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A muchos profesores y profesoras
que durante todos estos años
han pasado a nuestro lado
y nos han hecho mejores:

Marichu, Lourdes, Luis, Carlos,
José Manuel, Herminio.

 

Índice

 

PRÓLOGO: Maestros en mi vida,
Enrique Martínez Reguera

INTRODUCCIÓN

I. LA DOCENCIA EN UN MUNDO EN CAMBIO

Introducción

1 Algunos dilemas básicos de la acción docente

El dilema entre lo natural y lo social: el alumno como sujeto

El dilema entre la vida y la academia

II. EL PROFESORADO EN EL CALEIDOSCOPIO

2 Los profesores y profesoras como personas

La persona que enseña

Los ciclos de vida

Núcleos de satisfacción e insatisfacción personal y profesional

La carrera profesional del docente

El narcisismo como fuente de energía pesonal

Profesores y profesoras: personas que enseñan a ser personas

3 Los profesores y profesoras como profesionales

La enseñanza como profesión ambivalente

La enseñanza como espacio de intervención profesional, ¿arte o ciencia?

La enseñanza como profesión especializada

La enseñanza como tarea compleja

El conocimiento profesional

La formación de profesores

Los estudiantes como referente de la acción docente

La deontología profesional

4 Los profesores y profesoras como trabajadores

El magisterio: de la mística al contrato

Relaciones interpersonales y clima laboral

Satisfacción y motivación en el trabajo

III. LOS BUENOS PROFESORES Y PROFESORAS

5 ¿Existen los buenos profesores? ¿Cómo son? ¿Dónde están?

Compromiso consigo mismo y con el propio desarrollo personal

Compromiso con los conocimientos

Compromiso con la cultura profesional

Compromiso con los estudiantes: tacto pedagógico

Compromiso con los colegas: trabajo en equipo

Compromiso con la comunidad: compromiso social

Bibliografía

Prólogo

 

Maestros en mi vida

 

La tarea de un maestro es mucho más que una profesión, es una vocación que te implica como persona; por eso prefiero hablar de maestros y no de profesores; para mí el magisterio tiene mayor resonancia. A lo largo de mi vida he ido encontrando ciertas personas, maestras y maestros que realizaron su labor de modo admirable, rayano en la perfección. Vayan estas líneas como homenaje a algunos de entre ellos.

Empezaré ¡cómo no! mencionando a mi madre, quien no solo con sus hijos sino también con sus alumnos empleaba tal mezcla de paciencia, dulzura y persuasión, pero también de entereza y tenacidad, que por el solo hecho de relacionarte con ella te sentías muy seguro y animado a elegir el sendero de la cordura y la cordialidad. Dice un aforismo antiguo que el bien es difusivo de sí mismo; algunas personas se difunden así y nos regalan lo mejor de ellas mismas, son nuestros pioneros de la vida.

A veces esa labor tiene un marcado tinte ideológico como en el caso del Hermano Pedro, un marista que suscitó mis primeras inquietudes sociales y encaminó mis primeros pasos. Había estudiado en el Instituto Social León XIII de Madrid, en donde trabajó muy a fondo “la cuestión social” como entonces se llamaba. En aquel momento, años 50, aún en llagas la guerra civil, cuando hablar de tal asunto provocaba suspicacias no exentas de riesgo, él la convirtió en argumento de su vida. Ponía tal pasión en todo lo que hacía y decía que te ayudaba a sacar lo mejor de tu interior. Y es que ser maestro es asumir responsabilidades de la vida propia y ajena, suscitar compromisos.

Cuando fui a la universidad encontré en Santiago de Compostela otro gran modelo o arquetipo. Maestro en el cavilar. Estaba vacante la cátedra de Filosofía y pusieron como suplente a un profesor de instituto. Fue el más arrebatado amante de la sabiduría y casi el único que encontré en toda la carrera. No adoctrinaba sobre lo que otros filósofos pensaron sino que nos enseñó a cavilar por cuenta propia, tratando de entender la existencia desde infinidad de perspectivas. Pivote de luz como nuestra torre de Hércules.

Juan Antonio Garmendia, al que sucedí en la dirección del Colegio Mayor Universitario Pío XII de Madrid, en un sentido estrictamente académico nunca fue maestro; sin embargo todos los que entonces le tuvimos de guía, le sentimos paradigma de a dónde nuestra vida podría llegar. Era incansable, responsable, sosegado, divertido. Grandes cualidades para un maestro, para un compañero de ruta.

