Cubierta

 

 

sello

Sobre la teoría de la historia y de la libertad (1964-1965)

THEODOR W. ADORNO

El hechizo que la realidad lanza sobre el espíritu le prohíbe lo que su propio concepto desea frente a lo meramente existente: volar.

Durante la redacción de la Dialéctica negativa, su gran obra teórica, Adorno dedicó buena parte de su tarea docente a discutir las problemáticas del libro cuya elaboración le tomó siete años. Estas clases son el reflejo de un profundo diálogo crítico que el autor establece con la tradición alemana, Kant y Hegel, en torno a la filosofía de la historia y a la posibilidad de la libertad humana. A estas dos clásicas preguntas de la mayor dignidad, según sus palabras, está dedicada la segunda mitad de su libro y las presentes lecciones.

¿Cómo el ser humano, que pertenece al orden natural, regulado por leyes, es capaz de obrar con libertad? ¿Cómo ese orden de la naturaleza se une con el de la historia, que desde la Era de la Razón tendemos a pensar como el desarrollo de un progreso humano? Lo necesario y lo contingente, lo particular y lo general, el individuo y la sociedad, el progreso de la razón y la irracionalidad existente; toda una serie de contraposiciones articula esta investigación, que no están destinadas, por ser parte de una dialéctica negativa, a resolverse como tales, sino a mostrarse en todas sus aristas. Aun sin renunciar a una evocación de la felicidad.

Mariana Dimópulos

Sobre la teoría de la historia y de la libertad (1964-1965)

THEODOR W. ADORNO
Edición de Rolf Tiedemann

Prólogo y edición en español al cuidado de Mariana Dimópulos

Traducción de Miguel Vedda

Eterna Cadencia Editora

ABREVIATURAS

Los escritos de Adorno son citados según las ediciones de los Gesammelte Schriften (ed. de Rolf Tiedemann, con la colaboración de Gretel Adorno, Susan Buck-Morss y Klaus Schultz, Frankfurt, 1970 y ss.)1 y los Nachgelassene Schriften (ed. del Theodor W. Adorno Archiv, Frankfurt, 1993 y ss.), tal como allí se encuentran. Corresponde mencionar las siguientes abreviaturas:

 

GS 1: Philosophische Frühschriften, 3ª ed., 1996.

GS 3: “Max Horkheimer und Theodor W. Adorno”, en Dialektik der Aufklärung. Philosophische Fragmente, 3ª ed., 1996.

GS 4: Minima Moralia. Reflexionen aus dem beschädigten Leben, 2ª ed., 1996.

GS 5: Zur Metakritik der Erkenntnistheorie/Drei Studien zu Hegel, 4ª ed., 1996.

GS 6: Negative Dialektik/Jargon der Eigentlichkeit, 5ª ed., 1996.

GS 7: Ästhetische Theorie, 6ª ed., 1996.

GS 8: Soziologische Schriften I, 4ª ed., 1996.

GS 9.2: Soziologische Schriften II, segunda mitad, 1975.

GS 10.1: Kulturkritik und Gesellschaft I: Prismen/Ohne Leitbild, 2ª ed., 1996.

GS 10.2: Kulturkritik und Gesellschaft II: Eingriffe/Stichworte/Anhang, 2ª ed., 1996.

GS 11: Noten zur Literatur, 4ª ed., 1996.

GS 13: Die musikalischen Monographien, 4ª ed., 1996.

GS 14: Dissonanzen/Einleitung in die Musiksoziologie, 4ª ed., 1996.

GS 16: Musikalische Schriften I-III, 2ª ed., 1990.

GS 17: Musikalische Schriften IV: Moments musicaux / Impromptus, 1982.

GS 18: Musikalische Schriften V, 1984.

GS 20.1: Vermischte Schriften I, 1986.

GS 20.2: Vermischte Schriften II, 1986.

 

NaS I-1: Beethoven. Philosophie der Musik. Fragmente und Texte, ed. de Rolf Tiedemann, 2ª ed., 1994.

NaS IV-4: Kants »Kritik der reinen Vernunft«, ed. de Rolf Tiedemann, 1995.

NaS IV-10: Probleme der Moralphilosophie, ed. de Thomas Schröder, 2ª ed., 1997.

NaS IV-14: Metaphysik. Begriff und Probleme, ed. de Rolf Tiedemann, 1998.

NaS IV-16: Einleitung in die Soziologie, ed. de Christoph Gödde, 1993.

 

A materiales inéditos del Archivo Theodor W. Adorno en Frankfurt se hace referencia solo a través de la signatura correspondiente en el Archivo. Las signaturas precedidas por “Ts” designan versiones mecanografiadas de trabajos concluidos; las signaturas precedidas por “Vo” remiten a transcripciones mecanografiadas de cintas magnetofónicas y a transcripciones estenográficas de lecciones de Adorno, así como a las anotaciones hechas por el autor para las clases.

La transcripción de la cinta magnetofónica a partir de la cual fue preparada la presente edición se encuentra, bajo la signatura Vo 9735-10314, en el Archivo Theodor W. Adorno; las anotaciones manuscritas de Adorno para dichas lecciones, en el mismo lugar, bajo la signatura Vo 10315-10346.

1 El texto y los números de página de esta edición son idénticos a los de la edición de bolsillo publicada en 1997.

 

 

 

 

THEODOR W. ADORNO

Nació en Frankfurt, Alemania, en 1903, y falleció en Viège, Suiza, en 1969. Filósofo marxista con un prolífico trabajo en los campos de la sociología, la crítica literaria y la musicología, fue uno de los principales representantes, junto con Max Horkheimer y Herbert Marcuse, de la Escuela de Frankfurt y la teoría crítica, y miembro del Instituto de Investigación Social. Entre sus libros más destacados se encuentran Dialéctica de la Ilustración (en colaboración con Horkheimer), Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad y Teoría estética.

