Prólogo

Se ha dicho que la soberbia es el pecado que reina no sólo entre los pecados capitales, sino entre todos los pecados; pero esto, en lugar de facilitar las reflexiones que se podrán leer a continuación, ha constituido un reto que los autores de este libro han tenido que enfrentar por la complejidad que supone semejante primacía. Por un lado, porque se trata de un pecado germinal, de un pecado que produce o genera otros pecados; pero por otro lado, porque se trata de un pecado que está presente en todo acto pecaminoso. Es semilla y fruto.

La dificultad de su estudio estriba en que, visto de esta manera, se trata de una pasión que desempeña la función de principio de todo pecado, pero que también tiene sus peculiaridades que lo diferencian claramente de cualquier otro y, en su despliegue material, de cualquier otra forma de pecar. Así que, más allá de su carácter germinal, la soberbia exige ser pensada desde las formas específicas de su emergencia y ello ha implicado pensarla en el fascinante entrecruzamiento de las tradiciones grecorromana y judeocristiana para salir al encuentro de sus diversas tramas y figuras, así como de sus diferentes dramaturgias y escenificaciones. Lo fascinante comienza con la puesta en juego de diversos vocabularios político-religiosos y sigue con la puesta en escena de las más variadas mitologías; luego hacen su aparición los vocabularios filosóficos y todo tipo de hermenéuticas; y nunca faltan las imágenes y los procesos imaginarios de los que se alimentan las más diversas poéticas. Así que verse obligado a pensar la soberbia desde la hybris y el destino trágico de héroes y titanes, así como desde la orgullosa rebeldía de ángeles caídos convertidos en demonios por su falta, es apenas el comienzo de una serie de procedimientos teóricos y metodológicos que facilitan poner en relación a la soberbia con la desmesura, el orgullo, la vanidad, la arrogancia o la simple presunción; lo mismo que con la elevación y la caída, la fama y la ruina, la desesperación y la euforia.

La soberbia surge, de acuerdo con estos diferentes imaginarios mítico-religiosos, de una violencia ejercida en contra de dioses amorosos, pero igualmente vengativos y justicieros. Y es por eso que hablar de la soberbia exige hablar de los más apasionantes dramas de la condición humana, especialmente porque la desobediencia de los soberbios se ha convertido en un principio de confrontación contra las leyes y los mandatos divinos, pero también en contra de los límites impuestos por la naturaleza y por las más diversas convenciones humanas. Así que se trata, a final de cuentas, de una pasión con irremediables implicaciones éticas y políticas, que lo mismo puede ser analizada como el ejercicio de los peores vicios que como la práctica cotidiana de las más excelentes virtudes. Buscar la excelencia humana puede ser la condición de posibilidad para explicar grandes y valiosos acontecimientos culturales, pero también para explicar los más impresionantes derrumbamientos.

Éste es el séptimo y último volumen de la colección universitaria Historia de los afectos. Ensayos de cine y filosofía, en el cual se reúnen los ensayos realizados por académicos que participan regularmente o como invitados en el seminario de investigación del proyecto “Cine y Filosofía II. Poéticas de la condición humana”, el cual pertenece al Programa de Apoyo a Proyectos de Investigación e Innovación Tecnológica (PAPIIT) de la Dirección General de Asuntos del Personal Académico (DGAPA) de la UNAM, y que ha sido registrado con la clave PAPIIT IN403916.

Entre los textos compilados en este volumen se pueden leer algunas reflexiones sobre la soberbia a partir de la literatura, el cine y la filosofía, incluso la televisión, y en todos los ensayos se enfoca el análisis del tema desde diferentes contextos históricos y culturales, pero, sobre todo, se asume el compromiso de pensar las formas contemporáneas de esta pasión. Algunas reflexiones se han tejido desde los clásicos de la cinematografía mundial y no ha faltado quienes prefirieron ocuparse del tema reflexionando específicamente sobre algunas joyas del cine mexicano.

