Página de créditos

Como desees


V.1: abril de 2020

Título original: As You Wish!


© Cary Elwes, 2014

© de la traducción, Luz Achával Barral, 2019

© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020

Todos los derechos reservados.

Publicado mediante acuerdo con el editor original, Touchstone, una división de Simon & Schuster, Inc.


Publicado por Ático de los Libros

C/ Aragó, n.º 287, 2º 1ª

08009 Barcelona

info@aticodeloslibros.com

www.aticodeloslibros.com


ISBN: 978-84-17743-85-7

THEMA: ATF

Conversión a ebook: Taller de los Libros


Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos) si necesita fotocopiar o escanear algún fragmento de esta obra (www.conlicencia.com; 91 702 19 70 / 93 272 04 47).

Como desees

Historias inconcebibles del rodaje de La princesa prometida

Cary Elwes

Traducción de Luz Achával Barral

1

Sobre el autor

3

Cary Elwes es un actor británico, conocido por haber interpretado el papel de Westley en el clásico de amores verdaderos y grandes aventuras La princesa prometida, basado en la novela original de William Goldman. También ha participado en películas como Las locas, locas aventuras de Robin Hood, Drácula de Bram Stoker, Twister o Saw, entre otras, y recientemente ha aparecido en la célebre serie de Netflix Stranger Things. Actualmente vive en Hollywood con su familia.


Joe Layden es autor o coautor de más de treinta libros, entre ellos varios best sellers del New York Times.

Como desees

Descubre los secretos del rodaje de La princesa prometida


Cary Elwes, el actor que da vida a Westley en la adaptación a la gran pantalla de esta clásica historia, nos trae el maravilloso relato de las peripecias durante el rodaje de la película basada en la novela de William Goldman.

La princesa prometida lleva generaciones maravillando a jóvenes y mayores por igual gracias a su combinación perfecta de fantasía, humor e inteligencia. En este delicioso libro, Elwes recoge las anécdotas y divertidas desventuras protagonizadas por algunos de los miembros de su reparto, como Robin Wright, Mandy Patinkin, André el Gigante, Billy Crystal o Wallace Shawn, y comparte con el lector cómo vivieron todos los participantes la inolvidable experiencia de dar vida al mejor libro del mundo.

Acompañado por un prólogo de Rob Reiner, director de la película, Como desees hará las delicias de todos aquellos que disfrutaron y disfrutarán con este clásico del cine.



«Elwes hace que estas memorias sean tan dulces e inocentes como la misma película».

The New York Times


«Con un estilo elegante y enérgico, Elwes demuestra lo felices que fueron durante la producción de La princesa prometida».

Publishers Weekly


«Como desees está repleto de historia sobre el rodaje de una película que se centra en el maravilloso regalo de la narración».

Chicago Tribute


«Elwes ofrece un precioso relato de lo que para mí, y estoy seguro de que para todos nosotros, fue una de las mayores experiencias creativas de nuestras vidas.»

Rob Reiner

Contenido

Portada

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Página de créditos

Sobre este libro

Prólogo de Rob Reiner

Introducción


1. Mi encuentro con Rob

2. Preproducción y mi encuentro con Buttercup

3. La mesa italiana y mi encuentro con Fezzik

4. «En garde!»

5. Peleando con los R.A.G. en el Pantano de Fuego

6. Asaltar el castillo y estar muerto en su mayoría

7. El circo ambulante de Rob

8. Amod vedadedo

9. Vizzini y el Milagroso Max

10. Un par de contratiempos

11. El Mayor Duelo de Espadas de la Época Moderna

12. Todas las cosas buenas

13. Un final de cuento de hadas


Epílogo de Norman Lear

Agradecimientos

Imágenes

Sobre el autor


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39

En el escenario del Lincoln Center. De izquierda a derecha: Rob Reiner, Robin Wright, William Goldman, Wallace Shawn, Chris Sarandon, Mandy Patinkin, Carol Kane, yo, Billy Crystal y el moderador, Scott Foundas. 2 de octubre de 2012. © David Godlis





Para mi princesita, Dominique

Prólogo


William Goldman dijo una vez en referencia a la industria cinematográfica: «Nadie sabe nada». La princesa prometida es la prueba número 1 en defensa de esta perogrullada.

Cuando empecé mi carrera como cineasta, pensé, inocentemente de mí: «¿Por qué no hacer una película basada en La princesa prometida?». Debería de ser algo sencillo. Es una historia brillante, escrita por uno de los mejores escritores estadounidenses. ¿Por qué no iban a subirse todos al carro? Poco sospechaba que, durante quince años, había sido la historia que ningún estudio quería tocar. Afortunadamente, Norman Lear, mi jefe en Todo en familia y el hombre al que llegaría a llamar mi segundo padre, creía en este maravilloso cuento de hadas fracturado.

Rodar La princesa prometida fue una de las mejores experiencias de mi vida. Viví en Inglaterra durante seis meses, trabajé con viejos amigos y con personas que se convertirían en viejos amigos y dirigí una película basada en el libro que más me gusta del mundo. No hay nada más satisfactorio.