Eterna Cadencia Editora también ha publicado otros tres volúmenes dedicados a sus clases: Introducción a la dialéctica (2013), Filosofía y sociología (2015) y Ontología y dialéctica (2017); el diálogo con Max Horkheimer titulado Hacia un nuevo manifiesto (2014) y Correspondencia 1939-1969 (2016), que reúne las cartas con Gershom Scholem.

Adorno, Theodor W.

Sobre la teoría de la historia y de la libertad / Theodor W. Adorno. - 1a ed. - Ciudad Autónoma de Buenos Aires : Eterna Cadencia Editora, 2019.

Libro digital, EPUB

Archivo Digital: descarga

Traducción de: Miguel Vedda.

ISBN 978-987-712-184-1

1. Ensayo Filosófico. I. Vedda, Miguel, trad. II. Título

CDD 193

logo goethe

The translation of this work was supported by a grant from the Goethe-Institut.

Título original: Zur Lehre von der Geschichte und der Freiheit (1964/65)

© Suhrkamp Verlag Frankfurt am Main 2001
All rights reserved by and controlled through Suhrkamp Verlag Berlin.

© 2019, ETERNA CADENCIA S.R.L.

© 2019, Mariana Dimópulos, del prólogo
© 2019, Miguel Vedda, de la traducción

Primera edición: mayo de 2019

Primera edición digital: noviembre de 2019

Publicado por ETERNA CADENCIA EDITORA

Honduras 5582 (C1414BND) Buenos Aires

editorial@eternacadencia.com

www.eternacadencia.com

www.facebook.com/eterna.cadenciaii

twitter.com/eternacadencia

ISBN 978-987-712-184-1

Queda prohibida la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, sea mecánico o electrónico, sin la autorización por escrito de los titulares del copyright.

 

 

Eterna Cadencia Editora

ETERNA CADENCIA EDITORA

Dirección editorial    Leonora Djament

Edición y coordinación    Virginia Ruano

Prensa y comunicación    Claudia Ramón

Corrección    Silvina Varela

Asistente de edición    Eleonora Centelles

Diseño de colección Cali Hernández y Vero Lara

Diseño de cubierta    Ariana Jenik

Administración    Marina Schiaffino

Comercialización    Mariano Ullua

Conversión a formato digital    Libresque

OTROS TÍTULOS DE ESTA COLECCIÓN

Ontología y dialéctica

Filosofía y sociología

Introducción a la dialéctica

Theodor W. Adorno

Correspondencia 1939-1969

Theodor W. Adorno - Gershom Scholem

Hacia un nuevo manifiesto

Theodor W. Adorno - Max Horkheimer

La tarea del crítico

Sobre Kafka

El París de Baudelaire

Walter Benjamin

Correspondencia 1930-1940

Gretel Adorno - Walter Benjamin

Origen de la dialéctica negativa

Susan Buck-Morss

Carrusel Benjamin

Mariana Dimópulos

Walter Benjamin: Culturas de la imagen

AA.VV.

NOTA DEL EDITOR

Así como, a finales del siglo XIX, Nietzsche dedicó a su renuncia a la historia en beneficio de la “vida” una “consideración intempestiva”, hoy, más de cien años después, puede resultar intempestivo entregar a la imprenta unas lecciones en las que, en beneficio de la supervivencia, se insiste sobre la ocupación con la historia y su filosofía. Una vez que la tentativa comunista para señalarle el camino a la historia hubo fracasado de manera ostensible, comenzaron a multiplicarse los libros para cuyos autores estaba más o menos confirmado que la historia había llegado a su fin y que los seres humanos habían arribado a una ominosa poshistoria. No es infrecuente que también Adorno sea buscado en la vecindad de ese menosprecio conservador hacia la historia; a partir de las lecciones Sobre la teoría de la historia y de la libertad, dictadas a mediados de los años sesenta, es posible inferir que, sin embargo, Adorno no puede ser encontrado allí. Estas lecciones enseñan, sin duda, como la filosofía de Adorno en su conjunto, el fracaso de algo así como el progreso enfáticamente concebido en la historia precedente y, junto con esto, también el carácter de siempre igual que posee el proceso histórico, su estado de detención, que es el del mito; pero para Adorno, de esta comprensión no se derivaba de ningún modo una apología de la detención mítica: no puede haber poshistoria allí donde aún no ha habido siquiera historia, en vista de que la prehistoria persiste.

Ya en una ocasión, con la construcción hegeliana de la historia universal, se había anunciado un fin de la historia, aunque con acentos un poco diferentes: en la última parte de las Lecciones sobre la filosofía de la historia universal de Hegel se había dicho, acerca del “mundo cristiano”, que este es “el mundo de la consumación; el principio queda cumplido, y con esto se ha llenado el fin de los días: en el cristianismo, la Idea”, es decir: la filosofía “no puede ver ya nada más por satisfacer aún”.1 El propio Hegel entendía, pues, su consideración como “una teodicea, una justificación de Dios, […] a tal punto que, percibido lo malo en el mundo, el espíritu pensante debería ser reconciliado con el mal. En realidad, en ninguna parte se da, de tal conocimiento reconciliador, una exigencia mayor que en la historia universal”.2 Pero, para el pensamiento de Adorno, esto ya no era realizable “después de Auschwitz”; así como Voltaire fue curado de la teodicea leibniziana por una catástrofe natural,3 Adorno fue curado de la hegeliana a través de las catástrofes sociales que produjo el siglo XX. No es exagerado entender el pensamiento de Adorno, que se definió a sí mismo como antisistema, como la perfecta antiteodicea. Si, a través de la teoría de Hegel, la verdad era aún unificada con la historia, la razón era declarada real y la realidad, racional, ya Marx había objetado que los degradados y humillados, la existencia y el sufrimiento de estos, significaban la negación de aquella teoría. Si la razón realizada de Hegel suena, entretanto, como una ostensible ironía, la “realización de la filosofía” propuesta por Marx no tuvo lugar; en palabras de Adorno, fue desaprovechada.4 Las catástrofes ocurridas, así como las venideras, hacen que parezca absurdo seguir aguardando y esperando; no existe ningún “conocimiento reconciliador” de la historia: “el uno y todo que hasta el día de hoy, con pausas para tomar aliento, no deja de avanzar sería teleológicamente el sufrimiento absoluto […] El espíritu del mundo, digno objeto de definición, habría que definirlo como catástrofe permanente”.5

