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Introducción

Parte I. El capitalismo 4.0

1. Historia de cuatro capitalismos

Lecciones de la Revolución Industrial

Go West: los orígenes del capitalismo 4.0

2. Patología del capitalismo 4.0

El malestar del trabajo

El fin de la igualdad

El estancamiento del mundo

Cinco versiones del capitalismo 4.0

3. ¿Por qué el capitalismo puede soñar y nosotros no?

Vida y muerte de Utopía

El agotamiento del futuro

Del capitalismo utópico a las utopías capitalistas

Por un realismo utópico

Parte II. En el reino de la escasez

4. Economía social

Gente que sobra

Social, solidaria y popular: todos los caminos conducen a Porto Alegre

Territorio, solidaridad, población

Solo se trata de vivir

Las raíces católicas de la economía social

Dos salidas al trascendentalismo social

5. Decrecionismo

1972, el comienzo del fin

I don’t wanna grow up: tres motivos para no crecer

El decrecimiento ya llegó: la teoría del estancamiento secular

Instrucciones para después del fin del mundo

Futuro primitivo: los ideales reaccionarios del decrecionismo

Apéndice I. Animalismo

Ética para veganos

¿Cómo podemos vivir juntos?

De hombres a bestias

Parte III. En el mundo de la abundancia

6. Economía postescasez

De Keynes a Star Trek

Así en el cosmos como en la web

Del costo marginal cero al poscapitalismo

Ingreso básico y ocio civilizatorio

7. Aceleracionismo

Más allá del marxismo: deseo y aceleración

La CCRU, historia de una pasión inútil

El aceleracionismo de izquierda

La izquierda contra la aceleración

¿Para qué nos sirve el aceleracionismo?

Comunismo cibernético

El devenir neoliberal

Apéndice II. Transhumanismo

Del humanismo al transhumanismo

No quieren morir jamás

Del transhumanismo al posthumanismo: la Singularidad

Políticas del transhumanismo

Dejar de ser para seguir siendo

Parte IV. Capitalipsis

Apocalipsis todos los días

Los fines del mundo

Parásitos del capital desbocado

Bibliografía

Alejandro Galliano

¿POR QUÉ EL CAPITALISMO PUEDE SOÑAR Y NOSOTROS NO?

Breve manual de las ideas de izquierda para pensar el futuro

Galliano, Alejandro

© 2020, Siglo Veintiuno Editores Argentina S.A.

Introducción

En el barrio porteño de Retiro se pueden ver dos grandes torres con el logo de WeWork en la cima. Son las torres Bellini, en Esmeralda y Paraguay. Por las ventanas se ven amplios espacios abiertos y paredes cubiertas con madera, plantas y frases inspiradoras como “Hacé lo que amás”. Adentro varias personas trabajan: algunos son freelancers con sus notebooks, que comparten un espacio ameno; en otros casos se trata de oficinas enteras mudadas allí por decisión de sus empresas. WeWork es una compañía de coworking que tiene 230 oficinas repartidas en 71 ciudades de 20 países. La torre Bellini es, dicen, el segundo edificio de coworking más grande del planeta. Hay otra filial en Libertador a la altura de Vicente López.

* * *

El coworking es el trabajo en un espacio compartido, la disolución de la empresa en nuestras vidas. Las oficinas como espacio de trabajo nacieron a fines del siglo XIX, poco después de las fábricas, y adoptaron su lógica: ordenar a los trabajadores de forma monótona y eficiente para producir de manera estandarizada. En los años noventa, cuando la economía postindustrial brillaba como un diamante loco sobre la burbuja de las puntocom, aparecieron esas oficinas sin paredes, con pufs y mesas de ping-pong, a las que nos tienen acostumbrados las empresas tecnológicas y los creativos publicitarios. Simultáneamente, los cafés se llenaron de freelancers sin oficina que iban a trabajar a sus mesas. El coworking surgió de la unión de estos freelancers y aquellas oficinas. Pero aún había que transformarlo en un gran negocio.