Cuando comienzas una película, tienes una idea de cómo quieres que sea, pero nunca sabes si alguien más compartirá tu interés. En una ocasión, Bill Goldman se refirió al libro que quería en su lápida como una historia excéntrica. Cuando llegó el momento del estreno de la película, nadie tenía ni idea de cómo venderla. ¿Era un cuento de hadas? ¿Una aventura de espadachines? ¿Una historia de amor? ¿O era simplemente una sátira disparatada? Lo cierto es que era, y es, todo eso. Nada fácil de capturar en un tráiler de dos minutos o un anuncio de la tele de treinta segundos.

Tuvimos cierto éxito entre la crítica, pero solo obtuvimos un beneficio moderado. Por suerte, a través de los VHS, los DVD y la televisión, consiguió arraigarse, y durante los últimos veinticinco años, su popularidad ha crecido. No tengo palabras para explicar lo placentero que me resulta cuando gente que la vio por primera vez cuando eran niños me dice cuánto les gusta a sus hijos. Qué emoción saber que una película en la que has participado forma parte del legado a futuras generaciones.

Leer el libro de Cary me ha hecho recordar momentos maravillosos. Elwes ofrece un precioso relato de lo que para mí, y estoy seguro de que para todos nosotros, fue una de las mayores experiencias creativas de nuestras vidas. Nos muestra como solo él puede, a través de la mirada del hombre de negro, el mundo de los RAG, el Milagroso Max y los Acantilados de la Locura. Y lo hace con gracia y estilo. Así que acurrucaos en un rincón acogedor y divertíos asaltando el castillo.



Rob Reiner

Introducción

Nueva York, 2 de octubre de 2012


En el escenario del Alice Tully Hall, en el Lincoln Center, rodeado de miembros del reparto y algunos del equipo, a muchos de los cuales llevaba años sin ver, siento una sensación casi sobrecogedora de gratitud y nostalgia. Nos hemos reunido aquí, en el Festival de Cine de Nueva York, para celebrar el vigésimo quinto aniversario de La princesa prometida, una película cuya popularidad y repercusión abarca, ahora, generaciones.

Ese hecho por sí solo me deja atónito: ¿cómo puede una película concebida de manera tan estrafalaria y modesta alcanzar tan elevada posición en el panteón de la cultura popular? Pero lo que realmente me impresiona, mientras recorro la hilera con la mirada y observo los rostros de mis colegas actores, es lo rápido que ha pasado el tiempo. ¿De verdad hace ya veinticinco años? ¿Un cuarto de siglo? El paso del tiempo se hace notar especialmente en aquellos que faltan, el gran Peter Falk y ese hombre tan dulce como inmenso, André el Gigante.

Pero para contrarrestar la tristeza está la camaradería de estar de nuevo con aquellos que se encuentran aquí esta noche y que estuvieron a mi lado hace tantos años: Rob Reiner, Billy Crystal, Carol Kane, Wallace Shawn, Chris Sarandon, y Mandy Patinkin, por no mencionar a Robin Wright, con un aspecto tan encantador como el día en que la vi por primera vez, hace tantos años. Aunque, pensándolo bien, siempre ha puesto el listón absurdamente alto en lo que a belleza respecta, y no parece haber cambiado. Los únicos que no han podido venir son Christopher Guest y Fred Savage, que, por desgracia, están ocupados con otros proyectos.

Esta es una noche de alfombras rojas y recuerdos, de entrevistas y una proyección llena de risas y alegría. Es también solo la tercera vez que he visto la película completa junto a un público desde su estreno en 1987 en el Festival Internacional de Cine de Toronto. Ese evento previo, aunque exitoso, no produjo exactamente el tipo de respuesta que uno esperaría de una película destinada a convertirse en un clásico.

¿Es justo referirse a La princesa prometida como un clásico? ¿El cuento de hadas sobre piratas y princesas, gigantes y magos, los Acantilados de la Locura y los Roedores de Aspecto Gigantesco? Sin duda alguna, es una de las películas citadas más a menudo en la historia del cine, con frases como:



Y por supuesto…


«Como desees».


Clásico: una pequeña palabra que conlleva un enorme peso, aunque algunas veces se usa con demasiada ligereza; una reputación ganada con el paso del tiempo, y dada solo a escasas películas que resisten repetidas visualizaciones. Dicho esto, La princesa prometida ha envejecido extraordinariamente bien. Creo que esto se debe, en parte, a la calidad del guion, la dirección y al maravilloso conjunto de actores con los que tuve el auténtico placer de trabajar.

Pese a que son los fans quienes realmente han mantenido vivo el recuerdo de la película, cada uno de nosotros, miembros del reparto, tiene recuerdos de la creación del filme, momentos que han seguido con nosotros a lo largo de los años. Todos tenemos historias sobre encuentros o momentos, como que nos aborden y nos pidan recitar una de las frases favoritas de La princesa prometida. Mandy jura que apenas pasa un día sin que alguien le pida, en alguna parte, que recite las palabras más famosas de Íñigo Montoya, en las que jura vengarse en nombre de su padre.

«Y nunca los decepciono», dice.

Hace poco, leí en alguna parte que a un pasajero le pidieron que abandonara un avión porque su camiseta de Montoya con la famosa frase asustó a uno de los pasajeros que nunca había visto la película. Después de que se lo explicaran, al parecer el pasajero de la camiseta tuvo permiso para permanecer en el avión.

