CarminaBenguria_web.jpg





Solo el amor construye

Carmina Benguría























D93

Manuel Sánchez Dalama

Solo el amor construye

Carmina Benguría





























D93

Logo Blanco

Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra solo puede ser realizada con la autorización de sus titulares, salvo excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47)

© Manuel Sánchez Dalama (2019)

© Bunker Books S.L.

Cardenal Cisneros, 39 – 2º

15007 A Coruña

info@distrito93.com

www.distrito93.com

ISBN 978-84-17895-97-6

Depósito legal: CO 514-2020

Diseño de cubierta: © Distrito93

Diseño y maquetación: Distrito93/Belén Rojas Guardia





Señor, haz que mi Isla recuerde mis pisadas…





En memoria de Carmina Benguría

y Roberto Estopiñán





«Sirva la voz preciosa de Carmina Benguría a los clásicos y al habla popular de nuestra América.

[…]

Siga ella escogiendo con rigor. No tenga concesiones fatales para los públicos de gusto estragado que confunden la recitación con el tango.

Llegue ella, criatura privilegiada, a las entrañas de la lengua española y alcance el corazón metálico del indio esencial de la América.

Se lo agradezco desde luego, casi como una gracia personal».

Gabriela Mistral

«Carmina, de todo está hecha la poesía y a ella se agrega tu dulce voz. Tenemos que ser buenos caracoles para recoger todos los sonidos de nuestro tiempo, el de las campanas y el de la nieve, el de las hojas y el del papel, para que tú los conviertas en metal invulnerable».

Pablo Neruda

«Carmina Benguría tiene por las dotes que la adornan vocación imborrable, voz y acento de eterna poesía».

Juan Ramón Jiménez





I

A MÍ ME HA TOCADO VIVIR

Desde la ventana de mi habitación en el Miami Jewish Home se ve un parque con senderos por los que la gente transita en una u otra dirección, mientras yo, que no veo muy bien, contemplo sus siluetas desde lo alto. Por el día el sol recorre los rincones del parque, oscurecido solo cuando alguna tormenta vespertina lo estremece. Ciertas noches brillan mil estrellas en el firmamento; otras la luna impone su fresco resplandor, y también hay momentos de absoluta oscuridad en el pedazo de cielo que hoy me es dado contemplar. El paisaje que muestra mi ventana siempre es el mismo, pero también es distinto.

Pocas veces salgo de esta habitación con baño compartido y nunca bajo al salón donde por el día permanecen sentados los otros ancianos. Muchos están sedados, parecen figuras de cera, y nada a gusto me siento entre ellos. Casi nadie viene a visitarme ya, y lo comprendo: soy un ser de otro tiempo que aún respira en este tiempo. Pero no lamento mi aislamiento, al contrario. Desde niña he amado la soledad fecunda, esa que trae paz interior y permite intuir la verdad oculta tras las falsas apariencias.

Paso muchas horas pensando. Recuerdo cosas hermosas del pasado, sueño con Roberto y los amigos idos, escucho la radio, leo con dificultad algún poema y medito sobre los misterios de la vida. También «hablo» mucho con Dios y le sigo preguntando «¿Por qué?» a las cosas que me sorprenden, solo por el afán de conocer, porque lo inevitable he aprendido a aceptarlo sin quejas.

Soy vieja, muy vieja, y soy feliz. He sido una mujer que lo ha tenido todo en la vida amablemente. A mí me ha tocado vivir, conocer personas de muy diversa condición y estar presente en sucesos importantes. Mi existencia ha sido trazada, como si estuviera escrita de antemano. La vida es una aventura a menudo cruel y muchas veces me he preguntado: «¿Qué hice Dios mío para merecer esto?», porque se me daba todo bien. Tuve que defenderme en muchas ocasiones, es verdad, y también enfrentar grandes dificultades; pero al final los acontecimientos siempre se desarrollaban a mi favor, como si fuera algo natural.

En estos momentos solo empaña mi paz el saber que nunca más volveré a la tierra donde nací. Quiero mucho a mi país, y mi país me quiso mucho a mí. También llevo en el corazón, como una gran patria, a toda esa América hispana que tan bien conocí y tanto me distinguió.

Nada de lo que ocurre en el Universo, por incomprensible que parezca, es fruto del azar. Por eso sé que el hecho de que tú y yo estemos conversando ahora no es una casualidad. Nuestra amistad no es obra de la casualidad.