Cuando empecé a trabajar en el arrabal de La Celsa, encontré una escuelita pública que contaba con cuatro o cinco aulas. Todas las profesoras y profesores llevaban destinados allí varios años, tenían titulación académica similar, acudían y marchaban de la escuela a la misma hora. Sin embargo, y de entonces a acá han transcurrido unos cuarenta años, cuando a veces me encuentro con alguno de aquellos chiquillos, todos sin excepción se siguen acordando de Don Sotero, aunque hayan olvidado a los otros profesores. Ahora sé por qué. Se trataba de niños agobiados por serios problemas: “Maestro, ¿por qué unos tienen tanto y otros no tenemos ni siquiera para vivir?”; “maestro, cuando llego a mi casa y mi padre esta bebido tengo miedo ¿qué podría yo hacer?”. Los demás profesores respondían a tales inquietudes enseñando quebrados, pero Don Sotero, además, siempre encontraba un huequito en su tiempo, para hablar de estas cosas con sus niños y para visitar a sus familias. Y es que no es lo mismo lo que tú te propongas dar, que lo que los niños necesiten de su maestro.

Por aquella misma época llegaron a ese barrio dos muchachas jóvenes, Carmele y Merche, muy animosas, que por propia iniciativa llevaban el propósito de instalar allí una guardería infantil gratuita. En algunos meses aquella guardería se convirtió en el cerebro y corazón del arrabal: guía de la buena crianza, escuela de salud, de higiene, de alimentación, de las relaciones familiares…, frente a las carencias extremas y los agobios cotidianos. Las recuerdo y admiro sobre todo, porque cuando aquel barrio fue invadido a gran escala por el tráfico de drogas, años 80, y hasta la escuela y la ermita tuvieron que huir de aquel asentamiento, Carmele y Merche aguantaron impertérritas el cataclismo y solo se retiraron cuando el propio barrio desapareció, víctima de haber sido fumigado.

Un puñado de años después, a Paco Lara que también era maestro le destinaron al colegio público Palomeras Bajas. En compañía de otros dos compañeros concibieron para su colegio un imaginativo proyecto de educación, en el que participarían activamente los niños, los parientes de los niños y toda la comunidad vecinal. Convencieron a aquella gente e incluso convencieron al Ministerio de Educación. Como dato revelador os diré que a los niños que yo atendía por aquel entonces eran, todos ellos, rebotados de hospicios y reformatorios y en consecuencia no me los aceptaban en ningún colegio o en el mejor de los casos duraban apenas algunos días. Sí me los aceptaron en el Colegio de los Pacos, que así le llamábamos; allí jamás me cerraron sus puertas ni me los excluyeron después. Era estimulante verles crecer y madurar en comprensión de la vida, en responsabilidad, verles tomar conciencia de que eran ciudadanos.

Afortunadamente tal ramillete de admirables maestros no es un hecho insólito ni aislado. Existían y siguen existiendo infinidad de personas que descubren que su vocación desborda las obligaciones de cualquier profesional; que su tarea les invita a entregar lo mejor de ellos mismos y a trasmitir los criterios, valores, sentimientos, costumbres, del mundo de los adultos, suscitando además en los niños comprensión crítica de tan valioso legado. Educar es como el gestar y el parir, en él te trasmites a ti mismo renovado, dispuesta la vida de nuevo a empezar.

ENRIQUE MARTÍNEZ REGUERA1

Madrid, octubre 2011

 

Introducción

 

“Tenemos por maestro a quien ha remediado nuestra ignorancia con su saber, a quien ha formado nuestro gusto o despertado nuestro juicio, a quien nos ha introducido en nuestra propia vida intelectual, a quien, en suma, debemos todo, parte o algo de nuestra formación y de nuestra información; a quien ha sido mayor que nosotros y ha hecho de su superioridad, ejemplaridad; a alguien de quien nos hemos nutrido y sin cuyo alimento u operación no seríamos quien somos. Alguien, en fin, cuya obra somos en alguna medida”

DIONISIO RIDRUEJO, hablando de Ortega. (1955).