El propio Mandy tiene un largo e impresionante currículum. Ha ganado un Tony, un Emmy y otras muchas incontables distinciones. Pero, como la mayoría de los que estamos en el Lincoln Center esta noche, sabe que algún día en su obituario aparecerá, de forma más prominente que ninguna otra cosa, su relación con La princesa prometida.

Y no le parece nada mal, como al resto de nosotros.

Puede que haya pocos bustos perfectos en el mundo, pero no hay pocos actores que alcancen un nivel de reconocimiento o fama por la popularidad (o, en algunos casos, ignominia, que es otra historia totalmente diferente) de una película concreta y su papel en la misma. Puede convertirse en una bendición o en una maldición; a veces un poco de ambas, dependiendo de las circunstancias. Durante las tres últimas décadas, he aparecido en casi un centenar de películas y series de televisión. He sido protagonista y actor secundario, y he trabajado en prácticamente todos los géneros. Pero haya hecho lo que haya hecho o haga lo que haga, La princesa prometida será siempre la obra con la que más se me relacione; y Westley, con su bigotito y coleta, el personaje al que estaré unido de por vida.

No Tiempos de gloria, que recibió más elogios de la crítica en su estreno y que ganó más premios; no Días de trueno o Twister, ambos éxitos de la taquilla veraniega. Ni siquiera Saw, que fue rodada en dieciocho días con un presupuesto más pequeño que el que la mayoría de las películas se gastan en el catering y recaudó más de cien millones de dólares; y no me quejo.

Cuando comencé La princesa prometida era muy joven y bastante novato en el mundo del cine. Me dieron un papel en una película que, francamente, podría haber sido interpretada como absurda, si no fuera por el hecho de que estaba muy bien escrita, muy bien dirigida y poblada de un elenco con un talento increíble. Mientras miro a Rob Reiner, el director, en el escenario, y a William Goldman, el guionista, que tan hábilmente y con tanto amor adaptó el guion de su igualmente imaginativa novela, pienso en la increíble suerte que tuve de formar parte de este proyecto. De que me sacasen de la relativa oscuridad y me pusieran en un plató con estos dos hombres, con un talento terrible, y este extraordinario elenco.

Mentiría si dijera que teníamos la más mínima corazonada de que nuestra película, hecha con un presupuesto modesto en un periodo de menos de cuatro meses y rodada en Londres y sus alrededores y en el magnífico Distrito de los Picos, en Derbyshire, estaba destinada a convertirse en un clásico. Pero creo que resiste los rigores del tiempo porque parece ser una historia atemporal: un cuento de amor. De héroes y villanos. Y, aunque es una película de los ochenta, no hay nada en la pantalla que delate su fecha de nacimiento (exceptuando, tal vez, a los Roedores de Aspecto Gigantesco).

En lugar de una banda sonora saltarina de tecnopop, tenemos el elegante slide de guitarra de Mark Knopfler; en lugar de peinados cardados y hombreras, tenemos a un espadachín y una princesa con el estilo de la época. Tal vez, la única cosa que sirve como sello temporal es el videojuego de Fred Savage al comienzo de la película (que, por cierto, es lo que arranca la primera carcajada). Es, por supuesto, una película dentro de una película. Un cuento dentro de un cuento, al igual que el libro en sí. Incluso en las escenas entre Peter Falk y Fred Savage, un abuelo que lee a su nieto enfermo en la cama, encontramos una gracia atemporal y una elegancia en las imágenes. Y luego está el diálogo:

«Besándose otra vez. ¿Tienes que leerme el trozo en que se besan?».

¿Qué chico preadolescente no ha dicho o pensado eso? ¿O al menos algo similar? Es el tipo de diálogo que resiste. Que perdura. De hecho, es como un buen vino sin iocaína parece mejorar con el tiempo.

La película, lo creas o no, recibió críticas mayormente positivas, si bien, en ocasiones, algo confusas. Incluso aquellos que alababan la película no sabían muy bien qué pensar. ¿Era una comedia? ¿Una historia de amor? ¿Un cuento de aventuras? ¿Una fantasía? Lo cierto es que era todas esas cosas y más. Pero Hollywood aborrece todo lo que no es fácilmente catalogable, y, en consecuencia, la película no ganó tanto terreno como habría merecido, recaudando la respetable, aunque difícilmente apabullante cifra de 30,8 millones de dólares cuando se estrenó (60 millones de dólares si lo ajustamos por la inflación). Eso quiere decir que recaudó casi el doble del presupuesto, pero, aun así, es solo una décima parte de la película que más recaudó ese año, Atracción fatal, hecha solo una semana antes.

Unos meses después de terminarla, todos seguimos con nuestras vidas y dejamos atrás La princesa prometida. Había otros proyectos, otras películas, familias a las que criar, carreras de las que ocuparse. Y entonces, aunque no puedo precisar el momento en que ocurrió realmente, algo extraño sucedió: La princesa prometida volvió a la vida. Esto puede atribuirse, en gran parte, al momento justo que se vivía; en particular, al nuevo mercado de vídeos que se estaba desarrollando. La princesa prometida se volvió tremendamente popular en formato VHS. Y a través de este medio relativamente nuevo, la película comenzó a ganar terreno, y no solo se alquilaba. Después de un cuidadoso escrutinio a manos de los que hacen estas cosas, quedó claro que los fans no solo la recomendaban a sus amigos y familiares; también compraron una copia para sus propias videotecas domésticas. Se convirtió en ese tipo de película extraña que veían y disfrutaban, y finalmente adoraban, familias enteras. Se pasaban copias de generación en generación, de la misma manera que padres nostálgicos presentaban a sus hijos la magia de El mago de Oz con la intención de compartir una de sus películas favoritas. Lo mismo ocurrió con La princesa prometida. Padres y madres con sus hijos, e incluso sus nietos, podían ver juntos la película y disfrutarla por lo que era. No había nada de condescendiente ni vergonzoso al respecto. Nada ofensivo. Parecía tan inteligente y divertida la décima vez que la veías como la primera.