Quieres que te cuente de mi infancia y qué sé yo. Siempre he preferido pensar en el presente, aunque es verdad que, en los últimos tiempos, cada vez con más frecuencia, mi mente viaja al pasado. Mi primer recuerdo de esta vida es el de una habitación muy grande en la que resaltaba un escaparate con ropa de todos los colores en su interior. Yo miraba aquellos vestidos tan bonitos y quería ponérmelos todos a la vez. También entre mis primeros recuerdos está el de una fuente a la que mi padre me llevaba los domingos por la noche. Echaba tremendos chorros de agua que constantemente cambiaban de intensidad y color: verde, rojo, amarillo, azul… a mí me fascinaba esa sinfonía de colores y me dormía pensando en ella.

Vine a este mundo el 18 de enero de 1920 en una de las colonias de caña de azúcar que mi familia tenía en Ciego de Ávila, casi en el centro de la isla de Cuba. Nací flaca y fea cantidad, con ictericia y el corazón demasiado grande. Todos pensaban que me moría, y al ver que el tiempo transcurría y los médicos no daban pie con bola, mi abuela me llevó para Júcaro, un pueblecito costero donde ella tenía una casa de madera montada sobre pilotes. Cuando la marea subía, por las rendijas de las tablas del piso se veían los peces nadar y a mis ojos de niña la casa semejaba un barco. Y cuando la marea bajaba, el mar se transformaba en una tierra con minúsculas montañas, valles y riachuelos habitados por cangrejitos a los que observaba con atención, imaginando multitud de historias en un país de fábula.

Apenas tenía un año de edad la primera vez que me llevaron a ese apartado lugar donde, al decir de mi abuela, ella me daba baños de mar y batidos de jugo de fruta bomba para limpiar el hígado. También me alimentaba con leche de burra, lo mejor que existía en esa época para fortalecer a los niños desnutridos. Su método funcionó, pues el día de mi regreso a La Habana ni mis propias tías me reconocían de lo gorda y saludable que estaba.

Aunque nací en una colonia rodeada de cañaverales, desde muy niña me trajeron para La Habana. Nuestra familia por parte de padre tenía barcos dedicados al transporte de mercancías; y por parte de madre poseía colonias de caña de azúcar que molían para el central Baraguá. Las dos familias eran ricas de toda la vida, y eso les daba una gran estabilidad en todos los sentidos.

La casa habanera de mi infancia estaba en la calle Campanario, tan cerca del Malecón que si uno permanecía un rato en el balcón de la segunda planta terminaba con sabor a salitre en la piel. Durante mucho tiempo el Malecón de La Habana, por cercano y asequible, vino a ser algo así como el patio de mi casa.

De niña siempre andaba de la mano de una criada negra que llevaba como treinta años con nosotros. La considerábamos una más de la familia y se ocupaba de los niños, porque después de mí nacieron Sonia y Efraín. Ella nos bañaba, vigilaba que comiéramos bien… Tata, así le llamábamos, nos llevaba casi todos los días a patinar al parque Maceo, muy cerca de nuestra casa, un sitio a donde iban muchos niños. La Habana era una ciudad de inmigrantes venidos de todas partes del mundo que se mezclaban sin grandes dificultades con los cubanos descendientes de los esclavos africanos y los conquistadores españoles. En el parque Maceo jugábamos niños de todas las clases sociales y colores posibles y, al menos allí, nadie era mejor que nadie. Quizás por esa razón es que no creo en razas ni nacionalidades, desde niña tengo muy claro que solo existe la humanidad.

En esa época el tráfico por la avenida del Malecón consistía en unos pocos fotingos, carretones tirados por mulos y vendedores ambulantes con sus carretillas. En el muro del Malecón solían posicionarse carameleros a los que me encantaba comprarles pirulís de colores que luego compartía con mi abuela. También había allí un chino manisero muy amable que vendía unos cucuruchos de maní tostado riquísimos. ¡Aún viven en mis recuerdos la sonrisa del chino y el amable olor de sus cucuruchos!

En verano la familia se mudaba para la colonia de Ciego de Ávila, donde teníamos una casa con grandes portales rodeada de árboles frutales y campos de caña de azúcar. Lo que más me sorprendía en la colonia eran los animales, domésticos y silvestres, que andaban por todas partes… nada de eso se veía en La Habana, y para mí era como estar en otro planeta. También, cuando podía, disfrutaba mucho contemplando las estrellas, imaginando que viajaba de una a otra para conocer los sitios habitados por ángeles. Quería conocer personalmente a mi ángel de la guarda, ya que —según mis padres— cada uno de nosotros tenía uno, designado por Dios. Mis padres eran religiosos, pero no de ir a la iglesia, sino creyentes en Dios y en la vida espiritual.