Eso es lo que hicieron Adam Neumann y Miguel McKelvey, los fundadores de WeWork. Dos jóvenes fanáticos de la película Wall Street, criados en comunidades (Adam, en un kibutz; Miguel, en una comunidad hippie de Oregón) y educados en instituciones de élite. Comenzaron alquilando edificios viejos en Brooklyn para reciclarlos como espacios de coworking. En 2010 lanzaron WeWork y en menos de ocho años atrajeron a inversores como Goldman Sachs y JP Morgan y a clientes como Siemens, Microsoft y Amazon. WeWork alcanzó a cotizar en 20.000 millones de dólares, mucho más que empresas inmobiliarias históricas. Alquilaba la mayor parte de sus instalaciones y hacía poco más que acondicionarlas. El resto era pura “filosofía WeWork”: un discurso de espíritu comunitario, consumos hipsters y buena onda para que el trabajo de oficina se confundiera con la diversión y la vida misma. “Estamos haciendo kibutz capitalistas”, dijo Neumann, y se refería a sus clientes como la WeGeneration, “una generación de emprendedores emocionalmente inteligentes e interconectados a la que le preocupa el mundo, quiere hacer cosas copadas y ama el trabajo”. Como parte de esa filosofía proyectaron WeLive, departamentos de alquiler para vivir arriba de las oficinas, y WeGrow, un jardín de infantes que incluye vida de granja, clases de branding para niños y una pedagogía enfocada en desarrollar el “superpoder de cada niño”. Neumann llegó a confesar a la revista Forbes que, de concretarse la colonización de Marte a cargo de la empresa aeroespacial SpaceX, de Elon Musk, quiere instalar sus oficinas en el planeta rojo.

En octubre de 2019 WeWork canceló su salida a la Bolsa. Las auditorías demostraron que era insolvente y el SoftBank debió hacerse cargo de la empresa. Previsiblemente, harán una serie de recortes profundos para bajar costos y asegurarle algo de rentabilidad. El sueño comunitario devendrá en una austera empresa de alquiler de oficinas. El ascenso y caída de WeWork nos recuerda el de la Argentina macrista: se trató de ocultar un modelo de negocios viejo y poco rentable con deuda y un CEO carismático hasta que los números no dieron más. Pero también nos habla del capitalismo actual: ¿por qué el corazón del capitalismo financiero confió en una empresa que proponía un kibutz capitalista y que hablaba en serio de abrir filiales en otro planeta sin haber dado un dólar de beneficio?

En la respuesta se mezclan dos patologías. En primer lugar, la sobreliquidez que lleva a los capitales a invertir en cualquier startup, esas “empresas incipientes”, sin beneficios pero con promesas de crecimiento exponencial gracias a las nuevas tecnologías. En segundo lugar, una predisposición del capital a imaginar mundos que dotan de contenido a esos proyectos. Hace mucho tiempo que los capitalistas abrigan y financian fantasías como si quisieran escapar de este mundo, mucho más violento y desigual de lo que se esperaba hace veinte años. Y no está mal, porque el presente siempre es horrible y el futuro es el único lugar al que huir corriendo. La pregunta es por qué dejamos de hacerlo nosotros.

Ya pasamos demasiado tiempo hablando de utopías. Durante años el liberalismo estuvo culpándolas de todos nuestros males, desde el nazismo hasta la Unión Soviética. Y un día nos despertamos y es el capitalismo el que sueña con ellas: los proyectos de Elon Musk para colonizar Marte, el plan de Ray Kurzweil de subir su mente a una computadora que le garantice inmortalidad… o WeWork, el falansterio 2.0 que quería fundir nuestra casa y nuestra vida con el trabajo de oficina.

El error fue dejar de soñar nosotros, regalarle el futuro a un puñado de millonarios dementes por vergüenza a sonar ingenuos o totalitarios. El realismo político y la necesidad de resistir fueron arrinconando a la izquierda y los movimientos populares en formas de movilización y organización esencialmente defensivas, locales e incapaces de ir más lejos que la mera reproducción de las condiciones de vida ya precarias de los grupos en lucha. Granjas cooperativas, fábricas recuperadas, comedores comunitarios, centros de estudiantes y otras formas emergentes demostraron creatividad y eficacia para detener o moderar el impacto de políticas impopulares, pero pocas veces estas estrategias lograron avanzar más allá de los grupos directamente involucrados y proyectar un futuro alternativo para el conjunto de la sociedad.

Luego de cada estallido social, cuando el gas lacrimógeno se dispersa y la calle se desocupa, no importa la gran derrota o la pequeña victoria que los manifestantes se lleven a casa, el mapa será el mismo: grandes bolsones de resistencia y autogestión, más o menos reprimidos, más o menos abandonados, junto a los cuales los gerentes de la vida pública y privada seguirán proyectando futuros para entregarle unos años más de vida a un capitalismo que ya parece haber dado todo de sí. Mientras tanto, los nuevos movimientos derechistas, que saben articular la agenda social conservadora con un proyecto de sociedad futura atractivo tanto para los jóvenes como para la clase trabajadora, se dedican a colonizar el imaginario colectivo y las energías políticas.