Para el Adorno retornado del exilio, después de lo que había ocurrido en Auschwitz y en otros lugares, no era para nada obvio que la filosofía pudiera seguir siendo practicada en adelante como si nada se hubiera modificado. En Dialéctica de la Ilustración, escrita en los años cuarenta, él y Horkheimer se habían propuesto “nada menos que comprender por qué la humanidad, en lugar de entrar en un estado verdaderamente humano, se hunde en un nuevo género de barbarie”.6 Esta pregunta ya no dejó tranquilos a Adorno y a Horkheimer hasta la muerte de ambos; se colocó en el centro de su pensamiento y, frente a ella, los problemas tradicionales de los filósofos se habían vuelto irrelevantes. La filosofía, que, con Hegel, debía ser “su época concebida en pensamientos”, fracasa penosamente en el intento de concebir la ruptura que tuvo lugar en la civilización, para no hablar de que no logró encontrar ningún “sentido” detrás de este hecho. Durante largos trechos, ya no intenta hacerlo; se contenta, o bien con reflexiones irresponsables sobre el sentido del ser, o bien con el análisis de los presupuestos verbales del pensar en sí y en general; hacia ambos, hacia Heidegger y los suyos tanto como hacia el positivismo, se dirigió la crítica impasible, de ningún modo libre de arrebato, de Adorno. Últimamente, uno encuentra con frecuencia cada vez mayor a filósofos que se ven a sí mismos como “posmetafísicos”, o que se contentan con el papel irresponsable de aquel que participa en una conversación, pero que en los hechos están ocupados de su propia abolición. Adorno no participó de ninguno de esos juegos, sino que buscó insistentemente reflexionar sobre la historia real y sus dislocaciones. En Dialéctica negativa, se preguntó si era simplemente posible vivir después de Auschwitz; la imposibilidad de una respuesta vinculante coincidía, para su filosofía, con la imposibilidad de una filosofía después de Auschwitz.

Sin embargo, como es sabido, no cesó de filosofar; insistió enfáticamente sobre el carácter indispensable de la filosofía, pero no dejó engañarse sobre la indiferencia de la filosofía frente al curso del mundo. Esencial a la filosofía de Adorno era la intención de hacer una rememoración, en la que coincidía con aquellas obras de arte modernas que, como el Guernica de Picasso, A Survivor from Warsaw de Schönberg o L’Innommable de Beckett, fueron arrancadas a su propia imposibilidad en el plano de la filosofía de la historia. Junto a obras tales tienen su lugar legítimo también Dialéctica negativa y Teoría estética. Si la filosofía adorniana de rememorar sobre el pasado reciente no careció totalmente de influencia en las dos décadas posteriores a 1949, su lugar ha sido ocupado entretanto por un revitalizado interés en los orígenes en lo ctónico, por la ideología de una mitología una vez más “nueva”, tal como se expresa en igual medida en la coyuntura de un Nietzsche mal entendido y en el imponente comeback del pensamiento heideggeriano. Con ese retorno de la teoría a los presocráticos se corresponde un repliegue respecto de la historia real que borra el recuerdo y tacha la experiencia: ratificación de tendencias que la sociedad poco más o menos sigue. Pero no llegó aquel fin de la historia que los defensores de la posmodernidad, según el caso, celebran o deploran, sino la pérdida de toda conciencia histórica; una pérdida que no suprime en la filosofía lo mejor, sino simplemente todo. De Adorno habría que aprender hoy que, sin recuerdo, sin la kantiana “reproducción en la imaginación”, no puede surgir ningún conocimiento que valga la pena; habría que aprender que el recuerdo, sin embargo, a contrapelo de una teoría que, desde Platón, ha sido dominante y que todavía seguía Kant, no es algo atemporalmente válido, no es la síntesis trascendental, sino que posee aquel “núcleo temporal” del que habló por primera vez Walter Benjamin. Este núcleo temporal, en la era posterior a Auschwitz, está contenido en los gritos de las víctimas; desde entonces, como formuló Adorno, la “necesidad de prestar voz al sufrimiento es condición de toda verdad”.7 Si hoy también la filosofía es, sin embargo, posible, en todo caso –esto enseña la de Adorno– solo lo es una que en cada una de sus oraciones mantiene presente el sufrimiento de los seres humanos en los campos de exterminio; que ya no sea pensada, como el Fedro de Platón, a la sombra de los altos plátanos del Ilisos, sino a “la sombra / del estigma en el aire”8 de la que habla un poema de Paul Celan.