En la colonia vivían de forma permanente tres de mis primos y con ellos aprendí a montar a caballo, a nadar en el río, a subir a las matas de guayaba para coger las maduras… Lo único desagradable del campo eran los bichos de todo tipo que pululaban por las noches, obligándonos a dormir debajo de unos mosquiteros enormes. Y por el día lo malo eran las ranas que vivían en el pozo del patio, pues desde siempre, y no sé por qué, les tengo terror pánico a esos animales.

Yo estaba muy consentida y malcriada. Un día que tenía fiebre el médico decidió ponerme la primera inyección de mi vida, y cuando el hombre me inyectó por sorpresa en la nalga me viré con rabia y le grité en la cara: «¡Comemierda!». El día de mi bautizo, a los cinco años, porque me bautizaron muy tarde, al echarme el cura el agua bendita se me fueron los ricitos del pelo. Molesta, miré al cura y le grité con toda la fuerza que tenía: «¡Comemierda, comemierda, comemierda!». Los mayores se escandalizaron y el cura estuvo a punto de suspender el bautizo, pero mi abuela los tranquilizó a todos recordándoles que yo solo era una niña. «Comemierda» era el único insulto que me sabía y lo repetía siempre que alguien me fastidiaba.

Desde chiquitica ya sabía lo que quería. Cuando me caía al suelo nunca pedía ayuda. Me levantaba sola, sacudía la ropa y decía: «¡Se cayó Calmina!». Y me fastidiaba mucho la bobería. Si alguien venía a decir cosas como: «Ay, qué niña más linda… qué cosa más preciosa», me echaba a reír en su cara y le daba la espalda. Desde muy pequeña me creía importante. Debo de haber sido una niña insoportable para algunos de los que me trataban.

A los seis años solo me ponía los vestidos y zapatos que me gustaban, y seguí así toda la vida. A lo largo de mi carrera ningún modisto pudo vestirme exactamente como él quería, porque yo siempre me ponía o quitaba algo. Mi madre me decía «María Cristina», por la reina española, ya que cuando abría los ojos por la mañana lo primero que hacía era ponerme unos aretes de brillantes, regalo de mi abuela. Nadie me enseñó a hacerlo, yo era así.

Aún hoy, aunque nadie venga a verme, desde bien temprano me pongo un vestido bonito, un pañuelo en el cuello y me pinto un poco. La imagen personal es importante cuidarla, no solo para agradar a los demás sino también para agradarse a uno mismo. Aunque trabajes de barrendero debes vestir correctamente, para que te reconozcan como eres. No puedes andar desarrapado por el mundo y pretender que los demás te respeten.

De niña me gustaba decir versos, bailar y cantar, aunque cantaba mal. Prestaba muy poca atención a los estudios y en clases invertía la mayor parte del tiempo imaginando historias en mi mente. De la escuela lo que más me interesaba era la posibilidad de recitar poesías, actuar en las obras de teatro y bailar en las actividades que se organizaban por fin de curso, así que imagínate el trabajo que pasarían los maestros conmigo.

Cada vez que podía, mi abuela me llevaba al balneario de San Diego de los Baños, un sitio al que ella iba periódicamente para curarse sus dolores de huesos. Yo la acompañaba encantada porque por las tardes me dejaban recitar y bailar charlestón para los que estaban alojados allí. Prácticamente ningún caso hacía aquella gente a mis monerías, pero a mí me encantaba lo de ser artista.

Poco me atraían los juegos que hacían felices a los otros niños. Lo mío, además de bailar y recitar, era los libros. A los quince años leía a Estefan Zweig, Ghandi, Martí, Tagore, Unamuno, a Lao-Tsé, a la Bablasky… estaba enamorada de toda esa gente. Tenía una biblioteca muy grande y pasaba muchas horas en ella, buscando aprender de cada cual lo que cada cual podía enseñarme. Un escritor que me encantaba era Orwell, el autor de Rebelión en la Granja, porque tenía esa frase de: «La libertad es el derecho a decirle a los demás lo que no quieren escuchar». Otro que me ponía a pensar era Sri Aurobindo, el poeta y filósofo indio. Según él nada en este mundo es malo ni bueno per se: todo es la vida y hay que vivir para entenderla. Y yo quería vivir para llegar a entender la vida.

