1.png

I couldn’t help but wonder…

Carrie Bradshaw

El domingo 7 de junio de 1998 a las siete de la noche, hora de Bogotá, estaba sentada frente al televisor Sony Trinitron del cuarto de mis papás. Allí, con las rodillas dobladas contra al pecho y sobre un cojín inmenso de lana café y picosa, vi el primer capítulo de Sex and the City. Fui testigo de primera mano del momento mágico en que la televisión comenzó a competir con el cine y en que hbo dejó de ser solo el canal que pasaba películas antes que cualquier otro, para convertirse en el fortín de una nueva era para la pequeña pantalla. Una era que traería series que convirtieron a la querida y hogareña tele en, posiblemente, el octavo arte. Series que vendrían después de esta primera como The Sopranos, The Wire, Six Feet Under (que confieso, nunca he visto), Rome, Girls y Game of Thrones (que seguí con pasión).

¿Por qué me convertí en testigo de aquel momento histórico sin saberlo? Primero, porque esa serie que venían promocionando con fuerza estaba protagonizada por Sarah Jessica Parker (hoy conocida como SJP), a quien yo amaba por sus papeles en Hocus Pocus y The First Wives Club. Segundo, porque la serie tenía la palabra «sexo» en su título y yo era una adolescente de diecisiete años repleta de hormonas, que aún era virgen y no había tenido novio. Es más, mi nivel de inocencia se elevaba al punto de jamás haberme dado un beso con lengua en mi vida.

Era una romántica empedernida que soñaba con enamorar a Chris O’Donnell (prepapada) y a Leonardo DiCaprio (precuerpo fofisano), e imaginaba citas románticas con mi almohada, con la que también ensayaba el arte de besar. Por cuenta de mi amor adolescente por DiCaprio me aprendí todo el diálogo de Julieta en el balcón, cosa que agradezco porque me permitió descubrir a Shakespeare. Luego no digan que Hollywood es solo superficialidad.

Ahora, la palabra sexo y la imagen de SJP con el telón de fondo de la mística Nueva York era un boccato di cardinale para una feminista en ciernes, que aún no sabía nada de la vida y cuya educación emocional había sido el resultado de incontables horas frente a la caja de colores, esa que educó a mi generación: los que no somos millennials pero tampoco X, y aun así crecimos viendo a Winona Ryder en Reality Bites, Drácula, La edad de la inocencia y Mujercitas, y escuchando a Nirvana, Pearl Jam, Live y las Spice Girls; los que entramos en la adolescencia cantando Just a girl de No Doubt y usando camisas leñadoras; los que tenemos hoy la edad de Britney Spears, así parezca que ella haya vivido 100 años más y múltiples existencias; a quienes nos dejaban asistir a fiestas sin chaperona, pero nos enseñaron que ir en grupo al baño de mujeres era un tema de seguridad personal.

La tele fue nuestra amiga, nuestra maestra. La cita fija de tantas tardes y noches a la semana con alguna serie, o alguna película en estreno que podríamos ver gracias a las famosas antenas parabólicas o ‘perubólicas’ como las llamábamos, pues sintonizaban sobre todo los canales del hermano país. En su mayoría eran ilegales y robaban la señal de hbo, wgn-tv de Chicago y el Disney Channel.

A la parabólica de mi barrio va todo mi agradecimiento, pues fue gracias a ella que aprendí a hablar inglés, mi tercera lengua. Mi segunda lengua, el alemán, la aprendí gracias a un método de inmersión severo que resultó del traslado de mi padre a Darmstadt y mi llegada al jardín infantil a los cinco años sin saber decir una sola palabra en el idioma teutón. Conclusión: en tres meses aprendí la lengua como una local. Aquel proceso cambió algo en mi cerebro a la hora de aprender idiomas, creo, pues no entiendo nada de gramática. Aprendo a oído y suelo no tener acento. O más bien tengo la habilidad de replicar otros acentos. Fue así como en cuarto de primaria, cuando comenzamos a ver clases de inglés, no entendía nunca bien lo que trataban de enseñarme con los libros del Green Line (así se llamaba el método que utilizaba mi colegio), y en cambio sí pude dominar el idioma después de pasar muchas, muchísimas horas frente a mi amada tele, cuya señal llegaba con los subtítulos en inglés para las personas con discapacidad auditiva.

