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Akal / Música 49

Hector Berlioz

LAS TERTULIAS DE LA ORQUESTA

Edición de: Enrique García Revilla

Prólogo de: Pablo Heras-Casado

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Hector Berlioz (1803-1869) es, sin duda, el mejor escritor de entre los compositores de toda época (en palabras de Flaubert, «su estilo aplasta al de Balzac»). El ejercicio vocacional de la expresión escrita constituyó para él una prolongación de su espíritu creativo, de tal modo que necesitaba de la literatura para dotar de un sentido artístico completo a sus composiciones musicales, del mismo modo que, en sentido contrario, el contenido musical impregna la totalidad de sus escritos.

El tema fundamental del presente libro, como el de todos los escritos berliozianos, es el de la práctica musical. En él, su autor imagina una orquesta de ópera de mediados del siglo XIX, cuyos componentes, en el foso, se dedican a charlar y leer historias durante la representación de obras mediocres.

Su estilo, claro y directo, fiel reflejo de su personalidad, se encuentra alejado de los excesos sentimentales propios de la literatura romántica. Además, una de las características más sobresalientes es su sentido del humor, especialmente el empleo de la ironía como arma eficaz para criticar el arte de baja calidad que triunfaba en los escenarios parisinos.

Las tertulias de la orquesta se erige en uno de los monumentos músico-literarios del siglo XIX. En la presente edición, la primera crítica en nuestro idioma, se recupera el texto íntegro de la obra, basándose en las dos primeras ediciones, la original de 1852 y la corregida de 1854.

Enrique García Revilla es doctor en filología francesa por la Universidad de Burgos, musicólogo, profesor y miembro de la Orquesta Sinfónica de Burgos. Especialista en la figura de Berlioz, a él ha dedicado numerosas conferencias en España y en el extranjero, así como multitud de escritos en varios idiomas y su propia tesis doctoral. Es autor de la monografía La estética musical de Hector Berlioz a través de sus textos (Universidad de Valencia, 2013).

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RAG

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Título original: Les soirées de l’orchestre

© de la introducción, traducción y notas, Enrique García Revilla, 2015

© del prólogo, Pablo Heras-Casado, 2015

© Ediciones Akal, S. A., 2015

Sector Foresta, 1

28760 Tres Cantos

Madrid - España

Tel.: 918 061 996

Fax: 918 044 028

www.akal.com

ISBN: 978-84-460-4969-2

A Teresa, mi mujer.

A Mariano y Paloma, mis padres.

Prólogo

Recibo con alegría la noticia de esta edición de Las tertulias de la orquesta porque creo sinceramente que en la actualidad no hay excusa para que las principales obras literarias de Berlioz no se encuentren publicadas en español. Si bien la música del compositor francés ha gozado en las últimas décadas de un espléndido renacimiento que ha llegado hasta las salas de concierto españolas, sus obras literarias no son co­nocidas para el público hispanohablante debido a que prácticamente sólo están dispo­nibles en otros idiomas en los que, en general, no estamos habituados a leer.

Guardo una especial admiración por Berlioz. Le considero uno de los compositores fundamentales de la historia y, como tal, siempre que tengo ocasión para ello, antepongo la programación de sus obras a otras opciones a la hora de perfilar mis programas. Cuando me fue propuesta la idea de prologar esta edición de Las tertulias, pensé que podría contribuir de forma diferente a la preservación de la memoria del compositor, más allá de mi responsabilidad como director para hacer que sus óperas y sinfonías sean escuchadas en teatros y salas de conciertos. Se trata de una aportación a su restauración como autor literario de calidad, uno de los más originales del romanticismo francés, según opinan varios estudiosos «berliozianos», entre ellos Enrique García Revilla.