El gran héroe de mi adolescencia fue Ghandi, el apóstol de la no violencia, que en esa época luchaba por la independencia de la India. Yo quería hacer las cosas que él hacía para liberar su país y sus escritos los devoraba. Un pasaje que me impactó fue cuando él se enfrentó a un hijo suyo que había hecho algo malo. En vez de regañarlo, Ghandi le pidió perdón al hijo diciendo que la culpa era suya, pues no había sabido enseñarle a hacer lo correcto. Esa anécdota me impresionó mucho.

Ahora leo muy poco, casi nada. Con la diabetes he perdido mucha vista y necesito una lupa para diferenciar bien las letras. Desde siempre me ha gustado aprender. Los misterios me sacan de quicio y lo desconocido me fascina, cuando menos hasta que lo conozco.

En mi adolescencia visitaba nuestra casa un señor muy bien vestido que conversaba mucho con mi madre, conversaciones que a veces yo escuchaba oculta detrás de la puerta de la sala. El hombre era el babalao de Gerardo Machado, el presidente de la República, y en sus visitas aconsejaba a mi madre sobre cómo actuar en los asuntos que a ella le preocupaban. Así, escuchando a escondidas, supe que el babalao utilizaba la ceiba ubicada a la entrada del bar Pan American para de depositar los «trabajos» que debían proteger al presidente de sus muchos enemigos. ¿Era posible proteger a alguien depositando ciertas cosas en las raíces de un árbol sagrado?

El misterio de las religiones afrocubanas empezó a interesarme y un día le dije a Fernando, el chofer que años más tarde sería testigo de mi boda con Roberto: «Llévame a conocer en persona un babalao de los buenos, pero no le digas nada a mamá». Y fuimos a Guanabacoa, a la casa de un santero muy famoso. El hombre, un negro enorme, se apareció vestido de blanco, con una cadena llena de cacharros en la mano, y la subía y la bajaba mientras hacía murumacas. Cuando terminó de moverse, con una voz profunda, como para impresionarme, dijo mirándome fijamente a los ojos: «¿Cuál es su nombre, niña?». Me dieron tremendas ganas de reír y le respondí de golpe: «¿Y usted que sabe tanto por qué no me lo dice?». Dicho esto, salí corriendo de aquel sitio y olvidé el asunto.

Yo era jovencita, pero pensaba como una persona mayor. En mi adolescencia no recuerdo haber tenido noviecitos, besitos con muchachos o amiguitas de pasear cogidas de la mano. Más que esas cosas, me interesaba desentrañar lo desconocido, aprender sobre los misterios del universo. He pasado toda mi vida preguntando «¿Por qué?», intentando conocer la verdadera esencia de la vida. Les pregunto a las personas, al río, al cielo, a las aves, a los árboles, a los libros, a la música, a las estrellas… Siempre preguntando «¿Por qué?».





II

EL AMOR

Estoy soñando con Roberto casi todas las noches, ¡y cómo hacemos cosas! Hacemos revolución, hacemos pillerías...

Antes, solo una vez en mi vida había soñado con él. Voy caminando por la calle y lo veo sentado en la terraza de una cafetería con una taza en la mano. Me le paro delante y le digo: «No te tomes eso, que está envenenado». Y él, con esa tremenda sonrisa suya, me mira y responde: «Sí, ya lo sé».

Roberto se fue cantando, con una tranquilidad increíble. Cruzó los brazos sobre el pecho, dijo: «Yo me voy con Carmina» y expiró. Esto me lo contó el enfermero que lo atendió en sus últimos momentos.

No estoy triste en esta soledad sin él. Le recuerdo como a una persona viva. A Roberto le quise no solo como amante, llegué a admirarlo como hombre de una manera increíble, y lo comparaba: nadie se le parecía. Siempre hablábamos de todo, incluso de aquello en lo que discrepábamos profundamente, con una confianza total. Para picarlo y ver cómo saltaba, le dije una vez: «Me cae muy bien González. Creo que estoy enamorada de González». Entonces, con esa sonrisa entre pícara y socarrona suya, me respondió: «Yo también estoy enamorado de González». Y ahí mismo me desinfló.