Hoy, La princesa prometida es considerada una de las películas más populares y de mayor éxito de la historia de Hollywood. Figura en el ranking de «100 años… 100 pasiones» del Instituto Americano del Cine (AFI, por sus siglas en inglés), está en la lista de Bravo de las 100 películas más famosas, y el guion de Goldman aparece en el ranking del Gremio de Escritores de Estados Unidos como uno de los mejores 100 guiones jamás producidos.

Todas estas cosas, y muchas más, me pasaban por la cabeza aquella noche en el Lincoln Center. En algún momento, nos preguntaron qué significaba para nosotros la película. No tuve tiempo de explicar de manera adecuada cómo me sentía exactamente, así que eso es lo que estoy intentando hacer ahora con este libro. Lo cierto es que la película me proporcionó una carrera en el mundo del cine y la vida que tengo hoy en día; una vida que me siento privilegiado de disfrutar. No es una exageración. Hubo otras películas que ayudaron, claro está, pero fue esta la que me dio a conocer en Hollywood y me permitió quedarme allí.

A día de hoy, todavía recibo cartas de niños de todo el mundo, que me envían dibujos y bocetos de piratas que luchan o de princesas que los besan. Incluso tengo que ir con cuidado de no caminar por el pasillo equivocado en Toys “R” Us, por temor a encontrarme, de repente, bajo el asedio de pequeños pillastres con espadas de plástico y escudos.

Todos aquellos relacionados con la película han oído ya historias de bodas inspiradas en La princesa prometida, donde la novia y el novio van vestidos como Buttercup y Westley y el cura recita incluso el diálogo de Peter Cook. O proyecciones nocturnas interactivas a las que hay que ir disfrazado, no muy diferentes de las que se hacen de The Rocky Horror Picture Show, donde se arrojan a la pantalla cosas como cacahuetes después de la famosa frase de Fezzik. Las noches de La princesa prometida en los cines Alamo Drafthouse, un cine-restaurante nacional, se han vuelto tan populares que ahora producen su propio vino de La princesa prometida.

No puedo hablar por todos, pero lo considero una bendición. Sin duda, La princesa prometida se ha convertido en un fenómeno francamente notable. La película cuenta literalmente con millones de devotos. Saben cada frase, conocen a cada personaje, cada escena. Y, si te gustaría saber un poquito más sobre cómo se hizo tu película favorita, visto a través de los ojos de un joven actor que ganó mucho más de lo que había apostado, lo único que puedo decir es… Como desees.

1. Mi encuentro con Rob

Berlín, 29 de junio de 1986


La nota solo decía: IMPORTANTE.

Era un mensaje de mi agente, Harriet Robinson, que un botones había deslizado bajo la puerta de mi habitación en el hotel Kempinski, donde me alojaba.

Inmediatamente, tomé el teléfono y marqué su número. Esa sería la llamada que cambiaría mi vida. Después de que Harriet contestara, me contó que había organizado una reunión importante para mí. Que el director de This is Spinal Tap, Rob Reiner, y su socio de producción, Andy Scheinman, planeaban venir a Berlín para verme.

—¿De verdad?

—Sí.

—¿Para qué?

Harriet dijo que estaban estancados por un programa de preproducción muy apretado y que aún estaban buscando a un actor para que interpretara el papel central de Westley en una versión cinematográfica de La princesa prometida.

—¿La princesa prometida de William Goldman?

—Eso creo, sí —respondió.

No podía creerlo. Había leído ese libro cuando tenía solo trece años. Y ahora el director y el productor habían pensado en mí para interpretar uno de los papeles protagonistas. Por suerte para mí, sus planes no cambiaron.

Un poco de contexto sobre dónde estaba yo en aquel momento. Era un neófito de veintitrés años, que solo había aparecido en un puñado de películas. Pero ya sabía lo que quería de la vida. Sabía que quería ser actor. Había nacido y crecido en Londres, y acudido brevemente a la Academia de Música y Arte Dramático de Londres (LAMDA, por sus siglas en inglés), uno de los centros de formación más prestigiosos para actores de teatro serios. Me gustaba estudiar, pero mi meta final por aquel entonces solo era trabajar como actor, preferiblemente en películas. Además, ya había estudiado lo suficiente cuando me mudé a Nueva York para ir al Actors Studio y al Instituto de Teatro y Cine Lee Strasberg. Después de dejar la LAMDA, contraté a una agente, Harriet, y comencé a hacer audiciones.