La filosofía de Adorno se esforzó persistentemente en interpretar la historia a fin de que algún día llegue el instante de su realización. Casi desde el comienzo de su obra filosófica, el interés de Adorno estuvo puesto en la historia y en lo histórico. Así, ya en el semestre de verano de 1932, dictó un seminario junto con Paul Tillich, al que debió un año antes su habilitación en filosofía, sobre el escrito de Lessing Educación del género humano, en el que la res cogitans no constituye ya una antítesis de la res extensa, sino que la ratio llega a realizarse solo en lo histórico. Ya antes, en su conferencia académica inaugural, Adorno había juzgado que la pregunta por el ser como la idea de lo existente es implanteable y supone que ella “quizás se haya desvanecido para siempre a ojos humanos desde que solo la historia sale fiadora de las imágenes de nuestra vida”.9 Los trabajos materiales de Adorno estuvieron dedicados desde entonces a la interpretación de tales “imágenes históricas”, tal como él las designaba, con un término de Benjamin. Su proceder, si es posible hablar de uno tal, era totalmente afín al de Lessing, que Ernst Cassirer caracterizó como “sumersión micrológica en lo pequeño y en lo más pequeño”; una formulación que Adorno aplicó más tarde a Benjamin, pero con la cual es posible definir aún más venturosamente su propio trabajo. Adorno trató luego la filosofía de la historia en dos lecciones que dictó en Frankfurt en 1957 y 1964/1965. Las primeras, anunciadas como Introducción a la filosofía de la historia, han sido transmitidas solo como transcripción de un estenograma, probablemente de Gretel Adorno; de ningún modo completo, lo transcripto es, con todo, apropiado para proporcionar una impresión adecuada de la exposición de Adorno, de la que él habla como “mi tentativa para convertir a la filosofía, en un sentido radical, en centro de la filosofía”.10 Aunque aún de manera levemente académica, cuando trata no sin cierta meticulosidad las filosofías de la historia tradicionales, desde Agustín a Dilthey y Simmel, pasando por Vico y Condorcet, las lecciones de 1957 exponen ya todos los temas y motivos importantes de la propia filosofía de la historia de Adorno: el fenómeno clave del dominio de la naturaleza, la crítica de la existencia en la “historicidad”, la relevancia mítica de lo intratemporal para lo absoluto; finalmente, la oposición a un concepto de verdad como lo permanente, inmutable, ahistórico. Todo aquello de lo cual se ocupa la filosofía, bajo el primado de la filosofía de la historia, tal como la ha promovido Adorno, es algo “surgido, cambiante, virtualmente efímero”.11 De manera plenamente desarrollada se encuentra este motivo ocho años después, en las presentes lecciones, así como, en forma definitiva, en los dos primeros “modelos” de Dialéctica negativa.

La historia, de acuerdo con Adorno, no es el otro abstracto de la naturaleza, sino lo que los seres humanos hacen de la naturaleza; en la medida en que este “hacer” tiene lugar de manera anárquica, no planificada, en tanto los seres humanos permanecen en el “reino de la necesidad”, no existe aún una historia producida con conciencia, la única a la que le correspondería ese nombre. Entre sus presupuestos se encuentra la libertad: la de la voluntad de los seres humanos para tomar sus circunstancias bajo su propia dirección; a partir de esto se justifica incorporar en la filosofía de la historia a la libertad, que tradicionalmente fue tratada como un tema de la filosofía moral; en la mitad del curso, Adorno constata, con una sorpresa tan solo fingida, que “casi sin que se hubiera aparecido así ante mis ojos al comenzar con todo esto […] se me ha presentado el concepto de hechizo como la categoría determinante para la construcción de la historia; también, por lo demás, para la construcción del progreso”;12 y define este hechizo, bajo el cual se encuentra toda la vida, como el “carácter de siempre igual del proceso histórico”.13 La historia, empero, no sería ningún siempre igual, sino un proceso en el cual a cada momento comienza lo nuevo. Lo siempre igual era, de acuerdo con la Antigüedad y sus mitos, la historia como ciclo: era el hecho de que, en ella, nada avanza, sino que, al final de un ciclo, todo vuelve a la situación antigua. Las representaciones cíclicas han reaparecido una y otra vez en la historia de la filosofía de la historia: así, en Vico y Spengler, e incluso en Toynbee; y también los diagnosticadores contemporáneos de un fin de la historia se encuentran dominados por aquellas representaciones. En contra de ellas se encuentra la representación cristiana, defendida del modo más enfático por Agustín, según la cual la historia significa el progreso hacia Cristo; según la cual, en este, la redención ha tenido lugar y la historia se ha consumado. Si las teorías cíclicas de la historia son desmentidas por la esperanza de los seres humanos, que no quieren aceptar que Sísifo sea el último ser humano, así la redención a través de Cristo es refutada por aquella “próxima visión” de la historia como una “mesa de sacrificios en la que han sido víctimas la felicidad de los pueblos, la sabiduría de los Estados y la virtud de los individuos”.14

La historia, que en sentido estricto aún no ha comenzado, fue denominada por Marx prehistoria; Adorno adoptó el nombre: “Lo que en Marx se denomina en su momento, con melancólica esperanza, prehistoria, no es nada menos que la sustancia de toda la historia conocida hasta el momento, el imperio de la falta de libertad”.15 El hechizo bajo el cual se encuentra aún todo es de esencia prehistórica, un hechizo del mito. El tema acechado y perseguido por Adorno, con una obstinación infinita, es la pervivencia de este elemento mítico en la sociedad desmitologizada de manera en apariencia plena; la “prehistoria contemporánea”, tal como la reencontró, por ejemplo, en toda la obra de Goethe. En el centro de la persistencia de lo mítico Adorno coloca la relación de intercambio en la sociedad productora de mercancías; también esto tras las huellas de Marx, quien describió en su momento la esfera de la circulación como el destino arcaico: “como poder sobre los individuos, que se ha vuelto independiente, sea representado como fuerza natural, como azar o en cualquier otra forma”.16 Adorno no abandonó la idea de que, a pesar de toda la vanidad de la historia precedente, esa no debería seguir siendo vana durante toda la mala eternidad. En buena medida, fue la solidaridad con las catacumbas de las víctimas la que lo condujo a abstenerse de cerrar de una vez por todas la construcción del curso de la historia en su filosofía; él mantuvo abierta para el futuro la puerta de la historia; en lugar de hacer que ella desemboque en su fin, la hizo desembocar en un abierto hölderliniano. En ningún lugar –y en esto se mantuvo hasta el final al lado de Ernst Bloch, más allá de todo lo que separaba a ambos– Adorno sacó tajada de la rivalidad entre la mezquina realidad y la categoría de lo utópico; nunca entendió que tuviera que sabotear la utopía. Esta utopía, la huella de lo mesiánico, tenía en su pensamiento, como él solía decir, “la coloración de lo concreto”,17 no la de una posibilidad abstracta.