El único ser que a mí me encandiló en esta vida fue Roberto. Hablaba lo exacto, ¡pero miraba de una manera tan directa!, como diciendo «¡Aquí estoy yo!». Y su voz era firme, clara, de un tono muy particular. Me parecía una persona brillante, alguien bien difícil de doblegar. «Este es el hombre que quiero para mí», me dije cuando lo conocí.

Durante un tiempo estuvimos saliendo juntos; íbamos a comer fuera o al cine y él ni me tocaba una mano. Yo sabía que le gustaba, pero él no me lo decía. Estaba frente a un hombre que me daba reto. A mí los hombres babosos me aburrían. El tipo tenía que ser más fuerte que yo, o sentir yo que era más fuerte. Si no, se quedaba en la página dos. A Roberto me costaba trabajo conquistarlo y mientras más resistencia hacía él, más me interesaba. Fue un romance extraño el nuestro.

En mi juventud yo era muy coqueta. Hacía a los hombres enamorarse de mí, y, cuando se lanzaban, los paraba en seco. Un día José Manuel Cortina —destacado político y periodista cubano— me llamó la atención. Aunque Cortina era mucho mayor que yo, teníamos una gran amistad y confianza mutua. Ese día él me dijo: «Carmina, tanta coquetería tuya no puede ser». La gente que se me rendía rápido me aburría, pero como la gente no sabía eso seguía rindiéndose rápido. Al final llegué a entender a Cortina y paré de jugar con los hombres.

En verdad a mí nunca me interesó nadie más que Roberto y, aunque pasábamos mucho tiempo separados, jamás hubo escenas de celos entre nosotros. Roberto iba a trabajar a Europa, y yo estaba tranquila; y, cuando me tocaba hacer las giras americanas, Roberto estaba tranquilo. En ningún momento le caí atrás, porque creía en sus palabras. Por su parte, él sabía que me relacionaba con muchas personas y algunos estaban esperando les dijera que sí, pero también confiaba en mí. Nunca tuvimos problemas por eso. Fuimos amantes y grandes amigos.

La gente cuando lo deja a uno es porque quiere, y, si de verdad quiere irse, nadie la puede retener. La gente se va porque le da la gana y en cuestiones de amor, de sentimientos, nadie puede obligar a nadie a nada. La clave del amor verdadero es la libertad con confianza. Con la puerta abierta, nadie que ama se va… y si se tiene que ir, que se vaya. Además, a veces se van las personas, pero permanece el amor. En ese aspecto tengo una manera de pensar que me da mucha paz.

En los sesenta años que Roberto y yo vivimos juntos solo una vez tuvimos un disgusto serio, poco después de llegar a Nueva York. Fuera de esa separación, las veces que tuvimos alguna discrepancia nos concedíamos diez minutos el uno al otro. Decíamos lo que teníamos que decir, nos escuchábamos mutuamente, llegábamos a un acuerdo y ahí se acababa todo. Tolerancia y respeto, amor, eso fue lo que nos llevó a vivir sesenta años juntos sin tener apenas peleas de consideración.

A menudo las apariencias engañan. Por fuera Roberto daba la imagen de un hombre introvertido, un poco seco y, además, difícil de manejar. Nunca sabías lo que él pensaba, hasta que te lo decía directamente a la cara. Parecía lejano mientras estaba con la gente y, sin embargo, por dentro era un ser lleno de pasiones. El amor vivía dentro de él, y te lo entregaba con fervor.

Roberto ni bebía ni juergueaba. Sus vicios eran fumarse un tabaco de vez en cuando y trabajar. Tenía una seriedad tremenda por su trabajo y por ayudar a las personas que consideraba preparadas. A veces me despertaba de madrugada y lo encontraba dibujando sentado en el borde la cama. Mientras estaba en su estudio no se le podía ni hablar. A ratos me entraba rabia con tanta disciplina, pero tenía que dominarme. Si te entretienes pasando a otros pensamientos mientras trabajas, pierdes lo que estás haciendo. O estás o no estás. Uno es esclavo de su destino y tiene que dejarse de guanajeras.

Solo me disgustaba de él que jamás bailaba, y bailar es una de las cosas que más me gustan a mí. Roberto explicaba su aversión al baile contando que cuando tenía quince años fue a una fiesta con una muchacha muy bonita, y para evitar pasar una pena se amarró el miembro al muslo. Empezó a bailar pegado con la chiquita y cuando llevaban un rato rozándose ¡la pierna a la que se había amarrado el miembro se le levantaba sola! Se reía mucho con ese cuento. Así justificaba el por qué nunca bailaba.