Armando Casas

Gerardo de la Fuente Lora*

Los tres García o de cuando la soberbia
no fue un (meta)pecado

I

En español, “soberbia” es una palabra que forma parte del selecto grupo de vocablos que son antónimos de sí mismos. Una bella mujer, por ejemplo, puede ser soberbia en dos sentidos muy diferentes, magnífica y a la vez insoportable, desdeñosa, pagada de sí misma. Pero no sólo una mujer, una acción, una arquitectura, un gobernante, una vida, pueden ser descritos con la doblez del calificativo. Los antónimos de sí mismos son seguramente los significantes donde el sentido da la vuelta, los filos que dividen y unen los lados del abismo. En el derecho, por ejemplo, “deposición” significa a la vez hacer una presentación y rendirse. Cuando se trata de verbos, estos autoantónimos indican a la vez la acción y la pasión, el actuar y ser actuado, así “oler”, “alquilar” o “arrendar”. Dentro de este peculiar grupo de palabras, la soberbia se singulariza porque ella es el término que refiere, por un lado, al punto de límite y retorno de la moral y, por otro, al puente que comunica a lo ético con lo estético.

Si se tratase de un sistema algebraico, la soberbia sería quizá el operador por medio del cual se cambia el signo de una cifra, es decir, sería el equivalente de multiplicar por menos uno. En el ámbito de los valores morales, ello significaría que la soberbia es la fórmula que opera la transustanciación del bien en el mal —o del mal en el bien. No estamos entonces ante una proposición atómica o molecular, sino ante un signo operacional; es decir, la soberbia no es una entidad, no hay nada que, de suyo, pueda ser identificado como soberbio, sino que la cualidad puede atribuirse en principio a cualquier entidad, y el resultado de esa aplicación significaría el cambio de valoración de la misma, de positivo a negativo o viceversa. Así, una caridad que se ejerce en demasía puede ser soberbia, lo mismo que una caridad contenida puede serlo también, aunque cada una desde la perspectiva de uno de los lados del abismo.

Esta dimensión cuantitativa de la soberbia, el hecho de que exceso o falta pueden derivar en su contario, vuelve seductora la posibilidad de concebir los siete pecados capitales del cristianismo como un grupo matemático para el que cabría encontrar las acciones de inversión (multiplicación por menos uno, soberbia); neutral (multiplicación por uno, pereza); así como las operaciones de adición, resta, multiplicación y división. A reserva de realizar posteriormente este examen, lo que de entrada se deriva del mismo es que la soberbia, más que significar un pecado como los demás, representa una falta de segundo orden, un metapecado que califica a los otros seis y que, de alguna forma, siempre está presente en ellos en tanto cada uno implica algún tipo de acción condenable. Así, la lujuria o la gula, por ejemplo, no sólo implican acciones pecaminosas, sino también y siempre soberbias. Ser pecador es ser soberbio ya de suyo. Pero si la soberbia está incluida en todos sus compañeros del grupo, ¿por qué no eliminarla del sistema o reducir las demás faltas a ella? La inclusión del metapecado en la lista de las siete ofensas capitales, obedece a la necesidad lógica del sistema moral cristiano de prohibir, en el límite, que por última vez se aplique la operación de inversión y los sentidos de todo se pongan de cabeza; es decir, la soberbia está en la lista para garantizar que nunca ocurra que el pecado se convierta en virtud, el mal en bien.

La soberbia como pecado expresa, pues, la necesidad de poner un alto a las inversiones semánticas, otorgando así un principio de inteligibilidad al lenguaje, cesar su desorden o su vaciamiento. Pero en un sentido más profundo, significa dejar en claro que el juego de las inversiones, de la transmutación del bien en mal, sólo puede corresponder a lo divino. El hombre incurre en el pecado de la soberbia porque se postula como su propio fundamento, porque prescinde de Dios o se autopostula como tal. En El proceso ideológico de la Revolución de Independencia, Luis Villoro recuerda en este sentido la caracterización de la soberbia por parte de san Agustín:

“¿Qué es la soberbia sino un apetito de perversa grandeza? —preguntaba san Agustín—. Porque es perversa grandeza devenir y ser en cierto modo principio de sí mismo...” (De Civitate Dei, libro XIV, cap. 13). Devenir o ser principio de sí mismo, poner en nosotros mismos el fundamento de nuestro ser, tal era para la teología agustiniana el pecado de soberbia.1

Los que se creen dioses están en el pecado porque no reconocen a la única divinidad verdadera. Desde luego, todos los pueblos paganos. Escuchemos a san Agustín:

Esta religión, pues, única y verdadera, es la que ha puesto en claro que los dioses de los gentiles no son sino inmundos demonios. Éstos, deseando ser tenidos por dioses, aprovechándose de las almas difuntas o de criaturas mundanales, se han complacido con soberbia inmundicia en honores cuasi divinos, malvados y torpes a la vez, envidiando la conversión de los espíritus humanos al verdadero Dios.2

Al preservar la operación de las transmutaciones como una cualidad exclusiva de la divinidad, la postulación de la soberbia como pecado establece también una jerarquía del Ser cuya cúspide ha de ser reconocida en la divinidad misma. Los hombres soberbios parecen comprender muy bien que la construcción de la jerarquía del Ser supone la igualdad de los de abajo por la desigualdad que comparten ante la grandeza divina, y su gesto arrogante pretende reproducir o simular en este mundo la igualación-diferenciación realizada por el orden de lo divino. El poder, la dominación de lo de arriba sobre lo de abajo, la posibilidad de estar por encima de los demás regulando las transmutaciones de los sentidos, eso es lo que se juega con el metapecado de la soberbia.

Si les fuera posible, someterían bajo su dominio a todos los hombres para que todo y todos estuvieran al servicio de uno solo. […] ¡He aquí cómo la soberbia trata de ser una perversa imitación de Dios! Detesta que bajo su dominio se establezca una igualdad común, y, en cambio, trata de imponer su propia dominación a sus iguales en el puesto de Dios.3

Dominio y poder, el ámbito de la soberbia es el terreno de lo político, de la igualdad y la desigualdad, de la fuerza de los que pueden controlar las transmutaciones de los significados. En su filosofía de la diferencia Cesáreo Morales comprendió muy bien el carácter político de este pecado de la arrogancia:

La política multiplica a los atletas de la obsesión por el heroísmo, la de estar en el acontecimiento y en el círculo de los que creen hacer la historia, ilusiones de omnipotencia y semejanza con Dios, reacios al trabajo de fragilidad, ausencia y distanciamiento. Ascetas y ambiciosos caminan entre soberbia y gracia, sinrazón del más fuerte y locura muda del débil.4

Pero paradójicamente, aun cuando sea reconocida como una falta capital, la acción soberbia constituye una posibilidad para la criatura humana. De hecho, su libertad consiste, precisamente, en su potencia para autodescribirse como fundamento de sí misma:

¿Quién se atreve a pensar o a afirmar que no estuvo en la mano de Dios evitar la caída del ángel y del hombre? Prefirió, no obstante, no quitarles esa facultad y demostrar así el gran mal de que era capaz la soberbia y el gran bien que había en la gracia de Dios.5

Inserta en la cadena de las paradojas, la facultad divina de la inversión de los significados y de los valores, la multiplicación por menos uno en el esquema de las faltas capitales, sólo puede ser ella misma vigente si se deja en manos de la criatura la desmesurada potencia de la soberbia. ¿Pues qué otro significado podría tener la libertad si no fuese la libertad para llegar a ser dioses?

II

Siempre me he preguntado por qué en Los tres García,6 la extraordinaria película de Ismael Rodríguez, la prima Lupita Smith (Marga López) no se queda con Pedro Infante, estrella y centro del filme, sino con Abel Salazar, el más limitado, menos atractivo de los tres jóvenes primos García que se enfrentan por lograr los amores de la muchacha. Infante es alegre, guapo, ocurrente, campirano, representa la realización de los ideales varoniles de la sociedad rural; el tercer primo, Víctor Manuel Mendoza, es un citadino relamido, también guapo e inteligente, poeta, que en la película representa lo urbano rápidamente decadente que, desde luego, no puede competir con lo rural y vuelve a vestirse de charro. De las batallas que se libran en Los tres García, la primera en dirimirse es el conflicto entre la ciudad y el campo, en el que el segundo establece su superioridad indiscutible.

Los tres García de Ismael Rodríguez.