“El verdadero discípulo no es el que toma de su maestro las cosas, sino los modos. Y, a su vez, y esto es lo característico, deja en el espíritu del maestro modos y cosas suyas esenciales. Por lo que el gran professor no solo lo es por su aptitud de crear discípulos verdaderos sino por otra cosa más importante, dejarse renovar por ellos”.

GREGORIO MARAÑÓN, en el homenaje a un discípulo suyo. (1930).

“Era tan hombre y tan maestro, y tan poco profesor —el que profesa algo—, que su pensamiento estaba en continua y constante marcha, mejor aún, conocimiento (…) y es que no escribía lo ya pensado, sino que pensaba escribiendo como pensaba hablando, pensaba viviendo, que era su vida pensar y sentir y hacer pensar y sentir”.

UNAMUNO, en una necrológica de Giner de los Ríos.2

“Ellos aprenden, nosotros mucho más” (En las camisetas de una marcha pedestre celebrada en Río de Janeiro en el día del maestro).

El derecho a una buena educación equivale al derecho a unos buenos profesores.

J.M. ESCUDERO

Quizás, una visión tan excesiva del magisterio pertenezca más al pasado que al presente. Los tiempos posmodernos parecen menos propicios a la construcción de figuras de docentes ejemplares y tan atractivas como las que describen Ridruejo, Marañón y Unamuno. Los tiempos actuales han introducido demasiada ruptura inter-generacional, excesivos fractales en combinaciones infinitas, mucho caos. La gestión predomina sobre la sabiduría y la rapidez sobre el sosiego. No es buen tiempo para los maestros, se piden especialistas. El ecosistema escolar ha ido cambiando al mismo ritmo que cambiaba el mundo, la realidad, la vida. Es difícil llegar a ser maestro, requiere de mucho tiempo y esfuerzo, y suerte. Y luego, cuando parece que algún sobreviviente se va acercando a esa orilla, entonces la institución le prejubila. Necesita de gente joven y cargada de energía. Y los jóvenes necesitan que se les vayan abriendo huecos. No es fácil, no.

Y, sin embargo, se echa de menos a los buenos maestros. En la mente de la gente, los buenos maestros, como se decía de los viejos roqueros, nunca mueren (Cremades, 1999). Comencemos, pues, reconociendo que no es fácil ser profesor/a en la actualidad. En ninguna etapa del sistema educativo. Es difícil combinar tradición y posmodernidad en nuestro ejercicio profesional. Las escuelas, los institutos y las universidades, como cualquier otro espacio social, se han preñado de dinámicas y presiones contrapuestas. Se han difuminado los referentes clásicos y no es probable que exista repuesto para ellos. No, al menos, como opciones claras y definidas. Se abren muchos caminos y triunfa la policromía en los guiones de actuación. Estamos, se ha dicho, en una época líquida de puro mutable. Estamos, definitivamente, en otra educación.

Y cabe deducir que tendremos que acomodarnos a un nuevo perfil de docentes. En eso estamos. Con toda la perplejidad y desazón que cualquier cambio de papeles trae consigo.

Tampoco queda al margen de esa complejidad el propio perfil del docente, lo que se espera de él o de ella. Se van superponiendo los diversos enfoques que abordan la naturaleza y condiciones del papel a desempeñar por los profesores y de cuáles han de ser, en consecuencia, sus virtualidades.

Se ha hablado así de la necesidad de que sean personas cultas que dominen su materia, que estén al día en las corrientes pedagógicas y que posean esa base cultural (en música, literatura, arte, historia, temas de actualidad, etc.) que les hará aparecer como hombres y mujeres de su tiempo, bien integrados en la categoría social de intelectuales.

Pero también se ha constatado la necesidad de que sean profesionales técnicos que dominen las competencias básicas de su trabajo como educadores (en planificación, metodologías, evaluación, motivación de los estudiantes, gestión de la clase, etc.).

Algunos añaden a esa condición el que los profesores sean, además, buenos artesanos, capaces de elaborar materiales didácticos propios, de generar recursos, de emplear efectivamente las tecnologías.

Por supuesto, los modernos planteamientos sobre la docencia y el conocimiento profesional requieren de los profesores que sean profesionales reflexivos capaces de documentar y revisar sus prácticas, de escribir y analizar sus diarios, de desplegar una constante mirada crítica sobre las cosas que hacen.

