo, de un raro e innegable talento.

Cuando lo conocí, Ambao estaba viviendo en Barcelona y acababa de publicar Burocracia (Gadir, 2010), premio UCM de Narrativa, una especie de ficción política que abordaba los mecanismos de control que ejerce el poder sobre los individuos. También durante su estancia en España, Ambao había resultado finalista del premio Caja Madrid en 2005, uno de los más prestigiosos de narrativa joven de aquel tiempo —hoy tristemente desaparecido—, con La peste peor. Posteriormente, desde su regreso a Argentina —donde se dedica a impartir talleres literarios y a la realización de guiones cinematográficos—, la editorial chilena Abducción ha venido publicando la ácida y muy montypythoniana Trilogía de los milagros, formada por las novelas La invención de Dios (2015), Un milagro al revés (2016) y La última joda de Rinaldi (2016). A toda esta producción le une una visión muy particular de la ideología y el poder, la política y sus sistemas, los absurdos cotidianos y los mecanismos del pensamiento mágico, con toques, en algunos casos, de ciencia ficción y un sutilísimo sentido del humor que asoma en una escritura falsamente transparente.

En la poética de Ambao brillan siempre las mismas inquietudes —obsesiones, las llama él— desde diferentes propuestas, pues es un escritor que no se acomoda, que arriesga buscando siempre nuevas formas de expresión. Sin embargo, la coherencia interna de su mirada, vista en perspectiva, resulta brutal. En uno de los primeros correos que me escribió —y jamás lo he olvidado, porque me hizo muchísima gracia— afirmaba: «La verdad es que me encantan los ministerios. Siempre, en todo lo que escribo, trato de meter por lo menos un ministerio, o a lo sumo una subsecretaría». No sé si desde entonces ha cumplido con esta afirmación, pero lo cierto es que en Treinta y seis metros aparece un ministerio, y por supuesto no de manera anecdótica, sino central, con sus formas de trabajo burocratizadas, alienantes y grises, absurdas cuando no déspotas, competitivas y profundamente corruptas: «esa idea de horror discreto y cercano», en palabras extraídas de la propia novela.

A pesar de su brevedad, definir Treinta y seis metros en unas pocas líneas es una tarea imposible, y aunque pudiese hacerla, yo estaría en contra, pues al igual que Mario Levrero —autor que, por cierto, me dio a conocer Ambao— considero que los prólogos, las más de las veces, estropean los libros de tanto manosearlos. Señalaré entonces algunos elementos, a modo de metralla —o aperitivo— de imágenes para que los lectores comprendan dónde se están adentrando: cosas que pasan porque sí, cafés que se tiran a la pileta sin beber, tostadas que se tiran a la basura sin comer, un protagonista que trabaja en el departamento de Rendición de Cuentas —o de Rendición, simplemente—, el mismo protagonista que trata de poner nombre a sus sentimientos pero que se obliga a no pensar en determinadas direcciones, una mujer que casi siempre está en la ducha o tras otro tipo de mamparas, otra mujer que asoma como promesa pero que apenas se roza, una chica inocente y ligeramente bizca, un funcionario que enloquece justo cuando está llegando a su jubilación, un jefe o dos que hacen y deshacen a su antojo, dos niños que se sumergen en la realidad deformada de la PlayStation, un televisor de última generación, un sillón confortable y la mejor cafetera posible, el deseo no cumplido de ir a pescar en familia, una fuga interior, una fuga futura.

Santiago Ambao ha metido todos estos ingredientes en una coctelera y ha sacado de ella una historia brillante, bien batida y mezclada, aunque lo que la hace todavía más grande es unirla a otra historia paralela, subterránea, que transcurre al otro lado del mundo, una especie de trama política y económica, mezcla de realismo y ciencia ficción, o más bien fruto de un realismo inquietantemente visionario. Aquí, Ambao se revela —lo quiera él o no— como un hijo cercano de Kafka, por su capacidad de comprender que la aparente abstracción de los sistemas políticos se asienta siempre en dimensiones humanas y psicológicas concretas. Su interés por la tecnología, por ejemplo, cuyos mecanismos de opresión y alienación no son externos, sino que emanan de nuestra propia naturaleza, hace que esta novela esté repleta de pantallas, igual que Burocracia estaba llena de escuchas, pantallas que ofrecen otras posibles miradas al mundo, o miradas torcidas: las de los videojuegos, las de las series frívolas, las de los telenoticiarios e incluso la de una imagen fija en una playa en Villa Gesell, paradigma de un sueño irrealizable.