Mi primer contacto con Berlioz fue también bastante original, porque tuvo lugar a través de una grabación de la recién redescubierta Misa solemne, una obra que compuso a los veinte años y que tras su estreno permaneció perdida hasta 1993. Conocí esta obra antes incluso de conocer la Sinfonía fantástica, obra que posteriormente he estudiado en profundidad y dirigido en múltiples ocasiones y en cuyo tercer movimiento reconocí con sorpresa material temático proveniente del «Gratias» de la Misa. Más tarde, tuve el honor de subir al podio de un marco entrañable para mí, como es el del Festival de Música de Granada, para llevar a cabo un hito de relevancia en la difusión de la obra de Berlioz como fue la primera interpretación en España de su cuarta sinfonía, la Sinfonía fúnebre y triunfal.

Desde el punto de vista creativo musical, quedo deslumbrado ante su exorbitante capacidad para aprender, que le permitió alcanzar en tres años desde que llegase a París en 1821, cuando aún apenas sabía en qué consistía una orquesta sinfónica, el dominio de las masas corales y orquestales que muestra en la mencionada Misa solemne (1824). Pero más impresionante resulta pensar que en otros cuatro años de aprendizaje, los que separan la Misa del comienzo de composición de la Sinfonía fantástica, iba a acometer él solo y sin contar con el amparo de ningún maestro una personal y brillante revolución en la concepción de la orquesta, con el empleo de unos timbres, unos colores y unas combinaciones instrumentales absolutamente vanguardistas para su época, además de una rompedora retórica expresiva orquestal que aún hoy puede considerarse moderna.

Desde un punto de vista artístico en sentido amplio, admiro en él su capacidad literaria en la música, concretamente la altura dramática que poseen sus obras. Fue un personaje con gran interés por la literatura y el teatro, un lector ávido, del mismo modo en que lo fueron también otros compositores que son esenciales para mí, como Gluck o Verdi. Gluck y Berlioz concibieron la literatura expresiva, el drama, como sustento de sus composiciones, y tanto estos como Verdi poseen una cualidad que aprecio sobremanera: ninguno de ellos se queda en lo superficial a la hora de narrar. Me gusta valorar en una obra la constatación de que cada uno de sus compases sea dramatúrgico, que no haya en ella nada superfluo como si fuera un simple dibujo de paisajes sonoros, y que el sentido dramático, la continuidad y la coherencia narrativa constituyan la base de la partitura. Berlioz representa el caso del compositor que al igual que Beethoven o Mahler es capaz de elaborar un verdadero drama artístico sin el empleo de palabras, pero que también posee esta cualidad creadora como escritor.

Me acerqué a comprender este reconocimiento de Berlioz como narrador en mi época de asistente en la Ópera de París, que tantas veces aparece citada en estas Tertulias. Allí comencé a ver la ópera desde dentro, pues se puede decir que vivía en la ópera, y conocí dos obras «berliozianas» que me marcaron de forma especial: Les Troyens y Romeo y Julieta. También caí presa del hechizo de otros compositores franceses, como Varesè y Pierre Boulez. Entre este último, del que tanto he aprendido, y Berlioz encuentro un paralelismo importante. En primer lugar, ambos son dos grandes figuras de la historia de la música francesa que han desarrollado una técnica de dirección orquestal por necesidad. Partiendo cada uno de su época y basándose en una mezcla de instinto y talento, se ponen a dirigir una música que escapa de los moldes académicos, fundando su propia técnica. Por añadidura Boulez, que es un director que no dirige todos los tipos de música, es un paladín de Berlioz, siempre lo ha defendido y gusta de dirigirlo.

Berlioz, a quien consideramos uno de los padres de la dirección orquestal moderna, se imagina a sí mismo al frente de la orquesta ficticia que protagoniza estas Tertulias y describe su apatía respecto a las obras abiertamente mediocres que se ve obligado a dirigir. Se me hace curioso el ponerme ante el dilema de pensar cuál sería mi reacción si me encontrase en aquellos años de 1840 dirigiendo en un foso a unos músicos que se aburren tanto como los que describe Berlioz. En principio, creo que no sería capaz de hacer como el director de la orquesta que ocupa estas páginas, que mientras sigue con un ojo la música de las óperas anodinas y grises que se encuentra dirigiendo, sonríe con el otro, de forma cómplice, a los animados relatos que allí se narran. Pero por otro lado, si verdaderamente lo que allí se interpretase no lograra despertar en mí ni siquiera el más mínimo interés, creo que me quedaría con las ganas de escuchar todas esas narraciones a las que se entregan con afán los protagonistas de las Tertulias de la orquesta.