Por otra parte, los movimientos progresistas insisten en la necesidad de que los profesores se conviertan en actores sociales relevantes y comprometidos, que participen en la vida social en defensa, especialmente, de los menos favorecidos y los grupos minoritarios. Y como guinda a esta arquitectura de la perfección no podemos olvidar la necesidad de que los profesores sean (seamos) personas maduras, equilibradas, sensatas, capaces de orientar adecuadamente el desarrollo personal de nuestros estudiantes. No es fácil cumplir con eficacia una misión tan poliédrica y exigente.

Pues bien, porque nos preocupa todo eso (y otras cosas parecidas) hemos escrito este libro sobre el nuevo profesorado. Pretendemos hacer públicas algunas reflexiones surgidas de nuestra experiencia como profesores y en la formación de profesores. Lo hacemos padre e hija mano a mano. Cada uno de nosotros con experiencias bien distintas en la docencia: uno acabando su carrera, la otra comenzándola. Ambos viviendo intensamente este peregrinaje que es la profesión docente. La formación de profesores ha evolucionado de tal manera en los últimos años, hemos pasado por tantos vaivenes, ha sido sometida a tal pábulo de críticas y enmiendas, que nos encontramos en la actualidad en un auténtico cruce de caminos y sin tener demasiado claro qué dirección tomar (o si tomar alguna).

Por eso hemos subtitulado nuestro trabajo como la disyuntiva “Entre el SER y el ESTAR”. Aunque suena ya a rancia, la idea de la “vocación docente” (vocación laica, obviamente) no deberíamos abandonarla nunca. Sólo quienes se mueven en esa onda son capaces de hacerse cómplices de los desafíos que implica el SER docente.

Hemos hablado tanto de profesión docente y de profesionalización de la docencia que aquellas antiguas cualidades atribuibles al “maestro”, a quien se preocupa por ti, a quien te exigía para que aprendieras, van quedando marginadas.

En la actualidad, la profesión docente tiene mucho de ESTAR, de ejercitar el rol, de jugar al personaje. Quienes están en la docencia son profesores de 9 a 15 (si tienen la suerte de haber logrado el horario continuado), o lo son el número concreto de horas semanales que les han atribuido de clase.

SER docente es otra cosa, lo llevas en el ADN, lo vives, te acompaña cada momento del día, lo disfrutas y lo sufres por partes iguales. Te atrapa. Como se nos ha adelantado a decir el profesor Day (2007) en esta misma colección, es una “pasión”.

No hemos escrito este libro contra nadie ni contra nada. Dios nos libre. Tanto el SER como el ESTAR de profesores y profesoras son posiciones de un gran compromiso si las queremos hacer bien. ¿Cómo no defender, a estas alturas, la idea de la profesionalización de la docencia? Sería absurdo. ¿Cómo no reconocer el gran esfuerzo y dedicación con que muchísimos docentes se dedican a su trabajo? Sería perverso y fruto de la pura ignorancia. Desde la Educación Infantil a la Universidad contamos con profesionales extraordinarios gracias a cuyo esfuerzo las nuevas generaciones se van incorporando con éxito (todo el éxito que les permite la actual coyuntura social y económica) al mundo adulto, al empleo, a la configuración de una sociedad cada vez más avanzada.

¿Qué las cosas se podrían hacer mejor? Sin duda. En eso estamos. Sólo con esa pretensión nos hemos atrevido a aportar nuestro granito de arena. Y, aunque en ocasiones se nos note la pasión y pequemos de cierto énfasis, quizás innecesario, no vamos contra nada. Sólo a favor de un movimiento, cada vez más fuerte, que intenta rescatar viejos valores de la docencia como magisterio, como vocación, como pasión. A favor del “regreso de los profesores”, como defiende y sueña Antonio Novoa (2011)

La Universidad de Victoria, en Nueva Zelanda, presenta así su programa de formación de profesores:

Early childhood teachers are among the most influential and important members of the community. The teaching and care that they offer lay the foundation for success in education, and in life. Our Early Childhood programmes prepare graduates to take on this responsibility with confidence, and enjoy the excitement, creativity and challenge of working with young children.

(Los profesores de niños pequeños están entre los miembros más influyentes e importantes de la comunidad. La enseñanza y los cuidados que ofrecen sientan las bases para el éxito en la educación y en la vida. Nuestros programas de formación de profesorado para la primera infancia preparan a los graduados para asumir esta responsabilidad con confianza, y para disfrutar de la emoción, la creatividad y el desafío de trabajar con niños pequeños).