En esta hora de rebeliones en todo el mundo, no podemos ceder el honor de pensar el futuro a esa gente. La parábola de WeWork, que vende un modelo de negocios insolvente a costa de endeudamiento y una vaporosa imagen de sociedad futura en la que trabajar y vivir son lo mismo, es la de la América Latina gerencial del giro a la derecha y la de un mundo que crece cada vez con mayor lentitud y confía cada vez menos en la democracia para gobernarse.

Recuperemos alguna idea de futuro o alguien lo hará por nosotros.

* * *

Este libro habla del futuro. Es un intento de pensar futuros alternativos a partir de las condiciones que impone el presente. Utopías realistas construidas con los materiales que ofrece el capitalismo actual en el mundo y en Latinoamérica. No se trata de ideas de izquierda sobre el futuro de la sociedad presente, sino de ideas de sociedad futura radicalmente diferentes. Ninguna de ellas tiene una aplicación política inmediata pero todas fijan un horizonte lejano y un imaginario hacia el cual debe dirigirse esa política.

En la primera parte describo las transformaciones económicas, tecnológicas y sociales de los últimos años. El lector habituado a esos temas no encontrará nada nuevo, pero sí una sistematización y una forma personal de ordenar esa información. Hacia el final, aventuro una hipótesis sobre la supuesta incapacidad actual de pensar el futuro. La segunda parte presenta modelos que asumen el agotamiento material y ambiental del capitalismo y proponen construir una comunidad más equilibrada por fuera de él. La tercera parte se detiene en los proyectos que apuestan a emplear las tecnologías y los recursos acumulados por el capitalismo para superarlo social y económicamente. La cuarta parte se dedica a las miradas catastróficas sobre el no futuro. Para alivianar la lectura, reduje las referencias y el bagaje conceptual al mínimo. El interesado en profundizar algún tema encontrará una sección de bibliografía al final organizada por capítulos. A lo largo del libro prioricé una mirada histórica que me permitiera dar cuenta de las transformaciones de las ideas y su entorno a través del tiempo, balanceando el relato con el análisis. Esto se debe a mi formación personal, pero también a la convicción de que, divorciados del pasado, los análisis del presente y el futuro terminan convertidos en abstracciones erráticas, inútiles para cualquier propuesta realista.

El laboratorio de este libro fue una serie de textos publicados en las revistas Crisis y La Vanguardia, por sugerencia de sus editores, Hernán Vanoli y Mariano Schuster, respectivamente. Vaya el reconocimiento para ellos. Después de los 40 años uno tiene la certeza de que no es propietario pleno de ninguna de sus ideas. Detrás de cada una hay horas de charlas y pilas (o terabytes) de libros, imágenes y sonidos compartidos. Lo que sigue es una lista caprichosamente alfabética de esos cómplices involuntarios: Silvana Aiudi, Gerardo Aboy Carlés, Tomás Rodríguez Ansorena, Martín Baña, Tomas Borovinsky, la gente de Caja Negra Editora, Agustín Cesio, Santiago Curci, Marcelo Corti, Ezequiel Gatto, Guillermo Jerez, Eduardo Minutella, Mariano Narodowski, Sofía Negri, Heber Ostroviesky, los asistentes del curso “Futuros Indefinidos” organizado por Pansophia, Federico Poore, Sebastián Provvidente, Adrián Rodríguez, Javier Rodríguez, Martín Rodríguez, Juan Ruocco, Mariano Schuster, Martín Schuster, Pablo Stefanoni, Pablo Touzón, Fabio Wasserman y, nuevamente, Hernán Vanoli, quien hizo posible este libro junto con Caty Galdeano y Carlos Díaz, de la editorial Siglo Veintiuno.

Parte I

El capitalismo 4.0

“La máquina, dueña de la habilidad y la fuerza en lugar del obrero, es ella misma la virtuosa, posee un alma propia presente en las leyes mecánicas que operan en ella”, apuntó Karl Marx en su “Fragmento sobre las máquinas”. Un texto casi herético, que durmió inédito en sus manuscritos hasta los años setenta, en el cual el entusiasmo dialéctico lo llevó a desplazar la mirada de la lucha secular entre trabajadores y capitalistas hacia un enfrentamiento más abstracto entre el Capital y el Trabajo: la humanidad que empuja su tecnología, el fruto de sus saberes y destrezas, contra la propia humanidad, hasta reemplazarla o fundirse en ella. Y por eso, justamente, es un texto que previó nuestro presente.