Pablo Heras-Casado

Introducción

Hector Berlioz es, indudablemente, una de las glorias nacionales de las que pueden presumir los franceses. De forma atinada, Teophile Gautier le consideraba, junto a Victor Hugo y Délacroix, uno de los integrantes de la «Trinidad artística» del romanticismo de su gran nación. Nació el 11 de diciembre de 1803 en la pequeña localidad de La Côte Saint André, en el departamento de Isère (Francia). David Cairns[1] menciona la acumulación de una especie de energía genética en el alma del pueblo durante los años de agitación revolucionaria, que se liberó violentamente en la etapa del Consulado (1799-1804). De este modo, tan sólo en el espacio de un lustro vio la luz una prodigiosa generación de artistas franceses encabezada por Balzac, Victor Hugo, Dumas, George Sand, Délacroix y Berlioz. El juicio del tiempo ha corroborado la certeza de la afirmación de Gautier. En la actualidad, las más importantes salas de concierto del mundo entero, incluyendo las españolas, programan las obras berliozianas, que son recibidas con un perenne entusiasmo. Romeo y Julieta, La condenación de Fausto, Los troyanos, Harold en Italia, sus oberturas… (omitimos a propósito citar su sinfonía más célebre y más interpretada, para que «unos fantásticos árboles no impidan ver un espléndido bosque») son partituras que arrancan apasionados bravos cada vez que se interpretan, a pesar de no gozar de la popularidad de las de un Verdi o un Beethoven.

No obstante, la faceta artística de Berlioz no se limita a la composición musical. Podemos afirmar con rotundidad y sin temor alguno a caer en equivocación que, si hay entre los compositores de toda época uno que destaque de forma clara como escritor, ése es Berlioz. Si bien Wagner destacó por la expresión en prosa de sus ideas estéticas, Schumann y Debussy por la fantasía de su pluma en su crítica musical y tal vez Tchaikovsky en su epistolario íntimo, Berlioz es el único con verdadera vocación de escritor. Como tal, no sólo es capaz de expresarse en prosa sobre asuntos musicales, sino que posee inspiración y fantasía para elaborar sus relatos y dotarlos de una forma artística. Sin embargo, dicha faceta es aún poco conocida incluso entre los lectores franceses. El hecho de que la práctica totalidad de sus miles de páginas escritas giren en torno al tema musical, provocó que su obra en prosa fuese pronto considerada bajo la etiqueta de literatura especializada, es decir, apriorísticamente dirigida a un conjunto reducido de lectores que fuesen al tiempo aficionados a la música. El mismo Berlioz indicó que «si alguien quisiere realizar traducción de mis obras a otros idiomas, deberá contar con mi visto bueno», pues temía que con su producción literaria ocurriese lo mismo que con la musical, es decir, que se llevasen a cabo interpretaciones alejadas de la intención original del autor. En este sentido, con el fin de respetar al máximo su voluntad, del mismo modo en que lo haríamos en la interpretación musical de una de sus partituras, en la presente traducción no sólo hemos vertido todo el celo posible en respetar su intención, sino que se ha tratado de reproducir la disposición tipográfica original de títulos, subtítulos y texto que él mismo aprobó. Con toda modestia, quien escribe estima que su conocimiento del pensamiento del autor, al que ha dedicado ya varios años de investigación, le permite abrir una nueva ventana a una obra tan maravillosa como Las tertulias de la orquesta, probablemente la obra literario-musical más sobresaliente de la historia, que bien merece ser descubierta al público hispanohablante. Hasta la fecha, los estudios realizados en español sobre el compositor continúan siendo muy escasos y las traducciones de sus obras literarias son prácticamente ilocalizables. Únicamente sus Memorias y Les grotesques de la musique han sido traducidas a nuestro idioma y, con suerte, podrían ser halladas si se rebusca en anticuarios.