Ya había sido asistente de producción en un puñado de películas, incluida la conocida Octopussy de James Bond, donde tuve la experiencia única de que me pidieran llevar en coche, al trabajo un par de veces, al mismísimo Bond, Roger Moore. Os aseguro que estaba hecho un manojo de nervios. Lo único que me pasaba por la cabeza sin parar era: «¿Y si mato a Bond de camino al trabajo en un accidente de tráfico? ¿Qué pasaría? Sin duda, acabaría con mi floreciente carrera en la industria cinematográfica». Ya veía los titulares: «¡Un humilde asistente de producción mata a James Bond!». De hecho, en uno de nuestros trayectos matutinos, el señor Moore levantó la vista de su periódico y dijo, con ese modo suyo tan calmado y compuesto: «Puedes acelerar un poco si quieres».

Para mediados de los ochenta, ya tenía un currículum corto, pero nada mediocre. Mi primera película, estrenada en 1984, fue Otro país, un drama histórico basado en la popular obra West End, de Julian Mitchell, con Rupert Everett y Colin Firth. Había sido coprotagonista de Helena Bonham Carter en Lady Jane, un drama de época dirigido por Trevor Nunn sobre lady Jane Grey, que fue reina de Inglaterra durante nueve días y cuyo corto reinado siguió a la muerte del rey Eduardo VI. Al parecer, esta fue la película que Rob vio, y la que lo convenció para que apostara por mí.

Cuando terminé Lady Jane, Trevor Nunn me ofreció la oportunidad de pasar un año de residente en la Royal Shakespeare Company, de la que era director. Me sentí halagado casi hasta la perplejidad: la mayoría de actores jóvenes habrían matado por una oportunidad así. Pero, por aquel momento, yo vivía en Londres, y sabía que pasar un año con la RSC, por muy prestigiosa que fuera, era el equivalente a hacer una tesis en teatro: el salario ni siquiera cubriría mi alquiler. Aun así, valoré la oferta muy seriamente, ya que venía de un director con un gran talento a quien admiraba y aún admiro muchísimo. Puede que las cosas hubieran sido diferentes si hubiera dicho que sí. ¿Quién sabe? Me arrepiento de muy pocas cosas de la vida que he tenido la suerte de vivir. Pero una cosa parece segura: si hubiera aceptado la residencia en la RSC, no habría estado libre para aceptar el papel de Westley. De hecho, puede que ni siquiera hubieran pensado en mí. Se podría decir que tuve bastante suerte, ya que, por lo que resultó, estaba en el lugar correcto en el momento indicado.

Para cuando Rob Reiner había empezado a buscar a alguien para representar el papel del protagonista masculino, yo tenía un currículum corto, pero tal vez digno de investigar. Ya fuera el destino o una hábil representación, o una combinación de ambas, me tuvieron en cuenta para el papel del mozo de labranza convertido en pirata, Westley; un personaje creado en una renombrada novela que durante mucho tiempo se había considerado imposible de adaptar a la pantalla. Y una novela que ya había leído y disfrutado de niño.

¿Cómo sucedió esto? Bien, resulta que mi padrastro trabajaba en el departamento literario de la William Morris Agency en Los Ángeles y, después de marcharse para trabajar en el cine, produjo el primer guion de William Goldman adaptado de la novela El blanco móvil, de Ross Macdonald. La versión cinematográfica se estrenó en 1966 bajo el mismo título en Gran Bretaña, pero se le cambió el nombre a Harper para el estreno en Estados Unidos, donde tuvo un éxito moderado y ayudó a establecer más el estrellato de su joven protagonista, Paul Newman. Y tampoco le fue mal a Goldman, que ganó un premio Edgar al mejor guion y posteriormente se convirtió en uno de los guionistas más célebres de Hollywood.

Mi padrastro, que era un gran admirador de Goldman, tenía, como es natural, un ejemplar de La princesa prometida en su biblioteca y un día me lo dio para que lo leyera. Sobra decir que me encantó. Recuerdo leer la propia descripción del autor de las «partes buenas» en la novela ficticia de S. Morgenstern:

Esgrima. Peleas. Tortura. Veneno. Amor verdadero. Odio. Venganza. Gigantes. Cazadores. Hombres malos. Bellas damas. Serpientes. Arañas. Dolor. Muerte. Hombres valientes. Hombres cobardes. Hombres fuertes. Persecuciones. Huidas. Mentiras. Pasión. Milagros.

Si eso no es emocionante para un chico de trece años, no sé qué lo será.

Cuando recibí la llamada de Harriet, me encontraba en Berlín rodando una pequeña película indie llamada Maschenka, basada en la novela semiautobiográfica de Vladimir Nabokov, el hombre que nos dio uno de los ejemplos más controvertidos de la literatura del siglo xx, Lolita. La película era una coproducción anglo-finlandesa-alemana y se rodaba tanto en Alemania como en Finlandia.