Con profundo sentido del humor, Ambao se definió una vez a sí mismo como un «analista político-social en pantuflas», y justo ahí reside parte de su mérito, en las pantuflas, en el deseo de rehuir lo solemne, lo impostado, lo recargado y lo artificioso. Treinta y seis metros aborda muchos temas preocupantes y cercanos, temas complejos que no son sencillos de diagnosticar —¡y ni siquiera de ver!—, pero lo hace con una naturalidad y una gracia envidiables, con esa ligereza imprescindible, a mi parecer, para alcanzar la gracia literaria. Como lectores suyos no nos sentimos aplastados por sus narraciones, pero sí concernidos, porque su literatura encierra esa «violencia de un cross a la mandíbula» por la que apostaba Roberto Arlt como ideal literario, aunque sea una violencia sutil, que al principio uno no ve venir. Protéjanse entonces antes de empezar a leer esta novela, porque, como la bacteria que come billetes y desata una desastrosa crisis financiera, la prosa de Santiago Ambao te va devorando poco a poco, pero implacablemente.

I

Paisajes quietos

A Eduardo le fascinaba, en invierno, aferrar la taza con las dos manos. Casi quemarse, pero no. Acercarla a la boca, soplar, ver cómo la espuma dibujaba ondas irregulares, cómo las montañitas de canela —porque siempre espolvoreaba el café con canela— se sometían a la tormenta.

Sin embargo, aquella mañana —como tantas otras— el café estaba frío.

Luca y Ariel aún no se habían levantado. Carla se daba una ducha. Él miraba su café con una sensación gomosa que anidaba en sus tripas. No reconoció la sensación de inmediato, aunque sospechó que era hartazgo.

Durante varios minutos observó la taza sin practicar el menor movimiento, como si estuviera catatónico o muerto. Luego, con una determinación que le pareció ajena, se levantó y volcó la mitad del contenido en la pileta.

Su corazón se agitó ligeramente. Se preguntó qué estaba haciendo. Miró la puerta de la cocina, su taza, otra vez la pileta. Vertió un poco más de café, que se perdió en las cañerías. Entonces escuchó pasos. Se apresuró a volver a la mesa. Untó una tostada, la mordió con poco entusiasmo. Carla entró mientras se ponía varias pulseras grandes, de madera.

—¿Está rico? —preguntó ella.

Él asintió sin énfasis. Tragó de un sorbo el resto del café.

Un sorbo maquinal que lo asqueó.

Mientras buscaba un vaso, Carla se detuvo frente a la pileta. Se demoró allí un instante que a Eduardo le pareció exagerado: pensó en los restos del café y pensó que debería decir algo.

Pero no supo qué.

Carla abrió la canilla y el agua corrió.

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Nunca había desayunado en aquel bar. En ocasiones —sobre todo los días más crueles del invierno—, a la salida del trabajo, hacía un alto ahí para tomarse un café con leche. Lo tomaba de a sorbos, con nostalgia. Recordaba los antiguos desayunos en casa, cuando Carla los preparaba con leche bien caliente. Sin embargo, desde hacía algunos años, eso había cambiado. Tal vez porque Luca y Ariel lo preferían tibio, o porque ella siempre estaba apurada y calentar la leche para esperar que se enfriase le resultaba ridículo.

O quizá porque sí.

Eduardo, de hecho, creía que muchas cosas pasaban porque sí.

Ahora, en el bar, recordó el viaje a Sicilia. Recordó la satisfacción al aprender esa palabra, que más que palabra era una llave: volente. Y después el café con leche hirviendo y la alegría de descubrir Italia. Por entonces, antes de que nacieran los chicos, los vuelos baratos les permitían esas escapadas de fin de semana. Por entonces, no se planteaban volver a Argentina.

Pero, después, la vida.

En fin, pensó Eduardo.

Y sin tener demasiado claro el porqué, pensó también que lo mejor sería abandonar esa línea de pensamiento.

Apenas le trajeron el café, sujetó fuerte la taza. Le asaltó una mezcla confusa de culpa, euforia y satisfacción. Apenas un poco más de satisfacción que de euforia, y mucho menos euforia que culpa.

Dio el primer sorbo.

El café caliente recorrió su garganta, reconfortándola.

Y la culpa, poco a poco, se fue diluyendo en la satisfacción.

La euforia mermó, despacio, hasta volverse calma.