Ese doble estímulo me ayudó a comprender de manera orgánica la formación de frases y los tiempos verbales, sin pensar en eso. Además, me daba chance de buscar en mi diccionario Oxford, exigido por el colegio junto a los libros del Green Line, los significados de aquellas palabras que no entendía. Repetía muchas veces las películas que me gustaban, hasta por fin aprenderme los diálogos. El acento estadounidense me lo dio el Mickey Mouse Club. El australiano lo aprendí viendo Ocean Girl. El británico es resultado de haber visto The Tracey Ullman Show y Sense and Sensibility, dirigida por Ang Lee y protagonizada por Emma Thompson, unas trescientas veces.

Muchos escritores de mi generación aseguran que su amor por las narraciones nació del acceso irrestricto a las bibliotecas de sus padres o abuelos, hombres (siempre hombres) muy sabios que les daban las llaves al conocimiento a través de las páginas de libros polvorientos que hacían parte de colecciones inmensas. En mi casa, y en la casa de mis abuelos, había muchos libros. Mis padres son buenos lectores, y yo también, pero no siento vergüenza al confesar que mi relación con la narración y con las historias llegó también a través del Trinitron del cuarto de mis papás y gracias a mi acceso irrestricto a él. Muy a pesar de mis padres, quienes varias noches se quedaron dormidos conmigo, sentada al pie de su cama observando la pantalla con una concentración absoluta, que rayaba en la estupefacción. O en la idiotización.

Y fue así, probablemente con cara de quien descubre el universo con la boca abierta, que escuché por primera vez la famosa musiquita de lounge jazz con piano, guacharaca y saxofón, mientras aparecían los ahora famosos crespos y el tutú de tul rosado pálido de Carrie Bradshaw, a quien la cámara le enfoca una cara de sorpresa e indignación cuando el bus que promociona su columna en el periódico The Star de Nueva York la moja con agua empozada de una lluvia de final de verano en la Gran Manzana.

Han pasado veinte años. Volver a ver la serie dos décadas después de que estuviera al aire se tornó en una tarea complicada. Fue imposible conseguirla por un medio legal y debí recurrir a mis capacidades piratas para encontrarla completa. La modernidad también jugó un papel importante en esta gesta, pues, la producción que cambió la historia de la televisión, no la pude volver en una pantalla de televisión. Alterné durante tres meses mi computador y mi celular para disfrutar, una vez más, las aventuras de cuatro mujeres en una Gran Manzana donde el teléfono móvil más moderno que aparece es uno plegable incrustado con cristales de Swarovski rosados. Lo hacía a oscuras y con los audífonos puestos para no molestar el sueño de mi hijo o el trabajo de corresponsal de mi esposo. Tratando de no reír y llorar demasiado fuerte. Me encontraba metida en una burbuja que me llevó de regreso a las calles de una ciudad que conocí y amé muchos años después de que las cámaras de la serie dejaran de rodar.

Y luego de prestarme a la tarea de volver a ver toda la serie, descubro con sorpresa que soy mayor que Carrie Bradshaw. Y que a mis treinta y siete años aún me siento como la niña de diecisiete: ansiosa y sin saber bien qué es la vida, qué se espera de mí y qué carajos estoy haciendo acá. Y, sobre todo, que en dos décadas no logré aprender a caminar en tacones, cosa que mi prim@, que es drag queen, dominó a los quince y convirtió en un estilo de vida. Un poco como Carrie.