Cuando Adorno, en el invierno de 1964, comenzó su último curso sobre filosofía de la historia, se perfilaban ya las controversias venideras con sus estudiantes. El malestar general en los años posteriores a Adenauer aparecía simbolizado en el proceso de Auschwitz en Frankfurt, en la legislación de emergencia que ya se anunciaba; sin duda del modo más patente en la guerra estadounidense en Vietnam. Contra estas tendencias restaurativo-reaccionarias se constituía, por primera vez en la historia de Alemania, una oposición poderosa dominada por estudiantes que, por cierto, desde 1967 desembocó en formas de protesta en parte poderosas, que Adorno habría de condenar enfáticamente como “seudoactividad”.18 Descontentos con la mera interpretación de mundo, los estudiantes exigían la transformación de la sociedad; y las lecciones de Adorno representaban en buena medida una tentativa para penetrar teóricamente esa situación, porque sometían nuevamente a discusión la problemática teoría-praxis. Esto apenas si fue notado en aquel entonces. El hecho de que la filosofía de la historia debía ser desarrollada en beneficio de la intervención práctica había sido siempre inherente a la filosofía adorniana; como programa, esto podía derivarse de la teoría de Marx, pero la crítica en cierto modo anticipada de este programa fue datada por Adorno en los comienzos de la Modernidad, en la problemática de Hamlet, que él citó a menudo como asistente de juramento. En el príncipe de Dinamarca shakespeareano, “la divergencia entre comprensión y obrar se señala paradigmáticamente”;19 y ante la misma divergencia se veía colocado el propio Adorno cuando los estudiantes le pedían indicaciones para la praxis política. También por esto quiso volver a tratar explícitamente las cuestiones de teoría y praxis en el semestre de verano de 1969, en el punto culminante del movimiento de protesta estudiantil, en unas lecciones que él anunció como “Introducción al pensamiento dialéctico”, pero que no fueron más allá de unas pocas clases, ya que fueron repetidas veces interrumpidas y, finalmente, canceladas por Adorno. Lo único que se conservó de estas lecciones son sus apuntes para tres clases.20 Sin embargo, no se perdió lo que Adorno les habría dicho a sus estudiantes si le hubieran dejado: los trabajos Sobre sujeto y objeto y Marginalias sobre teoría y praxis21 conservan sus reflexiones: una suerte de epílogo al movimiento estudiantil y, al mismo tiempo, un epitafio que el filósofo escribió para sí mismo.

 

 

El texto del presente curso se basa en las transcripciones de las cintas magnetofónicas realizadas en el Instituto de Investigación Social; en general, las transcripciones fueron hechas en conexión inmediata con las clases individuales. Las cintas transcriptas fueron en su momento borradas para volver a ser utilizadas; la transcripción es conservada hoy en el Theodor W. Adorno Archiv bajo la signatura Vo 9735-10314.

Durante la elaboración del texto, el editor intentó proceder tal como el propio Adorno lo hacía en la redacción de las conferencias dictadas de manera espontánea, cuando decidía entregarlas para su publicación; en especial, se intentó preservar el carácter de conferencia. El editor intervino en el texto transmitido lo menos posible y en la medida de lo necesario. Anacolutos o elipsis, así como otras infracciones a las reglas gramaticales, fueron corregidos sin indicación alguna. Junto a la eliminación cautelosa de repeticiones demasiado molestas, hay intervenciones ocasionales en construcciones sintácticas inabarcables. A menudo, Adorno –que solía hablar con relativa rapidez– colocaba levemente mal algunas palabras en las oraciones; siempre que el pasaje al que pertenecían tales palabras de acuerdo con el sentido no pudo ser construido unívocamente, la sintaxis fue retocada de manera correspondiente. Las partículas expletivas, en especial las partículas ahora bien, pues bien, pues, fueron eliminadas cuando se reducían a meras expresiones de relleno. En el manejo de la puntuación, que según la naturaleza de la cuestión debía ser colocada por el editor, este se sintió sumamente libre y, sin consideración a las reglas observadas por Adorno en los textos escritos, se esforzó para articular lo dicho verbalmente del modo más unívoco y claro posible. En ningún lugar, por cierto, se intentó “mejorar” el texto de Adorno, sino tan solo editar su texto, tal como lo entendía el editor.

En las notas han sido indicadas las referencias de las citas dadas en las lecciones, y también se citaron aquellos pasajes a los que Adorno hizo o podría haber hecho referencia. Más allá de esto, se señalaron pasajes paralelos de sus escritos que podían esclarecer lo expuesto en las lecciones, pero también demostrar que las lecciones y escritos del autor están de múltiples formas conectados entre sí. “Hay que desarrollar el órgano a partir de las acentuaciones, los acentos, que son peculiares de una filosofía, examinar su relación dentro del contexto filosófico y concebir de acuerdo con ello la filosofía; esto es al menos tan esencial como saber de manera simplemente palpable: tal y tal cosa son”, por ejemplo, la filosofía de la historia o la libertad:22 las notas quieren estar también al servicio de una lectura que se apropia de la sugerencia de Adorno. En su totalidad, se proponen hacer presente la esfera cultural en la que se movía la actividad docente de Adorno y que, entretanto, no puede darse por supuesta como algo obvio. Si las notas dan la impresión de aproximarse a un comentario, esto coincide totalmente con el propósito del editor.

 

 

Testimonio mi agradecimiento a Michael Schwarz por su ayuda, en múltiples aspectos, en los trabajos de edición.

 

ROLF TIEDEMANN

Julio de 2000

1 Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, trad. de José Gaos, Madrid, Alianza, 1999, p. 370.

2 Ibíd., p. 43.

3 Cf. GS 6, p. 354 [edición en español: Dialéctica negativa. La jerga de la autenticidad, trad. de Alfredo Brotons Muñoz, Madrid, Akal, 2014, p. 331].