En la semana de junio que transcurre entre las festividades de San Juan y San Pedro del año 1852, Berlioz atravesaba el canal de La Mancha de regreso a París. Durante la travesía, al tiempo que asomaban a su recuerdo las recientes experiencias de su fructífera tercera estancia en Londres, su cabeza iba repasando las condiciones del inminente contrato que habría de firmar el primero de julio con el editor Michel Lévy. La primera edición, en la que se basa en su mayor parte (junto a la edición corregida de 1854) el texto de la presente edición en español, ocupaba el espacio de unas cuatrocientas cincuenta cuartillas en el equipaje de su autor y conoció una tirada de mil quinientos ejemplares. Los diferentes episodios, a los que concede la pertinente denominación de soirées, fueron escogidos y recopilados de entre los artículos de crítica musical que llevaba publicando desde hacía casi dos décadas. El título que pensó Berlioz en un principio fue el de Cuentos de la orquesta, en la línea de los Cuentos de Canterbury de Chaucer o de los cuentos de E. T. A. Hoffmann, que gozaban de gran popularidad. No hubiera sido un título desacertado, pues se trata, en la tradición de Boccaccio o de Don Juan Manuel, entre otros, de una serie de relatos hilvanados en torno a un grupo de personajes, los músicos de una orquesta de ópera, quienes, situados fuera del ángulo de visión del público, se dedican a la lectura en alta voz durante la representación de óperas de escasa calidad. El título escogido fue finalmente el de Les soirées de l’orchestre, cuya traducción más literal al español sería la de Veladas de la orquesta. No obstante, el lector considerará, según avance en su lectura, que el término «veladas» no es el más adecuado, pues no engloba todas las acepciones del original y su uso en español es, frecuentemente, bastante forzado e incluso, en nuestra opinión personal, empapada de subjetividad y posiblemente equivocada, un tanto cursi. Así pues, llegamos a considerar que el término «tertulias» constituye un título, no sólo más propiamente berlioziano, sino también más dinámico y certero en cuanto a la amplitud del francés soirées, y sin duda mucho más adecuado en el uso conversacional de la lengua en nuestro idioma.

El estilo literario de Berlioz, ágil y alejado de los excesos sentimentales propios de la literatura decimonónica, sorprenderá al lector que tenga la suerte de acercarse a él por vez primera por su agudeza y sentido humorístico. Detrás del ceño fruncido con que le muestran los retratos de Courbet o Signol, se escondía un tipo divertido y extremadamente agudo que no puede reprimir su sentido del humor cuando se expresa por escrito. De este modo, no sólo el planteamiento del libro ya es disparatado, pues no parece posible que unos músicos de orquesta se dediquen a contarse historias en el foso ante la media sonrisa cómplice del director (que también escucha atentamente), sino que en cada una de las tertulias introduce multitud de chistes, juegos de palabras y detalles de punzante ironía.