Esto ocurrió a principios del verano de 1986, solo unos meses después del desastre nuclear de Chernóbil, que causó mucho miedo en aquel momento. De hecho, Harriet me dijo que Rob y Andy habían pensado seriamente en cancelar el viaje por «todo el asunto nuclear ese». Lo que yo recuerdo es que no nos preocupaba demasiado a aquellos que estábamos trabajando en nuestra pequeña coproducción europea. Me acuerdo de una reunión de equipo convocada en un plató en un lugar llamado Katajanokka, en Helsinki, solo una semana antes, y de que nos dijeron que no había nada que temer porque los vientos estaban a nuestro favor y llevarían la lluvia radioactiva en otra dirección. De lo que sí que nos advirtieron fue de que no bebiéramos leche del lugar, como precaución. Al menos no hasta que se declarara que era segura. Como muchos otros del equipo, volví al trabajo rascándome la cabeza, preguntándome si no deberíamos tomarnos el asunto más en serio. Después de todo, estábamos solo a menos de 1300 kilómetros del lugar donde se produjo el accidente. Todo lo que puedo decir es que las pólizas de seguros de la industria del cine de aquel entonces no eran tan sofisticadas como ahora, así que parar la producción no era realmente una opción.

De todos modos, no es exactamente lo que te gustaría oír, pero el espectáculo continuó. Y, hasta donde sé, gracias a Dios, nadie enfermó a causa de la experiencia. Las últimas semanas del rodaje fueron en Berlín, en los estudios Babelsberg, y mientras estaba allí, acabé alojándome en el Kempinski.

Le insistí a Harriet que me diera más información. Me dijo que lo único que sabía era que Rob y Andy querían ver a todos los actores británicos que encajaran en el papel y que, obviamente, estaban interesados en mí. Más tarde, supe que Rob había recibido una llamada de la directora de casting, Jane Jenkins, que le había sugerido que viera Lady Jane y le había dicho que, si le gustaba, tomara un avión para ir a conocerme. Parecía razonable pensar que me encontraba en una buena posición si estaban viajando hasta tan lejos; y no solo eso, sino, además, a una región que podía estar contaminada con material radioactivo. Yo no estaba acostumbrado a ese nivel de interés, y (aunque ahora pasa bastante a menudo) ningún director había venido nunca antes a visitarme durante un rodaje.

—¿Tengo que hacer una prueba para el papel? —pregunté, temeroso de la respuesta.

—Es posible, han venido desde muy lejos —contestó Harriet.

Como actor, en las pruebas pierdes más papeles de los que consigues. Aprendes bastante rápido que la mayoría de las cosas están fuera de tu control y que es mejor «dejarlo en manos de Dios» y «acostumbrarse a las decepciones», como Goldman tan elocuentemente hizo que dijera el hombre de negro en el libro de La princesa prometida. Seguía diciéndome a mí mismo que siempre habría otra película, otro trabajo en el horizonte; que no importaba. Pero en el fondo sabía que no engañaba a nadie, mucho menos a mí mismo. Esto era mucho más que «un trabajo más». Estos eran dos de mis héroes, Bill Goldman y Rob Reiner, ¡trabajando juntos!

~

ANDY SCHEINMAN

Queríamos ver a todos los actores que pudieran interpretar el papel de Westley, y creo recordar que Colin Firth era uno de ellos. Recibimos una llamada diciendo que había un chico al que teníamos que ver en Alemania Oriental. Lo único que recuerdo es que fue justo después de Chernóbil. Y no es que me muriera de ganas de ir a Alemania Oriental. Miré mapas y había áreas grises donde estaba la lluvia radioactiva; no me gustaba la idea. Y Rob decía: «No vayas si no quieres». Pero lo hice. Solo recuerdo meterme corriendo en el hotel, como si fuera a servir de algo. Y dejar atrás una chaqueta de literalmente mil dólares. No tenía tanto dinero y, desde luego, no tenía ninguna otra chaqueta como esa, pero no podía llevarla más. Así que la dejé.

~

Aunque la novela se publicó en 1973 y recibió el aplauso inmediato y una respuesta apasionada por parte de los lectores, ya había cumplido trece años en el momento en que se me ofreció interpretar el papel de Westley. El guion de Goldman, que había adaptado de su propio libro, se convirtió en una especie de propiedad legendaria en los círculos de Hollywood y aquellos al mando en los estudios declararon que se trataba de una película imposible de hacer.

Goldman había escrito él mismo el guion con gran esfuerzo y había declarado hacía tiempo que era su preferido de todos cuantos había escrito. Un auténtico elogio, ya que en aquel momento su obra incluía Marathon Man, Dos hombres y un destino y Todos los hombres del presidente (con los dos últimos había conseguido incluso premios Óscar al mejor guion).

~

WILLIAM GOLDMAN 

Iba de camino a California y les dije a mis hijas: «Voy a escribiros una historia; ¿de qué queréis que trate?». Y una de ellas dijo: «¡Princesas!» y la otra dijo algo sobre «que estuviera prometida». Y yo dije «Vale, ese será el título». Me puse a ello, escribí las dos primeras páginas y, luego, paré. Y entonces, años más tarde, retomé y acabé el libro.

~

Y así, pese al impresionante currículum y la pasión de Goldman por la obra, el proyecto parecía destinado a languidecer en lo que se conoce vulgarmente en el mundillo como el «infierno del desarrollo», es decir, a pasar de un estudio a otro sin parar, sin que ninguno de ellos fuera capaz de llevarlo a cabo o sin que nadie se interesara por él. Como el mismo Goldman dijo una vez: «Ni siquiera François Truffaut pudo hacer esta película».

Se convirtió en ese guion legendario sin producir, e incluso se lo etiquetó como tal en la prestigiosa revista francesa de cine Cahiers du Cinéma. Así pues, parecía que el libro favorito del autor estaba destinado a no ver nunca la luz del día…, es decir, hasta que cayó en las manos correctas.