No importa si el trabajo educativo se va a desarrollar con niños y niñas pequeños, con adolescentes o con jóvenes. En cualquiera de los casos, quienes lleven a cabo esa función estarán siempre entre los miembros más influyentes de la comunidad. De ellos y ellas van a depender muchas cosas. Suena fantástico eso de que nuestro trabajo sirve para sentar las bases del éxito de nuestros estudiantes en la educación y en la vida. Y poder leer una vez más, aunque algunos quizás sonrían escépticos al verlo, que actuar como profesor o profesora es, desde luego, una responsabilidad pero es, también, algo que se disfruta porque está cargado de emoción, creatividad y desafíos. Ésa es la idea.

MIGUEL A. ZABALZA

Santiago de Compostela

Septiembre, 2011

I

LA DOCENCIA EN UN MUNDO EN CAMBIO

 

Introducción

 

Comenzar diciendo que estamos es una sociedad en permanente estado de cambio, suena a perogrullada y hace presagiar un texto lleno de obviedades. Pero no, por obvio, podemos darlo por sabido. Al menos si el propósito es repensar el papel de los profesores y profesoras en nuestro momento histórico.

Podríamos decir que la función docente se ha construido sobre algunos supuestos que en estos momentos han entrado en crisis. Quizás no tanta crisis como los sociólogos críticos señalan pero, desde luego, la suficiente como para que tengamos que revisar muchos de los supuestos sobre los que habíamos interpretado el papel a desarrollar por los docentes. Papel, en definitiva, subsidiario del papel que se atribuya a la infancia y juventud. Al socaire de la evolución de las diversas visiones sociales y políticas de la infancia y de la escuela, se han ido construyendo diversas teorías y metáforas sobre el sentido y la función de la educación y sus profesionales.

No podemos olvidar que se atribuyen a la escuela funciones con frecuencia contradictorias: el consenso social, la socialización, la liberación, la imposición de límites y disciplina, la movilidad social, la inculturación, la globalización, la formación para el empleo, la auto-realización individual y de grupo, la instrucción, el desarrollo de las capacidades individuales, el desarrollo comunitario, etc. Casi todas ellas han supuesto clamorosos fracasos. Sobre todo, porque la escuela apenas es nada al margen del resto de la sociedad. De poco sirve lo que se haga en ella si después el resto de la vida social y personal va por otra vía.

Podríamos decir que el concepto social de infancia, que surge no más allá de finales del siglo XIX, se ha asentado en dos pilares fundamentales: la familia y la escuela.

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Ambos pilares están en este momento en plena crisis de transformación. Los más radicales dirían que, prácticamente, han desaparecido en sus formatos originales, aunque no es eso lo que nos permite constatar la experiencia cotidiana. A la familia se le había encomendado la crianza de los hijos y la primera socialización. A la escuela su instrucción y la segunda socialización. Pero ambos han perdido esas funciones originarias. Las familias extensas y multifuncionales que antes existían se han ido redefiniendo en su estructura y funciones, sobre todo por el cambio fundamental aportado por las mujeres. Ellas, cuyo proyecto de vida estaba centrado en lo familiar, convertido en un nicho protector al que aportaban cuidados y presencia permanente, se han construido un proyecto personal que va más allá de su rol de esposas y madres. La vida familiar se convierte en un espacio de convección circunstancial de diversos proyectos personales. Y, aunque se sigue manteniendo el sentido posesivo sobre los hijos, también esta condición se va diluyendo por mor de los sucesivos emparejamientos y sistemas de pertenencia. El orden familiar, los cuidados permanentes, la socialización primaria se han resentido con todos estos cambios3.

A la escuela le ha pasado algo parecido. Su papel de estructura de inculturación y control se ha convertido en algo marginal por la enorme capacidad de impacto de las tecnologías de la comunicación. Se ha calculado que los niños actuales asisten unas 700 horas al año a las escuelas pero se pasan más de 1000 horas delante de la televisión o el computador o sus juegos digitales. La capacidad de impacto que tenemos los profesores no es comparable con la que ejercen los medios. Las funciones sociales que se nos atribuían resultan, hoy en día, imposibles de cumplir.