Ya hemos indicado que el origen musical de la mayoría de sus narraciones es otra característica de la prosa berlioziana. Del mismo modo que el significado programático invade sus composiciones instrumentales, pues el autor es, por vocación, un narrador, el contenido musical viene a impregnar toda su producción literaria. Así pues, su literatura está basada en los usos y costumbres musicales de su tiempo; en las experiencias que haya podido vivir en París, en Italia o en el Imperio germánico; o simplemente en relatos cuyo trasfondo es esencialmente musical. Tan sólo uno de los relatos de estas tertulias responde al imaginario narrativo berlioziano con independencia de cualquier contenido musical: se trata de la última parte del segundo epílogo, «Las aventuras de Vincent Wallace en Nueva Zelanda». La curiosidad de Berlioz por la geografía y los lugares exóticos nace en las lecciones recibidas de su padre durante su infancia en La Côte, quien se ocupó personalmente de su educación literaria y le abrió las fronteras al mundo con un gran atlas ante cuyas páginas debió el muchacho de pasar incontables horas. Así pues, la composición de este relato parece obedecer a una respetuosa muestra de agradecimiento y homenaje a la figura paterna, que había fallecido unos años antes de la publicación de Les soirées. Berlioz reserva así un lugar privilegiado en su libro, como la coda de una sinfonía, para deslumbrar con su inventiva y sus reflejos como narrador. Este segundo epílogo incluye asimismo una de las joyas más preciadas de la historiografía musical, como es su crónica directa de las festividades que tuvieron lugar en Bonn en 1845 con motivo de la inauguración del monumento a Beethoven. Berlioz, emulando a Homero, realiza su propio «catálogo de las naves» que acudieron a Troya con la extensa relación que ofrece de los asistentes a dicho acontecimiento. En este sentido, no podemos dejar de recordar las palabras de Jacques Barzun: «Un artista menos agudo hubiera equilibrado simplemente el prólogo con un epílogo, pero Berlioz imagina un final dramático, una especie de doble coda beethoveniana en ese segundo epílogo»[2].

Uno de los motivos conductores de la prosa berlioziana lo constituye lo que en nuestro trabajo La estética musical de Hector Berlioz (Col-lecció estética i crítica, Universidad de Valencia, 2013) denominamos de forma kantiana «la crítica del materialismo musical». Dicha crítica, desarrollada a lo largo de las cuatro décadas en que Berlioz estuvo escribiendo artículos para la prensa parisina, se encuentra bien reflejada a lo largo de las diferentes «Tertulias» y puede resumirse en la reducción de la música a una simple transacción comercial en la que, como tal, el principal objetivo es el beneficio económico, por encima de cualquier consideración artística. Este motor de la degradación musical, que el autor describe en especial en la vigesimoquinta tertulia («Eufonía»), proviene de un foco geográfico perfectamente localizado: para Berlioz, Italia exportó a París los abusos que se cometían sobre la música, tanto en su creación, como en su interpretación y recepción por parte de los oyentes. En este sentido, los escritos de Stendhal, especialmente su Vida de Rossini, muestran todas estas costumbres, si bien bajo un punto de vista italianófilo, es decir, el contrario al berlioziano. Esta concepción materialista del arte musical necesita un agente causante que no va a ser otro que el mismo público. Del mismo modo que Stendhal aplaude la exhibición de divos y divas por encima del respeto a la obra de arte como fenómeno con existencia propia, el público condiciona con sus aplausos y abucheos la creación musical de la época. En la séptima tertulia realiza un estudio pormenorizado de una porción del público, la claque, tan institucionalizada en todos los teatros que no es posible erradicar su influencia. Dicha claque se encarga de hacer triunfar o fracasar, según su criterio, arbitrario y caprichoso, todas las obras, buenas o malas, que se presenten sobre los escenarios.

Junto al contenido musical y al sentido humorístico, la tercera característica del estilo literario berlioziano consiste en la proyección autobiográfica del autor en sus escritos. Las tertulias de la orquesta, que sólo en cierta medida puede considerarse una novela, constituye un espléndido retablo musical de metaliteratura, en el que la figura del narrador tiende ora a inmiscuirse en la trama, ora a alejarse o bien simplemente a permanecer como testigo de la misma. Evidentemente, este esquema puede evocar un tipo de narración similar en su originalidad al juego de metalepsis practicado por André Gide en Les Faux-monnayeurs (1925). La ambigüedad en torno a la figura del narrador, que se ve introducido en la trama, se ve acentuada por la presencia de un segundo personaje, Corsino, que también encubre la identidad del autor, quien desdobla así su personalidad en dos caracteres diferentes. Dicha ambigüedad favorece que el molde narrativo del libro sufra una transformación con el fin de reflejar una realidad con independencia del patrón formal tradicional de la novela. De acuerdo con la definición de Gerald Prince[3], en una metalepsis se produce la difuminación de límites entre varias diégesis, con los consiguientes trasvases del nivel de presencia del narrador. Como veremos, Berlioz va dejando notar su presencia en la narración para provocar en el lector de Las tertulias la impresión de que la existencia de autor y personajes se entremezclan a medida que el primero va urdiendo su propia trama. La caracterización del autor responde a criterios autobiográficos, gracias a la introducción de datos históricos y de cantidad de criterios sobre estética musical, lo que permite un mayor grado de identificación del narrador en la diégesis. En realidad, podría hablarse de un adelanto (de tres cuartos de siglo) de ciertos rasgos de aquel recurso gideano conocido como mise en abyme (Journal, 1893), que implica «la reduplicación especular propia de las estructuras metanarrativas en las que se insertan relatos dentro de otros relatos»[4]. La narración dentro de la narración y la presencia de personajes reales dentro de la diégesis narrativa de Las tertulias podría ser considerada como una mise en abyme, sobre todo en el juego que realiza en el segundo epílogo, en el cual reflexiona sobre su propio libro dentro de su propio libro.