Para aquellos que no lo sepan, hay que mencionar que la carrera de Rob Reiner en ese momento iba, sin ninguna duda, viento en popa. Había dejado de ser una simple estrella de comedias para demostrar ser un director de primera con una diestra habilidad a la hora de mezclar géneros con su trabajo en Juegos de amor en la universidad y, sobre todo This Is Spinal Tap, estrenada en 1984. Todo aquel al que le interesaba la música rock o la comedia se enamoró instantáneamente de la película y memorizó sus diálogos, en su mayoría improvisados. Fue la primera y, tal vez, la mejor de lo que se convertiría en una nueva categoría de cine y televisión, el falso documental, y fue Rob quien dirigió este proyecto con pericia desde su concepción hasta que alcanzó el estatus de película de culto del que disfruta ahora, incluso entre músicos. Tom Petty declaró una vez su debilidad por las viejas y atontadas estrellas del rock y reveló que, a menudo, él y los miembros de su banda se juntaban y recitaban frases de la película antes de salir al escenario. Rob también me dijo que cuando se reunió con Sting para ofrecerle el papel de Humperdinck, el músico le dijo que había visto Spinal Tap más de cincuenta veces y que nunca «sabía si reír o llorar». Para un director o guionista (los coautores de esa película fueron Harry Shearer, Michael McKean y Christopher Guest, que también formaría parte del elenco de La princesa prometida), ese debe de ser el mayor elogio posible.

Hacia la misma época, Rob estaba dando los toques finales a Cuenta conmigo, una adaptación de una novela de Stephen King que sería reconocida como una de las mejores historias que Hollywood jamás ha producido sobre el paso de la niñez a la madurez. Tras mi llegada a Londres, Rob organizó un pase privado para mí en los estudios Pinewood, y recuerdo que me conmovió profundamente. No había visto a unos niños actuando de manera tan honesta desde Los 400 golpes de Truffaut. Al ver This Is Spinal Tap, Juegos de amor en la universidad y Cuenta conmigo, supe que Rob estaba teniendo una buena racha. Sus películas eran muy diferentes en género y tono, y todas funcionaron muy bien. Era un director con una visión única que hacía películas memorables. Realmente, no había nadie más haciendo el tipo de trabajo que hacía él. Así que, con esa impresionante obra a sus espaldas, Rob se ganó el derecho a escoger su próximo proyecto basándose principalmente en lo que quería hacer en lugar de en lo que se esperaba de él. Prácticamente, se le concedió carta blanca. Por lo que tengo entendido, la conversación entre Rob y el entonces jefe de Columbia Pictures, iba a lanzar Cuenta conmigo, fue algo así:

—Lo que quieras —le dijo el jefe del estudio—. Cualquier cosa.

—¿De verdad? ¿Cualquier cosa? —respondió Rob con alegría.

—Sí.

—En ese caso quiero hacer mi libro favorito —respondió Rob.

—¿Cuál es?

La princesa prometida.

—¡Cualquier cosa menos eso! —replicó al instante.

Y así, el proyecto se estancó durante un tiempo.

Pero Rob era perseverante. Aunque tiene un espíritu extraordinariamente cálido y generoso, y no es propenso al tipo de ego desenfrenado que no es poco común entre las altas esferas del talento de Hollywood, no es ningún pusilánime. De hecho, su clara determinación y su visión fueron las mayores responsables de que la película se convirtiera en una realidad.

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ANDY SCHEINMAN 

Por aquel entonces, Bill Goldman ya había contactado con el padre de Rob, Carl Reiner, para llevar a cabo el proyecto. Pero Carl no tenía tiempo, o no sabía cómo hacerlo, o lo que sea. Por el motivo que fuera, simplemente no sucedió. Unos trece años más tarde Rob me dijo: «Creo que es un gran libro y que tendríamos que intentar sacarlo adelante».

En un momento dado, casi lo cerramos con Columbia Pictures. Fue entonces cuando oí una de mis frases favoritas del mundo del cine. El jefe de Columbia dijo: «Ten cuidado con los guiones de William Goldman. Te engaña con su buena escritura».

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El tiempo ha probado, sin duda, que Rob era el hombre adecuado para dirigir el proyecto. Como la mayoría de gente que la ha leído, era un gran admirador de la novela. También tenía una confianza suprema en su habilidad de mezclar los distintos géneros que llenaban sus páginas: amor, aventura, fantasía, drama, comedia, acción. Rob cogía estos elementos y lo ponía todo patas arriba. Se divertía haciéndolo y, a su vez, creaba una película divertida para los demás. Lograr esto requiere mucha seguridad, y no creo que muchos directores en aquel entonces, o ahora, hubieran podido sacarlo adelante.