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Recorrió el pasillo que lo llevaba hasta su oficina sin levantar la vista del suelo. De reojo, observó a Suárez y a Gusminetti; tras sus escritorios, fingían que trabajaban. Lo saludaron con una mezcla de bostezo y rugido débil. Él devolvió un «buenos días» mal vocalizado. Verificó la hora: las ocho y treinta y tres. Ni Maidana y ni Claudel habían llegado aún. Le molestó adivinar la mirada de Gusminetti taladrando su espalda y, más todavía, intuir que le hacía algún gesto a Suárez. No podía precisar qué gesto, sin embargo, Gusminetti haría uno. Seguro.

Le pareció oír un rumor o una risa apagada.

Fingió no haberlo hecho.

Entró a su oficina: un cubículo sin ventanas ni decoración, iluminado por dos tubos fluorescentes. Apenas cabía el escritorio, un archivador bajito y un perchero. Sobre su escritorio había una computadora, una bandeja con varias carpetas ocres, un vaso con cinco o seis lapiceras y una fotografía de Carla, Ariel y Luca en la playa.

Encendió la computadora; se preguntó si Espora se enteraría de que había llegado tarde. Miró, de nuevo, el reloj: las ocho y treinta y cuatro.

No solo no se enteraría, pensó, sino que, en caso de enterarse, lo consideraría normal. Bueno: en el Ministerio era normal que cualquiera llegara tarde, pero no que él llegara tarde. Aunque Espora no tenía derecho a decirle nada: el cumplimiento de los horarios era más o menos importante sin resultar crítico, le había comentado aquella vez, hace cinco años, en la que lo nombró encargado de Rendición de Cuentas del área de Infraestructura. Un puesto de responsabilidad, no tanto por la cantidad de gente a cargo —bastante poca— sino por el volumen de las operaciones que auditaba. Por algo reportaba directamente al director, saltándose al jefe de departamento.

De ninguna manera, por una vez que llegaba tarde, no se iba a andar preocupando. Al contrario: debía actuar con naturalidad. Eso es lo que hacía el resto, y al resto le funcionaba.

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A las nueve y veinte, después de responder los mails más importantes, agarró la primera de las carpetas ocres apiladas sobre su escritorio. La había gestionado Claudel. La abrió y revisó que no se le hubiera escapado nada. Él apreciaba a Claudel: le parecía un buen muchacho, aunque a veces un poco distraído. Antes de firmar, prefería cerciorarse de que cada una de las facturas estuviera en la carpeta. En dos ocasiones había detectado errores. La primera, por la compra de cuatro sillas en una escuela de Salta. Hizo la vista gorda. Era poca plata y equivocar, nos equivocamos todos. Por cuatro sillas, había pensado. Sin embargo, la segunda resultó grave: se trataba de una partida de ciento ochenta y dos mil pesos para construir un centro cultural en un barrio del tercer cordón del conurbano. En el expediente apenas si había algunas facturas que sumaban poco más de veinticinco mil pesos. A raíz del descuido habló con Claudel. Trató de sonar severo y comprensivo. Al principio de la charla pensó que estaba sonando demasiado severo; apenas Claudel salió de su oficina, sospechó que había terminado siendo demasiado comprensivo. De eso hacía como mes y medio. El expediente se lo pasó a Espora, que cuando se enteró del tema, quiso gestionarlo personalmente. No era una operativa habitual, pero si Espora pedía que le pasase un expediente, él no objetaba. Su trabajo no consistía en objetar, le había dicho Espora, cinco años antes, al nombrarlo responsable de Rendición de Cuentas del área de Infraestructura —un cargo creado ese mismo día, porque esa era un área sensible y convenía tener a alguien de confianza al frente—. Su trabajo consistía en auditar con rigor y supeditarse a las pautas de la dirección. Y si la dirección elegía hacerse responsable de un expediente, él lo mandaba sin chistar. Por otro lado, podía comprender que, ante la posibilidad de una negligencia grosera, Espora quisiera intervenir. La prensa andaba a la caza de cualquier error para reproducirlo en todos los frentes y ninguna medida preventiva resultaba exagerada.

Desde entonces, a Eduardo le quedó la costumbre de revisar minuciosamente las carpetas antes de firmarlas. No todas, claro. Ni siquiera todas las gestionadas por Claudel. Pero sí un porcentaje alto. Claudel —como el resto de los muchachos— lo sabía, y esa conciencia de la vigilancia lo obligaba a prestar más atención.

A las trece y treinta había firmado casi un tercio de las auditorias apiladas en su escritorio. Decidió tomarse sus cuarenta minutos para almorzar.