Respecto a la veracidad de lo aquí narrado, concretamente al principal hilo argumental de Las tertulias de la orquesta, resulta inevitable que la duda asalte al lector desde el comienzo mismo del libro. Uno no puede afirmar en ningún momento si Berlioz muestra un testimonio veraz, es decir, si es posible que existiera como tal la orquesta en la que tiene lugar esta inverosímil serie de relatos narrados por los propios músicos. Las únicas ciudades en las que Berlioz residió el tiempo suficiente como para haber podido asistir a todas las veladas que se narran en Las tertulias son Londres y Roma, además de París. Por motivos evidentes, no es posible que la orquesta protagonista de la obra pertenezca a cualquiera de las dos últimas[5]. ¿Será Londres, pues, esa «ciudad civilizada»? En 1859, siete años después de la aparición de Las tertulias, Berlioz comienza el prólogo de Les grotesques de la musique con una especie de juego al despiste:

Ha dedicado usted un libro a sus buenos amigos, los artistas de X***, ciudad civilizada. Esta ciudad (que sabemos que está en Alemania)…

Tras una lectura atenta, podremos afirmar que la inclusión de la orquesta en el marco de una nacionalidad concreta, a pesar de ser un dato aparentemente relevante para el lector, a quien el autor consigue intrigar con el misterio con el que parece querer encriptar de forma indulgente los comportamientos poco profesionales de los músicos, no es más que un elemento muy secundario en la forma y en el fondo del libro. Todo indica que, finalmente, la orquesta, o al menos la mayor parte de los datos referidos a ella, es una brillante invención literaria del propio Berlioz y que el referido porcentaje de veracidad tiende al mínimo. A pesar de la apariencia de verosimilitud, el recurso a una vivencia personalizada en el seno de una agrupación concreta, no parece más que una de tantas licencias que el autor se permite con cierta frecuencia. Dicha licencia le posibilita la organización del esquema de su libro en una serie de historias unidas por un hilo autobiográfico. Es evidente que la imagen de la orquesta está caricaturizada hasta el esperpento y, aunque todos los datos sobre personajes y conversaciones fuesen verídicos, no sería posible que todos ellos tuvieran lugar en la misma agrupación, ni mucho menos, con la figura de Hector Berlioz como testigo.

Detrás de este planteamiento se encuentra una loa a la esencia artística de las agrupaciones musicales del norte de Europa. Cuando el autor da a entender que la orquesta pertenece al ámbito germánico o a la ciudad de Londres, quiere hacer hincapié en el abismo musical que separa el norte del sur del continente. Sólo en el norte puede existir una «ciudad civilizada».