En los años cuarenta y cincuenta, coincidentes con la llamada Época de Oro del cine mexicano, nuestra sociedad vivió traumáticamente el trasvase económico, político y cultural que significó el giro de lo rural a lo urbano y que reprodujo, en sus coordenadas geoculturales específicas, el proceso de modernización capitalista que afectó y constituyó a toda la sociedad occidental. Pero lo que en Europa demoró cientos de años, en México y en América Latina aconteció en el lapso de apenas una o dos generaciones. Entre la Revolución mexicana y la mitad del siglo, los provincianos se volcaron a las ciudades, especialmente a la de México, y trajeron con ellos su sorpresa e inadaptación a exigencias civilizatorias insospechadas. El movimiento de desterritorialización y reterritorialización masiva —por utilizar categorías deleuzianas—, además de vivirse vertiginosamente por quienes lo padecieron, dio lugar a elaboraciones, conceptos y preceptos de muy diverso tipo, desde producciones literarias hasta teorías económicas. La teoría del desarrollo de la Comisión Económica para América Latina (CEPAL), por ejemplo, partía del supuesto de que la industrialización del continente iba a ocasionar, y requerir al mismo tiempo, grandes desplazamientos de personas hacia las ciudades, e iba a provocar no sólo dificultades de abastecimiento e infraestructura, sino, sobre todo, carencias epistemológicas relativas a la necesidad de difusión y manejo de los conocimientos asociados a las nuevas tecnologías de la producción industrial. La sustitución de importaciones que propugnaba la CEPAL no tenía únicamente una dimensión económico comercial, sino también epistémica.7

La CEPAL, y posteriormente las que se conocieron como teorías de la dependencia, se abocaron a pensar la transición de lo rural a lo urbano, pero el tema estuvo igualmente presente en el ámbito cinematográfico. En buena medida, la filmografía de Pedro Infante puede ser vista como una reflexión en torno a las contradicciones y paradojas de la relación del campo y la ciudad, enfocadas alternativamente desde cada uno de los lados de la dicotomía. La tercera palabra (1956), Los tres huastecos (1948), Los tres García (1946), por ejemplo, ven el problema de la modernización desde una ruralidad que para el momento en que se realizan sus filmaciones, ya había devenido mítica; desde la otra orilla, la de lo urbano, filmes como Nosotros los pobres (1948), Ustedes los ricos (1948), Pepe el Toro (1953) o El inocente (1956), enfocan la inadecuación del habitar los hombres en el recién poblado espacio urbanizado. Desterritorialización mitificada, y reterritorialización incómoda, conflictiva, distienden el universo de la reflexión fílmica en torno a la experiencia del vivir en México a mediados de siglo.

Los tres García de Ismael Rodríguez.

En Los tres García, pues, Abel Salazar, el campesino, vence, en la lucha por los amores de la prima estadunidense, al representante de la ciudad. Sin embargo, en el filme no sólo había uno, sino dos representantes del mundo agrario. El otro era Pedro Infante. Hay que subrayar entonces, de entrada, que es el campo pobre el que vence a la ciudad (de la misma manera que en las películas urbanas, no sólo las de Pedro Infante, suelen ser los pobres quienes otorgan sentido y valor a la vida en la ciudad, desde Nosotros los pobres hasta Los caifanes).

Ahora bien, es importante notar que entre los primos García no se escenifica una batalla de los pecados, sino que asistimos a un torneo de las virtudes. Cada uno mostrará sus mejores cualidades, y cuando se trate de hacer alguna trampa para inhabilitar a alguno de los contendientes, las tretas serán menores, casi infantiles. Resulta sorprendente, entonces, que para la resolución final del conflicto los pretendientes recurran, de común acuerdo, al engaño: los tres fingen su muerte en una supuesta riña y obligan a la prima a mostrar por una vez sus verdaderos sentimientos. Esa forma del final está conectada, sin duda, al resultado favorable hacia el primo orgulloso, hacia la soberbia, pues se trata de una inversión de los valores y significados final y climática. Lo que había sido un torneo de las virtudes culmina con la irrupción del mentir. Se muestra como algo tentador extraer la consecuencia de que, tratándose del bien, no hay posibilidad de establecer una jerarquía de lo virtuoso, por lo que no puede haber, en sentido estricto, un sistema de la virtud, sino sólo de lo negativo. La única manera de determinar que una virtud fuese mejor que otra, consistiría en hacer trampa, es decir, en transmutarla en una falta.