4 Ibíd., p. 15.

5 Ibíd., p. 314 [p. 295].

6 GS 3, p. 11 [edición en español: Max Horkheimer y Theodor W. Adorno, Dialéctica de la Ilustración, introd. y trad. de Juan José Sánchez, Madrid, Trotta, 1994, p. 51].

7 GS 6, p. 29 [Dialéctica negativa, p. 28].

8 Paul Celan, Obras completas, trad. de José Luis Reina Palazón, Madrid, Trotta, 1999, p. 211.

9 GS 1, p. 325 [edición en español: Actualidad de la filosofía, trad. de José Luis Arantegui Tamayo, introd. de Antonio Aguilera, Barcelona, Altaya, 1994, p. 74].

10 Theodor W. Adorno Archiv, Vo 1941.

11 GS 6, p. 302 [Dialéctica negativa, p. 284].

12 Infra, pp. 337 y s.

13 Infra, p. 352.

14 Georg Wilhelm Friedrich Hegel, Lecciones sobre la filosofía de la historia universal, ob. cit., p. 49.

15 GS 8, p. 234 [Escritos sociológicos I, trad. de Agustín González Ruiz, Madrid, Akal, 2004, p. 217].

16 Karl Marx, Elementos fundamentales para la crítica de la economía política (Grundrisse) 1857-1858, ed. de José Aricó, Miguel Murmis y Pedro Scaron, trad. de Pedro Scaron, México, Siglo XXI, 2007, vol. 1, p. 131.

17 Infra, p. 471.

18 Cf. las contribuciones publicadas en Frankfurter Adorno Blätter VI, Munich, 2000.

19 GS 6, p. 227 [Dialéctica negativa, p. 214].

20 Cf. Frankfurter Adorno Blätter VI, ob. cit., pp. 173 y ss.

21 Cf. GS 10.2, pp. 741 y ss.

22 NaS IV-14, p. 81.

LECCIÓN 2

12/11/1964

En vista de que, en la última clase, se habló acerca de la filosofía de la historia, hoy trataré de algo que concierne inmediatamente a la propia ciencia de la historia.21 En el curso de la lección actual, quizás les presente al menos algunas cosas a través de las cuales no resulta tan enteramente infundada la convicción de que –y, por cierto, en términos objetivos– la historia en verdad solo es posible como filosofía de la historia; y de que una historia, una historiografía que lo niegue, no es consciente de sí misma y de sus necesidades. Ahora bien, lo que les mencioné como crisis de la representación del sentido histórico se pone en evidencia hoy en los postulados de la ciencia histórica y más allá de estos –puedo decir quizás ahora mismo–, en la mayoría de las ciencias del espíritu, que incluso de acuerdo con su método son, justamente en Alemania, predominantemente históricas, y que se protegen directamente de cualquier intento de oponerse a su concepción histórica. En primer lugar, las cosas son tales que el positivismo historiográfico dominante –tal como se ha expresado por primera vez, en la tradición alemana, en la sentencia de Ranke según la cual lo que la historia debe presentar, lo que la investigación debe presentar, es cómo han ocurrido realmente las cosas–22 significa que, en una medida siempre creciente, ha sido despreciada la construcción desde arriba y, con ello, aquella corriente de la historia, aquella tendencia histórica objetiva de la que les hablé en la última clase; que ella, en verdad, no es lo derivado, lo secundario, no es la mera construcción de fantasiosos filósofos de la historia, sino que es en verdad justamente lo inmediato que todos experimentan cuando caen en la historia y, ante todo, en las así llamadas grandes épocas como en un torbellino. Si no me equivoco, la tendencia de la historiografía es cuestionar cada vez más los grandes conceptos: ante todo, los de la propia historia universal; luego, los de tendencias que han de realizarse a través de toda la historia; finalmente, incluso conceptos menos abarcadores, como los de las épocas. Les recuerdo solo el hecho, conocido para los historiadores aquí presentes, de que –y, sin duda, con razón– el concepto de Edad Media se ha disuelto desde los más diversos puntos, uno de los cuales es que habría que fijar la crisis probablemente mucho antes que en el inicio oficial del Renacimiento; a saber, con el descubrimiento de una especie de Prerrenacimiento ya en la época del alto gótico; es decir, en una época que, según la perspectiva tradicional, se atribuía enteramente a la Edad Media. Por otra parte, hoy existen también tendencias que le saltan al cuello al propio concepto de hecho histórico; así, la desarticulación, por así llamarla, de la construcción histórica se extiende ya también a su propio polo opuesto, es decir, al concepto de acontecimiento histórico individual, de événement. Ante todo, en la crítica francesa de la historia se ha atacado de manera vehemente el événementisme23 como una representación que pone un peso desmedido en acontecimientos grandes, particulares; una experiencia, por lo demás, que será incluso corriente para todos ustedes si alguna vez han tenido dudas acerca de si las batallas realmente grandes, como las que llevaron adelante el gran príncipe elector, o Napoleón, o alguien más realmente poseen, de cara a la historia, una importancia tan enorme como se nos ha dicho. Esta sobrecarga de lo fáctico mismo presupone ya, probablemente, una construcción de los contextos históricos en cuanto significativos; contextos que encuentran, entonces, en tales événements, sus puntos nodales o sus crisis; y, en el instante en que una representación tal acerca de una corriente histórica dadora de sentido resulta sacudida, con ello se ve afectada también la representación contraria del acontecimiento específico, de modo que, pues, la historia parece transformarse entonces en un movimiento casi imperceptible, que se aproxima a un diferencial; un movimiento en el cual es problemático hablar simplemente de historia.