Un dato fundamental que ofrece el libro es que el comportamiento grosero de los músicos de la orquesta respecto a las obras que interpretan sólo se produce cuando la calidad de dicha obra es abiertamente mediocre. Todos ellos interpretan con el debido respeto y concentración las verdaderas obras de arte, independientemente de su nacionalidad de origen: El barbero de Sevilla, Don Giovanni, Ifigenia en Táuride y Los hugonotes[6]. Consiguientemente, uno de los factores principales de la personalidad musical del autor se ve reflejado en el comportamiento de estos músicos civilizados: son capaces de sentir tanto desprecio por la música compuesta al gusto del público diletante de la época como de apreciar religiosamente el verdadero e imperecedero arte musical de los grandes autores.

Respecto a las fuentes de Las tertulias de la orquesta, como hemos señalado, la mayor parte del texto proviene de artículos de las siguientes publicaciones: Journal des dé­bats, Revue et gazette musicale y su Voyage musical en Allemagne et en Italie (1844). Tan sólo indicamos la fecha de aparición en prensa de algunas de las tertulias, cuando el dato sea relevante. Desde estas páginas remitimos a todo aquel lector interesado en las fuentes del presente libro, a la espléndida página web sobre Berlioz fundada, en 1997, por dos brillantes académicos y buenos amigos del autor de estas líneas, Monir Tayeb y Michel Austin: www.hberlioz.com. A ambos, por su amabilidad y su inconmensurable berliozismo, está dedicado el presente trabajo. En su sitio web, otro estudioso berlioziano, Pepijn van Doesburg, ofrece una relación exhaustiva del origen del texto de cada una de las tertulias. El trabajo de los investigadores citados, unido al de algunos colaboradores, como Pierre-René Serna o Christian Wasselin, refleja una inmensa cantidad de tiempo invertido en el compromiso berlioziano a través de dicha página, que es, sin duda, una de las más completas (si no la que más) entre las dedicadas a compositor alguno. Desde aquí, mi agradecimiento por poner a disposición del mundo entero todo ese conocimiento sobre Berlioz.

Enrique García Revilla,

Burgos-París, enero de 2015

[1] D. Cairns, Berlioz, 2 vols., Londres, The Penguin Press, 1999. David Cairns es reconocido de forma unánime como uno de los principales estudiosos de Berlioz. Su espléndida biografía del compositor, en dos volúmenes, constituye sólo una pequeña parte de su trabajo berlioziano, y la base que sustenta cualquier investigación posterior.

[2] H. Berlioz, Evenings with the orchestra, edición, traducción, introducción y notas de Jacques Barzun, Chicago, The University of Chicago Press, 1999.

[3] G. Prince, Dictionary of Narratology, Lincoln, University of Nebraska Press, 1987.

[4] D. Villanueva, Comentario de textos narrativos: la novela, Gijón, Júcar, 1992, pp. 181-201.

[5] Dice el narrador en el prólogo: «Hay en el norte de Europa un teatro de ópera», o con cierta malicia, por eliminación, por la referencia de la dedicatoria al comienzo del libro: «A mis buenos amigos, los artistas de la orquesta de X***, Ciudad Civilizada». Berlioz nunca calificaría así a París y mucho menos a Roma. De cualquier modo, en Les grotesques de la musique, el libro que puede ser considerado la secuela de Las tertulias, continúa con este juego indicando lo siguiente en la dedicatoria del título: «A mis buenos amigos, los artistas de los coros de la ópera de París, Ciudad Bárbara».

[6] Tertulias decimoséptima, decimonovena, vigesimosegunda y vigesimocuarta, de Rossini, Mozart, Gluck y Meyerbeer, respectivamente.