Pedro Infante representa la alegría, la canción, el desparpajo, la espontaneidad, la ligereza. Es el eje de la película y determina la dinámica de la trama. Abel Salazar, en cambio, representa a un hombre cohibido que siempre está leyendo, clandestinamente, libros o folletos sobre el orgullo masculino o mexicano. Es pobre, apocado, serio y muy orgulloso. Continuamente se llama a ultraje, interpreta cualquier gesto insignificante como un agravio a su dignidad. A través del conflicto entre el liviano y el soberbio, Los tres García se ubica como un punto crucial en el devenir de la figura del charro cantor en el cine mexicano, que reconstruyó magistralmente Carlos Monsiváis en Amor perdido. Dice Monsiváis:

La canción ranchera es el gran golpe de una metafísica para las masas: ahí está algo que sostiene las reacciones y convulsiones ajenas al ámbito de la ciudad, o mejor, ajenas a cualquier ámbito concreto, ligadas a lo eterno, a la razón de ser profunda de la nacionalidad que se desdobla en la leyenda de la fiesta y se transfigura entre copa y copa.8

¿Por qué la centralidad de la canción ranchera en este cine que enhebra una ruralidad de suyo mítica? “Porque —responde Monsiváis— el estruendo y la melodía implorante bosquejan una actitud distante y adversaria de lo ‘urbano’ y lo ‘contemporáneo’ ”.9 En el comienzo fue Tito Guízar en Allá en el Rancho Grande (1936), “alegre, sano, gallardo, humilde, leal”; a él le sigue Jorge Negrete “arrogante, bragado y conquistador”, que representa “el gusto incierto de una burguesía aún nacionalista (por lo menos en lo verbal)”:

Allí está el charro, el descendiente pintoresco del hacendado, con sus símbolos externos de poder, en su caballo alazán, adelantando su traje bordado y opulento, sus maneras que acusan práctica de mando. Y ese charro debe manar canciones que —a modo de trama operística— definan al personaje y a sus actos… “Abrir todo el pecho pa’echar este grito…”10

A esa figura de caporal, retadora, casi porfiriana, le sucederá, en muy poco tiempo, el perfil lloroso, triste, abandonado, de José Alfredo Jiménez.

¿Cuándo cambia el rumbo de la canción ranchera, del estilo seudooperático de Jorge Negrete o la actitud retadora y festiva de Lucha Reyes, a la cauda de lamentaciones y autocompasiones? La respuesta, si no obliga a rigor alguno, es notoria: al desvanecerse o volverse puramente formales el impulso nacionalista, las belicosidades y orgullos locales. La trayectoria de “Ay, Jalisco no te rajes” o “El herradero” al repertorio de José Alfredo Jiménez o Cuco Sánchez, es un trámite de la dependencia: de la jactancia a la imploración.11

En la trayectoria de figura triunfadora a sombra derrotada del charro cantor, en el intervalo que va de Tito Guízar a Cuco Sánchez (o después incluso hasta Juan Gabriel), Pedro Infante y Abel Salazar, en Los tres García, juegan un papel de transición, de gozne; la película es una exploración acerca de los caminos que podría seguir la encarnación del mexicano al irse agotando las energías porfiriano-burguesas del estilo Jorge Negrete.

Al hacer vencedor a Abel Salazar, el director Ismael Rodríguez parece mostrarse consciente de la deriva decadente en que viene despeñándose la figura del charro mexicano y quisiera tal vez revertirla. Sin embargo, el orgullo, la soberbia escenificada por el campesino pobre, siempre es presentada, a lo largo del filme, en tono de comedia, de ironía y oxímoron. El hombre orgulloso, gesticulante, que trabajosamente hila sus frases y que trae consigo su libro sobre la dignidad, constituye un personaje que mueve a risa. Es ridículo… salvo cuando al final se queda con la chica, momento en el que los valores se invierten y lo que parecía irrisorio se vira casi en sublime. Uno de los sentidos de la soberbia se transforma en su contrario.

No constituye un elemento menor, desde luego, el hecho de que la prima objeto del torneo sea rubia y estadunidense. Que Abel Salazar gane constituye una reivindicación del orgullo mexicano frente a la supuesta superioridad de la potencia vecina que además es presentada como femenina. Una serie de valores terribles se ponen aquí en juego: el chovinismo, el machismo y el patriarcado con todo el arco de sus consecuencias morales, políticas y culturales.