En ese contexto nebuloso, todo se vuelve líquido y mutable. Las decisiones que se adoptan tanto en el nivel macro (las políticas de familia y de infancia - juventud) como en el nivel micro (en el seno de la familia o de la escuela) resultan transitorias y confusas. Una mezcla de los viejos principios y las nuevas perspectivas. Tanto las familias como las escuelas parecen resignadas a aceptar que, puesto que no están en condiciones de competir ni con lo que eufemísticamente se ha dado en llamar “la calle”, ni con los medios de comunicación, no hay nada que se pueda hacer salvo cumplir rutinariamente los cometidos que tradicionalmente poseían gran valor: alimentar, cuidar, instruir en los contenidos básicos, dejar pasar el tiempo y esperar que la buena suerte les acompañe.

El trabajo educativo no resulta fácil. Pero, lo sea o no, resulta necesario y parece claro que la educación, en toda la extensión de sus aportaciones en cada una de las diversas etapas de la escolaridad, tiene como objetivo básico propiciar y potenciar el desarrollo de los sujetos y, por extensión, de las comunidades en las que viven.

La experiencia y la literatura pedagógica insisten en que el desarrollo infantil se construye desde la infancia en torno a cuatro ejes: la familia en toda su extensión; la escuela infantil incluyendo la oferta curricular que desarrolla y su dinámica de funcionamiento; el medio social y cultural en el que se vive; y los adultos significativos con los que el niño o la niña se va encontrando.

De los dos primeros y de sus papeles cambiantes en la actualidad ya hemos ido hablando. El impacto del medio social sobre el desarrollo ha sido objeto de no pocos trabajos de la sociología de la educación, desde los estudios clásicos de Baudelot y Establet (1975), o Bourdieu y Passeron (1977) y Bernstein (1990), hasta los más modernos como Perry y McConney (2010).

Y con respecto a la importancia de los “otros significativos” ha sido clara toda la línea de investigación de la psicología del desarrollo centrada en la importancia psicológica de los adultos significativos (Gervilla, 2003). Entre éstos últimos podemos llegar a jugar un papel muy especial los profesores. Probablemente no jugamos un papel tan esencial como la familia (aunque en ocasiones estamos llamados a complementarla), pero nuestra aportación resulta igualmente relevante para el desarrollo de los niños y jóvenes escolarizados.

Por eso nos ha parecido especialmente estimulante el reto que se ha propuesto la OCDE, bajo el lema “Europa necesita profesores” y que se ha concretado en todo un abanico de sugerencias a través del texto “Teachers Matters: attracting, developing and retaining effective teachers”. La Revista de Educación, editada por el Ministerio de Educación español, le dedicó un número monográfico4 bajo el subtítulo de La tarea de enseñar: atraer, formar, retener y desarrollar buen profesorado. Porque parece, efectivamente, que no sólo Europa, sino los países en general necesitan contar con un profesorado de calidad capaz de desempeñar las complejas funciones que hoy se atribuyen a las escuelas y los docentes, sea cual sea el nivel educativo en el que trabajan.

Dado el ritmo al que están cambiando las cosas, no parece extraño que también lo hagan los referentes que dirigían nuestra acción de profesores y que, por tanto, ahora más que nunca, estemos necesitados de nuevos marcos que orienten la acción y estimulen el esfuerzo de quienes nos sentimos profesores.

Pues bien, en esta situación cambiante, ¿cuál es el papel de la escuela?; ¿cuál es la función de los profesores? Somos conscientes de que éste es un tema con muchos flancos y que precisaría de amplias reflexiones, pero nuestro propósito aquí no es otro que el de provocar algo de debate e intercambio de ideas sobre el trabajo de los profesores en un mundo en cambio. Insistiremos, por tanto, en aquellos puntos que suponen, en nuestra opinión una importante modificación en los planteamientos más convencionales. Empezando, por supuesto, por declarar la importancia del profesorado.

El documento, antes citado de la OCDE venía, en el fondo, a insistir en una idea básica: los profesores cuentan. Y ello pese a la progresiva pérdida de protagonismo que ha ido sufriendo su figura y a las dudas que, sobre su relevancia en la construcción social, no dejan de contaminar la cultura social contemporánea mucho más atenta a la aparición de otros fenómenos basados en la popularidad, la riqueza o la mera presencia en medios de comunicación. Pese a ello, quien conozca la educación y se haya detenido a estudiarla sabe de sobra que no son las leyes, ni los políticos, ni los empresarios, ni los diversos ídolos o fantasmas que recorren el subconsciente colectivo de unos y otros (el neoliberalismo, el Banco Mundial, el capital, la sociedad, o la religión) quienes definen el sentido último de la educación. Lo hacemos los profesores y profesoras que cubrimos el día a día del trabajo escolar con los estudiantes.