Roberto en la intimidad resultaba muy divertido, se burlaba de sí mismo y de todo. Tenía mujeres detrás, pero las miraba y me miraba. Era pícaro, medio sinvergüencita. En cierta ocasión estábamos en una fiesta y una joven a la que él conocía bien lo seguía provocativamente a todas partes. «Esa señorita te está desvistiendo con la mirada», le dije un poco molesta. Y él, haciéndose el desentendido, me respondió: «¡Y yo que tengo los calzoncillos rotos!». Jugaba con esas cosas y cuando estábamos solos me decía Witchy (brujita) para fastidiarme. Él vivía enamorado de las mujeres, las dibujaba y esculpía, las admiraba como género. Le gustaban todas las mujeres, y me amaba a mí.

Están transmitiendo por la televisión de Miami una novela sobre un cantante dominicano que tuvo cuarenta hijos con no sé cuántas mujeres. Algunos me preguntan: «Carmina, ¿por qué no ves esta novela tan buena?». Y yo les respondo: «Esa desesperación por el besuqueo con cualquiera no la resisto».

El amor es mucho más que sexo. Es desprendimiento, agradecimiento, perdón, complicidad, paciencia, sacrificio del yo. Aunque no veas en años a la persona que amas, es algo que late, es un sentimiento de belleza, de pureza, de entrega total. El sexo es un sentimiento físico que acaba en el momento. Algo así como cuando uno se come un mango, una fruta que le gusta; es agradable, y luego, cuando se vuelve uno a acordar de eso, le entran ganas de comerlo de nuevo. Si de verdad estás enamorado de una persona, le tocas la mano, nada más que la mano, y eres feliz. Eso es amor de verdad, lo demás te satisface, porque es un placer, pero no es amor. La mayor parte de los seres no entiende esto. Y, además, si hay lujuria la cosa es todavía peor.

Decidí enamorar a Roberto y tuve la paciencia de esperar. Me decía «lo quiero para mí», y lo logré. Pero nunca intenté mandarle, porque él a nadie le permitía imposiciones; y, sin embargo, él, que era tan difícil, se dejó manejar porque nunca lo intenté manejar. El amor es un juego muy hermoso, pero es preciso saberlo jugar.

El amor verdadero se da espontáneo, como la hierbabuena en el campo. Lo tienes y lo aceptas como quiera que sea. Eso es así. La gente entiende al amor como posesión: «Mío, mío, mío». Pretender controlar a la otra persona es un grave error. Si quien te ama es una persona posesiva, te quita la libertad y se la quita ella misma. Quien te ama de verdad debe entender ante todo cuál es tu destino y ayudarte a alcanzarlo. Y, claro, tú también debes ayudar a esa persona a alcanzar su destino.

La posición de la persona que te ama, a mi entender, sería amarte sin ahogarte. Porque si es amor de verdad no importa que tú estés en la China o en la Cochinchina. El amor verdadero da igual esté a mil millas… A un hombre lo puedes tener pegado a las faldas y no lo tienes; si es tuyo, lo es aunque esté encaramado en una nube.

Cuando Roberto regresaba de sus largos viajes a Europa nunca le preguntaba: «¿Con quién te acostaste?». Bastaba con que él retornara a mí. Te lo he dicho antes: nadie es tuyo, es de la vida. La vida te lo da y te lo quita, porque todo el mundo tiene un destino diferente. Hay personas especiales, con un camino marcado. Mala, o buena, suerte si te enamoraste de una de ellas, pero es así.

Si algo muy importante no logramos Roberto y yo fue tener ese hijo que anhelábamos. Al principio decidimos posponer su llegada para no afectar mi carrera profesional. Luego, a pesar de que aún era joven, resultó biológicamente imposible.

Una triste mañana de invierno, en Nueva York, me vi escribiendo en la libreta donde ponía mis sentimientos:

Niñito de sol y luna

que al ignorarme perdí.

Velloncito que abanican

las alas del colibrí.

Azules de mi ternura,

fanalito de zafir.

Tamborcito de azucena

que al ignorarme perdí.

En soledades de barro

hundo la cabeza vil

y renuncio de amaranto,

y clavo espinas al llanto

por algo que no cumplí.

¡Tú que me otorgas perdones,

Padre que miras en mí!

¡Húndanme las soledades

en penitencia de azahares

por la estrella que perdí!