Y, sin embargo, el valor más importante de la película radica en que se trata de una reflexión, incluso una reivindicación, de la soberbia, que persevera en el tono secular y se niega tozudamente a hacer de ella un pecado, una falta capital que debería expiarse. Los tres García constituye un soberbio manifiesto ateo que juega y se embelesa en las inversiones de los significados y los valores. La soberbia es antónima de sí misma, pues bien, qué bueno, parece decir el filme, que nunca sale del registro de la comicidad y la nietzcheana alegría.

III

Es en la siguiente película, ¡Vuelven los García! (1947), dirigida también por Ismael Rodríguez, cuando el humor se oscurece y la derrota y el pecado reclaman sus fueros. Alcoholismo, tragedia, tristeza, inundan la pantalla. La abuela de los tres primos charros muere, pero su desaparición extiende un manto de culpa sobre el conjunto de la trama, a través del cual la película se inserta en el sistema de los pecados capitales.

¡Vuelven los García! de Ismael Rodríguez.

Con Los tres García el cine mexicano acarició la osadía de darse a sí mismo el poder para convertir el mal en bien y el bien en mal. No duró mucho la hybris. El sistema formal de los pecados volvió a imponerse muy pronto.

Y tal vez ahí empezó la decadencia de la Época de Oro.

Con ¡Vuelven los García!, la soberbia devino pecaminosa, las inversiones quedaron prohibidas. Terminó ahí el secularismo festivo en el cine nacional.

Bibliografía

De la Fuente Lora, Gerardo, “Seducción. El pensamiento económico latinoamericano”, en Hugo Zemelman (coord.), Determinismos y alternativas en las ciencias sociales de América Latina, Venezuela, Nueva Sociedad/CRIM, 1995.

Monsiváis, Carlos, Amor perdido, México, Editorial Era, 1977 (edición digital 2013).

Morales, Cesáreo, ¿Hacia dónde vamos?, México, Siglo XXI Editores, 2010.

San Agustín, La ciudad de Dios, Madrid, Editorial Tecnos, 2007.

Villoro, Luis, El proceso ideológico de la revolución de independencia, Cien de México, México, SEP, 1953.

Filmografía

Allá en el Rancho Grande (Fernando de Fuentes, México, 1936).

Caifanes, Los (Juan Ibáñez, México, 1977).

Inocente, El (Rogelio A. González, México, 1956).

Nosotros los pobres (Ismael Rodríguez, México, 1948).

Pepe el Toro (Ismael Rodríguez, México, 1953).

Tercera palabra, La (Julián Soler, México, 1956).

Tres García, Los (Ismael Rodríguez, México, 1946).

Tres huastecos, Los (Ismael Rodríguez, México, 1948).

Ustedes los ricos (Ismael Rodríguez, México, 1948).

¡Vuelven los García! (Ismael Rodríguez, México, 1947).



1 Luis Villoro, El proceso ideológico de la Revolución de Independencia, p. 75.

2 San Agustín, La ciudad de Dios, p. 236.

3 Ibid., p. 408.

4 Cesáreo Morales, ¿Hacia dónde vamos?, p. 177.

5 San Agustín, op. cit., p. 366.

6 Los tres García, México, 1946, dirigida por Ismael Rodríquez, con Pedro Infante, Sara García, Marga López, Abel Salazar y Víctor Manuel Mendoza en los roles estelares. Música de Manuel Esperón, fotografía de Ross Fisher, producida por los Hermanos Rodríguez.

7 Sobre los aspectos culturales y epistémicos de las teorías de la CEPAL y de las teorías de la dependencia, cfr. Gerardo de la Fuente Lora, “Seducción. El pensamiento económico latino­americano”, en Zemelman Hugo (coord.) Determinismos y alternativas en las ciencias sociales de América Latina, 1a. edición, Venezuela, Nueva Sociedad/CRIM, 1995.

8 Carlos Monsiváis, Amor perdido (edición digital, 2013), posición Kindle 1419.

9 Ibid., posición Kindle 1425.

10 Ibid., posición Kindle 1439.

11 Ibid., posición Kindle 1463.

* Facultad de Filosofía y Letras, UNAM.