Resulta bien cierto que los profesores no somos seres extraterrestres capaces de sustraernos a las influencias del medio social y cultural en el que vivimos y que, por tanto, las ideas vigentes de nuestro medio serán, en buena medida, nuestras propias ideas. Pero, con todo y con eso, somos nosotros y nosotras quienes convertimos en acciones tanto las ideas y consignas que nosotros mismos generamos como las que vienen de las instrucciones políticas.

Han pasado ya 50 años desde la aparición en EEUU del Informe Coleman (1960). Pretendía demostrar que “las escuelas no hacen la diferencia” o dicho en otras palabras, que importaba poco si se iba a una escuela u otra, mejor o peor, porque buena parte de las variaciones de los resultados de la escolaridad podían ser predichos antes de que un niño o niña entrara a la escuela. Podía hacerse un pronóstico certero simplemente tomando en consideración las condiciones económicas, culturales o sociales de su familia y/o en base a sus propias características personales. Pero esa perspectiva determinista perdió vigencia y, aunque con ciertos ribetes utópicos, se ha considerado la escuela y la escolaridad como un importante instrumento de movilidad social, siempre entendiendo que su eficacia va a depender de la calidad de las oportunidades de aprendizaje que se ofrezcan. Dicho en otras palabras, hemos de aceptar que los resultados de la educación vienen condicionados por variables que transcienden a la escuela, pero resulta igualmente evidente que esos resultados van a variar, de manera sustantiva, en función de las propias características de las escuelas a las que se asista.

Y aceptado eso, se hacen evidentes las consecuencias que de ahí emanan, entre ellas, la importancia del profesorado. Como escribía Enguita (2006:61), no sólo el factor fundamental de una buena educación es, tras el propio alumno, el profesor, sino que la efectividad de su función consiste en cosas que dependen casi exclusivamente de él o ella (Enguita añade a ello que se trata de cosas simples y obvias, aunque podemos divergir sobre que esas cosas resulten tan simples). Las cosas a las que alude Enguita son aquellas que tradicionalmente se han identificado con la tarea de enseñar: “conocer a fondo lo que tiene que enseñar, saber estructurarlo y explicarlo, poder mostrar su sentido y utilidad, ser capaz de organizar una situación o un proceso de enseñanza y/o aprendizaje y lograr una mínima empatía con el alumno/a”. Esto es, una buena educación requiere de buenas escuelas y las buenas escuelas las hacen buenos profesores.

Sin duda, ésa es la certeza que ha puesto en marcha todo este sentimiento de urgencia en el reclutamiento, la formación y el mantenimiento de buenos profesionales docentes.

La escuela y los profesionales que la atienden no son, ciertamente, los protagonistas exclusivos del crecimiento intelectual y cultural de quienes asisten a ella, pero juegan un importante papel en ese proceso. Y en el caso de los primeros pasos escolares, la incidencia de los buenos programas servidos por buenos profesores resulta, si cabe, más relevante. Ellos y ellas son el factor clave. No existe posibilidad alguna de mejora en los programas escolares que no pase por la cualificación de las personas encargadas de llevarlos a cabo.

Podemos mejorar los espacios, los recursos, la implicación de la familia, etc., pero, al final, quienes se han de encargar de rentabilizar todo ello en beneficio de los niños son los maestros encargados de su cuidado y educación. Algunos estudios (por ejemplo el Proyecto EPPE5 que dirige Katy Silva en Inglaterra) han demostrado el impacto que una escolarización temprana ejerce sobre el éxito escolar posterior. Efecto que aún se hace más patente en niños y niñas provenientes de clases sociales desfavorecidas. Las escuelas sí cuentan.

Capítulo 1

 

Algunos dilemas básicos de la acción docente

 

Sentirse profesor es aprender a vivir con el dilema, la contradicción y la paradoja y, en el major de los casos, experimentar con su resolución las satisfacciones artísticas del artista”.