Desde hace un tiempo sentimos que nos acechan máquinas virtuosas, o su alma sin cuerpo en forma de software. Desde la crisis de 2008 la venta de robots industriales, que venía creciendo a un 3% anual, saltó al 17%. Para 2040, por ejemplo, se proyecta que un 75% del parque automotor será autónomo: autos y camiones que prescindirán de conductor. Pero no hace falta imaginar una legión de androides cromados que marchan por las calles: en la actualidad ya muchos servicios se automatizan mediante programas y plataformas conectados a internet que recopilan y procesan una cantidad inimaginable de datos y producen desde un informe contable hasta un diagnóstico médico pasando por una crónica deportiva o incluso una buena recomendación cultural.

Estas transformaciones suelen agruparse bajo el concepto de “industria 4.0”. El término surgió durante la Feria de Hannover de 2011, cuando Wolfgang Wahlster, director del Centro de Investigaciones de Inteligencia Artificial de Alemania, articuló una respuesta corta a un problema complejo: introducir la internet en el proceso industrial para lograr competitividad sin necesidad de bajar salarios. Años más tarde, la edición 2014 de la Feria de Hannover convirtió la noción de industria 4.0 en su principal consigna. Siemens llamó así a su porfolio de soluciones para automatizar las fábricas y el concepto circuló entre los políticos y periodistas de Alemania, primero, y luego de toda Europa. En los Estados Unidos, particularistas como siempre, prefirieron emplear el término “internet industrial”, creado por General Electric. Como buen hit publicitario, industria 4.0 sugiere mucho pero explica poco: ¿en qué consiste? ¿Anuncia una cuarta revolución industrial futura o nos dice que ya estamos en ella? ¿Por qué sería la cuarta? Y, sobre todo, ¿qué efecto tiene sobre el resto de la sociedad?

En primer lugar no se trata de robótica, es decir, de artefactos autónomos que replican movimientos o actividades humanos. Eso ya es ciencia antigua para el capitalismo. Se trata más bien de integrar tres tecnologías que permiten transformar cualquier objeto en un robot. Primero, la difusión de internet, que amplió la interacción, la cantidad de usuarios, la información disponible, la conectividad y los dispositivos a través de la “internet de las cosas”, es decir, la conexión de cualquier objeto físico a la red para recibir y enviar información. Luego, la aparición de las plataformas: infraestructuras digitales intermediarias sobre las cuales diversos usuarios interactúan, y de las cuales es posible extraer datos. Finalmente, el desarrollo de algoritmos: instrucciones o secuencias de pasos que permiten automatizar respuestas o soluciones, y clasificar e incorporar continuamente grandes volúmenes de datos para aprender nuevas respuestas y soluciones. La combinación de estas tres tecnologías termina dando lugar a un sistema ciberfísico que integra objetos con internet, extrae datos de esa interacción y los emplea para automatizar más y más funciones.

En segundo lugar, el concepto implica una periodización. La industria 1.0 habría surgido en 1784, con el primer telar impulsado a vapor; la industria 2.0, en 1870, con la aparición de la primera cinta transportadora eléctrica en los mataderos de Cincinnati y el procesamiento en serie que terminaría en la cadena de montaje fordista; la industria 3.0, en 1969, con el controlador lógico programable Modicon, que dio inicio a la automatización digital; finalmente, la industria 4.0 aparece en algún momento de la década de 2000 con la web 2.0 y el desarrollo de la Inteligencia Artificial. Sin embargo, el criterio de la periodización es problemático: las industrias 1.0 y 2.0 se definen por una fuente de energía (el vapor y la electricidad, respectivamente); aunque la segunda también agrega un proceso productivo (la cadena de montaje), al igual que la 3.0 (la automatización), que no incluyó una nueva fuente de energía. La industria 4.0 es una combinación de tecnologías preexistentes sin que haya habido un invento fundacional como en las otras etapas.

Por supuesto que le estamos pidiendo demasiado a lo que no es otra cosa que una sofisticada estrategia de marketing de la industria alemana. Pero el concepto puede resultarnos útil si lo llenamos de historia social y económica. Cada una de estas industrias constituyó un modelo de economía y sociedad, y un sistema de ideas para pensarse a sí mismas. Cada “industria” no se agota dentro de la fábrica, sus transformaciones alcanzan a toda una sociedad que sigue siendo capitalista. Por eso podemos ampliar el concepto para hablar de un capitalismo 4.0, y recorrer toda la historia del capitalismo para entender su origen.