No es mi tarea aquí, en esta lección –en la que, en realidad, solo me propongo tratar un problema muy específico de la historia, a saber: la relación entre lo universal, la tendencia universal y lo particular, es decir, el individuo–, abordar hasta en sus detalles la construcción de la estructura de la historia. Pero de todos modos opino que, si se tratan en realidad ciertas cuestiones fundamentales de la filosofía de la historia, uno no puede sustraerse totalmente a estas cosas; y opino que la cuestión del conocimiento de lo histórico es ante todo una cuestión de distancia. En efecto, si uno se acerca, hasta cierto punto, demasiado a los detalles sin, a su vez, hacer estallar al mismo tiempo críticamente los propios detalles, se produce literalmente aquello que designa el muy sabio refrán cuando dice que “los árboles no dejan ver el bosque”. Pero, por otra parte, desde una distancia demasiado grande es también imposible captar la historia, porque las categorías aumentadas proporcionalmente, desmesuradas –así, por ejemplo, la de un progreso de la libertad, para cuya crítica les he dicho ya algunas cosas en la última clase–, demuestran justamente ser problemáticas y no verdaderas en relación con el material. Hay que intentar, yo diría, conseguir una distancia determinada que, por un lado, se aliene de la construcción total de la historia; y que, por otro, no se consagre al culto de los hechos, que, como les dije, son problemáticos de acuerdo con su propia conceptualidad. Tomen como ejemplo de esto que podría decirse que, acerca de algo como el progreso en un sentido global –volveremos a ocuparnos de manera fundamental de este concepto hacia el final de la parte que dedicaremos a la filosofía de la historia–, acerca de algo como el progreso, por un lado no es posible hablar en general, como les he mostrado. Podrán confirmar también que toda la cháchara acerca de progresos individuales que habrían tenido lugar en la historia siempre tiene algo de dudoso; simplemente por el hecho de que, a fin de concretizar esto históricamente, en la sociedad en la que vivimos, como un todo, cada progreso individual que se produce siempre tiene lugar a costa de individuos o de grupos que, en función de ello, caen bajo las ruedas; de modo que, pues, en virtud de la particularidad que es inherente al progreso, ya que esa particularidad no se relaciona con la estructura de la sociedad como un todo, siempre hay grupos que, justamente en cuanto víctimas del progreso, también lo ponen en duda, pueden ponerlo en duda con razón. Sin embargo, podrá decirse –y creo que esto no le arrebataría a uno una visión tan crítica acerca de la historia– que existe algo así como un progreso desde la catapulta hasta la bomba atómica.24 Y el hecho de que relacione el concepto de progreso con algo tan aterrador y, si ustedes quieren, directamente contrapuesto al progreso de la libertad, y así también al progreso en la autonomía del género humano, no es casual, sino que esto tiene, pensaría yo, su buen sentido; o, antes bien, su sentido muy fatal y muy malo. Debe decirse, en efecto, que, en tanto la particularidad sea inherente a todos los movimientos históricos, en tanto no exista auténticamente aquello que se podría llamar humanidad –es decir, una sociedad autónoma y consciente de sí misma–, todos los progresos serán particulares; no solo en el sentido que ya les he indicado –es decir, que los progresos siempre tienen lugar a costa de grupos que no participan inmediatamente de aquellos, y por encima de los cuales se realizan los progresos–, sino también en el sentido de que el progreso en sí mismo posee un carácter particular.

Creo que un pensador plenamente positivista, de acuerdo con sus convicciones (aunque representó la versión alemana del positivismo, que pasó por la filosofía crítica), como Max Weber ha demostrado tener ya un instinto muy correcto en este punto en la medida en que reservó el concepto de progreso para la racionalidad y postuló al menos como perspectiva para la humanidad algo así como una estructura universal de racionalidad progresiva; aunque también fue en esto muy cauteloso al inclinarse ante el veredicto fáctico de que existen enteras civilizaciones que, en virtud de su forma económica tradicionalista, no participan en verdad de esa racionalidad progresiva y, con ello, en realidad de la dinámica social.25 Les sorprenderá que yo, que he hablado inmediatamente antes acerca de la particularidad en el movimiento del todo histórico, ahora hable de una racionalidad progresiva, ante lo cual se podría pensar que la razón, como algo extraordinariamente universal que aquí se realiza, es justamente la antítesis de una particularidad tal. Justamente considero errónea esta opinión acerca de la racionalidad progresiva como algo que, por su parte, no es particular. Y creo que, si se indaga en la particularidad de lo universal mismo, es decir, de la razón progresiva, es posible entender un poco sobre la dialéctica entre lo universal y lo particular como una estructura histórica; concretamente porque en el principio de lo universal está encerrada la particularidad –y, por cierto, como algo malo, como algo negativo–; así como, a la inversa, deberá decirse –y Hegel lo ha demostrado con un poder irresistible– que, en lo particular, en los hechos individuales, está concentrada y se encarna, en cada caso, la fuerza de lo universal. La racionalidad, de cuya universalidad hablamos en términos universales, en efecto –y quisiera remitirme aquí a la Dialéctica de la Ilustración que escribimos Horkheimer y yo, y que por fin será reeditada en un corto plazo–,26 esta clase de racionalidad es, en efecto, desde el comienzo una racionalidad del dominio de la naturaleza, del control de la naturaleza extra e intrahumana. Y, por cierto, de un dominio de la naturaleza que no se refleja esencialmente en sí mismo, sino que se relaciona con sus así llamados materiales –ya sean materiales de la naturaleza, ya seres humanos los que son dominados, o ya, finalmente, la propia interioridad, que es sometida a esa racionalidad– subsumiéndolos, clasificándolos, subordinándolos y también cortando lazos con ellos. Pero allí –y creo que es bueno que retengan firmemente esta idea, de la cual yo pensaría que posee un carácter clave para nuestra construcción– no hay nada menos que el hecho de que, en el principio que acabo de caracterizar ante ustedes como el principio universal, es decir, en el propio principio de racionalidad progresiva, está encerrado el antagonismo; que esta clase de racionalidad solo existe en la medida en que somete a algo diferente y extraño de ella; y más aún: en la medida en que ella, a todo lo que ingresa en su maquinaria como material, justamente por el hecho de que lo identifica, de que lo nivela, lo define en verdad en su alteridad como algo que le presenta resistencia; habría que decir quizás: como algo hostil. En otras palabras, pues: en este principio de la universalidad dominante como racionalidad irreflexiva está postulado de hecho el antagonismo tal como, en una relación de dominio, es postulado el antagonismo respecto de un dominado. Y el estadio de autorreflexión de esta racionalidad en el que esto sería transformado aún no ha sido en realidad alcanzado.