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ROB REINER

He admirado el trabajo de Goldman desde el primer libro que escribió, The Temple of Gold, y luego, Your Turn to Curtsy, My Turn to Bow. He leído literalmente todos los libros que ha escrito. Cuando estaba escribiendo un libro sobre una temporada en Broadway en 1968 llamado The Season, mi padre representó una obra ese año, titulada Something different, a la que Bill dedicó un capítulo de su libro. Poco después, Bill terminó La princesa prometida y se la envió a mi padre por si le interesaba adaptarlo para una película. Pero él no sabía qué hacer con ella. Ni siquiera sé si la leyó o no, pero me la dio porque sabía que era un gran admirador de Goldman. Tenía veintipocos en aquella época y no había dirigido nada. La leí y tuve una de esas experiencias en las que estás leyendo y sientes que el escritor se ha metido en tu cabeza. Al leer el libro, pensé: «Oh, Dios mío, tengo la misma sensación». Quiero decir que, sencillamente, me enamoré de él. Era lo mejor que había leído jamás. El tiempo pasó, hice Todo en familia y luego inicié mi carrera como director. Después de las primeras películas, pensé: «Bueno, hacen películas basadas en libros»; se me ocurrió buscar qué libro me había gustado especialmente, y recordé La princesa prometida, mi libro favorito de todos los tiempos. Así que inocentemente dije: «Me pregunto si podríamos hacer una película con este». No tenía ni idea, en aquel momento, de que un montón de gente ya lo había intentado: Norman Jewison, Robert Redford, François Truffaut… Aparecía en uno de esos libros de cine como uno de los mejores guiones jamás escritos que nunca habían sido producidos. Hice que mi agencia se pusiera en contacto con Bill para ver si quería reunirse conmigo. Él había visto Spinal Tap y yo estaba acabando mi segunda película, Juegos de amor en la universidad. Por entonces solo tenía el primer corte, pero organicé una proyección para que la viera. Todo esto solo para que Bill aceptara reunirse conmigo.

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Pido perdón a Bill Goldman, a quien no le gusta el término, pero Rob era realmente, a falta de una descripción mejor, un joven autor. Uno cuyo éxito le había permitido hacerse con casi todo el control artístico de sus proyectos. Estrenaba sus películas como él quería que se vieran, ya que se encargaba del último corte en las salas de edición, algo que hoy en día casi no ocurre. Y no usaba su influencia para acumular riquezas abrumadoras con éxitos de taquilla superficiales, sino para abordar algo mucho más ambicioso. Algo cercano y querido en su corazón.

¿Cómo podría alguien no admirar algo así?

Por lo visto, el mismo jefe de Columbia dijo a Rob: «De todos modos, nunca conseguirás los derechos, porque Goldman nunca permitirá que nadie la haga».

Así que Rob decidió seguir adelante y tratar de reunirse con Goldman, quien, para aquel entonces, había vuelto a adquirir los derechos de su propia novela, con el fin de convencerlo para que le cediera el material. Se llevó consigo a la persona que lo acompañaba a todas las reuniones: su compañero de producción, Andy Scheinman. Resultó que el jefe del estudio había sido exacto al describir la reticencia de Goldman hacia que se hiciera la película. Como Rob y Andy descubrirían pronto, era evidente que el escritor había perdido casi todo su entusiasmo por el mundo del cine. No le gustaba cómo los estudios lo habían tratado en el pasado, especialmente en lo que respectaba a este, su proyecto favorito. Y tampoco había tenido ninguna suerte con ellos, ni con nadie más, de hecho, a la hora de emprender aquel proyecto.

A fin de entender mejor el estado de ánimo del señor Goldman, tal vez debería compartir una pequeña historia sobre los diversos intentos de hacer la película. A mi entender, en un momento dado el proyecto recibió inicialmente un «sí» de 20th Century Fox, que compró el libro incluso antes de que fuera publicado, con Richard Lester (famoso por las películas de los Beatles ¡Qué noche la de aquel día! y Socorro) como adjunto para dirigirla. Fue entonces cuando la persona a la que Goldman se refiere como el «tipo de la luz verde» (es decir, quien decide qué proyectos se hacen en el estudio) fue despedida de la Fox. Quiso la suerte que el siguiente «tipo de la luz verde» procediera a vaciar el escritorio de su predecesor (sorprendentemente, una práctica muy habitual en nuestro mundo), para empezar de cero. Fue en ese momento cuando Goldman volvió a comprar a la Fox los derechos de su libro (algo inaudito hasta el día de hoy, me imagino) para proteger su preciada obra e impedir que otra persona reescribiera el guion. Como Bill escribió en la edición del vigésimo quinto aniversario del libro, sintió que él era ahora «el único idiota que podía destruirlo».

Por aquel entonces, ninguno de los grandes estudios estaba dispuesto a tocar el material, excepto uno. Y lo creas o no, el tipo de la luz verde estaba en negociaciones con Goldman cuando también lo despidieron durante el fin de semana, justo cuando estaban a punto de cerrar el trato. Otro pequeño estudio de cine echó el cierre durante las negociaciones. En un momento dado, Norman Jewison, famoso por haber dirigido Jesucristo Superstar, El violinista en el tejado y Hechizo de luna, iba a realizarla como película independiente, pero no recaudó el dinero suficiente ni siquiera con un, entonces, prácticamente desconocido Arnold Schwarzenegger como Fezzik. Después de eso, John Boorman, Robert Redford, e incluso François Truffaut probaron suerte, pero por algún motivo no consiguieron hacerla despegar.

Así que tenía sentido que Goldman se mostrara reticente a dejar que su corazón se emocionara otra vez solo para volver a sufrir una decepción. Supongo que no se había «acostumbrado a las decepciones» en lo que respectaba a este proyecto en particular.

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ROB REINER