Las tertulias de la orquesta

A mis buenos amigos

los artistas de la orquesta

de X*** Ciudad Civilizada

Prólogo

Hay en el norte de Europa un teatro de ópera en el que los músicos, que son en su mayoría gente culta, se dedican habitualmente a la lectura e incluso a la charla sobre temas más o menos literarios y musicales cada vez que se interpreta alguna ópera mediocre. No es necesario señalar que leen y charlan con frecuencia. Así pues, sobre cada atril, al lado de la partitura, hay un libro. De este modo, el músico que aparenta estar contando a conciencia los silencios, esperando su entrada, con la máxima concentración en la lectura de su parte musical, se encuentra muy a menudo embebido en las maravillosas escenas de Balzac, en los encantadores cuadros de costumbres de Dickens o incluso en el estudio de alguna ciencia. Conozco a uno que, durante las quince primeras representaciones de una célebre ópera, leyó, releyó, meditó y asimiló los tres volúmenes del Cosmos de Humboldt; otro, mientras duró el éxito de una obra verdaderamente estúpida, hoy olvidada, se organizó para aprender inglés; e incluso sé de otro que, dotado de una memoria excepcional, recitó a sus vecinos más de diez volúme­nes de cuentos, anécdotas, aventuras y noticias.

Sólo uno de los miembros de esta orquesta no se permite distracción alguna. Totalmente entregado a su labor, activo, infatigable, con los ojos clavados en sus notas y el brazo siempre en movimiento, se sentiría deshonrado si llegase a omitir una sola corchea o a recibir un reproche sobre la calidad de su sonido. Al finalizar cada acto, sofocado, sudado y extenuado, apenas puede respirar; sin embargo, no osa aprovechar los instantes de permiso que conceden la suspensión de las hostilidades musicales para salir a beber un vaso de cerveza al café de enfrente. El temor a perderse los primeros compases del acto siguiente basta para mantenerlo clavado en su puesto. Conmovido por semejante celo profesional, el director del teatro al que pertenece le envió un día seis botellas de vino en concepto de incentivo. El artista, consciente de su valía y cargado de soberbia, lejos de aceptar el presente con gratitud, lo devolvió al director con estas palabras: «¡No necesito incentivos!». Habrá podido adivinarse que estoy hablando del percusionista del bombo.

Sus colegas, por el contrario, no dan tregua a sus lecturas, relatos, discusiones y cotilleos, salvo en las obras maestras o cuando, en una ópera ordinaria, el compositor les ha confiado una parte principal y dominante. En este caso, una distracción voluntaria les comprometería, pues sería notada con demasiada facilidad. No obstante, nunca se pone a la orquesta entera en evidencia, porque cuando la conversación y los estudios literarios decaen por una parte, se animan por el otro lado y los oradores del ala izquierda retoman la palabra cuando los de la derecha alzan su instrumento en ristre.

Como soy aficionado asiduo a este club de instrumentistas, mi estancia anual en la ciudad en que se encuentra establecido me ha permitido escuchar un considerable número de anécdotas y de novelas breves. Debo confesar que incluso he llegado a corresponder a la cortesía de los narradores con la lectura de una de mis propias historias. Ahora bien, el músico de orquesta es poseedor de una naturaleza contumaz, y si en alguna ocasión llegó a interesar o a hacer reír una vez a su auditorio con una palabra ingeniosa o una historieta cualquiera, pongamos por Navidad, podemos estar seguros de que para repetir su éxito por el mismo medio no esperará a fin de año. De este modo, a base de escuchar estas hermosas historias, he terminado por obsesionarme con ellas casi tanto como con las aburridas obras a las que sirvieron de acompañamiento. Por este motivo me he decidido a escribirlas e incluso a publicarlas, incluyendo como nexos entre ellas los diálogos entre narradores y oyentes. Regalaré un ejemplar a cada uno de ellos para evitar así otras responsabilidades.

Se entiende que el del bombo no participará de mi esplendidez bibliográfica. Está claro que un hombre «profundo y trabajador» como él desprecia el ejercicio intelectual.

Personajes del diálogo

El director de orquesta.

Corsino, concertino, compositor.

Siedler, violín segundo principal.

Dimski, primer contrabajo.

Turuth, flauta segunda.

Kleiner, hermano mayor, timbal.

Kleiner, hermano menor, primer violonchelo.

Dervink, primer oboe.

Winter, segundo fagot.

Bacon, viola (no es descendiente del que inventó la pólvora).

Moran, trompa primera.

Schmidt, trompa tercera.

Carlo, muchacho empleado de la orquesta.

Un señor, abonado al patio de butacas.

El autor.