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Poco antes de las cuatro, Eduardo empezó a revisar un expediente gestionado por Claudel. Era una partida de trescientos veinte mil pesos, destinada a la construcción de un gimnasio en una escuela de Banfield. A primera vista saltaban inconsistencias. Apenas sumando al voleo, se notaba que las facturas no superaban los cuarenta mil pesos. Se trataba de un error demasiado gordo, pensó.

Decidió llamar a Claudel para pedirle explicaciones cuando Espora entró a su despacho. En un acto reflejo, cerró el expediente y lo guardó en el primer cajón de su escritorio. Lo hizo casi con culpa, como si fuera responsable de aquel error. Espora observó su movimiento, exageró una pausa y luego, con su voz áspera, le preguntó por el fin de semana. Le prestó poca atención a su respuesta, y cuando Eduardo hizo silencio, se atusó el bigotito, se acarició la calva lustrosa y suspiró mientras bajaba la vista hasta el cajón donde Eduardo acababa de guardar el expediente.

Eduardo se preguntó si lo mejor no sería comentarle el caso; aunque se dijo también que un responsable de área debía demostrar convicción y autonomía. Esto último lo pensó sin demasiada convicción, y mientras aún dudaba, Espora le contó lo bien que lo había pasado en su quinta de Pilar. El sábado había llovido un poco, pero apenas. El domingo, el sol rajaba la tierra: hasta pudieron comer el asado en el quinchito. Así uno vuelve con las pilas cargadas, le dijo.

Eduardo asintió. Espora, aparentemente dispuesto a volver a su rutina, lo palmeó en el hombro con más desdén que camaradería. Entonces Claudel golpeó la puerta —que siempre permanecía abierta de par en par— y dijo:

—Hoy es el cumpleaños de mamá y está tan sola… ¿podría salir antes?

Espora miró a Eduardo. Eduardo se preguntó si la excusa valía una autorización para retirarse. Ante el silencio, Claudel le preguntó a Espora si podía irse.

—Mi mamá está grande y soy hijo único, sabe. Se acuesta muy temprano y me gustaría saludarla antes de que se vaya a dormir. Aparte vive en Ezeiza, tengo como dos horas de viaje…

Espora sonrió con aire paternal. Claro, hombre, por mí no hay problema, dijo. Y miró a Eduardo, expectante. Eduardo pensó en la escuelita de Banfield. Pero prefería hablar el tema a solas con Claudel; hacerlo frente a Espora hubiera sido como fusilarlo.

—La familia es lo primero —comentó Espora con una sonrisa que a Eduardo le pareció algo cínica.

Eduardo asintió. Claudel tomó ese gesto como una autorización y salió del despacho casi corriendo.

—¿Está trabajando bien el chico este? —le preguntó Espora con una repentina seriedad.

Eduardo titubeó antes de decir que sí, que como siempre.

Espora observó cómo Claudel recogía sus cosas y salía de la oficina.

Después dijo: qué bueno, el compromiso es importante. Y abandonó el despacho.

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A eso de las cinco se fue Gusminetti y poco después, Maidana. A las seis en punto se retiró Suárez. Eduardo —el único que nunca se iba temprano— pensó que Suárez querría un aumento de sueldo. O un adelanto.

Los aumentos de sueldo no dependían de él. Si hablaba bien de algún empleado, ayudaba. Pero la decisión la tenía Espora. El adelanto, sí. Se preguntó si Suárez lo merecía. Quería ser justo. Le disgustaba el amiguismo, pero también la apatía. Tras pensarlo, se dijo que sí. Suárez trabajaba en el Ministerio hacía más de veinte años, le faltaban tres o cuatro para jubilarse y, mal o bien, cumplía. Acceder a los pedidos era una forma de incentivar al personal, y él quería contar con gente involucrada.

A las seis y diez, Eduardo llamó a Carla. Le dijo que llegaría un poquito tarde. Apenas cortó, buscó la carpeta de Claudel, que desde la visita de Espora no se había animado a retomar.

Revisó, una vez más, las facturas de la escuela de Banfield. No cabía posibilidad de que el faltante pasara inadvertido. Doscientos ochenta mil pesos. Y justo en época electoral. Se preguntó si debería hablar del tema con Espora ahora mismo. Molestarlo tan tarde podía salirle caro, aunque no alertar sobre semejante irregularidad apenas la detectaba, también.

Esas eran las decisiones difíciles, pensó. Y pensó también que estaba pensando demasiado. Decidió dejar el tema para el día siguiente.

Miró el reloj: las seis y treinta. Guardó la carpeta en un cajón. Ordenó las otras sobre su escritorio, sin apuro. Se puso el saco y el abrigo de corderoy.

A las seis y treinta y cuatro abandonó la oficina.

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