NIAS (1989)

La primera constatación que podemos hacer, en relación con el trabajo de profesores y educadores, es que su actuación se va a producir indefectiblemente en un contexto de incertidumbres y dilemas. No hay verdades absolutas en educación y, si las hay, pertenecen al ámbito de los principios y ellos quedan lejos de las decisiones y prácticas cotidianas. Sentirse profesor, como señala Nias en la cita anterior, es aprender a vivir entre dilemas, ser capaz de soportar las dudas. Tampoco faltan las presiones externas puesto que la educación es un territorio abierto en el que caben posiciones diversas y, en ocasiones, incluso enfrentadas.

Algunos de los dilemas importantes que los profesores han de afrontar en su trabajo podríamos verlos en los que describimos a continuación.

EL DILEMA ENTRE LO NATURAL Y LO SOCIAL: EL ALUMNO COMO SUJETO

El niño es una realidad natural. Es el nuevo ser que nace y se desarrolla siguiendo procesos naturales. La infancia, en cambio, es una realidad social en tanto que objeto de significados y actuaciones sociales. Uno de los ejes en torno a los cuales ha ido evolucionando la atención escolar a los niños es el que se refiere al significado que se ha ido atribuyendo a la infancia y, como consecuencia de ello, a la forma en que se ha planteado la educación escolar, es decir, lo que se supone que se debe hacer con los niños y jóvenes durante el tiempo que permanecen en las instituciones dedicadas a atenderles durante su etapa escolar.

El dilema se plantea entre si lo que se pretende es dejar fluir y, como mucho, supervisar su desarrollo natural o, por el contrario, imbuirles pautas culturales y sociales. La primera opción requeriría crear un escenario poco invasivo que propicie el desarrollo natural de todo niño. El segundo precisa de toda una tecnología docente puesta al servicio del aprendizaje potenciado. Es lo que Genishi, Ryan, Ochsner y Yarnall (2001) han planteado como la contraposición entre una visión lockiana (tratar al alumno tamquam tabula rasa, como si fuera un recipiente vacío que hubiera que llenar y/o moldear) frente a una visión roussoniana y naturalista del niño pequeño (considerarlo como alguien cargado de potencialidades que hay que dejar desarrollarse autónomamente).

Este dilema básico de lo educativo (dejar crecer vs conducir) ha ido adquiriendo diversas formas y formulaciones en las prácticas educativas pero, de una forma u otra, siempre está presente en los diferentes enfoques educativos. Así la educación ha solido plantearse sobre cuatro orientaciones bien distintas:

1. Educar como la creación de espacios abiertos y no directivos orientados a posibilitar desarrollar al máximo las potencialidades del los sujetos individuales. Suele ser, el principio general en el que se basan las leyes educativas y la propuesta marco que se les hace a las escuelas. Pero, planteada en esos términos amplios y abiertos, obligaría a concreciones igualmente abiertas en su desarrollo práctico lo cual, a la vista de la historia de la educación, ha resultado, salvo pocas excepciones, inviable. Resulta, por tanto, interesante como principio pedagógico pero inservible como base política para el desarrollo de la educación.

2. Educar como proceso de homogeneización social y de aculturación. En realidad así nació la escuela y ése fue también el primer objetivo de las propuestas curriculares: que sujetos provenientes de diversas culturas y con niveles muy heterogéneos de instrucción pudieran convivir y construir una comunidad consensual y eficaz. La escuela constituyó, en sus orígenes, un dispositivo social orientado tanto a sentar las bases culturales de la primera infancia (inicialmente las bases de la cultura religiosa y lingüística y posteriormente con un sentido más amplio y centrado en la alfabetización cultural), como a iniciar el proceso de asimilación de las reglas de convivencia social y los valores propios de la comunidad a la que pertenecían (de los grupos mayoritarios de la misma).

3. La escuela como mecanismo de progreso y movilidad social basado en la adquisición, a través de la instrucción, de los contenidos disciplinares y las destrezas requeridas por las demandas profesionales y laborales. La escuela se convierte en sistema educativo y de formación. Se prolonga a lo largo de todo el periodo formativo, desde la infancia hasta el momento de ingreso en el mundo laboral. Ésta fue la gran expectativa proyectada sobre la escuela a lo largo del s. XX. Expectativa frustrada en buena parte pues, a la larga, la capacidad de impacto social de la escuela está muy limitada por otras variables sociales, económicas y demográficas.