Antes de que coloque un poco sobre sus pies ante ustedes, de modo que les resulte un poco más comprensible, esta frase, que en un principio posiblemente les suene, a muchos de ustedes, desquiciadamente especulativa y, en realidad, como puro idealismo hegeliano, quisiera decir aún algo que es preciso enunciar aquí en honor del concepto de universalidad histórica, aunque soy, por cierto, del parecer de que es preciso dialectizar también el concepto de historia universal. Esto significa que ni es posible decir: existe una historia universal, ni –como es la moda general hoy en día–: no existe la historia universal, sino que se formulará –y esto ya está en realidad en lo que acabo de decirles– de esta manera: existe exactamente una historia universal solo en la medida en que el principio de particularidad o, como preferiría denominarlo ahora, el principio de antagonismo se continúa y perpetúa a sí mismo. Damas y caballeros, sin embargo (justamente al comienzo de la lección me creo en especial en la obligación de proporcionarles esto), no quisiera presentar ante ustedes tales declaraciones altisonantes sin establecer, al mismo tiempo, la conexión con ciertos materiales a partir de los cuales podría esclarecerles, sin que con ello me mueva en la esfera de eso que suele circular bajo el concepto de ejemplo y frente a lo cual tengo las más duras reservas por motivos filosóficos.27 Para ello recurro nuevamente a Spengler, quien se opone con la mayor aspereza a la construcción histórico-universal y aun a la construcción de una tal racionalidad progresiva y que, frente a ella, ha planteado, atravesando todos los obstáculos posibles, la teoría de las figuras, cerradas en cada caso sobre sí mismas, de las culturas individuales y –de acuerdo con su teoría, tan desconcertante en muchos detalles– incluso contemporáneas; es decir: sucesivas y al mismo tiempo contemporáneas. No sé si llegaremos a abordar cómo habría que explicar esa contemporaneidad; creo que esta contemporaneidad es también explicable sin que se recurra para ello a la hipótesis morfológica de Spengler. Como quiera que sea, en todo caso Spengler defiende, entre otras cosas, la teoría28 de que la técnica occidental –de acuerdo con su perspectiva: fáustica– es ajena al alma rusa y es absolutamente inconmensurable para el alma del este asiático, y de que no cabría en absoluto representarse algo así como una apercepción, como una apropiación de la técnica, por ejemplo, por parte de los japoneses. Ahora bien, se ha puesto en evidencia en nuestra época, y en esto se ha confirmado realmente el pronóstico de Max Weber, que, sobre la base de su propia objetividad, de su propia legalidad inmanente, la técnica ha rebasado despóticamente los límites de las “almas nacionales”, en el caso de que exista algo así. Todos ustedes sabrán que recientemente los japoneses, en la última guerra, estuvieron a un pelo de aniquilar a la armada estadounidense mediante la técnica altamente desarrollada de su fuerza aérea; y todos sabrán también que hoy los rusos se han convertido en los más duros competidores de los estadounidenses en las ramas más modernas de la técnica. Podrán reconocer en estas cosas, de todos modos, algo así como la convergencia en una especie de universalidad de la racionalidad técnica hacia la cual también podrán dirigirse aquellos pueblos que hasta ahora han sido excluidos de aquello que hoy se llama en Alemania “el torbellino de la historia universal”. Creo que basta con que uno viaje un poco por otros países y perciba allí la uniformidad de los aeropuertos, frente a la cual, luego, las diferencias entre ciudades muy distantes entre sí adquieren un carácter casi anacrónico, propio casi de un baile de disfraces, a fin de cerciorarse justamente de este momento de la historia universal en el curso de la historia de la técnica. En esa medida, en todo caso de acuerdo con el τέλος, el concepto de historia universal, criticado una y otra vez, posee un momento de verdad. Y probablemente haya que remontar este momento de verdad a fases en las que aún no existía una corriente universal semejante, tal como está localizado, al menos objetivamente, en la necesidad de reproducción de la vida y en las formas sociales allí establecidas, como también en las formas de las fuerzas productivas.

Ahora llego a la pregunta que he postergado y que habría que plantear realmente aquí: la pregunta por si, de hecho –y creo que es importante abordar esto en relación con la problemática de Dialéctica de la Ilustración–, es posible postular de manera simplemente absoluta esta corriente de racionalidad progresiva. No de modo tal como si no se correspondieran también con ella grandes tendencias contrarias; está fuera de cuestión que existen estallidos irracionales; solo hay que limitar esta afirmación diciendo que los así llamados estallidos o irrupciones de potencias irracionales u primigenias en nuestro tiempo fueron casi siempre manipulados, y casi siempre estaban con vistas a imponer el dominio, el dominio racional o irracional; y, en esa medida, pertenecen a la corriente de las técnicas de dominio racionales. Esto puede ser estudiado con especial contundencia, obviamente, en el nacionalsocialismo, si es que a uno le queda ánimo para estudiar algo en relación con él. Pero me refiero a algo diferente; a saber: a que uno no tiene por qué atenerse a atribuir in abstracto esta tendencia de la que hablo al espíritu en cuanto agente de la racionalidad, tal como ocurrió en las filosofías idealistas. Aquí quisiera, por lo demás, testimoniar mi reverencia a Hegel porque –aunque en él siempre se trata del espíritu– el concepto de espíritu, en su filosofía, en virtud del principio de identidad de sujeto y objeto, está ya desde el vamos organizado de tal modo que no se corresponde con aquello que se ha considerado como espíritu a finales del siglo XIX293031aparecein totoapariencia